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Hablar tras las rejas: la vida religiosa en clausura en los monasterios femeninos de las Islas Canarias durante los siglos xvii y xviii a través del locutorio conventual
Speaking behind Grids: Monastic Life in Closing in the Female Monasteries of the Canary Islands during the 17th and 18th centuries through the Convent Locutory

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 10, núm. 1,

Instituto de Estudios Auriseculares

Jesús Pérez Morera

Universidad de La Laguna, España

Recibido: 15/12/2021

Aceptado: 26/01/2022

Resumen: A partir de la documentación existente sobre los conventos femeninos de las Islas Canarias, se hace un retrato de la vida religiosa en clausura durante los siglos xvii y xviii a través del locutorio monástico, detrás de cuyas rejas las monjas podían librar, es decir, hablar y recibir a sus visitas y familiares. Se analiza la forma y ubicación del locutorio, su uso y función socio-religiosa, el perfil social de las visitas, el papel de los endevotados, el modo de vestir y la persistencia de diversas profanidades (convites, danzas, músicas, comedias, romances) pese a la condena de obispos y visitadores.

Palabras clave: Monjas, mujeres, conventos femeninos, endevotados, Islas Canarias.

Abstract: Based on the existing documents about the female convents in the Canary Islands, a portrait of the religious life in cloister during the 17th and 18th centuries is made through the monastic parlor, behind whose bars the nuns could free, that is, speak and receive their visitors and relatives. Its form and location, its use and socio-religious function, the social profile of the visits, the role of the devotees, the way of dressing and the persistence of various profanities (treats, dances, music, comedies, romances) are analyzed despite the condemnation of bishops and visitors.

Keywords: Nuns, Women, Female convents, Devotees, Canary Islands.

Tal y como se desprende de su nombre, derivado, como señala la regla de Santa Clara, del «verbo latino loquor, que significa hablar»1, el locutorio o «libratorio» (del verbo librar2) fue instituido específicamente, dentro de las clausuras femeninas, para conversar bajo una estricta serie de normas. Con el torno o tornos y la puerta reglar, constituía uno de los tres canales de comunicación establecidos por los cánones monásticos para el contacto con el mundo exterior. Aunque podía cumplir esa misión, la «grada», «red» o «reja» del coro no había sido creada con tal objeto, ni se permitía hacerlo en ella, en primer lugar, por la grave «indecencia» de dar la espalda al Santísimo Sacramento mientras se platicaba. Solo en ocasiones justificadas y con determinadas personas —caso del capellán, los patronos o «señoras principales»— se admitía la excepción. Tampoco el torno con su rueda giratoria fue instituido o «inventado para el fin de hablar», al igual que la puerta reglar. El primero servía para «tomar lo que les dieren y dar lo que tuvieren que dar»3, la segunda para introducir la leña, el trigo y demás suministros, amén de la entrada de novicias o de las personas que por razones justificadas auxiliaban a la comunidad en lo espiritual, corporal o material (capellanes, médicos o maestros de obras). Destinado a las visitas de familiares y devotos o a las ineludibles gestiones administrativas con las «gentes del siglo», un cúmulo de reglas y prohibiciones regían el uso del locutorio. Aunque existen referencias a sus normas o su función, se ha escrito poco sobre este espacio y su interacción entre la clausura y el mundo, de modo que no ha sido un tema que se halla tratado específicamente por la historiografía monástica4.

Modo de hablar, horas y tiempos para librar

Dentro del locutorio, las religiosas debían hablar con mesura, afabilidad y madurez, huyendo de expresiones inútiles, vanas y seglares y comportándose con la debida modestia, sin hacer «cosa que desdiga de su estado»5. De su boca saldrían solo palabras honestas y provechosas. No se toleraban risotadas, charlatanerías, voces altas, descompasadas o de tono imperioso «con que algunas religiosas y criadas hablan hasta ser oídas de los seculares en la calle». Los libratorios tampoco serían frecuentes6, ni se podía estar en ellos mucho tiempo o admitir más visitas que las precisas, «pues el comercio con los seglares hace decaer las religiones»7. Las horas y los tiempos para librar estaban bajo el control de la madre priora, prelada o abadesa y se regían por un orden o «tabla» periódico. Estaba prohibido hacerlo más de una vez a la semana, «ni en propio locutorio ni en el de otra»8; y las monjas evitarían acudir sin ser llamadas o detenerse más de lo preciso, «porque no se discurra que baja con curiosidad»9.

Las visitas serían breves, de modo que «comiencen tarde y se acaben presto»10 ; a ninguna se le permitía mantenerse en él después de las avemarías, a cuyo toque se clausuraban11; o que hiciesen «medio día en los locutorios»12. Se cerrarían por la tarde, siempre antes que el torno y del anochecer, tras entregar las llaves a la prelada, que se aseguraría de que no se abriesen hasta el día siguiente después de acabada prima o haber salido de la oración de la mañana, «porque parece muy mal que esas oras estén abiertas las puertas del monasterio»13. Se prohibía hacer uso de ellos al tiempo de la misa mayor, en las horas de silencio de día y de noche, en las horas canónicas de oración en el coro o cuando las religiosas comían en el refectorio o dormían durante la siesta en el verano, «sino fuere con muy grande necesidad»14. Pero más grave aún eran los libratorios nocturnos. En 1642, la hermana María de San Bartolomé, lega en la recolección descalza de San Ildefonso de la ciudad de Las Palmas, acusó a la abadesa de tener amoríos con el confesor del convento, el presbítero José de Vaniberbe. En su confesión ante el vicario general, declaró que el licenciado Nicolás de Tolentino se reunía de noche en el locutorio con la madre Encarnación y con la madre Sacramento, «serrada la puerta del torno, hasta la once de la noche, hablando y aconsejándolas lo que habían de hacer en su defensa, resistiendo a el señor arzobispo y su visitador para que no le obedesiesen y traía recaudos y papeles del licenciado Vaniberbe»15. De igual modo, se mandaban clausurar los libratorios en los entierros de las religiosas; el día del Jueves Santo, al igual que el torno; en los tres días de carnestolendas, en los que no habría «locutorios de tabla»; en los de penitencia de cuaresma y Semana Santa; en la solemne renovación de las especies sacramentales, para que concurriese toda la comunidad «a adorar al sacramentado esposo»; o en las exposiciones con el Santísimo Sacramento, «pues es especie de desatención que cuando se manifiesta el dueño divino se aleje y retire la esposa a perder el tiempo en un locutorio»16. Tampoco se autorizaban libratorios «en ninguna manera» cuando recibían la sagrada comunión, desde la víspera de aquel día hasta la víspera del siguiente, para que «vivan con su Dios, pues le reciben para este fin»17. Faltar o no asistir con puntualidad a cantar y recitar las horas en el coro también se castigaba con no dar «gradas ni libratorios»18.

Modo de vestir: la etiqueta de visita

So pena de grosería, en los locutorios del convento de Santa Catalina de La Laguna se exigía y pagaba, según hacía memoria el presbítero Rodríguez Moure, la más cumplida y atildada etiqueta, de manera que tanto el caballero como el rudo campesino decían, al salir, a una: «Verdaderamente, son muy señoras». Por entre sus tupidas rejas, pudo ver de niño los últimos ejemplares de «aquella pléyade de respetables y temidas monjas de grandes y redondeados anteojos, y algunas de muy regular bigote»19.

Monjas, novicias, mujeres recogidas y criadas debían de ir honesta y debidamente vestidas para librar y mostrarse ante las visitas. Su modo de presentarse generó un abundante número de normas, mandatos y edictos. Fray Domingo Pimentel prohibió en 1650 a las religiosas de San Leandro de Sevilla salir a los locutorios sin ir vestidas como tales «y con mucha honestidad, aunque libre con su padre o madre». Para cumplir con este mandato, dictaminó que fuesen primero y personalmente a pedir licencia a las abadesas, que la concedería o no «viendo el aliño con que quiere salir al libratorio» 20. Según su testimonio, las religiosas del convento sevillano de la Concepción llevaban, con «no poca indecencia del hábito monacal», trajes profanos y poco reformados: «camisas labradas y escotadas, jubones labrados y almidonados con muchos botones en las mangas hasta los codos, basquiñas con muchos pliegues, caderillas y aros, enaguas de lienzo y de colores». A ello se sumaban «tocas muy aderezadas, tocados como de seglares, relicarios y rosarios con guarniciones, llaveros, bolsos bordados, guantes, abanillos galanos, lienzos delgados y almidonados que traen por delantales, joyas de oro, láminas y cristales, sortijas, alfileres o rascadores con cabeza de perla, medias de seda y ligas con puntas y otros adornos inferiores de poca honestidad». Como pena por usar tales profanidades, impuso tres o seis días de pan y agua en tierra y privación de libratorios por uno o cuatro meses21.

