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La vida monacal en la obra de la madre Castillo
Monastic Life in the Work of Mother Castillo

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 10, núm. 1,

Instituto de Estudios Auriseculares

Jesús Paniagua Pérez

Universidad de León, España

Recibido: 17/12/2021

Aceptado: 23/02/2022

Resumen: Son abundantes los trabajos que se han producido en los últimos tiempos sobre la monja neogranadina Francisca Josefa de Castillo, pero ahora pretendemos sustraer de su obra el modo en el que se desarrollaba la vida del monasterio de Santa Clara de Tunja en ese tránsito entre los siglos xvii y xviii. Costumbres, uso del espacio, convivencia, interferencias del mundo exterior, y todo aquello que nos acerque a lo que era la vida monacal, en la que pasó la vida una de las grandes místicas de la historia del cristianismo, y cómo la concibió ella misma.

Palabras clave: Vida monacal, Nueva Granada, madre Castillo, siglos xvii-xvi.

Abstract: Much has been written in recent times about the nun from New Granada, Francisca Josefa de Castillo. However, the aim here is to extract from her work the kind of monastic life that was led in the monastery of Santa Clara de Tunja at the turn of the 17th to the 18th century; the customs, use of spaces, social coexistence, and interference from the outside world. In fact, everything that can bring us closer to understanding the monastic life of that time, in which one of the great mystics of the history of Christianity lived and how she herself perceived that life.

Keywords: Monastic life, New Granada, Mother Castillo, 17th-18th centuries.

Introducción

Los escritos de Josefa Castillo responden a la tradición que el subgénero de literatura de monjas alcanzó en el mundo católico durante la Edad Moderna. De ellos hemos escogido su Vida, pero sin olvidar los Afectos, para obtener no tanto información de su obra literaria o mística, sino para ver a través de ellos el desarrollo de la vida de un monasterio del que no se tienen demasiadas noticias más allá de sus tesoros artísticos, parte de los cuales también fueron producto de su actividad. Su relato en primera persona responde a una tradición barroca, de gran éxito en el siglo xvii, si bien la obra no se publicó hasta 1817. Tras las líneas de sus escritos, veremos retazos de la vida monacal envueltos en las contradicciones que, como mujer de su tiempo, tuvo que sortear. El producto final sería una autobiografía que da prueba de no ser un género menor al considerar su calidad, pese a lo que se pensó durante mucho tiempo1. Todo ello sin descartar que estemos ante una posible imitatio de Teresa de Jesús2.

Se trata de una existencia planteada entre murmuraciones monacales3 de la que aventuramos que se podía obtener información sobre la vida monacal de Santa Clara de Tunja, como reflejo de lo que también debía suceder en otros monasterios, que al igual que este estaban lejos de ser la isla Utopía o el Hortus conclusus del Cantar de los Cantares, pues era evidente el planteamiento de una dualidad enfrentada, que condicionaba vidas, relaciones y espacios y que se proyectaba sobre el exterior en un doble sentido.

Un mundo de afrentas

Reproducir la vida monacal a partir de la Vida de la madre Castillo es pasar por un mundo de incomprensiones y afrentas vividas. Suponemos que fueron exageradas en ocasiones, pero que ella debía sentir como reales. Así, la soledad pasaba a formar parte de la condición de una monja que leía, reflexionaba e incluso era capaz de comprender el latín sin haberlo estudiado4. Esa condición era peligrosa en un contexto de mediocridad cultural cuando chocaba con la tradición, como fue enseñar a escribir a una lega5. Por tanto, la ensalzada formación monacal era algo limitado a las profesas y sin superar determinados límites para no entrar en la categoría de «loca»6, que Erasmo había reservado en su plenitud para la mujer7 y que en los monasterios definía la individualidad más que la salud mental, pudiendo, en el mejor de los casos, ser partícipe de «santa locura»8. Todo ello sin olvidar la condición frecuente de histérica y/o endemoniada, de lo que también le acusaron9.

Josefa acabó comprendiendo que las monjas «estaban libres de aquellas ilusiones, sueños y engaños que a mí me habían sucedido»10. Esta fue una de las causas de la incomprensión que generó y que solventó interpretando su encierro como un sacrificio, pensando que vivía en el infierno o en la cárcel de la Inquisición11. Casi como una reflexión teresiana, aludía a sus tormentos, pues su cuerpo actuaba como un cepo para el alma, y el mundo como una estrecha prisión12. Pasaba de esta manera por el suplicio de las vejaciones físicas, psicológicas y morales de sus detractores, recordando la oposición familiar a su opción religiosa y dudando de su vocación, porque buscando la vida había encontrado la muerte13.

