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Alhajas para damas y caballeros: los usos de la joyería en la caballería literaria del siglo xvi*
Jewels for Knights and Dames: The Uses of Jewelry in the 16th Century Literary Chivalry

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 10, núm. 1,

Instituto de Estudios Auriseculares

María del Rosario Aguilar Perdomo

Universidad Nacional de Colombia Departamento de Literatura, Colombia

Recibido: 28/07/2021

Aceptado: 03/10/2021

Resumen: La historia cultural ha mostrado que, durante los tiempos del Antiguo Régimen en España y en el marco de nuevos modelos culturales de exhibición pública, las élites cortesanas usaron las joyas con diversas intenciones: en la esfera pública fueron utilizadas para manifestar la virtud de la magnificencia y la distinción social, mientras que en el ámbito privado sirvieron para la expresión de los sentimientos y se vincularon con la sexualidad; de igual manera, se utilizaron como talismanes y como regalos de corte. Este trabajo analiza cómo la literatura caballeresca española del siglo xvi se contaminó de dichas prácticas sociales y culturales.

Palabras clave: Libros de caballerías, cultura material, usos culturales, joyería, siglo xvi.

Abstract: Cultural history has shown that, during the times of the Old Regimen in Spain, the courtly elites gave the jewels specific uses: in the public domain they were used to manifest the virtue of magnificence and social distinction, while in the private sphere they served for the expression of feelings and were linked with the sexuality; in the same way, it will be used as talismans and as court gifts. This work analyzes how the Spanish Romances of Chivalry of the 16th century became contaminated by these social and cultural practices.

Keywords: Romances of chivalry, Material culture, Cultural practices, Jewelry, 16th century.

En 1554 Andrés Muñoz daba buena cuenta del viaje del príncipe Felipe a Inglaterra para contraer matrimonio con María Tudor. Dentro de las numerosas anécdotas recogidas en la relación, el cronista anota las joyas espléndidas que el príncipe le envió a su futura esposa: «un diamante engastonado a manera de rosa hermosamente obrado, […] otro diamante grande con una perla que colgava d’él para colgar de la frente. Estas dos pieças eran de las hermosas y galanas que podían ser ni hallarse en el universo, según su delicadeza y parescer d’ellas»1. El testimonio es tan solo una pequeña muestra de la importancia cultural que tuvieron las joyas en el Antiguo Régimen. Como parte esencial del andamiaje visual que edificaban mujeres y hombres de la temprana Edad Moderna en los círculos cortesanos, las joyas tuvieron así mismo un espacio reservado en las páginas de la caballería literaria española del siglo xvi2. El amplísimo corpus que conforman el género más exitoso de la época ofrece de hecho una auténtica colección de alhajas de todo tipo. Guirnaldas y anillos, collares y joyeles, broches y prendedores, elaborados con oro, diamantes, rubíes, esmeraldas y perlas, enriquecen la cultura material que rodeaba a damas y caballeros literarios.

Empapados de las pautas culturales de la época, los libros de caballerías traslucen con claridad el lujo y del refinamiento que caracterizaron a las élites palaciegas y nobiliarias a las que, por otra parte, este género estaba vinculado; así lo evidencian sus lectores y sus dedicatarios, entre ellos varios de los grandes señores. En ese sentido, la literatura caballeresca testimonia los diseños propios de la joyería de la época y la importancia de las alhajas en la escenografía visual del aparato político y social en la España altomoderna, en la misma medida en que los usos, simbólicos o no, que se hacían de estas piezas en las prácticas sociales, culturales y sentimentales de la época se filtran en sus páginas.

Para abordar la manera como se replicaron los usos de las joyas en la caballería literaria del siglo xvi, es necesario comenzar por recordar que el poder de los grandes linajes fue comunicado a través de un delicado simbolismo que también se manifestaba en las joyas. Como ocurrió por ejemplo con los Medici, estos objetos preciosos, invaluables como adorno personal, funcionaban como marcadores de pertenencia de clase en la misma línea que lo exteriorizaban, por ejemplo, los blasones, los palacios, los jardines o, incluso, las mascotas de la familia3. En efecto, la riqueza de la indumentaria era la forma más efectiva de transmitir la pertenencia a la capa más alta de la jerarquía social, a la vez que constituía un signo claro de magnificencia, un concepto de origen aristotélico, fundamental en la mentalidad nobiliaria del siglo xvi4. En la sociedad cortesana, vestidos y alhajas eran, pues, objetos parlantes que contribuían a la construcción de la imagen de un individuo, tanto como a informar sobre su estatus y sus inclinaciones espirituales. Era sobre todo en la corte, espacio de sociabilidad por excelencia y de expresión codificada de la intimidad5, y durante las entradas reales, los juegos caballerescos y, en general, el fasto cortesano, que se presentaban las ocasiones más propicias para la representación visual del poder y la exhibición del rango social. En ellas, caballeros y damas de carne y hueso, caballeros y damas de papel, se ataviaban con sus mejores ropas y sus joyas más deslumbrantes.

