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Los verdaderos enemigos del gobierno virreinal. ¿Las élites locales o las circunstancias históricas?
The True Enemies of the Viceregal Governement. Local Elites or Historical Circumstances

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 10, núm. 1,

Instituto de Estudios Auriseculares

Herrera Arnulfo

Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM, México

Recibido: 24/05/2021

Aceptado: 14/06/2021

Resumen: En medio de aparatosas y deslumbrantes ceremonias, de arquitectura efímera y pinturas alegóricas colocadas en las plazas, de una literatura rebuscada y oficialista, la sociedad novohispana juraba fidelidad extrema a los gobernantes enviados desde España pero, en el fondo, esa fidelidad sobreactuada se condicionaba al compromiso de los virreyes para respetar las costumbres y mantener el orden establecido. Ese statu quo beneficiaba a un grupo privilegiado de criollos y españoles establecidos, quienes hacían toda clase de negocios al amparo de ordenanzas y reglamentos que no acataban o interpretaban a su modo para enriquecerse a sí mismos y a sus familias. Por eso, cuando el virrey marqués de Gelves intentó en 1622 poner orden en la Nueva España presionando a los jueces para que hicieran efectiva y desinteresada la justicia, combatiendo el nepotismo y la corrupción, así como el enriquecimiento desmesurado de la alta burocracia, regulando los precios de los bastimentos, limpiando los caminos de ladrones, dictando medidas para que los religiosos regulares y seculares atendieran sus jurisdicciones correctamente, se le echó encima todo el reino. Disfrazado de un tumulto popular cuyos hilos manejaban de modo encubierto los religiosos encabezados por el arzobispo Juan Pérez de la Serna, el motín de indios y negros incendió el palacio de gobierno y depuso al virrey que debió refugiarse en el convento de San Francisco para salvar su vida. Este artículo propone que la literatura oficialista de la Nueva España era hipócrita y podía ser tan venenosa en sus zalamerías como el más escandaloso de los pasquines que se pegaron en los muros del palacio virreinal.

Palabras clave: Nueva España, motín de 1624, corrupción social, literatura oficial, Arias de Villalobos, San Hipólito, Uprising of 1624, Social corruption, Official literature, Arias de Villalobos, Saint Hippolytus.

Abstract: Amid spectacular and dazzling ceremonies, of ephemeral architecture and allegorical paintings placed in squares, of wordy and official literature, New Spain’s society swore boundless fidelity to the new rulers sent from Spain. Yet, deep down, that staged allegiance to the viceroy was contingent on a commitment to uphold the customs and maintain the established order. This status quo benefited a privileged group of criollos and well-established Spaniards, who carried out all kinds of businesses protected by ordinances and regulations that they did not comply with or interpret in their way to enrich themselves and their families. For this reason, when, in 1622, the viceroy Marquis of Gelves tried to impose order upon New Spain by pressuring judges to do justice effectively and selflessly, fighting nepotism and corruption (as well as the disproportionate enrichment of the high-level bureaucracy), regulating the prices of victuals, keeping the roads clear of thieves, dictating measures so that the clergy and religious duly attended to their jurisdictions, the whole kingdom pounced on him. A riot masked as a popular tumult, whose threads were covertly managed by the clergy (headed by Archbishop Juan Pérez de la Serna), set fire to the government palace and deposed the viceroy, who had to seek refuge in the convent of San Francisco to save his life. This work aims to show that New Spain’s official literature was as hypocritical and poisonous as any pasquinade posted on the walls of the viceregal palace.

Si ponemos frente a nuestros ojos el terrible alboroto ocurrido en 1624 durante el segundo año del gobierno presidido por el virrey marqués de Gelves en la Nueva España, tendremos la oportunidad de admirar uno de los casos más sobresalientes de la hipocresía política criolla; y la serie de hechos que envolvieron al motín no puede tildarse como síntoma de la esquizofrenia social (apenas unos días antes decían amar al virrey; de pronto lo querían ahorcar), sino como lo que esos hechos fueron en realidad: el espectro de una sedición que quedaría latente y terminaría por estallar casi dos siglos después, ante las presiones de la administración borbónica, la intervención napoleónica y la inestabilidad de la corona española. Vistas las cosas de este modo, es evidente que la literatura oficial novohispana no profesó nunca la sinceridad suscrita tantas veces y esas fidelidades y obediencias que renovaban los reinos americanos en cada ocasión que llegaba un nuevo gobernante, estaban muy lejos de ser genuinas pues dependían por completo de la jura a los fueros y privilegios obtenidos y del respeto al orden establecido que debían acatar los funcionarios reales, del estricto seguimiento de las costumbres locales y la asunción de toda la parafernalia que los indianos desplegaban con inmenso orgullo. Así, pues, en las zalamerías versificadas de los criollos no había menos veneno del que podría haber en la poca literatura clandestina y contestaria que debió haber existido.