Lo que relataba eran manifestaciones de lo poco ejemplar que podía ser la vida claustral: le escupían, le decían cosas sensibles, le acusaban injustamente, le reprendían en público, le despreciaban y se apartaban de ella, le negaban la palabra, le expulsaban de la tribuna de la comunidad, llegando a negarle su virtud y considerándola una infiel, hasta el punto de causar histeria colectiva con su presencia14. Hasta en la enfermedad padeció la incomprensión, pues se consideró fingimiento para mantener el monasterio abierto a los padres de la Compañía; además, se le negó la visita del médico y se la encerraba en la enfermería15. Parecía no haber límite en los tormentos y maledicencias de aquella comunidad, en lo que colaboraban las propias abadesas, que le amenazaron con castigos físicos y le retiraron sus libros de rezos, alegando su locura y escribiendo que no había día que no pasara por dos o tres pesadumbres16. Aun así, mostraba reconocimiento hacia sus detractoras por considerarlas instrumentos de Dios para aceptar los sacrificios, que incluso ella misma se infligía17.

Aquella situación le condujo a un retiro voluntario, apartada de la vida comunitaria, acudiendo tan solo a los actos que le obligaban la regla y la obediencia. En consecuencia, no mostraba interés por la oración en comunidad, lo que dio lugar a que en cierta ocasión estuvieran a punto de practicarle un exorcismo «que me da risa acordarme»18. Vivía así su contradicción entre el individualismo, del que le acusaban las monjas, y la defensa de una vida en común19.

Quizá la dolorosa realidad le llevaba a exagerar, planteando una lucha heroica en solitario, aunque en ocasiones reconoce que no era así, pues había monjas que «se inclinaban a mí»20; pero la virulenta situación afectaba igualmente a sus partidarias, sometidas también a maltratos y vejaciones con la anuencia de las abadesas21. La respuesta a la persecución era la soledad, aunque ella, comomujer del barroco, en su interior era partidaria de todo lo ritual, y aficionada a las devociones y jaculatorias22.

En aquellas acciones tan poco ejemplares tomaban parte activa seglares y criadas: las primeras, por los propios intereses económicos y sociales que tenían en el monasterio; las segundas, porque su presencia dependía de quien controlase el poder y la permisividad que este supusiese23. Estas últimas eran fácilmente manipulables por las monjas, como lo hizo en una ocasión la vicaria, obligando a Josefa a refugiarse en la celda de otra monja24.

Espacio y vida monástica

Entender los espacios conventuales femeninos, ubicados en lugares privilegiados de las ciudades, como Santa Clara de Tunja, implicaba tener en cuenta que eran un reflejo de la sociedad de su entorno. Josefa entró en un momento de crisis vocacionales, tomando el hábito en 1692 y profesando en 1694, después de pagar una dote de 1500 pesos25. Si en 1665 había más de 100 monjas de velo negro, al acabar el siglo su número estaba en torno a 18, tras lo cual hubo una ligerísima recuperación, siendo 24 en 172626. Esta decadencia era reflejo de la propia ciudad y no tenía que ver con el cumplimiento de las constituciones, que nunca se cumplieron y que establecían un numerus clausus de 24, más otras cuatro si pagaban el doble de dote27. Por tanto, en la época de Castillo no parece que hubiese problemas espaciales, y de hecho nos habla a menudo de lugares solitarios y abandonados.

Los espacios a los que alude la madre Castillo son algunos de aquellos que la propia regla, en el capítulo IV, consideraba imprescindibles: dormitorio, refectorio y enfermería. Apena hay menciones al claustro como articulador del espacio y donde ella gozó de algunas de sus visiones de Cristo28. Cuando se ingresaba, se estaba a expensas de la acogida de alguna profesa en su habitación, que suponemos conllevaba algunos aspectos de servidumbre29. Luego se pasaría al noviciado, en un espacio al margen y aislado de la vida de las monjas, bajo la tutela de una maestra; ese aislamiento es lo que a la madre Castillo le agradaba de aquel recinto, aunque el control de la novicias no era ni mucho menos fácil, habida cuenta de su pertenencia a las familias más poderosas de la ciudad30.