Es claro que en tiempos de los Austrias las alhajas son un signo político y social de distinción6, y, a la vez, un referente del lujo y la magnificencia del vivir palaciego. En ese sentido, se incluyen en el consumo obligado de las artes suntuarias que mostraban el rango social de las élites. Bien claro lo tenía Dionís Clemente, escritor valenciano próximo al círculo de la virreina Mencía de Mendoza y autor del Valerián de Hungría (1540), cuando exalta la indumentaria que vestían los protagonistas el día de su boda:

[…] ¿quién sería de tan gran memoria que vos contar pudiesse los vestidos de los novios y riqueza d’ellos, y los de tantos y tan altos hombres como ende se hallaron, ninguno de los cuales dexó de mostrar en aquella jornada a lo que la grandeza de sus estados se estendía?7

Así como se testimonia en los círculos cortesanos de la España de los Austrias, en los libros de caballerías las joyas de orfebrería verbal son también instrumentos de la cortesía y la etiqueta diplomática y, por tanto, manifestación de la virtud de la liberalidad que debía caracterizar a todo buen cortesano; en ese sentido, las alhajas de ficción se pueden incluir en el listado de los llamados regalos de corte. Se han conservado, en efecto, numerosas anécdotas sobre la generosidad de los grandes señores. Así por ejemplo, en su Crónica de los duques de Medina Sidonia, Pedro Medina encumbraba la figura de Juan Alfonso de Guzmán al relatar cómo durante el viaje a Salamanca para acompañar a la futura esposa del príncipe Felipe, María Manuela de Portugal en 1543, el VI duque de Medina Sidonia «dio en este camino tantas joyas ricas a las damas de su Alteza y a otras personas, que los portugueses, y aun los castellanos, se admiraban de tanta riqueza, y decían que aquella grandeza no era de duque, sino de gran rey»8. Así mismo, López de Haro apuntaba que el IV marqués de Astorga, Pedro Álvarez Osorio, quien formó parte del séquito del príncipe Felipe en su viaje por Italia, Flandes y Alemania en 1548, sobresalía por su condición generosa, expresada en los regalos que entregó en todas las jornadas que emprendió «dexando a todos, o a los más dellos, colgaduras, plata y joyas»9. Manifestaciones de la larguesse propia de las élites abundan en los libros de caballerías, que, como es bien sabido, estaban fuertemente impregnados por la ideología aristocrática de la generosidad. Conforme con esto, los caballeros literarios informaban sobre su identidad y sus virtudes también a través de las joyas. Si el marqués de Astorga y el duque de Medina Sidonia fueron pródigos en regalos, también lo es la reina de Francia con el Caballero de la Cruz en el Lepolemo (1521), a quien regala en agradecimiento muchas joyas10, o Clarián de Landanís en el libro homónimo de 1518, que envía muchos presentes: para los emperadores de Alemania «dos coronas de oro guarnidas de piedras preciosas de todas naturalezas y tan resplandecientes […] que en todo el mundo otras semejantes que ellas no se podrían hallar» y para Gradamisa, su señora, un joyel «que avía en sí una gran piedra que resplandecía más que otra ninguna que fuesse vista»11. Por su parte, en el Cristalián de España (1545), el príncipe Lindedel de España envía como carta de presentación ante la corte de Constantinopla varios objetos que habían pertenecido al rey Príamo: un cetro real «que dava más luz de sí que cualquier lumbre», dos sillas reales de «oro fino maravillosamente obradas, todas guarnidas de piedras e perlas» y una caja con doce carbunclos, diamantes, rubís, esmeraldas «que nunca jamás se vieron»12. Las palabras del emperador Escanio, quien no conoce al caballero, revelan la asociación entre los bienes y prestigio estamental: «—Por cierto —dixo el emperador—, las joyas que él me embía son preciadas. Y assí mismo lo es él»13.