De forma parecida, el obispo Delgado y Venegas, en su visita al convento de monjas dominicas de La Orotava, ordenaba en 1764 que ninguna religiosa librase sin «hábito formal» en el locutorio y que la priora no diese la llave del mismo «a la que no fuere a pedirla con la correspondiente decencia». Dentro de la casa ninguna debía andar sin saya blanca, escapulario y toca por la cabeza. Para corregir la «escandalosa relajación» de traer los hábitos «muy levantados y pomposos, que parece usan de caderillas», de dejarse criar el pelo y de atárselo, y de lucir pañitos o medios pañuelos por el pescuezo y multiplicidad de anillos, dio orden de tonsurar a todas las que llevasen largo el cabello, impedir que ninguna fuese sin toca o con más de un anillo y dar fuego, en presencia de la comunidad, a las caderillas que se hallaren en las celdas. Como castigo y desprecio, las inobedientes serían disciplinadas en capítulo por todas las demás, solo recibirían pan y agua durante tres días, se les privaría del velo negro por seis meses y no se le repartiría locutorio, ni permitiría concurrir al de otra22.

Un siglo después, el obispo Manuel Verdugo censuraba el uso de enaguas de muselina o algodón, que, aunque no era opuesto a «los votos monásticos, parece respirar cierto aire del mismo siglo que debe estar muy lejos de una casa santa». Desterró así todo rastro de novedad profana en el hábito, tanto dentro de las celdas de las religiosas como, principalmente, cuando asistían «al coro y concurran a los locutorios»; y al igual que las criadas, se abstendrían de presentarse con pañuelos por la cabeza, «ya sea por los claustros, ya cuando las hayan de ver gentes de fuera»23.

El visitador González Borges exhortaba en 1692 a las monjas bernardas de Icod a no entrar en «los libratorios sin el vestuario debido y acostumbrado en la religión, que es con mangas y cogulla», así como a andar dentro del monasterio «con mucha modestia, no con el pelo partido, ni medias, ni sayas de colores profanas, que ese no es traje de religiosas, sino de mujeres seglares»24. La misma exigencia impuso fray Gerónimo de Paz a las dominicas de La Laguna, admitiendo la «posesión que actualmente subsiste» de suplir el hábito por el traje de color blanco con velo corto, siempre que no se saliese con él al locutorio o se usasen «trajes de otro color, aún a él público dentro del convento». Encargó además a las madres celadoras que no consistiesen que en «los libratorios de criadas» las mozas entrasen «sin matellinas como ni las religiosas sin hábito»25. El obispo Guillén exigió del mismo modo a las concepcionistas de Garachico el uso del velo «que embarace la vista del rostro, que por eso lo llamáis velo de rostro, y no velo de cabeza ni de hombros»26.

Presentes a ver y oír: escuchas, rederas y celadoras

Ninguna monja, novicia o educanda podía hablar en el locutorio sin el consentimiento expreso de la abadesa, priora o prelada y sin la presencia, como mínimo, de una de las escuchas o «rederas» —nombre derivado de la red, grada o reja propia del locutorio conventual—, que eran las monjas que asistían en los locutorios a escuchar todo lo que se hablaba con la suficiente proximidad como para oír cualquier conversación por bajo que fuese. Las constituciones de las religiosas de Santo Domingo disponían la elección de cuatro madres rederas entre las más buenas, graves y ancianas del monasterio, «que no sean sordas ni ciegas, para que vean y oigan todo lo que allí se tratare y platicare»27. Por «oprimida y cansada», en 1666, la anciana doña Inés Sotelo de la Encarnación, profesa en el convento concepcionista de Garachico, obtuvo breve del nuncio para que se le eximiera de ese oficio, sin que por ello perdiese los honores de fundadora y su preferencia de asiento en el coro28.

Tampoco estaba autorizado conferenciar en secreto o de manera que no pudiese ser oída por la madre redera, que daría aviso a la priora en caso de conversar de «cosas no decentes». El capítulo IX de tales reglas («del oficio de las rederas») preveía que, en esos casos, cortasen la plática con su autoridad y prudencia, «volviendo la conversación de cosas útiles y provechosas al estado de los que libraren»; y si esto no bastaba, se despedirían «tomando por achaque alguna cosa que hace la comunidad» y sin pesadumbre alguna por hacerlo, «teniendo más consideración a que vivan las almas que no se aflijan los cuerpos»29. Por el «bien de la casa y de la religión, pues en las redes se trata con gente forastera», tampoco se admitía hablar de las cosas que pasaban dentro de la comunidad, reservadas «de las puertas adentro»; y cuando algún asunto espinoso turbaba la vida en el claustro, las preladas recogían rápidamente las llaves de los locutorios para que las habladurías no saliesen a la calle30.

El obispo fray Juan de Toledo ordenó en 1664 que las escuchas estuviesen «muy cerca de la puerta del libratorio o en la misma puerta para que vean quien está dentro de dicho libratorio», mandato que reiteró en 1692 don Pedro González Borges, beneficiado más antiguo de la iglesia parroquial de San Marcos de Icod. Como visitador del vecino convento de San Bernardo, prohibió que ninguna religiosa entrase sin la escucha dentro o en la puerta «para que vea lo que se hace y oiga lo que se habla, como lo manda la regla, estando abierta la puerta del libratorio, que jamás ha de estar cerrada»31. Un estrado o tarima facilitaba a las escuchas ver a los presentes y oír sus conversaciones. Para remediar su incómoda situación, que hacía que algunas de ellas enfermaran o se retrajesen de cumplir con su oficio, el obispo Antonio de la Plaza mandó en 1789 resguardar las tarimas cercanas a los locutorios con el fin de que no recibiesen ni el frío ni el calor de las estaciones a cuerpo descubierto32. En 1765, don José Gaspar Domínguez, visitador eclesiástico por el obispo Delgado y Venegas, conminó a la abadesa de la orden concepcionista para que observase con el mayor escrúpulo esta disciplina, poniendo, como establecía la ley, «escuchas que asistan con celo y cuidado en el tiempo que hay libratorios» y, siendo también conveniente, en el torreón-mirador que les permitía disfrutar de la vista del mar y del campo circundante sin ser advertidas33. El mismo prelado ordenó que todas sin excepción llevasen escuchas, salvo las que librasen «con nuestro vicario o con otro juez que por comisión nuestra o de nuestro provisor fuere a practicar alguna diligencia»34.

En el siglo siguiente, el primer obispo de Tenerife, don Luis Folgueras Sión, autorizó a las religiosas «que se llaman madres» a bajar al libratorio sin acompañamiento. Sobre esta excepción, a la pregunta o duda acerca de si las monjas bernardas que hubiesen sido prioras, sin «dependencia de comunicaciones», con 20 años de profesión y más de 50 de edad, debían o no llevar rederas, el franciscano fray Bernardo Gómez respondía, en 1683, que «con escuchas no me meto, más según prudencia no se les debe poner a las tales»35. El arzobispo de Sevilla, fray Domingo Pimentel, al tiempo que ratificaba que en los libratorios hubiese «escuchadera por la parte de adentro si la religiosa librare con hombres», también admitía la excepción de ser padre o hermano36.