La calidad de las celdas, donde ya se gozaba de cierta privacidad, estaba condicionada por las posibilidades de cada una, pues se negociaban en una especie de mercado inmobiliario interno, que en épocas de Castillo no debía ser muy boyante por el descenso numérico que mencionamos. En 1696, consiguió una de las más cotizadas, pues disponía de tribuna hacia la iglesia y ventana hacia el huerto, donde tenía un frutal que le fue arrancado en una de aquellas persecuciones31: «Así remedió Nuestro Señor por sí mismo esta necesidad que yo no advertía»32. La celda no presuponía la total independencia, puesto que no la libró de los escarnios de otras monjas, que le obligaban a refugiarse en una «pieza despoblada»33. Incluso se le tapió la tribuna, aunque el albañil le dejó un agujero para poder ver el altar34. Si la celda corresponde a la que hoy conocemos, se trataba de un lugar angosto y decorado con las tradicionales pinturas murales que se utilizaban en muchos recintos de Tunja, donde guardaba los escasos bienes que allí pudiera tener y que le fueron sustraídos en un momento en que se pensó en su muerte35.

La iglesia era otro espacio imprescindible, y fue en su primer periodo abacial cuando adquirió un aspecto semejante al que hoy conocemos, pues gracias a la generosidad de su hermano se doró la media parte que faltaba36. Por lo demás, no entra en precisiones sobre la rica ornamentación y tan solo menciona un crucificado al que ella se encomendaba37. Ni siquiera hay mención a la famosa custodia que donó, plagada de piedras preciosas, que hoy se conserva en el Banco de la República y fue obra del platero Nicolás de Burgos.

La comunicación de las monjas con la iglesia era a través de los coros. El alto, donde al menos existía un altar38, servía para la oración y actos de la comunidad. Como vimos, era el espacio de la rutina y vulgaridad de los rezos39, al que acudía por obligación40. Allí también sufrió grandes humillaciones y, desde luego, no le debía recordar los coros virginales a los que aludía en sus Afectos41. Al coro bajo se accedía por una escalera y cumplía esencialmente la función de comulgatorio, ya que en él se hallaba la «gratícula» por la que se administraba la Eucaristía, sacramento al que era asidua, y que le valió la acusación de «comulgadora»42. Las cosas habían cambiado mucho desde la primera regla de Santa Clara, que limitaba la comunión a siete veces al año43. En la Baja Edad Media se defendía una mayor frecuencia, que acabó por imponerse en Trento, culminando en 1697 con el decreto Cum ad Aures44, que dejaba dicha frecuencia en manos de los confesores, aunque a ella la limitación le vino tras una visita arzobispal45. El coro bajo cumplía además con la función de conexión con el mundo exterior, cuando las autoridades civiles o eclesiásticas visitaban a las monjas o se realizaban las elecciones de abadesa en presencia de eclesiásticos y laicos de la ciudad46.

Otro espacio compartido era el refectorio, donde también se hacían semanalmente los capítulos de culpas (capítulo IX de la Regla), en que la monja se autoacusaba y la abadesa debía amonestarla con suavidad sin que estuviera «colérica o diga palabras pesadas», lo que no parece que sucediera en Tunja. Tampoco hay una descripción profunda de este espacio, salvo del crucificado que ella ordenó colocar y que causó escándalo entre algunas monjas, que lo vincularon al memento mori, logrando que el arzobispo lo mandara retirar. Era el crucificado que le dio ánimos con las palabras de Is 65:2: «Tota die espandi manus meas, ad populam non credentem et contradicenten»47.

En su vida monacal, las enfermerías alta y baja tomaron una especial importancia por los achaques y enfermedades que le aquejaron y que ella interpretó como signos de fortalecimiento para alcanzar la perfección. Eran espacios de retiro que le alejaban de la comunidad, aunque también allí le hicieron sentir humillaciones48. Posiblemente interpretara la enfermería como un lugar para cuidar el cuerpo, lo que no estaba en contradicción con el sacrificio y respondía a lo aconsejado por su reverenciado san Ignacio49. Además, la enfermedad concebida como prueba y como superación fue algo frecuente en la literatura de monjas, siendo ejemplo la misma santa Teresa50, que se confortaba en ella al igual que Josefa lo hacía en los Afectos; es decir, como camino de perfección hacia la virtud, viéndola alegóricamente como una cruz que se ilumina con los rayos de sol51.