Gobernaba la Nueva España y los reinos circunscritos, don Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, marqués de Gelves y conde de Priego, décimo cuarto virrey de la llamada «Cabeza del Nuevo Mundo». Fue el primero de los altos funcionarios que le tocó nombrar a Felipe IV. Su antecesor, el marqués de Guadalcázar, había sido promovido al virreinato del Perú casi un año antes de este nombramiento (1621) y, de algún modo, alcanzó a advertir a su sucesor de los negocios fraudulentos operados desde las altas esferas de los poderes locales que eran respaldados y encubiertos por los funcionarios más encumbrados. En poco menos de un siglo, se había consolidado todo un tejido de corrupción, clientelismo, patronazgo y nepotismo contra el cual no pudo hacer casi nada el marqués de Guadalcázar. De cualquier forma, don Diego Carrillo traía la consigna de terminar con todos los fraudes, contrabandos, evasiones y cochupos, debía combatir las corruptelas y reformar la administración con el objeto de hacer efectivo el cobro de las tributaciones y, con ello, aumentar las rentas de la Corona cuyas necesidades se volvían apremiantes por los sucesos que se estaban dando en el norte de Europa, principalmente por la «guerra de los treinta años» que empezaba entonces.

El virrey llegó el 8 de septiembre de 1621, mientras que la ceremonia anual de la jura y levantamiento del pendón se había realizado sin su presencia, casi un mes antes, el 13 de agosto, bajo el gobierno provisional de la Audiencia. Fue una celebración especial porque, como dice el cronista Arias de Villalobos:

Cumplíase en este año, precisamente, el centésimo en que la ciudad fue entrada, y arbolado en ella el estandarte de la cruz; y con gran cuidado se había pretendido que en él [como tan señalado] se celebrase la fiesta del «Patrón» en una capilla nueva […]. Y porque en semejante día, la capilla de la santa iglesia catedral [cuyo Cabildo celebra los oficios] con chanzonetas y canciones alegres, hace júbilo al San Hipólito; y [porque] de paso se restituye la memoria de los primeros conquistadores y se honra la persona del pendolero, pues con la suya el de ahora ha de ejecutar el acto honroso de alzar el pendón por el rey, nuestro señor; y [porque] la melancolía de este día no dio lugar para que se cantasen las letras que para vísperas y misa [a instancia suya] compuse, ahora que para la solemnidad de la obediencia se alzaron lutos habrá lugar de rezar aquí el romance que para el alzar estaba hecho, refrescando estas memorias…1

Y en las memorias de aquel primer centenario, que naturalmente debían remontarse hasta Hernán Cortés, en las octavillas con versos de ocho sílabas asonantadas, no podía caber mayor adulación hacia la familia real y al representante de los conquistadores elegido para esa coyuntura que, en una vistosa ceremonia, levantaba el pendón para jurar el vasallaje de la muy noble y muy leal Ciudad de México y de toda la Nueva España; era un acto que se repetía todos los años, un rito donde se formulaban lisonjas que hoy sonrojarían incluso a los políticos más zalameros y cínicos de las provincias mexicanas.



Los fuertes conquistadores,
ganaron, ganando el reino,
riquezas, para su rey,
y almas para el Rey del Cielo.
Nuestra ciudad conquistaron,
hoy cierra el año ciento,
que por [centésimo y santo]
es del patrón jubileo.
Hoy, por honra de Cortés,
México, alzando trofeos,
a él le dedica colosos,
y a Hipólito templo nuevo.
Hoy saca el real estandarte
[vida acumulando al hecho]
un alférez de la patria,
ramo de su ilustre cuerpo:

Fuente:



don Fernando de Reinoso2,
que por rey no osó ponerlo;
que el fiel vasallo del rey
sirve al rey; rey, no osa serlo.
Desde el hecho de las Navas
le enseñaron sus abuelos
a osar morir por su rey3.
No osó menos el primero.
Lo noble de esta ciudad,
Corte de tan ancho imperio,
honrándolo, se honra a sí,
y honra es esta en que echa el sello.
El patrón murió a caballo4;
la fiesta es de caballeros5,
y el que hoy saca su pendón,
por sangre se sienta entre ellos.
Antes que el peine entre en barba,
como lano [sic], mozo y viejo,
hace al tiempo centenario
tan niño, que hoy nace el tiempo.
Los reyes santos de España
[reine el vivo y viva el muerto]
de esta patria cuenten años
cien mil, como hoy cuentan ciento6.

Fuente:

La ceremonia llevaba un protocolo muy estricto y un lujo que hoy difícilmente podríamos imaginar. Dice el cronista que aquel año le correspondía el oficio de alférez mayor al regidor de la ciudad, Fernando de Angulo Reinoso: «tocábale por preeminencia la acción de alzar el pendón real».