Con respecto a los usos de las joyas en tiempos de los Austrias no debe olvidarse que, en el ámbito de la fiesta cortesana, los torneos fueron ocasiones propicias para la exhibición y la circulación de piezas suntuarias. Era frecuente, además, que durante estos espectáculos los caballeros portaran como empresa una alhaja en señal ya fuera del amor por su dama o de vasallaje a la autoridad real. Lo recoge el Clarián de Landanís al relatar los torneos celebrados en la corte del emperador de Alemania, durante los cuales la emperatriz le pide al héroe que ya «que muchos cavalleros traen empresas en este torneo» lleve en su brazo y «por su amor» un prendedero, «muy rico e guarnido de piedras muy ricas»14. Una sola muestra más, dentro de las muchas que podrían rescatarse, testimonia la riqueza suntuaria que despliegan en los folios caballerescos: en el Polindo (1526), la princesa Belisa le entrega al protagonista para que porte sobre su yelmo una «guirnalda de oro con unas flores verdes, guarnecidas de muchas perlas e piedras preciosas», que tenía en medio «una cruz de oro muy rica, la cual tenía de una esmeralda hecho el pie. E de tal manera que parescía ser una muy fiera e desemejada sierpe que de los lomos le nacía la cruz»15. Pero también era de uso que los participantes en las justas recibieran joyas como premio16. Si en los torneos convocados en Valladolid en 1544 el almirante de Castilla prometía darle al que mejor corriese la lanza «un diamante, y al que mejor con la hacha combatiere una esmeralda, y al que mejor combatiere con la espada, una pluma de oro, y al más galán un rubí»17, no menos espectaculares son los precios obtenidos por los caballeros de papel: una «guirnalda de flores de oro en que avía tantas piedras y perlas de tan gran valor que la estima d’ella era sin cuento», en las justas celebradas en el Félix Magno (1531)18; «una sortija con un diamante muy bueno»19 obtiene Claribalte como el mejor justador en la ficción caballeresca de Fernández de Oviedo de 1519 y un rico manto le da la emperatriz a Palmerín de Olivia por su triunfo en los torneos de Alemania20.

Mientras en la esfera pública, las joyas propiciaban el lucimiento de quien las portaba, tanto como daban cuenta de su condición social y su magnificencia, en el ámbito privado las alhajas eran testimonio de afecto y contribuían a sellar las relaciones afectivas, particularmente las amorosas21; es más, tanto en la realidad como en la ficción, las joyas son una representación material de los vínculos sentimentales que unen al donador y al receptor del objeto y, por tanto, son signo de las relaciones filiales, amistosas y amorosas. El entramado sentimental de los libros de caballerías recoge ciertamente el lugar esencial que la mentalidad nobiliaria le otorgaba al amor y la cortesía en las prácticas sociales. De hecho, los archivos han conservado numerosas noticias sobre el afecto filial materializado en joyas y su contribución al pegamento de las relaciones familiares. Los inventarios reales refieren el precioso joyel con un diamante engarzado en oro, esmaltado y labrado ‘al romano’, que Carlos V le regaló a Isabel de Portugal en 153322, o los presentes que Isabel de Valois le hizo a su hija Isabel Clara Eugenia, entre los que se encontraban piezas de azabache y un «collar de oro con çinco diamantes y çinco rubíes y veinte assientos de perlas»23. Gestos similares no dejan de registrarse en los libros de caballerías gracias a la contaminación de las pautas culturales y sociales de la época: en Palmerín de Olivia (1511), el héroe recibe de su amada Polinarda una cadena de oro24 y en el Lepolemo, su protagonista, además de obtener de parte de la princesa de Francia «una cruz de diamantes, la más rica pieça que entonçes se hallase en el mundo», él mismo, le regala a su amigo Trasilo el día de su boda una cadena de oro con muchas piedras y perlas de gran valor25.


Fig. 1.
Lorenzo Lotto, Micer Marsilio Casotto y su esposa Faustina, 1523, Madrid, Museo del Prado

El lienzo de Lorenzo Lotto que retrata a Micer Marsilio Cassotti entregándole un anillo a su esposa (fig. 1) o los registros de inventarios que anotan por ejemplo la cruz de oro de martillo con «seis diamanticos y cuatro esmeralditas y seis robinicos y cuatro zafiricos y un diamante tabla»26 que el duque de Calabria le regaló a Mencía de Mendoza, son una buena muestra del uso de las joyas en el ámbito amoroso, una práctica recurrente en la realidad social de la época debido a los vínculos antiguos entre las joyas y los sentimientos que se ha recreado en la literatura de todos los tiempos27. Tampoco los libros de caballerías fueron una excepción, hasta tal punto de que la entrega de una joya en señal de compromiso amoroso se convierte en motivo presente ya desde el título fundacional del género, Amadís de Gaula (¿1496?). Así, Perión, padre de Amadís, le entrega a Helisena «un muy hermoso anillo de dos que él traía, tal el uno como el otro, para que lo traxiesse por su amor»28. También en las Sergas de Esplandián (1510), Menoresa opta por entregarle a Norandel —quien le ha solicitado una prenda como muestra de su amor— un anillo «que era de muy ricas piedras guarnescido». Las palabras de la doncella son muy significativas con respecto a la función que cumple el objeto como signo del vínculo sentimental:

Mi amigo, la más preciada joya de las que vos puedo dar lleváis con vos, que es mi coraçón. Que si assí lo amáis como lo avéis dicho, por sostener su vida es razón que sostengáis la del vuestro assí como antes vos he dicho; y junto con él llevad este mi anillo29.