Interlocutores y motivos de visita: familiares y endevotados

Padres, hermanos y deudos inmediatos eran las primeras y más justificadas visitas que se admitían tanto para las monjas profesas como para las novicias, educandas y criadas. Para librar con ellos y con otros parientes cercanos que viviesen «fuera del lugar y no van a él sino por tiempos», el obispo Delgado y Venegas autorizó a las prioras dominicas de la Villa de La Orotava la concesión de una licencia especial37. En el entremés jocoso, El torno de Monjas, el teniente coronel Nicolás Massieu Salgado (1720-1774) retrata el esperado encuentro con sus hijas y sus nietas:



Tornera Señor don Nicolás, que vaya al libratorio de arriba, y con contento allí espera la madre Sacramento, sus hijas y sus nietas
Mandadero Que en verdad la mitad son de la comunidad.
Sacramentito Al torno. ¡Mi padre! ¡Ay, Jesús, qué bello moso! ¡Está vuestra merced gordo, ágil y brioso!
Teniente coronel Cállate, embustera, que las monjas hacer un cuarto voto de [¿lisonjas?] Y de todos los cuatro, el mundo siente que este es el que se guarda solamente. Vamos al libratorio.
Sacramentito Vamos, vamos, que muchos meses ha que le esperamos.
Teniente coronel Adiós, madre tornera
Tornera Siempre su muy afecta verdadera
Todos Aquí del torno acaba la porfía y así sigue un día y otro día:
Música alegre en unísono Son las vueltas del torno como del siglo, porque el mundo y el torno casi es lo mismo38.

Fuente:

Los pésames eran otra ocasión de visita. La molestia de «hacer bajar a las religiosas cuando se ofrecen parabienes o duelos» fue censurada por el padre Arbiol, porque «basta a que una las reciba por todas»39. Al convento también se acudía a pedir consejo, oración y protección divina. Sabida es la amistad que el navegante y comerciante Amaro Rodríguez Felipe mantuvo con la sierva de Dios Sor María de Jesús de León Delgado (1643-1731), en quien confiaba la llegada a buen puerto de sus navíos.

Los contactos con varones y con las gentes del siglo eran vistos con peores ojos. La regla de Santa Clara recomendaba evitar sospechosas familiaridades de seglares y de sus largas hablas de poco provecho, de manera que «las sores se hiciesen comadres de hombres o de mujeres»40; fray Juan de Toledo (1664) prohibía que ninguna religiosa tratase o se comunicase con «seglares que no sean sus parientes muy cercanos, aunque sean eclesiásticos, seculares o regulares», permitiendo solo hacerlo con «persona de quien no se pueda presumir cosa que no sea mui lícita»41; y el obispo Delgado encargaba a las prioras que examinasen a las personas que pedían «librar» con ellas, a las que vedaba el locutorio si no «fueren decentes»42. Las visitas y comunicaciones con clérigos, frailes regulares o seglares «endevotados» fueron igualmente perseguidas, no obstante de la excepción que la citada regla hacía de los prelados, notables religiosos, eclesiásticos, «nobles de linaje generoso» y de los «devotos espirituales o amigos familiares de la Religión, con los cuales pueden hablar y consolarse los unos con los otros»43.

En 1684, se publicó el breve del nuncio, dictado en Madrid en 1682, que pretendía poner remedio a las comunicaciones ilícitas y a la corruptela originada de la desmoderada licencia de tener amistades, correspondencias y familiaridades que, «profanando el nombre, se llaman vulgarmente devociones». Comunicado el decreto a la priora y subpriora de las dominicas del puerto de La Orotava, tras tomar asiento el cura beneficiado del lugar en el libratorio cercano al torno, la superiora, en nombre de las demás madres, negó su existencia y declinó la necesidad de juntar a toda la comunidad para leer el despacho44. De los interrogatorios practicados en el convento de sus hermanas de la isla de La Palma resultó, sin embargo, que el licenciado Serván Paulín Bermúdez, clérigo presbítero, estaba «endevotado» con Margarita de San Antonio Guesquier, monja profesa, a la que visitaba a todas horas en el torno y libratorios; que el reverendo padre prior fray Francisco Perera conservaba el nombre de devoto de sor Isabel Inés de San Juan Vinatea, aunque sin escándalo y con precisa correspondencia en lo que se le había ofrecido en su priorato; y que el padre fray José Béthencourt, subprior, lo era de la madre Catalina de San José de Brito, cuya continua conversación por el torno y el locutorio causaba el malestar de las demás religiosas al no dejar pasar recado. El padre predicador general fray Juan Luis, confesor del monasterio, estaba además endevotado con la maestra de novicias Juana Petra de Santa María Urtusáustegui, al que le hacía de comer y cuidaba en todo lo que había menester por ser «hombre viejo»; y que también tenían el título de devotos fray Luis Méndez, lector de moral, con la subpriora Catalina de San Luis Vinatea; fray Pedro Fernández, anterior prior, con la madre Frías de Santa Rosa, y el padre predicador fray Andrés de Antes con sor Francisca de San Agustín Acosta45.

Amistades prohibidas: cortejadores y enamorados

Fueron excepcionales y solo tenemos noticias de dos comunicaciones ilícitas de esta naturaleza, perseguidas con todo rigor. La situación de seglares y educandas podría ser diferente, visitadas eventualmente por sus futuros maridos. En el monasterio de Santa Clara de La Palma vivió como asistente seglar doña María Pinto de Guisla en compañía de sus cinco hermanas monjas. A la edad de 27 años, en noviembre de 1667, salió de él para contraer matrimonio, dos semanas después, con su primo hermano el sargento mayor don Diego de Guisla y Castilla, tras haber declarado, en uno de los locutorios, que no había sido «robada, apremiada, atemorizada ni inducida» por él46.

En los autos seguidos en 1642 sobre las monjas de la recolección descalza de San Ildefonso de la ciudad de Las Palmas, cuya comunidad se dividió entre «las alzadas» y las del «partido de la abadesa», se describen algunos de los galanteos que supuestamente la prelada y las de su facción habían mantenido con el capellán y confesor del convento, el presbítero José de Vaniberbe. Se les acusó de echarse papeles, atados a naranjas, y lanzarse otras frutas desde las azoteas y ventanas mientras merendaban y conversaban; de pasarse mensajes a través de una caña que introdujeron en un agujero abierto en el muro de la calle; de obsequiar al capellán con los mejores dulces y regalos que los padres de las religiosas y novicias enviaban al convento y de darle de almorzar —gallinas, pollos, perdices, «pescado por ser viernes» y empanadas— en el locutorio, en la sacristía o en el comulgatorio; de los celos desatinados que las unas tenían de las otras por su amor y de recibirlo con alborotos y griterías cuando regresaba del campo; de besarle la mano y curarle «las fuentes que tenía en los brazos»; o de abrazar a las monjas, jugar con la abadesa e incluso ponerla entre sus piernas. Tres años después, el obispo Sánchez de Villanueva absolvió a la abadesa de las culpas que se le achacaban, al no haber sido probada cosa que ofendiese «a su honestidad y haber parido»47, dando orden de notificar la sentencia a los conventos de monjas bernardas de la ciudad en guarda de su buena reputación y fama y la de sus deudos «por ser familias de gente noble principales y de toda virtud y ejemplo en todas estas Islas»48.

Estos puntuales casos documentados de cortejos, amoríos y correspondencias podían acabar en las cárceles de la Inquisición, como le sucedió al licenciado Vaniberbe, o con la cabeza en la picota. De «espíritu galanteador y apasionado», el noble Jerónimo de Grimón y Rojas, anticipándose a las hazañas donjuanescas, fue ajusticiado en 1651 en la plaza pública por haberse dado a la fuga con su enamorada, sor Úrsula de San Pedro de Rojas, monja de coro en el convento de Santa Catalina de La Laguna, «dama de histórico abolengo» y «belleza deslumbrante», con quien, antes de la clausura, le ligaba una estrecha amistad y devoción49. La tradición oral dice que ambos acordaron la huida por medio de una carta que sor Úrsula recibió a través de las rejas y que la religiosa guardó, cosida a su hábito, hasta su muerte.