Amaneció este día de la sacratísima Virgen, como suyo, dando su manto de sol, sazonado temple y alegre principio a la ceremonia real que se esperaba; y a las dos horas de la tarde, se congregaron en sus casas de Ayuntamiento la Justicia y Regimiento de la Ciudad, aderezados todos de galas de diferentes telas, bordados, broches, joyas de gran valor, cabrestillos [sic] de piedras y de esmaltes, espadas doradas, botas blancas, martinetes y plumeros de pájaros malucos. Todos en caballos bridones, con sillas y aderezos bordados de oro, seda y plata, con costosas libreas de lacayos y pajes, y acompañados de la nobleza de caballeros de su ciudad, que hicieron costosa demostración de los trajes de sus personas y criados, se encaminaron a las casas del alférez, llevando delante de sí a sus maceros, con sayos y ropas de damasco carmesí castellano, forradas de brocatel, gorras de terciopelo mismo, con botas blancas; y a la brida, sillas bordadas de oro y negro y plata; abriendo calle veinticuatro trompetas y atabales, vestidos de sayetes y sombreros jironados de tafetán colorado, amarillo y blanco, en caballos cubiertos de lo mismo. Y haciendo música confusa y regocijada, atravesaron la plaza y calle arzobispal, que, a toda costa de tapicerías de terciopelos y sedas, estaba cuidadosamente aderezada; y llegados así, a las casas y calle del alférez [muy por mirar de alto a abajo, de colgaduras riquísimas de oro y seda], antes que la Ciudad ni acompañamiento se apeasen, salió un caballo blanco, tal cual lo pedía la ocasión, cubierto todo de espolín rosado, de oro y plata, con muchas borlas, que llegaban a besar el suelo; y, sobre ello, silla de terciopelo bordada, curiosa y ricamente, de dichos metales, con los demás aderezos; vicera de acero y plata, con un muy lindo penacho de plumería por testera; vestido el caballero de calza rosada, largueada de peinecillo de oro y plata, con entretelas de espolín; medio cuerpo armado de coselete de arnés entero, dorado y grabado; toneletes del espolín ya dicho, sombrero de cintillo y broches de diamantes y plumas de gran valor; bota blanca, espuela y espada dorada en aderezos bordados de oro; bastoncillo dorado en mano, y diez lacayos que en cuerpo le cercaban, con librea de terciopelo liso prensado; valones y ropillas guarnecidas de pestañas de raso rosado y trencilla de plata; jubones de espolín rosado y plata, sombreros negros con la guarnición misma; mucha plumería en ellos; espadas y dagas plateadas; y torcidas por los hombros, cadenas de oro de cuantioso peso. A sus espaldas iban dos pajes en dos caballos iguales, blancos, cubiertos de tela de diversos colores, en sillas de armas, vestidos con calzas blancas, pasamaneadas de plata y oro; de la cintura a arriba, armados de coseletes trenzados, grabados y dorados con morriones de penachos de vistosa plumería; llevando las escarcelas y mandiletes, el uno y el otro, el yelmo del alférez, con un soberbio plumero de bastoncillos dorados. Y cogiéndole el Corregidor a su lado derecho, volvieron por el orden que fueron todos a las casas del Consistorio […].

Al salir de la sala y corredores de Cabildo, se entra en las casas y balcones del Corregidor, que está sobre la Alhóndiga; y en lo principal de ellas tenía asiento y mirador el señor arzobispo don Juan Pérez de la Serna, con su Cabildo y clero; y autorizando con su persona el acto, hizo representación de ella en la plaza, por delante del teatro de la jura, en una muy honesta y curiosa litera negra, forrada de raso carmesí y claveteada de oro, y el manto morado, forrado de carmesí; acompañado de mucha y escogida clerecía de criados y agregados a su servicio y casa, con aplauso común de todos, que, por la afabilidad de su condición y mansedumbre de afectos, le aman como al padre y reverencian como a buen pastor…7

Esta larguísima cita solo es para mostrar la capacidad de adulación, el boato y el poder de los que serían los oponentes y enemigos del virrey marqués de Gelves y conde de Priego en grado de consorte. En aquella ocasión, viernes 13 de agosto de 1621, la ceremonia se redujo a un solo acto, por los lutos a que obligaba la reciente muerte del rey Felipe III, por la ausencia del nuevo virrey quien se encontraba de camino a la Nueva España y por otros inconvenientes que se discutieron ampliamente en un par de sesiones de Cabildo donde se concluyó:

Que su intento había sido siempre de que la víspera de San Hipólito fuesen con el pendón a San Hipólito; y su día, por la mañana, y que luego, a la tarde, se alzacen los pendones por la Majestad Católica. Y habiéndoles manifestado algunas incomodidades de que esos actos se celebrasen en un mismo día por no poder concurrir en ellos los requisitos y puntualidades que se requieren, a incomodidades que tenía el alférez en hacer dos actos continuos, que era forzoso tener diferentes trajes… se resolvió en que la víspera y día de San Hipólito se saque el pendón y lleve según es costumbre a San Hipólito, donde se celebra su fiesta en su culto divino, y que para este acto vaya la ciudad con ropillas y ferreruelos de ballete, cuellos sin abrir, sombreros grandes y caperuzas para la iglesia y luteras, y que el alférez fuese de negro, vestido de raso pues no permitía la muerte de su Majestad hacer otra demostración, y que se excusasen las salvas y clarines y que fecho esta fiesta, luego, consecuentemente el día de Nuestra Señora de agosto que es a quince del dicho mes, en la tarde se levantasen pendones por su Majestad con la solemnidad y pomposidad que está acordado y determinado…8

Con todo y las restricciones, los principales actores de la ceremonia hicieron gala de su riqueza y su inmenso poder ocupando los puestos que les reservaba la tradición, sin embargo, todas las ostentosas muestras de fidelidad solo eran la cubierta de un escenario completamente distinto: la élite del reino novohispano se servía a sí misma y dejaba que la metrópoli recogiera lo que su burocracia alcanzase a extraer. En el fondo, tanto la Corona como el Consejo de Indias sabían que era necesario un cierto grado de corrupción para impulsar la economía y aceitar la maquinaria social; por tanto, debían tolerar algunas irregularidades siempre y cuando se mantuvieran dentro de ciertos límites9. El marqués de Gelves era el primer virrey nombrado por Felipe IV y llevaba en sus alforjas de viaje las medidas reformistas y las indicaciones precisas del conde-duque de Olivares. Las instrucciones que traía el gobernante buscarían romper la tramoya de evasiones, contrabando, comercio abusivo e ilícito, venta de justicia y otros agravantes, así como terminar con los abusos consuetudinarios que se daban en la Nueva España para perjuicio de la Corona y de los súbditos más desamparados del reino americano.

Desde su llegada al puerto de Veracruz, el virrey conoció de un cuantioso robo hecho a la Caja Real y, como la justicia operaba con deliberada lentitud, fue preciso llevar sus funciones al extremo para nombrar un juez extraordinario que se hiciera cargo del asunto. Y así lo informó en una carta enviada al rey el 14 de noviembre de ese mismo año de 1621. Pocos días después se enteró del contrabando que se hacía en el puerto de Acapulco frente a las narices mismas de las autoridades aduaneras. Otra vez, el marqués de Gelves debió nombrar un juez extraordinario para que sancionara los hechos. En ambos casos logró deshacer los entuertos, recuperar lo robado y detener el fraude, aunque esto le hizo perder la simpatía de la nobleza mexicana por el exceso de la fuerza empleada y porque seguramente algunos de sus miembros tendrían los intereses puestos en estos sucesos. Antes de estos eventos ya se había deteriorado la imagen del marqués por la omisión del riguroso protocolo que debía seguir un virrey en su traslado desde Veracruz a la Ciudad de México, donde al pasar por los distintos puntos se le recibía con un complejo aparato de ceremonias y abundantes festejos.

Este fue un tema ampliamente discutido en las sesiones de Cabildo de la Ciudad porque apenas unos meses antes, el 7 de junio de 1620, la Corona había refrendado una disposición promulgada desde Felipe II para restringir los enormes gastos que hacían las diferentes poblaciones por los costosos agasajos que se preparaban en las recepciones de los virreyes. Sobre esta ocasión concreta de 1621, Rubio Mañé recuerda la prohibición de recibir al gobernante con palio y ropones costeados por el erario, además:

Que no se pagasen de esa cuenta tampoco los gastos de la comisión de bienvenida, y menos los de hospedaje y agasajos en el pueblo de Guadalupe. Protestaron en la sesión del viernes 20 de agosto de 1621 contra esos mandamientos que tanto se oponían a la costumbre tradicional de cerca de cien años «de recibir a sus virreyes con pompa y majestad, nombrando comisarios que en el nombre de esta ciudad vayan a recibirle a la de Los Ángeles, hospedándole en Guadalupe, donde es forzoso haga noche, haciendo arcos triunfales y otras prevenciones como se verá por los pasados…». Se continuó discutiendo sobre este punto en algunas sesiones posteriores del Cabildo. Al fin se resolvió recurrir a la Audiencia en solicitud de instrucciones más precisas y esta en su auto dictado el 11 de septiembre de ese mismo año mandó que los comisarios municipales debían ir a cumplimentar al nuevo virrey, como era costumbre, pero costeando los gastos de sus propios peculios. Noticia tan desagradable se dio a conocer en la reunión de los capitulares celebrada el 13 siguiente10.