Tres lustros después, en el Reimundo de Grecia (1524) Melisa, princesa de Inglaterra, le entrega al héroe un anillo con virtudes contra los males del corazón como señal de su compromiso de no olvidarlo30; un gesto similar hace Clariana con Florindo en el libro de Fernando Basurto impreso en 1530, quien le regala «porque d’ella toviesse memoria un anillo de oro que en su mano traía, diziéndole: —Toma, cavallero, este anillo, que ha tal virtud que por ciertas palabras ebráicas, griegas y latinas que en lo secreto d’él están escriptas se quebrantan cualesquier prisiones encantadas»31. No son extrañas las referencias de este tipo, pues los usos de las joyas con estos fines, a medio camino entre la magia y la religión, fueron frecuentes en la temprana Edad Moderna, ya que a ciertas piedras se les atribuían propiedades benéficas que salvaguardaban a quien las portaba; conforme con eso, las joyas se usaron también como fuentes de protección o como cura para ciertas enfermedades. Felipe II, entre otros, convencido de los poderes curativos del jacinto bebió un brebaje con polvos de esta piedra poco antes de morir; Carlos V tuvo amuletos de turquesa, pues se creía que esta gema protegía de las caídas a quienes montaran a caballo32 y Mencía de Mendoza guardaba varios amuletos de azabache, piedra que aumentaba la fertilidad y protegía del mal de ojo33. El uso de los anillos como talismanes había sido señalado ya por Cornelio Agripa, para quien estas joyas «brindan, de modo parecido, su virtud a quienes los llevan y la comunican al espíritu de éstos, volviendo alegre, triste, dulce o terrible, audaz o tímido, haciendo que odie o ame, y preservando de enfermedades, venenos, enemigos, demonios malignos y de todo lo nocivo»34. Utilizados en el dedo corazón, de acuerdo con antiguas creencias y principios alquímicos y mágicos, los anillos podían, por una parte, proteger a su portador de conjuros, hechizos y enfermedades, como en el caso de Florindo y Reimundo citados, o el anillo que le servirá al protagonista de Belianís de Grecia (1547) para encerrar los espíritus infernales35 y a Clarián para protegerse de los encantamientos36. Por otra, también servían como heridores de amor37: en efecto, son prendas que, por ejemplo, transmiten el sentimiento de quien lo envía, como en el caso del anillo de rubíes y diamantes que Leonorina le envía a Esplandián y que luego el héroe le devuelve a la princesa, quitándoselo «del dedo coraçón, atribulado, sojuzgado y captivo»38. En el Florambel de Lucea (1532) la princesa Niquea también recurre a un anillo «para los desmayos del corazón» para manifestar su amor por don Lidiarte del Fondo Valle, quien luego de ponérselo en el dedo del corazón como muestra de reciprocidad declara: «Aí andaréis vos fasta que yo muera»39.

Más interesante en relación con la historia de la joyería del siglo xvi y su simbología amorosa es el episodio del libro de Damasio de Frías, Lidamarte de Armenia (1568), en el que las joyas son señal del vínculo sentimental que une al Caballero del Desamor y Belaura. El pasaje, en el que previamente el caballero ha salvado a la princesa y a su prima Victoriana del rapto de dos gigantes remite a la complejidad y abigarramiento que caracterizaron a las joyas manieristas de la segunda mitad del siglo xvi40. Los personajes intercambian dos preciosos joyeles, extraordinarios por su diseño y su riqueza. A ojos de Victoriana, el joyel que el caballero le regala a la princesa era la «más hermosa pieça y de mayor artefiçio que en vuestra vida vistes». Las palabras que Belaura expresa cuando recibe la prenda confirman el enamoramiento compartido, pues si la princesa le agradece el gesto «para memoria de que de bos tengo la bida», al recibir el precioso joyel que la doncella le da a cambio el héroe se queda «el más contento del mundo con el joyel de la prinçesa, tan rendido y preso de sus amores cuanto más asta allí sin amar a ninguna abía bivido con mayor libertad»41. El joyel del caballero es, en efecto, una pieza maravillosa que en nada desmerece a los extraordinarios colgantes de época:

[…] un abe phenis hecha de una berde y finísima esmeralda, de aquella figura que suelen fingirla cuando abrasarse quiere, las alas estendidas como batiéndolas para ençender el fuego con ellas. Tenía la cabeça lebantada al çielo, cubierta toda el cuello de plumas de dibersas colores, las cuales todas contraechas de piedras finísimas estavan con tanta arte entremetidas y enjertas entre las berdes que de la propia esmeralda salían, que paresçiendo todas de una misma piedra y la piedra de tan dibersas colores, hera cosa que no le podía mirar sin mucha admiraçión. Los ojos heran dos pequeños rubís que, engastados en dos perlas blanquísimas, de tal manera representavan lo cristalino dellos y con tanto artifiçio estavan puestas que fáçilmente engañaron al más despierto ojo del mundo. El pico pareçía ser de un rubí ençendido, el cual no hera posible ber la juntura que açia con la esmeralda si no la mostrara. El término de las diferentes colores estava echado sobre un fino balax, que, labrado a manera de llamas de fuego relebadas, çercaba de todas partes la fenis. Entremetidos por ellas como leña y materia de fuego, unos troncones de horo, algunos de los cuales esmaltados de rosicler, paresçían medio ardidos y echavan de sí aquellas llamas que levantadas en el aire salían del rico balax. Beíanse, ni más ni menos, las alas y la cola diferençiadas de muchas plumas, coloradas, amarillas y berdes. Haçíase en las espaldas de la abe una muy pequeña asa de la misma esmeralda como quel maestro uviese acaso dexado mal asentada una pluma y algo lebantada de las otras, para della traerla colgada. Tal era la preçiosa fenix quel artifiçio bençía con grandísimo esçeso al balor de la materia42.

Esta joya espléndida no es sólo el resultado de la capacidad fabuladora de Damasio de Frías, escritor que estuvo al servicio del almirante de Castilla, Luis Enríquez, y, por tanto, estaba familiarizado con el lujo y la ostentación de los círculos nobiliarios, también es contaminación de las formas propias de la joyería de la época. El colgante descrito por el narrador responde, ciertamente, a modelos contemporáneos, tal como lo revela por ejemplo el pinjante del ave fénix que se conserva en el joyero de la Virgen del Pilar en Zaragoza43 o el joyel que recibió como regalo Isabel I de Inglaterra en el año nuevo de 1577 o 157844, un gesto que se explica por el hecho de que esta figura mitológica fue uno de los símbolos utilizados recurrentemente por la reina, como lo evidencia también el retrato pintado por Nicholas Hilliard (figs. 2 y 3). Elaborada con esmeraldas, rubíes, perlas, oro, rosicler —metal apropiado para esmaltar como señala Bernardo Pérez de Vargas en su tratado De re metallica (1568)45— y balajes, un tipo de rubí que según Juan de Arfe era «de color rosado, purpúreo, muy lúzido y agradable»46, la finísima joya del Caballero del Desamor representa un ave fénix elaborada con tal artificio que «fáçilmente engañaron al más despierto ojo del mundo». Colgantes de este tipo, que recrean figuras mitológicas o zoomorfas, ricamente ornamentados con oro, esmaltes y fina pedrería, están documentadas en España y la Europa de la época como se testimonia, por ejemplo, en el Llibre de Passanties que recoge los diseños que los aprendices barceloneses realizaban para sus exámenes de maestría para ingresar al gremio de joyeros, en los grabados de Hans y Adrien Collaert y en numerosas piezas conservadas como el colgante del pelícano (fig. 4), el pinjante de Neptuno (fig. 5), el joyel con delfín (fig. 7) o el precioso colgante del hipocampo conservado en el British Museum (fig. 8), piezas que sobresalen por el virtuosismo del orfebre y su riqueza decorativa.