Usos y funciones

Además de su uso específico como locutorio, los libratorios funcionaron como sala capitular, escribanía, contaduría y archivo. Por razones excepcionales (obras de ampliación o reedificación), también fueron utilizados como oratorios. En 1789 el obispo Antonio de la Plaza encontró que las religiosas dominicas de La Orotava oían misa en «el pequeño recinto de un locutorio» a causa de la reconstrucción de su iglesia y coros50. Eventualmente y por razones especiales, podían servir de confesonarios, práctica prohibida por la Inquisición. En los rarísimos casos en los que se contemplaba su admisión, la puerta del libratorio se dejaría abierta, «así por la parte de afuera como por la parte de adentro». El locutorio más importante o «principal» era el «abacial» o «prioral», según las órdenes, también llamados libratorio de abadesas o de la prelada, destinado a la madre superiora y al consejo de monjas discretas o de consulta, integrado por las religiosas que habían sido prioras o abadesas. Seguramente era el mismo que el denominado «locutorio de Provincia», llamado así porque en él se recibía y agasajaba, con músicas y repostería, al provincial y visitadores de la orden.

Las dominicas de La Laguna tenían por uso y costumbre reunirse en el «locutorio donde suelen determinar sus consultas»; y la abadesa y las monjas clarisas de la misma ciudad, «habiéndose juntado a vos de campana tañida en el locutorio de Provincia de dicho convento»51. En él se otorgaban las correspondientes escrituras de dote, en el momento previo a la profesión de las novicias. Así lo hizo Isabel Perdomo, que en 1615 firmó, «a la grada de uno de los locutorios del dicho convento», la escritura de dote de María Jesús, huérfana que había criado en su casa. Por el amor que le había tomado desde niña, ajustó «con la señora abadesa y religiosas del convento de la gloriosa Santa Clara desta ciudad la resibiesen en él, doctándola yo, según que se suelen doctar para ser alimentadas las demás religiosas», con 70 ducados anuales52.

El vicario eclesiástico también exploraba en el mismo lugar, a solas y en presencia del notario eclesiástico, la voluntad de las aspirantes que pretendían profesar en religión, preguntando su estado, edad, el tiempo que llevaban en el monasterio y si habían sido violentadas, atemorizadas o inducidas para entrar en él o si, por el contrario, lo hacían de su libre y espontánea voluntad. Tomas de hábitos y profesiones, renuncias a sus legítimas, interrogatorios, testamentos, declaraciones y últimas voluntades, ajustes de cuentas, rendidas, al concluir su prelacía, por abadesas y prioras y sus mayordomos; imposiciones a censo de los capitales del convento, compraventas, redenciones de tributos, autos y causas procesales, ejecuciones de censatarios y arrendatarios por impago de réditos, poderes firmados por la comunidad e incluso otros negocios ajenos, como la carta de libertad de esclavos53, tenían lugar en el locutorio ante el escribano público y las partes comparecientes, bajo la atenta mirada y supervisión de los frailes de la orden, vicarios, capellanes o jueces eclesiásticos. De una parte, la comunidad, representada por su abadesa o priora y las madres discretas o de concejo, o, a título particular o personal, monjas, novicias, educandas, criadas o recogidas dentro del claustro. De la otra, padres, hermanos, deudos o parientes de las religiosas y profesantes, que, mediante el correspondiente documento, aseguraban, a través de cesiones o hipotecas, el pago de su dote y alimentos; así como campesinos y labradores, medianeros, nobles, terratenientes, hacendados, cosecheros y exportadores, mercaderes o navegantes que acudían a buscar el dinero necesario para mejorar sus explotaciones agrarias o invertir en sus negocios.

La gestión de todos los asuntos concernientes a la administración y a la vida religiosa de la comunidad hizo que, por razones obvias, «los protocolos de escrituras y demás correspondientes a este ramo» se guardasen en la pieza interior del libratorio o locutorio, así como el arca para depositar el dinero en metálico procedente de las dotes monjiles o de los capitales redimidos, para cuya apertura era necesario que se reunieran las tres personas que tenían en su poder cada una de las llaves de sus tres cerraduras. En 1807, las religiosas recoletas del Realejo de Abajo, en los autos que cuatro años antes habían iniciado para separarse de la obediencia de sus prelados regulares, pusieron de manifiesto, en el locutorio principal, los protocolos con las bulas y escrituras fundacionales54.

La importancia y el valor acreditativo de tales documentos y títulos de propiedad, fuente de los cobros e ingresos, quedan reflejados en los mandatos específicos dictados para evitar su desaparición o extravío, con las graves consecuencias que de ello se seguía a la comunidad. El ministro provincial de los franciscanos fray José Sánchez prohibió en 1742 a las reverendas madres de Santa Clara de La Orotava que «concedan libro alguno, sea el que fuera, así de cuentas como de fundo de protocolo a los mayordomos o ecónomos del convento para que los lleven a sus casas y cuando los hayan menester para alguna cita». En su lugar, autorizó únicamente su lectura en el libratorio y delante de la madre abadesa «por cuanto se ha reconocido faltar escripturas de los protocolos y folios de libros, por cuya causa hoy están perdidos muchos capitales que ha desfraudado la malicia»55. Su sucesor, fray Jacob Antonio Sol, en las normas que dictó en 1769 sobre el cuidado de la hacienda de las religiosas, reglamentó que, «si fuere necesario manifestar los libros del convento para planificar las ejecusiones, se haga en el locutorio en presencia del padre vicario y dos religiosas, sin que ninguno los pueda llevar a sus casas»56.

El inventario levantado en 1836 con motivo de la desamortización del monasterio de San Bernardo de Los Silos da cuenta de la ubicación del archivo en el interior del libratorio abacial. En él se encontró un arca de cedro de tres llaves en la que se custodiaba el dinero «cuando lo hay» y que por entonces contenía únicamente tres legajos de papeles con varias peticiones y licencias del diocesano «para emplear el dinero que había existente en propiedades de tributos de trigo»; un talego de pita con solo dos reales vellón en dos piezas de plata y ocho maravedís; y una caja de pino vieja con fechadura y llave «que parecía hacía de archivo»57.

Teatro de vanidades, tienda de mercaderías

A pesar de la severidad de las reglas monásticas, los locutorios podían derivar y convertirse fácilmente en lugares de tertulia, de «chocolate a media tarde y monjas reposteras, eternas conversaciones sobre el último caso en que el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición entendiera, y, de noche, tal o cual aventura galante», como escribía Unamuno cuando visitó La Laguna en 190958. El obispo Manuel Verdugo, en sus reglamentos para la comunidad de monjas concepcionistas de Garachico, condenó la relajación y demasiada libertad que había en los libratorios, en los que no se debía «dar de comer, ni cenar en ellos, ni tocar allí instrumentos, ni cantar, ni admitir más visitas que las precisas»59. De igual manera, el arzobispo Pimentel reprobó el que se pusiesen almohadas en ellos, sea cual fuese la calidad, estado y condición de las visitas; o que las religiosas llevasen perros por la indecencia e inquietud que causaban60. Prelados y visitadores se quejaban también de las que embarazaban los tornos y libratorios con mercaderías, como la venta de tabaco, jabón, confitería o repostería. García Ximénez arremetió en 1677 contra «la negociación» de las que compraban y vendían al modo de los tenderos, venteros y mercaderes, so pretexto de las malas cobranzas o de la necesidad, empleándose en ministerios mecánicos y de baja esfera, como moler, cernir o pesar61.