Don Diego Carrillo, siempre siguiendo las instrucciones de Olivares, el valido real, solo quiso ahorrar los gastos superfluos que hacían los pueblos cada vez que pasaba un virrey. Sin embargo, estas acciones, que parecen buenas, resultaron completamente negativas porque se dañaron los intereses de los organizadores locales que lucraban con el dinero público cada vez que se realizaba un festejo. Y la austeridad que el funcionario mostró en todo momento, agravó aun más la situación11. Así comenzó el virrey a ganarse la enemistad de la ciudad y de las provincias mexicanas.

El conde de Priego era un hombre mayor de sesenta años (edad avanzada para la época), algo achacoso, pero recién casado en segundas nupcias, experimentado en el servicio gubernamental, de formación militar y probada honradez, así que descubrió muy pronto el entramado de las corruptelas y decidió aplicar la famosa «cédula de los inventarios» que se había promulgado en 1621 para combatir el enriquecimiento ilícito de los funcionarios públicos. Esta cédula no fue otra cosa que un censo y una declaración de los bienes patrimoniales y él mismo fue el primero en hacerla y mostrar con el ejemplo la conducta a seguir por parte de los súbditos que se desempeñaban en los distintos puestos del Estado. Desgraciadamente para su causa, muy pocos acataron la disposición. El problema no solo estaba en el poder ejecutivo12; jueces y oidores eran comitentes de numerosas baraterías y cohechos, incluso entre los funcionarios eclesiásticos había corrupción, el mismísimo arzobispo tenía fama de aceptar regalos, revender carne a precios elevados en una carnicería de su propiedad y operar interesadamente en los negocios mundanos de la feligresía.

Había que combatir en todos los frentes. El marqués de Gelves proveyó cuadrillas de hombres armados para limpiar los caminos, las villas y las ciudades de los salteadores que asolaban el reino. Persiguió a los vagabundos y a los delincuentes e impuso castigos especiales a los negros que conformaban un sector desobediente y levantisco. Expulsó a los numerosos extranjeros perniciosos (especialmente a los portugueses) que se dedicaban al contrabando y sacaban la plata de los centros mineros. Descubrió la existencia de sellos reales falsos13 y detuvo el flujo de metales que no tenían los debidos registros. Apretó la vigilancia de los principales puertos (Veracruz y Acapulco) para obstaculizar el contrabando de esclavos, textiles, vinos y otras mercaderías que entraban o salían del territorio sin control alguno. Impidió el comercio con los reinos españoles del sur, sobre todo con el Perú a donde se iba buena parte de las mercaderías orientales que llegaban en la llamada Nao de China. Mandó inspectores a todos los centros de comercialización, grandes y pequeños, para vigilar los precios y verificar que las pesas y las medidas estuvieran acordes con lo establecido. Combatió el acaparamiento de los alimentos e intervino en el mercado para controlar los precios de los suministros, sobre todo del maíz. Metió las manos en la administración de la justicia y presionó a los jueces para que resolvieran los pleitos y las causas de la gente pobre que tenían un retraso considerable. Combatió la explotación de los indios en el campo, en los obrajes y en los servicios, rompiendo la cadena perversa del endeudamiento y los trabajos forzosos que obligaban de por vida a este sector de la población.

En el ámbito de los religiosos atendió la eterna lucha de criollos y españoles peninsulares que en el clero regular peleaban por las frecuentes chapuzas fraguadas por unos y otros con el fin de evadir la alternativa en los prioratos. Sometió a los frailes para que no llevaran sus inconformidades a la justicia civil y se atuvieran a la obediencia rigurosa de sus vicarios. En cuanto a la secularización, mantuvo la preeminencia de los regulares en los pueblos de indios porque los diocesanos no conocían las lenguas y las costumbres de las comunidades indígenas. Esta medida no solo afectó a los seculares, sino a los hacendados y dueños de obrajes que necesitaban sacar a los indios de sus pueblos para conseguir mano de obra barata. Aumentó la recaudación con el cobro efectivo de los impuestos y con la imposición de un empréstito forzoso de doscientos mil pesos para la Corona.

En resumen, la situación financiera de la metrópoli exigía mayor recaudación en los reinos de ultramar, pero el aumento de la recaudación implicaba realizar una serie de reformas administrativas y tareas de ordenamiento que iban contra toda la estructura virreinal, fue algo así como limpiar los establos de Augías, un trabajo que solo podía realizar Hércules.

El virrey comenzó por los regidores de la Ciudad de México que tanto se habían esmerado en recibirlo con todo el protocolo. Un conflicto de prerrogativas con los oficiales reales durante las celebraciones de la Candelaria, el 2 de febrero de 1622, terminó en el destierro de los ocho regidores. Siguieron los oidores Juan Galdós de Valencia y Pedro de Vergara Gabiria con quienes tuvo fricciones por el retraso en los procesos judiciales. Al primero lo eximió de sus funciones a fin de que preparara su viaje a Charcas donde lo esperaba un nuevo encargo. Al segundo le fue quitando los casos donde sus intereses parecían más notables. Pero el hilo se rompe por la parte más delgada y pronto surgió el caso que puso a prueba la capacidad del virrey para llevar adelante su régimen de reformas y buen gobierno.