Fig. 2.
Nicholas Hilliard, Reina Isabel I, h. 1575, Londres, National Portrait Gallery


Fig. 3.
Detalle del joyel del ave fénix en el retrato de Hilliard


Fig. 4.
Pelícano, oro esmaltado, rubí y perlas, h. 1550-1575, Londres, Victoria & Albert Museum


Fig. 5.
Neptuno y monstruo marino, perla barroca con oro esmaltado, rubíes, diamantes y perlas, h. 1590, Nueva York, Metropolitan Museum


Fig. 6.
Colgante con delfín, oro esmaltado, esmeraldas y perlas, h. 1699, Baltimore, The Walters Art Museum


Fig. 7.
Colgante con hipocampo, oro engastado, y perla barroca, rubíes y esmeraldas, h. 1500-1600, Londres, British Museum

Menos espectacular —pero muy reveladora— es la prenda que, pese a los peligros que encierra aceptar un regalo47, Belaura intercambia con el caballero. Se trata de una «pieça también de mucha arte y balor», que estaba compuesta de «vn pequeño dios de Amor echo de fino diamante; el cual por un berde prado de esmeralda estaba allí imitado. Andava con su arco y saetas tirando a los pájaros, que bolando se beían algunos y otros sentados sobre árboles»48. De acuerdo con Covarrubias, el joyel era el «pinjante que cuelga de la toca, o de la cinta, con piedra, o piedras preciosas», aunque también podía pender de una cadena a la altura del pecho o instalarse en los cabellos de las damas. En el caso del joyel de Belaura se trata de un colgante con un Cupido (figs. 8, 9 y 10), un tipo de joya que comenzó a realizarse en España desde mediados del siglo xvi y que, por ejemplo, se encontraba entre los bienes de Isabel de Valois como lo atestigua la cuenta de Arnao Vergel, platero de oro de la reina49. En el colgante del Lidamarte se sustituye el oro esmaltado —habitual en otras piezas conservadas—, por el diamante, una piedra preciosa que san Isidoro consideraba inquebrantable. Como símbolo de pureza, no es raro que justamente sea el diamante el material principal de este joyel, y menos que esté acompañado de esmeraldas, una gema que «hace castos a los que la traen consigo»50, ya que los colgantes de Cupido representan la castidad y la fidelidad necesarias en el amor51. De acuerdo con esto, el gesto íntimo de Belaura adquiere una doble significación: con la entrega del joyel, la doncella reclama al caballero mantenerse fiel, casto y reprimir la lujuria, a la vez que habla de sí misma y de su condición virtuosa52.


Fig. 8.
Colgante con Cupido, esmaltado, oro, diamantes, perlas, esmeraldas y rubíes, h. 1580, Ámsterdam, Rijksmuseum


Fig. 9.
Colgante con Cupido, esmalte y oro, h. 1600, Madrid, Museo Lázaro Galdiano


Fig. 10.
Colgante con Cupido, oro esmaltado, rubíes y perlas, h. 1600, Londres, Victoria & Albert Museum

Es importante recordar que las joyas en general, y los anillos en particular, estaban relacionadas con la sexualidad, especialmente con la femenina, por su cercanía con el cuerpo y porque con regularidad formaban parte del proceso de seducción en forma de regalo que, al ser aceptado, prometían el acceso al cuerpo de la amada. Tampoco puede olvidarse que, usadas en el cuerpo, las joyas contribuían a traer a la memoria del portador la presencia física del ser amado. Así lo entiende Gradamisa, enamorada de Clarián de Landanís, en el libro en que su autor, Gabriel Velázquez, revela una sensibilidad particular hacia la cultura material que rodeaba a los grandes señores de su época. Cuando el caballero abandona la corte de su amada, la princesa le entrega un anillo para que no la olvide. El héroe no duda en reafirmar lo que significa el objeto: «Mi buena señora, este será aquel que por ser vuestro me consolará en todas mis cuitas y aquel que con nuevo desseo de mí siempre será mirado, que para membrança bien escusado es, pues por ausente que yo sea, nunca mi coraçón se apartará de vuestra presencia»53. Por su parte, Astrea, doncella que ha seducido al protagonista del Cirongilio de Tracia (1545), también le pide una joya, «porque cuando vuestra ausencia me maltratare con ella me consuele». El héroe le hace entrega de una sortija, que llevaba puesta en su «dedo del coraçón», «de un lincurio muy excelente hecho a manera de cruz, y en medio engastado muy sotilmente un zafiro»54, que se constituye en vehículo de la memoria, y también en símbolo del encuentro sexual que ha tenido lugar entre ellos. En todo caso, las joyas constituyeron un recuerdo efectivo del amor, dedicación y compromiso del héroe con su dama. Numerosos caballeros literarios utilizaron este recurso de las alhajas como repositorio de memoria para recordar a sus damas el lugar que estas ocupan en su corazón o para hacer explícito ante ellas (y mantener oculto ante los demás miembros de la corte) el vínculo amoroso: en el Polindo, por ejemplo, su protagonista le envía a Felisa una «cinta de caderas con muchas piedras e perlas de gran valor e […] una esmeralda que valía gran cantidad por su riqueza», recordando el amor por su dama con estas palabras que le dice a su mensajera: «—Vós, señora, al bien de mi coraçón, dad esto»55.