Almuerzos, cenas y convites

Comer, cenar o dar «colaciones notables» en los libratorios estaba expresamente prohibido, «aunque sea padre o madre». La regla de San Agustín tan solo permitía, cuando «por urbanidad fuere necesario», servir «una cosa con que puedan beber». Todas las monjas con salud, así preladas como súbditas, estaban obligadas a comer siempre en comunidad en el refectorio «y las flacas y las enfermas en la enfermería». Únicamente por «urgente necesidad» y con «licencia rarísima concedida», se consentía hacerlo en los locutorios62. Ello no fue óbice para que, en la práctica, se celebrasen convites, almuerzos, chocolates y refrescos. Cocos chocolateros, jícaras o mancerinas para servir y tomar el chocolate, como los que se conservan en el convento de Santa Clara de La Laguna, dan testimonio de esta última y popular costumbre. Fray Francisco Albertos censuraba en 1795 el abuso que se había «hecho de los libratorios usando de ellos para convites sumptuosos con concurrencia no tan solo de las personas más inmediatas en parentesco a las religiosas sino de otras muchas por razón de alguna relación de amistad con los consanguíneos de estas». Por esta causa se les negarían las llaves «sean de la clase o dignidad que fuesen», con la excepción de los padres, hermanos y parientes inmediatos o de las mozas de servicio que «viviendo fuera de esta villa no tienen en ella casa de apeo». A estos y solo por este motivo se les daría de comer «y hecha esta diligencia se serrará luego el libratorio»63. En el mismo sentido, el obispo Delgado y Venegas ordenó a las concepcionistas de Garachico que ninguna persona de fuera del monasterio se quedase a comer «y mucho menos a cenar en los locutorios u oficinas que tengan comunicaciones y correspondencia por puerta, rejas o ventanas a lo interior del convento, aunque sean padres, hermanos o parientes, varones o hembras, de religiosas»64.

Músicas y danzas

Convites y comidas iban acompañados de músicas y danzas. El obispo Verdugo (1801) condenó de manera tácita «que las religiosas en los locutorios toquen harpas, guitarras u otros instrumentos, cantando cantares profanos, ni bailen ni dancen, aunque sea con sus hábitos por ser todo en contra de la modestia religiosa»65. Las constituciones de las dominicas impedían explícitamente que en ellos «canten, ni tañan instrumentos músicos, sin urgentísima necesidad, para enseñar a las monjas que aprenden, para servir en el coro»66. De la persistencia de estas prácticas mundanas, tan propias de las pompas del siglo, da testimonio fray Antonio Jacobo Sol, que en 1768 conminó a su abadesa del convento de Santa Clara de La Orotava a desterrar «totalmente los bailes de dichos locutorios, pues si los predicadores evangélicos han trabajado tantísimo en exterminar del secularísimo esta introducción tan diabólica cómo no la abominará mucho más viéndola ejercitada en los libratorios de religiosas que despreciaron del todo el mundo y sus vanidades»67.

Comedias y romances

En carta fechada en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria en enero de 1647, se denunciaba, ante el obispo Sánchez de Villanueva, la inclinación a la lectura de libros de comedias que subyugaba a los frailes, que, «si no podían ir al corral, bebían bastantemente su veneno». En sus celdas se encontraban primero a las comedias de Lope que a la Biblia, «tomando dellas los chistes, las descripciones, los dichos satíricos con que tan profanamente adulteran la palabra divina». Igual acontecía con las monjas, ejercitadas de continuo en su lectura ponzoñosa y que daban «mil arcadas para leer la vida de un santo o las constituciones de su orden». En su lugar, empleaban su mayor ocupación en memorizar «muchos pasos de comedia, romances y sonetos, con que entretienen a sus devotos». Entre ellas apenas había «quien no se emplee en saber loas o relaciones de los más gustosos lances de las comedias, aun entre doncellas nobles y al parecer recatadas, induciéndolas sus madres en las visitas y conversaciones para que reciten, con pocos honestos ademanes, lo que con mucho estudio han apercebido de memoria, olvidando generalmente la lectura de libros santos y preciándose más de ser bachilleras de teatro que cristianas de profesión»68. Por la misma razón, el obispo Delgado y Venegas dio orden en 1764 de recoger y quemar todos los libros de comedias, novelas, entremeses y barajas de naipes que se hallasen en el interior del convento de dominicas de La Orotava, pertenecieran o no a alguna de las seglares recogidas69.

Forma y ubicación

La regla de Santa Clara establecía que se hiciese solo un «locutorio común» en la misma pieza del torno, al lado del cual se abriría una ventana cuadrada de tres palmos «en medio del grueso de la pared» con una reja de hierro muy espesa. La puerta de madera de dentro tendría dos o más cerraduras y dos llaves, una en poder de la abadesa y otra de la sacristana. De día permanecería siempre clausurada y sin llave, mientras que de noche estaría «bien cerrada». Locutorios o libratorios multiplicaron, sin embargo, su número durante el siglo xvii e, independientes de otros usos, se convirtieron en una de las «oficinas» imprescindibles del convento. Según la forma que conocemos, se ubicaban juntos y a continuación del torno y de la puerta reglar, bien en el patio de entrada o «compás», al modo de las clausuras sevillanas (Santa Catalina de La Laguna) o a lo largo de la calle, al lado de la iglesia (Santa Clara de La Palma), y, con más frecuencia, en una fachada lateral o trasera (clarisas y concepcionistas de Garachico). Estaban formados por dos piezas o salas, la interior y la exterior, ambas separadas por una «muralla» con una reja, red o grada doble y de hierro, también interior y exterior, y los tornillos giratorios para pasar las cosas necesarias. Por la parte de la clausura, poseían una pequeña tarima o estrado para las escuchas o rederas, a veces ocultas tras algún biombo o cancelillo que podía protegerlas de las corrientes de aire. Se ponía además especial cuidado en aislarlos, de manera que las conversaciones no pudiesen ser escuchadas o registradas a través del entablonado de los pisos superiores. En 1701, fray Antonio Arbiol dispuso así que las dependencias situadas sobre los libratorios, la puerta reglar y el torno principal del convento de Santa Clara de La Palma «se soallen o se forren de modo que ninguna religiosa pueda desde arriba ver ni oír lo que se pasa en ellos para que de esta manera se eviten muchas pesadumbres y discordias»70. Con la misma intención, el obispo Cervera dio orden en 1776 de enladrillar con cal toda la pieza de la enfermería de las dominicas de La Orotava «para evitar oír conversaciones de los locutorios que quedan debajo»71.

Solían ser varios, tres habitualmente, distinguidos por su situación («locutorio del medio», de «arriba» o «alto», «libratorios de abajo») o por su uso («de la prelada» o de «provincia»). En 1789, el obispo Antonio de la Plaza mandó hacer un tercer locutorio en el convento de monjas bernardas de Icod de los Vinos para los días de mayor concurso con el objeto de extirpar el envejecido abuso de usar como tal la reja del coro bajo, «a que sin duda contribuye mucho la estrechez e incomodidad de los dos que hay para recibir visitas o otros negocios». Para ello señaló el espacio que mediaba entre la pieza del torno y la contigua al coro bajo, donde había dos celdas oscuras y de piso desigual, en las cuales se habilitase uno capaz y resguardado en que pudiesen estar con comodidad todas las religiosas «y aún mayor comunidad que la actual y por la parte exterior cualquiera concurso, aunque sea numeroso, como suele haberlo en las tomas de hábitos, profesiones, ajuste de cuentas, otorgamiento de escrituras u otros actos semejantes, que es imposible evacuarlos con formalidad en los locutorios actuales, resultando de ello o que se omitan del todo o se trasladen a la iglesia»72.

Los antiguos locutorios de Santa Clara de La Laguna eran también tres, alojados consecutivamente en la planta baja de la fachada del naciente, junto a la puerta reglar, con entrada directa desde la calle del Agua. En la «calle de Abajo» se hallaban los del desaparecido monasterio de dominicas del Puerto de la Cruz. Tras el incendio de 1720, se dio licencia al comerciante Juan Bautista Pouldon para fabricar sobre ellos una celda destinada a su hija. Se pactó que la comunidad levantaría a su costa las paredes «hasta estado de bigar» y el padre de la novicia pondría las vigas y el corredor correspondiente, haciendo «la buena obra de tapar con dicha selda parte de dichos locutorios»73. Hacia el patio de entrada o compás se abren, por el contrario, los de las monjas de Santa Catalina de La Laguna. Debido a la necesidad de otro libratorio, en 1761 se fabricó uno nuevo sobre la puerta reglar, en el lugar donde estaba el granero viejo. Por causa de un brasero que permaneció encendido para calentar engrudo, el día 14 de enero de 1761, entre las 11 y las 12 de la noche, se prendió fuego a la obra. El incendio fue, por fortuna, rápidamente sofocado y tan solo se quemaron dos vigas del techo del vestíbulo de la puerta reglar, que fue preciso cortar y que el maestro de la obra puso luego a su costa. En acción de gracias por favor tan especial, al día siguiente se puso patente el Santísimo Sacramento74. Utilizado como locutorio de Provincia, presenta, en el centro del almizate, los emblemas de la orden dominica pintados en grisalla. A él se llegaba a través de una estrecha escalera de madera cubierta por un colgadizo de teja.