Los hechos son bien conocidos. En este asunto del control de los precios y el combate contra el acaparamiento de los granos, un funcionario menor, Manuel de Soto, asistente de la alhóndiga, presentó en 1622 una acusación de cuarenta y tres puntos contra Melchor Pérez de Varáez, alcalde de Metepec y corregidor de la Ciudad de México, por tener guardada una cantidad considerable de maíz con la que especularía en el mercado, además de obligar a los indios de su comunidad a comprar la carne descompuesta de sus ganados (Melchor Pérez era de los principales introductores de carne a la Ciudad de México). Fue acusado de muchos otros negocios ilícitos y llamó la atención del virrey por ocupar indebidamente dos cargos públicos de manera simultánea. Se le inició el proceso judicial y se le fijó prisión domiciliaria. Después se le conmutó esta limitación para que se moviera libremente por la ciudad, pero sin salir de ella so pena de dos mil ducados. Como el virrey se percató de que el acusado tenía amistad con los oidores Galdós de Valencia y Vergara Gabiria, puso el caso en manos de Alvarado Bracamonte, fiscal de las Filipinas quien, a la sazón, estaba en México. En algún momento de su proceso, Melchor Pérez de Veráez sintió que las cosas se le complicaban, entonces se subió a una carroza y se acogió a sagrado en el convento de Santo Domingo. Ahí se le notificó la sentencia: había sido condenado al pago de 70 mil ducados, a la privación de sus cargos y al destierro perpetuo de los territorios americanos.

El conde de Priego puso una vigilancia muy estrecha en el convento de Santo Domingo para evitar que el acusado huyera hacia España a defender su causa. Esta vigilancia exacerbó los ánimos del arzobispo Juan Pérez de la Serna quien tenía escrita una larga lista de agravios que le había infringido el virrey con sus numerosas intervenciones en los asuntos de la vida clerical. Para empezar, una conversación privada donde, siguiendo la norma de no hacer públicos los desacuerdos entre los altos funcionarios, el marqués de Gelves le notificó al arzobispo las quejas sobre la parcialidad de los juicios resueltos en el tribunal eclesiástico, así como los regalos que recibía con beneplácito y los altos precios con que se vendía la carne en su establecimiento. Y ahora el caso de Melchor Pérez en el cual el virrey había violentado la facultad de la iglesia para dar refugio a los perseguidos por la justicia civil, el famoso derecho para «acogerse a sagrado».

Entonces se iniciaron las hostilidades abiertas. El arzobispo visitó a Melchor Pérez en su refugio y publicó censuras contra los jueces, el escribano de la causa y hasta contra los guardias que cuidaban al preso para prevenir su fuga. Los excomulgó. La Audiencia solicitó al arzobispo que aplazara la excomunión por veinte días en lo que terminaba de resolverse el juicio de Melchor Pérez. Los detalles sobre la guerra son muy numerosos, los enviados del virrey eran excomulgados, los enviados del arzobispo eran cesados, puestos en prisión o desterrados. Cartas iban y venían de la corte madrileña y del Consejo de Indias a la Ciudad de México. El arzobispo exigió la inmediata liberación del reo. Y entre las mutuas desautorizaciones, la Audiencia acudió al obispado de Puebla que tenía las facultades apostólicas para resolver los problemas que rebasaban al arzobispado. El obispo poblano comisionó a un delegado de Santo Domingo para que interviniera. Este deshizo excomuniones y quitó la tablilla de los condenados. Entonces Pérez de la Serna acudió a su último recurso: sacó la «tarjeta roja» a los miembros de la Audiencia, mandó tocar entredicho general en todas las iglesias de la ciudad y realizó una impactante ceremonia de anatema. Debió ser realmente impresionante el continuo repique de campanas durante varios días y la suspensión de los oficios. El virrey por su parte impuso una fuerte multa al arzobispo y el delegado dominico resolvió levantar las excomuniones y suspender el entredicho. Entonces Juan Pérez de la Serna se plantó en las puertas del palacio virreinal seguido de una muchedumbre de indignados que, en aras de la religión, ignorantes de la verdadera guerra que estaba ocurriendo, lo respaldaban. El virrey lo desterró e hizo que lo pusieran en el camino hacia el puerto de Veracruz. El religioso se detuvo en Teotihuacán, entró a la iglesia, sacó la custodia y desde ahí siguió su guerra de maldiciones al virrey y sus asistentes.