Otros dos espacios con estrecha relación con la vida monacal se mencionan en la obra. Uno era el archivo, del que desapareció la documentación en su primer mandato de abadesa, probablemente como ocultación de pruebas en que debieron estar implicados tanto el administrador como el vicario y la abadesa saliente, a pesar de la obligación de la transferencia de las cuentas. El reclamo que hizo al vicario ofendió a este de tal forma que no dudó en ridiculizarla en público, llegando a hacer un auto en su contra que paralizó al rector de la Compañía52. En relación con aquel espacio, tuvo que descender de su espiritualidad a la realidad del mundo y comprobar una vez más la escasa autonomía del monasterio frente a las autoridades masculinas. A Josefa le sucedió algo parecido a lo de aquella monja mexicana que nos menciona Sigüenza53. El triunfo electoral la ponía ante un grupo de mujeres a las que debía solventar sus necesidades con unas rentas ruinosas, de las que quizá la más productiva fuera la encomienda de Mongua, disfrutada por el monasterio, pero propiedad de la Corona54. A ello se unían los efectos de las crisis vocacionales, que redujeron una de las entradas fundamentales, las dotes, que hubo que rebajar de los 2.000 pesos exigidos tras la fundación a los 1.000, incluso a los 500 que pagó sus sobrina55.

En cuanto a los bienes librescos, es mucho suponer que en los monasterios femeninos neogranadinos se contase con «grandes bibliotecas»56. Lo más factible es que fuesen escasas en temas y número de libros, como lo prueba el estudio sobre Santa Inés de Bogotá, donde prevalecían las obras religiosas y poco polémicas57. Entre los que conocemos con seguridad que leyó la madre Castillo estaban el Tercer abecedario (1541) de Osuna; los Sentimientos y avisos espirituales (1672) de Luis de La Puente; los Ejercicios espirituales (1614) de Molina, el Breviarum Romanun; el libro de la Devoción y patrocinio de san Miguel príncipe de los Ángeles (1643) de Nieremberg58; a los que habría que añadir la Vida de María Magdalena de Pazzi; los Ejercicios de san Ignacio, y una obra de santa Teresa, que no se especifica, aunque probablemente fuera su Vida, si bien de niña dice que su madre le leía el Libro de las fundaciones59. Se cree que conocía otras obras de san Juna de la Cruz y Alonso de Madrid y, lógicamente, también la regla de Santa Clara y la Biblia, de la que hace continúas citas en latín, con un especial interés por el libro de Job. A ello se añadiría el devocionario que ella misma elaboró60.

Había otros espacios en el monasterio que eran el conducto más directo de conexión con el mundo exterior: el torno y el locutorio. El primero se hallaba en la portería, que mantuvo cerrada cuando estuvo bajo su responsabilidad, provocando el descontento y las críticas e insultos de los seglares61. Más alusiones existen al locutorio, ese espacio ambiguo entre la vida exterior e interior62. Este había sido muy frecuentado por Josefa en los primeros tiempos, cuando pasaba «los más de los días» con visitas de sus familiares, incluso de un sujeto que le solicitaba para devociones. Por allí entraban y salían noticias del monasterio, siendo las monjas las propias voceras en una sociedad ávida de información morbosa sobre un lugar de reclusión femenina. Esto contribuía a paliar la monotonía de una ciudad en decadencia. Parece que el sistema de escuchas no daba resultados, pues la regla se transgredía fácilmente; incluso a la madre Castillo se le acusó de contar intimidades monacales y hasta nos informa de la existencia de un locutorio oculto63.