Mobiliario y decoración

Los inventarios practicados durante las desamortizaciones del siglo xix permiten conocer el parco mobiliario y la decoración de estos sobrios espacios, que debían de ser espejo del desapego de las cosas mundanas y la sencillez de la vida monástica. La pieza interior del locutorio abacial del monasterio de Santa Clara de Garachico contenía en 1836 una alacena de madera de tea con dos hojas y fechadura con llave, una papelerita de pino muy usada, una mesita pintada y una cortina de cotín listado de dos lienzos; mientras que en el exterior existía una mesa de tea, un banco de asiento con espaldar y una silla de brazos de madera de la tierra muy usada. En el segundo y tercer libratorios había, en el interior de cada uno de ellos, una silla vieja de asiento y un cancelillo de madera del país, destinados seguramente a las escuchas. Al otro lado de la reja, solo se hallaban un banco con espaldar de asiento y dos sillas para que tomaran asiento las visitas, una de espaldar y otra de asiento. Cuadros con pinturas de Cristo, de los santos y de la Virgen era su único adorno: un lienzo de Santa Bárbara, otro de Nuestra Señora del mismo porte, uno más pequeño del Ecce Homo en el locutorio de la abadesa, un cuadro pequeño de la Inmaculada Concepción en el inmediato y otro con San Juan Bautista en el tercero75. En el abacial del vecino convento de San Bernardo de Los Silos se inventariaron tres cuadros viejos con San Joaquín, Santa Ana y la Virgen, otro pintado al óleo de Nuestra Señora de Belén y un cuadrito con la imagen del Señor Preso. Algunas de estas representaciones, como la de la Virgen María con sus castos padres Joaquín y Ana, parecen querer recordar a las moradoras de la casa y a sus visitantes las virtudes y la sumisión a los planes divinos de bíblicas familias y parentelas, en las que monjas, novicias, padres y hermanos podían encontrar modelos a ser imitados. Dentro del libratorio se hallaban varias arcas y cajas en las que se custodiaban el dinero en metálico y el archivo de la comunidad, una rinconera de pino con tres andamios y vacía, una mesa, una «especie de mampara de tea», quizás para las escuchas o celadoras; y diez sillas pintadas de negro con asientos de paja. En el exterior del mismo, solo había una mesa grande con armas de tea y tablas de pinsapo, otra redonda de tea y ocho sillas, cuatro de palo, tres con asientos también de palo y una con terciopelo carmesí vieja y rota76.

Rejas, tornillos y cajones

Según las reglas, los locutorios debían tener una reja o red interior y otra exterior, ambas de hierro, con la separación suficiente —al menos de una vara y cuarta— para que no se pudiesen tocar con las manos «los de fuera a las de dentro» ni «dar ni tomar cosa alguna»77. Un paño, cortina o velo con su bastidor, de tela negra de dos gruesos, que no dejase pasar claridad alguna, fijo o corredizo, se colocaba por dentro para que las religiosas tuviesen «menos encogimiento de salir a visitar a los seculares» y cumplir así con el voto de «echarse los velos», como recordaba fray Antonio Arbiol en 170178. Por fuera iba guarnecida además «con luengos y agudos punzones» de hierro. Esta norma fue adaptada según los conventos, de modo que, seguramente para escatimar gastos, las rejas de hierro se reservaron para los exteriores, en tanto que las interiores se hicieron de madera. Los patronos de las monjas dominicas del Puerto de la Cruz se comprometieron así, en 1684, a entregar tanto para el coro como para el locutorio una reja de palo y otra de hierro «para la parte de fuera»79.

Sus huecos debían de ser tan espesos y apretados como para que no se pudiesen meter por ellos «las cabezas de los tres dedos juntos uno sobre otro». A tenor del breve remitido por el Nuncio de Su Santidad, el obispo fray Juan de Toledo dio orden en 1664 a las abadesas de San Bernardo de Icod para que cerrasen las rejas de los mismos «y pongan de suerte que no quepan entre las manos y los tornos de la misma suerte si tienen agujeros se tapen fuertemente y si para los lados tuvieren algún hueco asimismo se llenen y tapen de forma que de ninguna manera quepa la mano ni parte de ella»80. Por la misma fecha, el licenciado Pedro Lorenzo Yanes, vicario de Daute, juzgaba sobre las rejas de los libratorios de las monjas concepcionistas de Garachico que, aunque sus agujeros estaban algo grandes, el brazo más largo no había de «alcanzar con los dedos la otra reja y en todo caso que pudiera entrar el brazo». Con ese motivo, había dictado auto para corregirlo, entretanto se acababa la «reja de fierro» que había prometido hacer el patrono. Bajo su supervisión, también se estaba haciendo otra reja de hierro para el vecino monasterio de Los Silos, de lo cual le habían «dado palabra se acabará bien presto»81. Con el mismo rigor, fray Antonio Arbiol mandó, en 1701, que se apartase «la reja interior de la exterior en todos los libratorios, lo que dice la ley, que es vara y cuarta; y de la reja exterior se suplan los hierros que faltan». Sin estas diligencias, la abadesa de las clarisas de la isla de La Palma no podría conceder libratorios, cerrándolos por dentro y por fuera «hasta que se pongan como deben estar»82.

Para pasar viandas, cartas, documentos o cualquier otro objeto, los locutorios contaban con «tornillos» giratorios. En 1758-1760, el teniente capitán José de Lara y Ocampo hizo tres de ellos para la comunidad de Santa Clara de Garachico, de la que era mayordomo, por cuyo costo pagó 263 reales al maestro carpintero que lo fabricó y a su mozo, además del gasto en bisagras, argollas, clavos de «tijera», «cajales» y «solladio» y seis fanegas de cal que se necesitaron para sentarlos83. Los libratorios de Santa Clara de La Laguna conservaban hasta hace algunas décadas los gruesos cajones de tea que atravesaban la anchura del muro y que servían para pasar de un lado a otro las escrituras o el dinero que se guardaba en el arca de tres llaves. Su uso está documentado en los mencionados mandatos del padre Arbiol, que dio orden para que se quitasen «de los libratorios los cajonsillos y se sierren como lo restante de la muralla». Tan solo admitió su permanencia en el de la abadesa y con la precisa condición de que se le pusiese una cerradura, «porque solo ha de ser el dicho cajonsillo para sacar y volver algunas escripturas necesarias en el tiempo de las cuentas»84.

Conclusiones

Como espacio de encuentro entre el mundo interior, monástico y femenino, con el mundo exterior, en el libratorio conventual interactuaban, de una parte, el variopinto componente de la sociedad claustral (monjas de velo negro o de coro, legas y religiosas de reconocida virtud, a las que se acudía en busca de consejo; criadas de comunidad, novicias o educandas, mujeres recogidas y viudas, que con sus diferencias de clase y condición repetían simétricamente la composición de la sociedad civil), y de la otra, familiares próximos y parientes más lejanos, amigos, clérigos y eclesiásticos, místicos y devotos, damas de abolengo y «señoras principales», y hasta algún galante apasionado como lo fue el osado Jerónimo de Grimón. A pesar del cúmulo de normas y prohibiciones que regían su uso, siempre hubo margen para las interrelaciones con «el siglo» y esquivar las rígidas condiciones de la clausura.