Todos estos eventos se realizaron en 1623 y se agudizaron durante la primera quincena de enero de 1624. Para el día quince de enero, los ánimos de la población estaban tan caldeados que bastó una pequeña chispa para que estallara la violencia. Al pasar el secretario Cristóbal de Osorio, fue reconocido y apedreado. Se refugió en el palacio y la multitud enardecida comenzó a prender fuego a las puertas. No bastó la guardia para detenerlos. El virrey debió temer por su vida y, disfrazado, echándose «mueras» a sí mismo, salió del palacio para refugiarse en el convento de san Francisco.

Es obvio que el tumulto no fue causado por la hambruna como se había venido sosteniendo por los historiadores hasta la primera mitad del siglo xx. El celo de los interesados por sus jurisdicciones (arzobispo, audiencia, ayuntamiento, jueces, etc.) parece ser el pretexto con que se oculta algo más profundo: la estructura de la sociedad novohispana, corrompida según nuestra perspectiva actual, tenía una dinámica de vida que nadie, ni la Corona misma, podía deshacer. Era el producto de una metrópoli que no quiso invertir ni dinero ni esfuerzos en una empresa verdaderamente moderna de reformas jurídicas y administrativas profundas. Se dejó llevar por la inercia. Por eso, el pobre marqués de Gelves solo llegó a la Nueva España a encontrar enemigos, a enviudar por segunda vez lejos de su mujer; traía sobre sus hombros una carga que su buena fe y la simpleza de su visión política le hicieron creer que podría sobrellevar. Hoy entendemos que estaba derrotado de antemano. Sus verdaderos enemigos no eran tanto los funcionarios eclesiásticos y civiles, sino las realidades económica y política de los reinos americanos.

Bibliografía

Actas de Cabildo de la Ciudad de México. Libro 24, 1621-1623, México, Imprenta del Correo Español, 1906.

Rubio Mañé, Ignacio, El Virreinato I. Orígenes y jurisdicciones, y dinámica social de los virreyes, México, UNAM / FCE, 1983.

Silva Prada, Natalia, «Mundus alter 10. Del viejo al Nuevo mundo: paralelismos transatlánticos en el caso del marqués de Gelves (II parte)», Los Reinos de las Indias en el Nuevo Mundo, 28/05/2015 [consulta: 10-05-2021].

Villalobos, Arias de, México en 1623. Obediencia que México, cabeza de la Nueva España, dio a la Majestad católica del rey don Felipe de Austria…, en Genaro García, Documentos inéditos o muy raros para la historia de México, México, Porrúa, 1975, pp. 295 y 301-304.

Notas

1 Villalobos, México en 1623, p. 301. El patrón es San Hipólito y el paseo del pendón se celebraba anualmente el 13 de agosto, día en que prendieron a Cuauhtémoc y se concluyó la guerra por la conquista de Tenochtitlan; era la ceremonia cívica más importante de la Ciudad de México. Los cimientos de la nueva capilla consagrada a San Hipólito se habían echado desde los tiempos del noveno virrey, Gaspar de Zúñiga Acevedo y Velasco, quinto conde de Monterrey (1595-1603.) Los lutos eran por la muerte de Felipe III cuyo deceso había ocurrido el 31 de marzo de aquel año.

2 Fernando de Angulo Reinoso, regidor de la Ciudad de México, en ese momento «servía el oficio de Alférez Mayor de la ciudad» y «tocábale por preeminencia la acción de alzar el pendón real». Véase Villalobos, México en 1623, p. 295.

3 Juega con el apellido «Rei-no-oso» y se refiere a los antepasados del abanderado que supuestamente estuvieron en la batalla de las Navas de Tolosa (1212) donde se creía entonces que había sido cobrado como botín de guerra el famoso pendón de las Navas.

4 Se refiere a la muerte de Hipólito y a su martirio. El escritor hispano-latino Prudencio fundió en uno de sus himnos al personaje mitológico, hijo de Teseo, con el sujeto histórico y así se creó su vínculo con los caballos.

5 Por el vínculo de San Hipólito con los caballos, los protagonistas de la ceremonia y portadores del pendón recorrían las calles montados en corceles finísimos y aderezados con indumentarias muy lujosas.

6 Arias de Villalobos, el autor, había compuesto estos y otros versos para la ceremonia del pendón y en vista de que «la melancolía de este día no dio lugar para que se cantasen las letras» porque «para la solemnidad de la obediencia se alzaron lutos» (por la muerte de Felipe III), intercaló en su crónica «el romance que para el alzar estaba hecho». Véase Villalobos, México en 1623, pp. 301-302.

7 Villalobos, México en 1623, pp. 302-304. 8. Actas de Cabildo de la Ciudad de México. Libro 24, 1621-1623, p. 134. Lo cierto es que la causa principal de todas las limitaciones estaba en la crónica escasez de fondos que padecía el ayuntamiento de la Ciudad de México.