Un reflejo social

El interior de Santa Clara de Tunja reproducía la sociedad de castas, desde las privilegiadas criollas, hijas de lo más florido de la sociedad tunjana, a las donadas, amén de niñas educandas, seglares y esclavas. Los poderes externos, como lo reconocía un amedrentado vicario, se hacían presentes: «Qué he de hacer; cuando me dicen tales cosas contra ella, bien creo que se obra con pasión, pero temo que las otras tienen brazos muy poderosos en Santa Fe, y me vendrá algún mal»64. Es el reflejo de un cristianismo carente de toda empatía hacia el sufrimiento del otro, que poco tenía que ver con las aclamadas hagiografías, los libros piadosos o el franciscanismo que impregnaban la iconografía monacal. Se aprovechaba la presencia de familiares, amistades y servidumbre para condicionar la vida claustral, por lo que el arzobispo Ignacio de Urbina (1690-1700) mandó sacar a muchas de aquellas mujeres65. Poco debió durar el intento, pues en la obra de Castillo se aprecia que las cosas volvieron a ir degenerando, y las seglares siguieron moviéndose en el interior con sus desastrosas influencias y con la anuencia de las propias abadesas66, que las utilizaban en su beneficio. A ello había que añadir la costumbre de las llamadas devociones particulares, una especie de relaciones con cierto grado de intimidad espiritual entre las monjas y varones eclesiásticos y/o laicos de cierta alcurnia, que enmascaraban sus nombres civiles con otros religiosos, ocupando los locutorios durante todo el día67. Ella misma reconoce haber sido víctima de uno de esos pretendientes, con el que zanjó la relación, lo que le valió el desprecio de monjas y criadas que «me escupían, me decían cosas muy sensibles, y como eran muchas las amigas y criadas, por todas partes me hallaba acosada y afligida»68.

La influencia externa comenzaba por los propios eclesiásticos, desde el mencionado vicario hasta los miembros de las órdenes religiosas. La presencia de Josefa no debía resultar cómoda a los franciscanos, pues su espiritualidad estaba más cercana a la de san Ignacio, por lo que sus confesores fueron jesuitas casi siempre69, hasta el punto de haber pensado en abandonar el monasterio para trasladarse al Carmen de Bogotá70. En Tunja, sin embargo, no parece que por entonces se planteara la eterna pugna por el control del monasterio entre el prelado y los seráficos, como había ocurrido a principios del siglo xvii o como sucedía en Cartagena71.

Las intromisiones del mundo exterior tenían su punto álgido durante las elecciones abaciales72. En ellas el problema no era el enfrentamiento por el poder interno, sino un inmovilismo que trataba de perpetuar la situación con una confluencia de intereses entre la sociedad tunjana y las abadesas clarisas, posiblemente manipuladas hasta en sus propias conciencias. La presencia de la madre Castillo alteró la situación de aquella fingida paz monacal, a pesar de que en su autobiografía se presente como una víctima marginal, ya que sus actividades estaban en boca de los tunjanos, y otras monjas la acusaban de murmuradora y «roedora de vidas ajenas»73.

Su activismo queda de sobra probado por el número de veces que fue candidata. Perdió las elecciones de 1706, 1715 y 172674 y consiguió el poder en las de 1718, 1728 y 1738. Esos triunfos o fracasos fueron un revulsivo de la vida monacal, que tenía sus consecuencias en la visita secreta que se producía antes de abandonar el cargo en que «no diré lo que tuve de acusaciones», a lo que habría que añadir los desprecios, chismes, venganzas y el sufrir del abandono de sus propias partidarias75.

El coste podría pensarse que no tenía sentido. Sin embargo, Josefa, consciente o inconscientemente, mantenía su lucha por el poder como un acto de rebeldía, ya que sus intereses chocaban frontalmente con el conformismo fraguado dentro del monasterio, alimentado desde el exterior, aprovechándose de sus rentas o de su capacidad de influencia social. No era sed de poder76, sino necesidad de cambio, pues los mandatos trienales no significaban nada cuando la abadesa saliente tenía una candidata pactada con las autoridades eclesiásticas y/o con la sociedad civil77. Esto se comprueba con los procesos de otros monasterios, donde siempre había una segunda opción, que obtenía uno o dos votos. Sin embargo, en las elecciones de Castillo, ganadora y perdedora, las diferencias numéricas se reducían, lo que indica que ella era la representante de un sector descontento con el status quo, de ahí que dijeran que con su presencia «no había paz, que no perdonaba vicarios, ni abadesas, ni hermanas, ni parientas»78.

Esa penetración externa tenía su reflejo en las relaciones familiares, pues se generaban grupos de mujeres de la misma ascendencia, como ocurrió con su familia, ya que incluso pudo recoger a su madre enferma con el permiso del arzobispo, e ingresaron como monjas su hermana y cuatro sobrinas. Esto era peligroso para el poder establecido, más cuando el número de profesas era tan limitado, por lo que nos menciona la represión que se ejerció con esas allegadas79.