Es claro que la joyería ocupó un lugar esencial en la estética de las apariencias que caracterizó a la sociedad estamental de la España del Antiguo Régimen. Así se recrea también en la cultura de la indumentaria de los libros que se acumularon en los anaqueles de Alonso Quijano. La urgencia de aderezarse lujosamente para participar de la puesta en escena cortesana hizo que las élites nobiliarias encontraran en el oro, la plata y las piedras preciosas elementos de la distinción social, en la misma medida en que, como ya lo había señalado Alfonso X en sus Partidas56, damas y caballeros literarios debían darse a conocer por su indumentaria. Y pese a que en cuanto atañe a las joyas de papel a veces predomina una economía descriptiva, incluso lacónica, los libros de caballerías atesoran un rico inventario de piezas suntuosas y de los usos que se hacían de estas en las esferas públicas y privadas durante el Antiguo Régimen que revelan una vez más las rendijas en las que la realidad se cuela en la ficción.

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Notas

* Este trabajo se enmarca en el proyecto de investigación «Lujo y refinamiento: cultura material en la caballería literaria española de la temprana Edad Moderna», que adelanto con el apoyo de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, Código Hermes 52529.

1 Muñoz, Sumaria y verdadera relación del buen viaje que el invictísimo príncipe de las Españas don Felipe hizo a Inglaterra…, [fol. 7r].

2 Con el término caballería literaria española rotulo a la ficción caballeresca publicada durante los siglos xvi y xvii y, en concreto, al abundante corpus de los libros de caballerías españoles, que comienza con el Amadís de Gaula (¿1496?) y termina con la Sexta parte del Espejo de príncipes y caballeros (h. 1640) del escribano Juan Cano López, conservado manuscrito. Para el corpus y bibliografía del género ver Eisenberg y Marín Pina (2000) y la base de datos Amadís, incluida en Clarisel: bases de datos bibliográficas (www.clarisel.unizar.es); sobre el panorama editorial y los libros de caballerías manuscritos Lucía Megías (2000 y 2004). Ramos (2016) ha dado la noticia de la continuación de Cano López.

3 Sobre los jardines de la nobleza española en el siglo xvi como arquitectura vegetal parlante y sus vínculos con los libros de caballerías ver Aguilar Perdomo, 2022.

4 Urquízar Herrera, 2014.

5 Rodríguez de la Flor, 2015, p. 107.

6 Bouza, 2015.

7 Clemente, Valerián de Hungría, p. 232. Dada la amplitud del corpus, he seleccionado algunos testimonios de las distintas etapas del género, desde el libro fundacional de Rodríguez de Montalvo, pasando por algunos representantes de los llamados libros de caballerías realistas como Clarián de Landanís o el Floriseo (Guijarro Ceballos, 1999) o libros de experimentación como los de Feliciano de Silva (Lucía Megías, 2002), hasta obras más tardías como el Lidamartede Armenia, para demostrar que la presencia de las joyas y sus usos fue una constante en la caballería literaria española.

8 Medina, Crónica de los duques de Medina Sidonia, p. 359.

9 López de Haro, Nobiliario genealógico de los reyes y títulos de España, pp. 290-291.

10 Salazar, Lepolemo, p. 172.

11 Velázquez de Castillo, Clariánde Landanís, p. 304.

12 Se trata de las piedras preciosas más valoradas del siglo xvi que, por su simbolismo anticipan, como ocurre también en otros libros de caballerías, el vínculo amoroso que unirá a Lindedel –ya enamorado de oídas de la doncella– y la princesa Cristalina, y las cualidades que caracterizarán su amor: los diamantes, la naturaleza inquebrantable y pura del sentimiento pues, como recordaba Gaspar de Morales, «no ay cosa que le empezca, ni pueda corromper» (De las virtudes y propiedades maravillosas de las piedras preciosas, p. 277); los carbunclos, por su parte, eran consideradas piedras ardientes y acorde con ello remiten a la intensidad de la pasión, mientras que los rubíes auguran el amor que incitará la princesa pues, de acuerdo con el Lapidario de Alfonso X es piedra de Venus y quien la poseyera «será bien quisto» (pp. 196 y 183). Las esmeraldas, de «color apacible, que alegra y regozija» (Morales, De las virtudes y propiedades maravillosas de las piedras preciosas, p. 232), simbolizan la castidad.