Sirvió así de espacio para los encuentros místicos, exhortos y pláticas religiosas, consejos espirituales y temporales, y de oratorio y confesonario cuando la ocasión lo requería; de teatro y cámara para la música, la poesía y la literatura; de lugar de reunión para celebrar los actos jurídicos, económicos y administrativos que conllevaban las exploraciones de voluntad de las novicias, las declaraciones testificales o la firma de las escrituras tocantes a las rentas y hacienda del convento; de sala capitular y aula de concejo en el que se tomaban los acuerdos para el buen gobierno de la comunidad; de contaduría, arca de depósito, escribanía y archivo; e incluso de tienda en la que se expendieron diversos géneros de mercaderías o repostería con los que las monjas de escasos recursos, obligadas a trabajar en oficios serviles, se procuraban una renta para cubrir sus religiosas necesidades. Brindó también sitio a la gastronomía y a la repostería y en él se sirvieron almuerzos, cenas y convites elaborados por monjas cocineras y reposteras que confeccionaron platos especiales y dulces con los que agasajar a las visitas más ilustres de obispos y provinciales, acompañar las charlas y tertulias o simplemente ofrecer un refrigerio al padre hambriento y cansado que, tras una larga jornada de camino, acudía a ver a sus hijas.

Como «huerto cerrado» y «fuente sellada», el convento debía oler «a paraíso a los de a fuera»85. Horas, días y tiempos para librar, modo de conducta, forma de hablar y de vestir, temas de conversación, considerados adecuados o contrarios a la decencia religiosa, circunstancias de las visitas de familiares y devotos (duelos, pésames, el esperado encuentro con padres y hermanos), cuna o condición estamental y espiritual de los asistentes o contactos con varones y seculares, discriminados según su sexo, nobleza de sangre o posición estamental, pasaban por un riguroso control ejercido desde dentro por abadesas, prioras y preladas y por sus escuchas, rederas o celadoras, sometido a su vez a las reglas monásticas y a los mandatos dictados unas veces por los provinciales y otras por los diocesanos y sus visitadores eclesiásticos. Lugar para el encuentro místico y eventualmente para las comunicaciones ilícitas o sospechosas, fue, en suma, un escenario en el que se ponía a prueba la santidad de la casa, una ventana o una vía de escape por donde, al menor descuido y relajamiento, se podían colar las profanidades del mundo externo. Estas «pomposas vanidades» cobraron forma en músicas, danzas e instrumentos, comedias y romances, naipes, almohadones, abanicos y pañuelos, joyas personales y sortijas, animales de compañía, juegos y actuaciones de niños, cartas y correspondencias amorosas.

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Notas

1 Castro, Primera regla de la fecunda madre Santa Clara de Asís, p. 115.

2 Real Academia Española, Diccionario de la lengua española , acepción 11 (desus): «Dicho de una religiosa: salir a hablar al locutorio o a la red».

3 Castro, Primera regla de la fecunda madre Santa Clara de Asís, pp. 41 y 116.

4 Se ha estudiado el ritual, la decoración y la epigrafía de algunos espacios monásticos medievales que funcionaron como paso y locutorio, donde además se repartía el trabajo diario de la comunidad (Abad Castro, 1998; y Carrero Santamaría, 2014). Para el mundo moderno existen puntales referencias a este ámbito monacal y su función tanto en España (Sánchez Lora, 1988) como en América (Loreto López, 1993; Muriel, 1995; Salazar Simarro, 2005; y Lavrin, 1995 y 2016). Otros casos han tratado la cuestión específica de los «galanteos» (Candau Chacón, 1993; Pezzi Cristóbal, 2004). Para Canarias remitimos a los trabajos de Esteban Ruiz, 1995 y 1998; y Pérez Morera, 1993, 1995, 2005a y 2005b.

5 Archivo Histórico Diocesano de San Cristóbal de La Laguna (en adelante, AHDLL), Fondo Histórico Diocesano (en adelante FHD), Conventos 53, documento 14, mandatos dictados por el obispo Francisco Delgado y Venegas para el gobierno del convento de monjas dominicas de La Orotava, 19 de julio de 1764.

6 En 1701, el obispo Vicuña y Suazo admitió como pupila en el monasterio de San Bernardo de Icod a doña Catalina Tomasa, de seis años de edad, «siempre que no traiga vestidos de sedas, cintas, arracadas ni perendengues, ni frecuente el torno ni libratorios». Archivo Histórico Provincial de Santa Cruz de Tenerife (en adelante AHPT), Delegación Provincial de Hacienda (en adelante DPH), Conventos, núm. 585, fol. 158r.

7 AHDLL, FHD, documentación sin clasificar, reglamentos para la comunidad de religiosas concepcionistas de Garachico dictados por el obispo Manuel Verdugo, 1801, núms. 9 y 18.

8 AHDLL, FHD, Conventos 53, documento 14, mandatos dictados por el obispo Francisco Delgado y Venegas para el gobierno del convento de monjas dominicas de La Orotava, 19 de julio de 1764.

9 AVSCP, Reglas de comunidad del convento de Santa Clara de La Palma dictadas por fray Antonio Arbiol, 1701.

10 Montoya, La Regla de San Agvstin, y Constituciones de las monjas de Santo Domingo, p. 67.

11 AHDLL, FHD, Conventos 53, documento 14, mandatos dictados por el obispo Francisco Delgado y Venegas para el gobierno del convento de monjas dominicas de La Orotava, 19 de julio de 1764.

12 AHPT, DPH, Conventos, núm. 2660, libro de mandatos del monasterio de religiosas dominicas de la Villa de La Orotava, 14 de diciembre de 1804.

13 AHPT, DPH, Conventos, núm. 585, libro de visitas y mandatos del convento de San Bernardo de Icod, 12 de febrero de 1692, fol. 132v.

14 Montoya, La Regla de San Agustín, y Constituciones de las monjas de Santo Domingo, p. 23.

15 AHDLL, FHD, Conventos 75, documento 5 (bis).

16 Archivo del monasterio de Santa Catalina de Siena de La Laguna (en adelante, AMSCLL), Mandatos de fray Gerónimo de Paz, prior provincial, 2 de julio de 1763.

17 AHDLL, FHD, Conventos 76, documento 2, decretos de visita del arzobispo fray Domingo Pimentel al convento de San Leandro de Sevilla.

18 AHDLL, FHD, documentación sin clasificar, decretos de visita del arzobispo fray Domingo Pimentel al convento de la Concepción de San Miguel de Sevilla, 24 de octubre de 1650.

19 Rodríguez Moure, 1935, pp. 137-138.

20 AHDLL, FHD, Conventos 76, documento 2, decretos de visita del arzobispo fray Domingo Pimentel al convento de San Leandro de Sevilla.

21 AHDLL, FHD, documentación sin clasificar, decretos de visita del arzobispo fray Domingo Pimentel al convento de la Concepción de San Miguel de Sevilla, 24 de octubre de 1650.

22 AHDLL, FHD, Conventos 53, documento 14, mandatos dictados por el obispo Francisco Delgado y Venegas para el gobierno del convento de monjas dominicas de La Orotava, 19 de julio de 1764.

23 AHDLL, FHD, documentación sin clasificar, visita pastoral del obispo Manuel Verdugo al convento de religiosas concepcionistas de Garachico, 6 de septiembre de 1804.

24 AHPT, DPH, Conventos, núm. 585, libro de visitas y mandatos del convento de San Bernardo de Icod, 12 de febrero de 1692, fol. 131v.

25 AMSCLL, Mandatos de fray Gerónimo de Paz, prior provincial, 2 de julio de 1763.

26 AHPT, DPH, Conventos, núm. 266, libro de visitas y mandatos del convento de religiosas concepcionistas de Garachico, 3 de abril de 1746.

27 Montoya, La Regla de San Agustín, y Constituciones de las monjas de Santo Domingo, p. 23.

28 AHDLL, FHD, documentación sin clasificar, 19 de mayo de 1666.

29 Montoya, La Regla de San Agustín, y Constituciones de las monjas de Santo Domingo, p. 67.

30 AHPT, Archivo Zárate Cólogan, correspondencia sobre la profesión religiosa de sor Florentina de Santo Domingo de Guzmán Llarena y Nava, núm. 78, 20 de enero de 1742.

31 AHPT, DPH, Conventos, núm. 585, libro de visitas y mandatos del convento de San Bernardo de Icod, 5 de diciembre de 1664, fol. 102v; y 12 de febrero de 1692, fol. 131v.

32 AHPT, DPH, Conventos, núm. 2660, libro de mandatos del monasterio de religiosas dominicas de la Villa de La Orotava, 19 de febrero de 1789.