Una mención aparte merecen las criadas, siempre presentes en la vida monacal y, salvando contadas excepciones, como enemigas de Josefa, ya que esta consideraba que eran un «grande estorbo y tropiezo para la quietud […]. ¡Dichosos los conventos, y dichosos los religiosos, que sirviéndose unos a otros, ejercitan la humildad, la paciencia y caridad, libres de una, y de muchas inquietudes, que sólo experimentadas se conocen»80. Su enemistad fue tal que algunas llegaron a agredirla e incluso intentaron ahogarla81. Ellas, además, eran uno de los mejores cauces del trasvase de información, no solo en el interior, sino también con el exterior, ya que no estaban obligadas a la clausura.

En esas relaciones con la sociedad, existe algo por lo que la madre Castillo pasa sin profundizar, como fue el quebrantamiento del voto de castidad, producto con frecuencia de la falta de vocación de algunas monjas, obligadas a tomar el hábito por no poder pagar una dote suficiente para un matrimonio ventajoso. Tan solo nos menciona escuetamente que una monja recibía visitas nocturnas «que no convenían» y, desde que lo supiera, había comenzado a sudar sangre82.

Conclusiones

La Vida de la madre Castillo, escrita por mandato de su confesor —como la de casi todas las monjas del barroco—, deja traslucir algunos aspectos de la existencia monacal de Santa Clara de Tunja, aunque de una manera desigual en sus diferentes aspectos. Así, se explaya en lo relativo a las relaciones interpersonales de las monjas, recurriendo a ciertos toques de victimismo, que con frecuencia dramatiza. Los plantea casi como una lucha en solitario, como una dualidad enfrentada Josefa-comunidad, lo que no se correspondía con la realidad, pues las elecciones abaciales demostraron que gozaba de un apoyo numérico importante, hasta el punto de triunfar en tres ocasiones. Cierto es, sin embargo, que su lucha por el poder tenía un trasfondo de rebeldía, cuya finalidad era la de implementar cambios difícilmente asumibles por la monotonía monacal.

La filtración del mundo exterior fue otro de los aspectos relevantes, aunque preventivamente se queda en la superficie del problema, pues critica la actividad de criadas, familiares, sujetos anónimos, etc., sin llegar a poner en entredichos a las autoridades eclesiásticas y/o civiles que contribuían a generar tensiones y a imponer sus voluntades. Sin embargo, es fácil deducir esas intromisiones a través de su narración. Obviamente el miedo también ejercía su influencia, y queda clara la tutela que sin posibilidad de discusión se imponía desde el mundo masculino: arzobispo, vicario, responsables de las órdenes, incluso confesores, cuya autoridad queda respetada en la obra.

Probablemente en lo que menos incide nuestra monja es en los espacios físicos. Hay alusiones a ellos, pero faltan los detalles, incluso los de aquella rica iglesia que ella contribuyó a acabar. Es como si hubiera un rechazo a esos ámbitos de una vida que no le resultaba atrayente, pero de la que no podía huir y que aceptaba como un sacrificio. Quizá su espíritu estuviera más cercano a la vida eremítica que a la de comunidad.

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Notas

1 Ferrús Antón y Girona Fibla, 2009, p. 22.

2 Borja Gómez, 2007, pp. 55-56.

3 Reichardt, 2001, p. 31.

4 Castillo, Mi vida , 2015, pp. 31, 305.

5 Castillo, Mi vida , 2015, pp. 165-166.

6 Castillo, Mi vida 2015, p. 185.

7 Erasmo de Róterdam, Elogio de la locura, p. 33.

8 Lezana, Vida de la bienaventurada María Magdalena de Pazzi, p. 49.

9 Castillo, Mi vida 2015, p. 146.

10 Castillo, Mi vida 2015, p. 94.

11 Castillo, Mi vid a 2015, p. 47.

12 Castillo, Mi vida 2015, p. 212.

13 Castillo, Mi vida 2015, p. 48.

14 Castillo, Mi vida 2015, pp. 48, 165, 231.

15 Castillo, Mi vida 2015, pp. 147, 199, 271.

16 Castillo, Mi vida 2015, pp. 125, 146, 185.

17 Castillo, Mi vida 2015, p. 24.

18 Castillo, Mi vida 2015, pp. 231, 254.

19 Castillo, Mi vida 2015, pp. 124, 164-165.

20 Castillo, Mi vida 2015, p. 41.

21 Castillo, Mi vida 2015, pp. 93-94.

22 Achury Valenzuela, 1967, p. 495.

23 Castillo, Mi vida, p. 153.

24 Castillo, Mi vida, p. 144.

25 María Antonia del Niño Dios, 1993, p. 49.

26 Fernández de Piedrahita, Historia general de las conquistas del Nuevo Reino de Granada, p. 155. Ver Paniagua Pérez, 2021, pp. 539-540.