8 Actas de Cabildo de la Ciudad de México. Libro 24, 1621-1623, p. 134. Lo cierto es que la causa principal de todas las limitaciones estaba en la crónica escasez de fondos que padecía el ayuntamiento de la Ciudad de México.

9 Desde la época del primer virrey, Antonio de Mendoza, estaba claro que en el reino los únicos intereses que prevalecían eran los de los hombres poderosos de la localidad. A finales de 1550, en las instrucciones que redactó Mendoza en la Nueva Antequera (Oaxaca), cuando se dirigía a Huatulco para embarcarse con rumbo al Perú, escribió: «En dieciséis años ando que vine a esta tierra, y todos los que he gastado en mirar y procurar entenderla, e podría jurar que me hallo más nuevo y más confuso en el gobierno de ella que a los principios, porque demuestran inconvenientes que antes no veía ni entendía. Yo he hallado muchos que me aconsejan y me entienden, y pocos que me ayudan cuando los negocios no se hacen a su propósito, y puedo decir que el que gobierna es solo y que mire por sí, y si quiere no errar haga poco y muy despacio, porque los más de los negocios dan lugar a ello, y con esto no se engañará ni le engañaran». Citado por Rubio Mañé, 1983, p. 122.

10 Rubio Mañé, 1983, p. 142.

11 Los daños colaterales por esta medida debieron ser muy cuantiosos. Para solo hacernos cargo del más notable, recordemos que en la sesión del Ayuntamiento celebrada el 27 de septiembre de 1621, «se leyó una petición de Juan de la Rúa y Manuel Sánchez, maestros contratistas de la obra del arco triunfal mandado erigir. Decían haber concertado con ellos esa construcción en dos mil doscientos pesos, de los que se les adelantaron seiscientos. Que cuando habían gastado en la obra más de mil quinientos pesos en materiales y pagado el trabajo de más de cuarenta oficiales, y además cuatrocientos pesos en obras de escultura, con el compromiso de entregar el arco el último día del mes, entró precipitadamente el virrey el 21 y se mandó suspender todo. Reclamaban con justicia se les pagasen mil doscientos cuarenta pesos, a que ascendían sus erogaciones» (Rubio Mañé, 1983, pp. 142-143). La información está basada en las Actas de Cabildo de la Ciudad de México. Libro 24, 1621-1623, pp. 178-180. En efecto, se suspendió el arco de recibimiento que acostumbraba erigir la Ciudad de México desde la llegada del segundo virrey Luis de Velasco I. Además, debió suspenderse también el túmulo de Felipe III; en este último caso, solo queda la noticia de unas honras fúnebres realizadas por la Inquisición en septiembre de 1621 cuya crónica no se imprimió. Beristáin consigna una publicación de 1623 con las honras que hizo Arias de Villalobos para la muerte de Felipe III, y el propio Villalobos ratifica la factura de unos versos para la ocasión (véase arriba la cita de la nota 1), pero se desconocen ejemplares del impreso (si realmente lo hubo); queda, asimismo, la relación de las honras fúnebres que hizo fray Martín de Requena en Antequera el 20 de diciembre de 1621 y que se publicó en la Ciudad de México, también en 1623. Son los únicos vestigios que tenemos sobre las honras fúnebres que se hicieron a Felipe III en la Nueva España.

12 No existía el «poder legislativo». El Consejo de Indias hacía la legislación que se agrupaba en la Reales Cédulas y las Reales Ordenanzas y que se enviaba a los virreyes y las audiencias para su cumplimiento. Estas autoridades locales podían expedir disposiciones particulares, el virrey, bandos y ordenanzas, la audiencia, autos.

13 Para tener una idea de los que significaban los sellos reales, recordemos la estricta ordenanza dada por Felipe II: «Es justo y conveniente que cuando nuestro Sello Real entrare en alguna de nuestras Reales Audiencias, sea recibido con la autoridad que si entrase nuestra Real persona, como se hace en las de estos Reinos de Castilla. Por tanto, mandamos que llegando nuestro Sello Real a cualquiera de las Audiencias de Indias, nuestros Presidentes y Oidores y la Justicia y Regimiento de la Ciudad salgan un buen trecho fuera de ella a recibirle, y desde donde estuviere hasta el pueblo sea llevado encima de un caballo o mula, con aderezos muy decentes, y el Presidente y Oidor más antiguo le lleven en medio con toda la veneración que se requiere, según y como se acostumbra en las Audiencias Reales de estos Reinos de Castilla, y por esta orden vayan hasta ponerle en la Casa de la Audiencia Real, donde esté para que en ella le tenga a cargo la persona de sirviere el oficio de Chanciller del Sello y de sellar las provisiones que en las Chancillerías se despacharen» (Recopilación de Leyes de los Reinos de Indias, en Rubio Mañé, 1983, pp. 74-75).

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