33 AHPT, DPH, Conventos, núm. 266, libro de visitas y mandatos del convento de religiosas concepcionistas de Garachico, 11 de junio de 1765.

34 AHPT, DPH, Conventos, núm. 266, libro de visitas y mandatos del convento de religiosas concepcionistas de Garachico, 14 de octubre de 1830.

35 AHDLL, FHD, documentación sin clasificar, carta de fray Bernardo Gómez sobre las religiosas del convento de San Bernardo de Icod, 1683.

36 AHDLL, FHD, Conventos 76, documento 2, decretos de visita del arzobispo fray Domingo Pimentel al convento de San Leandro de Sevilla.

37 AHDLL, FHD, Conventos 53, documento 14, mandatos dictados por el obispo Francisco Delgado y Venegas para el gobierno del convento de monjas dominicas de La Orotava, 19 de julio de 1764.

38 Archivo Van de Walle, Santa Cruz de La Palma (en adelante, AVSCP), entremés, núm. 15.

39 AVSCP, Reglas de comunidad del convento de Santa Clara de La Palma dictadas por fray Antonio Arbiol, 1701.

40 Castro, Primera regla de la fecunda madre Santa Clara de Asís, p. 55.

41 AHPT, DPH, Conventos, núm. 585, libro de visitas y mandatos del convento de San Bernardo de Icod, 5 de diciembre de 1664, fol. 102r.

42 AHDLL, FHD, Conventos 53, documento 14, mandatos dictados por el obispo Francisco Delgado y Venegas para el gobierno del convento de monjas dominicas de La Orotava, 19 de julio de 1764.

43 Castro, Primera regla de la fecunda madre Santa Clara de Asís, p. 53.

44 AHDLL, FHD, documentación sin clasificar, autos sobre devociones de monjas, 1684.

45 AHDLL, FHD, documentación sin clasificar, autos hechos en la audiencia eclesiástica de la isla de La Palma, 1684.

46 Pérez Morera, 2005b, pp. 175-176.

47 Magdalena del Sacramento, hija del maestre de campo Hernando del Castillo Cabeza de Vaca y doña María Cairasco de Figueroa, sobrina del doctor Bartolomé Cairasco de Figueroa, canónigo de la catedral de Las Palmas.

48 AHDLL, FHD, Conventos 75, documento 5 (bis).

49 Profesa de velo negro desde 1630, doña Úrsula de Rojas era hija del primer matrimonio de don Pedro de Soria-Pimentel con doña Leonor de Rojas Justiniano. Rodríguez Moure, 1935, p. 140; Tabares de Nava, 1946; y Pérez Morera, 2005b, p. 168.

50 AHPT, DPH, Conventos, núm. 2660, libro de mandatos del monasterio de religiosas dominicas de la Villa de La Orotava, 19 de febrero de 1789.

51 AMSCLL, libro de Consultas, 1738-1833; y AHPT: DPH, Conventos, núm. 1760.

52 AHPT, DPH, Conventos, núm. 1762, protocolo 3.º del convento de Santa Clara de La Laguna, fol. 943r.

53 En uno de los locutorios del convento de Santa Catalina de La Palma, Ángela Micaela de Mendoza, viuda del sargento mayor Miguel de Abreu, dio libertad, en 1723, a dos esclavos negros que había heredado de sus padres, Patricio e Ignacio Antonio, de 20 y 30 años de edad, por el «mucho amor» que les tenía y haberlos criado desde niños. Archivo General de La Palma: Protocolos Notariales, 443, escribanía de Antonio Vázquez, 11 de marzo de 1723.

54 AHDLL, FHD, Conventos 34, documento 6, expediente sobre separación del monasterio de religiosas recoletas del Realejo de Abajo de la jurisdicción de sus prelados, 16 de septiembre de 1807.

55 AHPT, DPH, Conventos, núm. 3019, libro de mandatos de visita del convento de Santa Clara de La Orotava, 12 de septiembre de 1742.

56 AHPT, DPH, Conventos, núm. 3017, legajo de patentes y licencias del convento de Santa Clara de La Orotava, 19 de enero de 1769.

57 AHPT, DPH, Conventos, núm. 3375, inventario general del convento de San Bernardo de Los Silos, 1836.

58 Nuez Caballero, 1964, pp. 48-49.

59 AHDLL, FHD, documentación sin clasificar, reglamentos para la comunidad de religiosas concepcionistas de Garachico dictados por el obispo Manuel Verdugo, 1801, núm. 18.

60 AHDLL, FHD, documentación sin clasificar, decretos de visita del arzobispo fray Domingo Pimentel al convento de la Concepción de San Miguel de Sevilla, 24 de octubre de 1650.

61 AHPT, DPH, Conventos, núm. 585, libro de visitas y mandatos del convento de San Bernardo de Icod, 28 de octubre de 1677, fol. 115r.

62 Montoya, La Regla de San Agustín, y Constituciones de las monjas de Santo Domingo, pp. 17v y 67.

63 AHPT, DPH, Conventos, núm. 3019, libro de mandatos de visita del convento de Santa Clara de La Orotava, 5 de febrero de 1795.

64 AHPT, DPH, Conventos, núm. 266, libro de visitas y mandatos del convento de religiosas concepcionistas de Garachico, 25 de junio de 1765.

65 AHDLL, FHD, documentación sin clasificar, reglamentos para la comunidad de religiosas concepcionistas de Garachico dictados por el obispo Manuel Verdugo, 1801, núm. 18.

66 Montoya, La Regla de San Agustín, y Constituciones de las monjas de Santo Domingo, p. 67.

67 AHPT, DPH, Conventos, núm. 3017, legajo de patentes y licencias del convento de Santa Clara de La Orotava, 26 de noviembre de 1768.

68 AHDLL, documentación sin clasificar, carta sobre libros y comedias profanas, 5 de enero de 1647.

69 AHPLL, FHD, Conventos 53, documento 14, mandatos dictados por el obispo Francisco Delgado y Venegas para el gobierno del convento de monjas dominicas de La Orotava, 19 de julio de 1764.

70 AVSCP, Reglas de comunidad del convento de Santa Clara de La Palma dictadas por fray Antonio Arbiol, 1701.

71 AHPT, DPH, Conventos, núm. 2660, libro de mandatos del monasterio de religiosas dominicas de la Villa de La Orotava, 28 de mayo de 1776.

72 AHPT, DPH, Conventos, núm. 585, libro de visitas y mandatos del convento de San Bernardo de Icod, 5 de diciembre de 1789.

73 AHPT: DPH, Conventos, núm. 3410, dote de sor Manuela de la Concepción Pouldon, 1 de octubre de 1720.

74 AMSCLL, libro de Noticias, fol. 20v.

75 AHPT, DPH, Conventos, núm. 256, inventario general del convento de Santa Clara de Garachico, 1836.

76 AHPT, DPH, Conventos, núm. 3375, inventario general del convento de San Bernardo de Los Silos, 1836.

77 Montoya, La Regla de San Agustín, y Constituciones de las monjas de Santo Domingo, p. 41.

78 AVSCP, Reglas de comunidad del convento de Santa Clara de La Palma dictadas por fray Antonio Arbiol, 1701.

79 AHDLL, FHD, documentación sin clasificar, segundo patronato del convento de monjas dominicas del Puerto de la Cruz, 4 de mayo de 1684.

80 AHPT, DPH, Conventos, núm. 585, libro de visitas y mandatos del convento de San Bernardo de Icod, 5 de diciembre de 1664, fol. 102v.

81 AHDLL, FHD, documentación sin clasificar, carta del licenciado Pedro Lorenzo Yanes sobre la observancia de la regla en los conventos de monjas de Garachico y Los Silos, 10 de octubre de 1666.

82 AVSCP, Reglas de comunidad del convento de Santa Clara de La Palma dictadas por fray Antonio Arbiol, 1701.

83 AHPT, DPH, Conventos, núm. 130.

84 AVSCP: Reglas de comunidad del convento de Santa Clara de La Palma dictadas por fray Antonio Arbiol, 1701.

85 Castro, Primera regla de la fecunda madre Santa Clara de Asís, p. 114.

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