27 Archivo General de Indias (AGI), Santa Fe, 242.

28 Castillo, Mi vida, pp. 85, 105

29 Castillo, Mi vida, p. 46

30 Castillo, Mi vida, pp. 46, 57, 63, 111.

31 Castillo, Mi vida, p. 261.

32 Castillo, Mi vida, pp. 81-82.

33 Castillo, Mi vida, pp. 278, 310.

34 Castillo, Mi vida, p. 261.

35 Castillo, Mi vida, p. 271.

36 Castillo, Mi vida, p. 285.

37 Castillo, Mi vida, p. 62.

38 Castillo, Mi vida, p. 101.

39 Gómez Restrepo, s. a., p. 353.

40 Castillo, Mi vida, p. 91.

41 Castillo, Afectos espirituales, pp. 129, 274.

42 Castillo, Mi vida, p. 118.

43 El día de Navidad, Jueves Santo, Última Cena, Resurrección, Pentecostés, la Asunción, San Francisco y Todos los Santos.

44 Goenaga Zubillaga, 1985, pp. 195-287.

45 Castillo, Mi vida, p. 78.

46 Castillo, 2015, pp. 117, 283, 292, 316. Ver Paniagua Pérez, 2021, pp. 538-544.

47 Castillo, Mi vida, pp. 283-284

48 Castillo, Mi vida, pp. 139, 153, 199.

49 Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, pp. 28-29, 51.

50 Teresa de Jesús, Libro de su vida, pp. 37, 45, 58, 207.

51 Castillo, Afectos espirituales, pp. 45, 268.

52 Castillo, Afectos espirituales, pp. 118, 278

53 Sigüenza, Paraíso occidental, fol. 135.

54 Brizuela Molina, 2017, p. 178; Ruiz Rivera, 1975, p. 174.

55 McKnight, 1997, p. 107.

56 Ferrús Antón y Girona Fibla, 2009, p. 14.

57 Álvarez Álvarez, 2020, p. 42.

58 Robledo, 2015, p. 12.

59 Castillo, Mi vida, pp. 33, 123, 183.

60 Castillo, Mi vida, pp. 12, 276.

61 Castillo, Mi vida, pp. 231, 240, 242.

62 Lavrin, 1995, p. 214.

63 Castillo, Mi vida, pp. 43-44, 259, 319.

64 Castillo, Mi vida, p. 157.

65 Castillo, Mi vida, p. 161.

66 Castillo, Mi vida, p. 98.

67 Ruiz Rivera, 2021, p. 513.

68 Castillo, Mi vida, p. 49.

69 Castillo, Mi vida, pp. 155, 64-65. Ver Rey Fajardo y González Mora, 2010, pp. 130-146.

70 Castillo, Mi vida, p. 151.

71 AGI, Santa Fe, 827A. Ver Berrio, 2012, pp. 93-132; Groot, 1889, pp. 413-425; Ruiz Rivera, 2021.

72 McKnight, 1997, p. 16.

73 Castillo, Mi vida, pp. 261-262.

74 Triviño Monrabal (2015, p. 395) menciona un empate en 1706; sin embargo, en la documentación catedralicia constan 10 votos de la ganadora y 7 de la madre Castillo. Ver Paniagua Pérez, 2021, p. 540.

75 Castillo, Mi vida, pp. 232, 242, 269-270. Conocemos el interrogatorio de Santa Clara de Mérida, que no debía variar mucho, puesto que procedía de la misma archidiócesis. Ver Paniagua Pérez, 2021, p. 542; Archivo de la Curia Arzobispal de Bogotá (ACA/B), Elecciones de monasterios de monjas. Monasterio de Santa Clara de Mérida, 1714.

76 McKnight, 1997, p. 116.

77 Castillo, Mi vida, p. 275.

78 Castillo, Mi vida, p. 171.

79 Castillo, Mi vida, pp. 142-143, 199, 221, 396.

80 Castillo, Mi vida, pp. 237-238.

81 Castillo, Mi vida, p. 185.

82 Castillo, Mi vida, p. 289.

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