13 Bernal, Cristalián de España, fol. 9r.

14 Velázquez de Castillo, Clariánde Landanís, p. 116.

15 Polindo, p. 200.

16 De acuerdo con Covarrubias «Joya se dize el premio que se da en los certámenes y por esta causa puede sinificar la vitoria».

17 Alenda y Mira, 1903, p. 42.

18 Félix Magno (Libros I y II), p. 181.

19 Fernández de Oviedo, Claribalte, p. 18.

20 Palmerín de Olivia, p. 79.

21 Horowitz, 2014.

22 Checa Cremades, 2010, vol. 2, p. 1412.

23 Archivo General de Simancas, Casa y Sitios Reales (A.G.S., C.S.R.), leg. 82, f. 9, 211 y A.G.S., C.S.R., leg. 82, f. 13, recogido por Pérez de Tudela, 2010, p. 545, notas 8 y 9.

24 Palmerín de Olivia, p. 79.

25 Salazar, Lepolemo, pp. 172 y 201.

26 Archivo del Palau, Marquesado de Zenete, leg. 122, 8, recogido por García Pérez, 2005, p. 163.

27 Horcajo Palomero, 2010.

28 Rodríguez de Montalvo, Amadís de Gaula, p. 242.

29 Rodríguez de Montalvo, Sergas de Esplandián, p. 711.

30 Reimundo de Grecia, p. 66.

31 Basurto, Florindo, pp. 278-279.

32 Horcajo Palomero, 1977, pp. 350-351.

33 García Pérez, 2006, p. 252.

34 Cornelio Agripa, La filosofía oculta, p. 70.

35 Fernández, Belianís de Grecia, p. 366.

36 Velázquez de Castillo, Clariánde Landanís, p. 157.

37 Sanz Hermida, 1994, p. 937.

38 Rodríguez de Montalvo, Sergas de Esplandián, p. 230. Ver Sanz Hermida, 1994.

39 Enciso Zárate, Florambelde Lucea, p. 137.

40 Muller, 2012; Arbeteta, 1998; Horcajo Palomero, 1991; Davillier, 1879.

41 Frías, Lidamarte de Armenia, p. 89.

42 Frías, Lidamarte de Armenia, p. 69.

43 Arbeteta, 2005, p. 62.

44 Horcajo Palomero, 1991, vol. 2, p. 246.

45 Pérez de Vargas, De re metallica, fol. 162v. También en la Tercera parte de Florisel de Niquea (p. 100) de Feliciano de Silva, la reina Cleofila tiene figurada su devisa del ave fénix en sus vestidos y en las lazadas de su cabellera: «La reina salió vestida una ropa de raso verde y encima d’ella se hazía una [mane]ra como de red de las aves de su devisa, enlazadas con las uñas e picos, todas de fino oro con las llamas de rosicler […] los cabellos llevava hechos lazadas en lo alto de la cabeça, y sacadas las lazadas por una manera de red hecha de la misma devisa de los fénix hechos muy sotilmente de oro, y los ñudos de la red eran de finos rubíes para suplir las llamas de fuego de los fénix». De acuerdo con Flores García, las piedras que conforman la divisa le permiten «demostrar su amor [a Arlanges] por medio del color y la imagen» (2019, p. 307).

46 Arfe, Quilatador de oro y plata, fol. 54v.

47 Burke, 1980; Castaño, 2017.

48 Frías, Lidamarte de Armenia, p. 72.

49 «Dos cupidos esmaltados de blanco con su arco y sus alas», A.G.S., C.S.R., Leg. 39, fol. 12v.

50 Morales, De las virtudes y propiedades maravillosas de las piedras preciosas, p. 282. Ver Pastrana (2017) y Flores García (2019) para un tratamiento más amplio del significado de las piedras preciosas en los lapidarios y su aparición en la literatura caballeresca.

51 Horcajo Palomero, 2010, p. 386.

52 También en el Clarisel de las Flores de Jerónimo de Urrea, fol. 284r, hay un ejemplo de un colgante de este tipo: «un Amor fecho de oro con un arco de marfil y oro en la mano».

53 Velázquez de Castillo, Clariánde Landanís, p. 159.

54 Pérez de Vargas, Cirongilio de Tracia, p. 117. Analiza el simbolismo del licurio Flores García, 2019, pp. 113-155. 55. Polindo, p. 58.

55 Polindo, p. 58.

56 «Vestiduras façen mucho conosçer a los hombres por nobles o por viles; et por ende los sabios antiguos establecieron que los reyes vestiesen paños de seda con oro et con piedras preciosas, porque los homes los pudiesen conoscer luego que los viesen a menos de preguntar por ellos» (II, V, V, t. 2, pp. 28-29).

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