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Jerónimo de Negrilla, bordador de la reina (1617-1623). Hipótesis sobre El retrato de un bordador atribuido a Bartolomé González (1608-1627)
Jerónimo de Negrilla, bordador de la reina (1617-1623). Hypothesis on El retrato de un Bordador Attributed to Bartolomé González (1608-1627)l

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 10, núm. 2,

Instituto de Estudios Auriseculares

Álvaro Romero González

Universidad de Castilla-La Mancha ESPAÑA, España

Recibido: 03/03/2022

Aceptado: 11/04/2022

Resumen: La posibilidad de retratarse empuja a considerar una posición social y económica de prestigio pues, al margen de los personajes que configuraron las élites de poder, existieron otros individuos que lograron inmortalizar su efigie. El presente estudio expone la posibilidad de que uno de los bordadores del rey o de la reina pudiera haber sido retratado por la mano de Bartolomé González.

Palabras clave: Bartolomé González, retrato, bordador, Real Cámara, Corte, Siglo de Oro.

Abstract: The possibility of being portrait consider a prestigious and economic position because, aside from the characters that made up the elites, there were other individuals who managed to immortalize their effigy. This paper focuses the possibility that one of the king’s or queen’s embroiderers could be portrayed by Bartolomé González.

Keywords: Bartolomé González, Portrait, Embroiderer, Royal Chamber, Court, Spanish Golden Age.

1. Introducción

Problematizar la identidad de los retratados se ha convertido en uno de los interrogantes más difundidos por la Historia del Arte. Preguntar por quiénes fueron los personajes de las obras que cuelgan de los museos esparcidos alrededor del globo suscita una de las cuestiones más atendidas en los pasillos de las pinacotecas. Desde las obras de naturaleza profana en donde aparecen los dioses de la Antigüedad con sus atributos, hasta los personajes políticos más destacados de la modernidad acompañados de sus caballos rampantes o al trote, bastones de mando u otros marcadores, las identificaciones iconográficas han ayudado a esclarecer la identidad de los retratados. Esta práctica, la retratística, ha quedado relegada a conceptualizar su uso y disfrute exclusivo en favor de las élites, pues el colectivo se ha configurado como el grupo que más medios económicos y esfuerzos dedicó a perpetuar su imagen; otros sujetos, más humildes o alejados de esos círculos sociales diferenciados, consiguieron ser inmortalizados por los pinceles más célebres de la modernidad, aunque en una proporción evidentemente menor —aunque baste con recordar aquellos modelos anónimos que trabajaron posando en los distintos talleres—. En este sentido, planteamos en estas primeras líneas dos preguntas de trascendental importancia para comprender el siguiente trabajo: ¿qué significa retratarse? ¿por qué los personajes pasados se retrataron? La inmediatez de encargar un retrato respondía, en primer término, a perpetuar una efigie en un espacio y tiempo vital para el representado, quien podría vincular este hecho a un momento de trascendental importancia en su curso de vida. Esta representación, por tanto, podía ser real o ficticia adornando o suavizando una serie de rasgos físicos, configurando un rostro, una vestimenta y unos atributos que perdurarán en el imaginario colectivo. La imagen, codificada a través de distintos rasgos, se componía mediante un sistema de convenciones donde las poses y los gestos, modelos o accesorios representados seguían un esquema y un significado simbólico 1 .

Erwin Panofsky reflejaba, retomando la idea de Alberti, cómo «el pintor debe no solo alcanzar la semejanza en todas las partes, sino además añadir belleza, ya que en la pintura la belleza en sí no es menos agradable que necesaria» 2 . Esta búsqueda concebía al retrato como un mecanismo alejado del plano físico empujando hacia el desarrollo de un concepto más personal e idealizado en la construcción de una imagen. Desde los siglos xvi y xvii, los artistas comenzaron a indagar la introspección del carácter del retratado intentando hacer visible el alma 3 , lo cual conllevaba a dar respuesta a otras cuestiones. Pope-Hennessy señalaba cómo la psicología no existía oficialmente como disciplina científica en la modernidad, aunque en la época renacentista los primeros retratistas comenzaban a recoger los aspectos más visibles de la personalidad 4 . Por tanto, al margen de entablar un diálogo que persiga materializar este factor, los análisis en torno a la pintura invitan a dar respuesta a cuestiones vinculadas a la identidad del retratado como una prioridad para comprender la obra y al personaje representado. Tomando la sociología histórica como herramienta, dar respuesta al posicionamiento social o la ocupación profesional configuran dos ejemplos en la comprensión del uso de la retratística al margen de aquellas perspectivas centradas exclusivamente en lo estético.

El encargo de la obra emergía de un concierto previo entre artista y cliente que pudo materializarse mediante una escritura o de manera verbal, dependiendo de factores contextuales o bien de la cuantía económica —si bien el encargo no fuera excesivo en términos monetarios, el registro notarial difícilmente pudo producirse—. La posibilidad de encomendar una obra derivaba de la materialización de un rango que codificaba la jerarquía en la que el retratado se insertaba. A ello, se suman cuestiones intrínsecas en su condición, como el prestigio socioeconómico que permitía y obligaba a exponer su diferenciación haciendo partícipe a la sociedad de su posición. En consecuencia, y en aras de simbolizar un grado distintivo, la imagen constituía y constituye una vía de comunicación, un diálogo establecido por el artista —y quien lo encarga— con el espectador pasado, presente y futuro generando una construcción social real o ficticia.

2. A la búsqueda de una identidad. Aparato metodológico en torno al retrato

La historiografía cortesana, como bien es sabido, es deudora de las primeras aproximaciones que realizó Norbert Elias en 1969. A partir de entonces, las premisas vertidas alrededor de este fenómeno arraigaron en los historiadores de la Edad Moderna, quienes perseguían responder a las preguntas sobre las relaciones desarrolladas en el entorno áulico. Desde el prisma de la Historia del Arte, Brown y Elliott 5 demostraron con su ópera magna las enormes posibilidades de estudio a través del arte, unido a los caminos que podían adquirir las investigaciones desde la imagen del monarca. Sin embargo, los trabajos histórico-artísticos enfocados en el siglo xvii han priorizado su interés en Velázquez, quien continúa ostentando la corona de laureles en los estudios artísticos del Seiscientos. La ingente producción acerca de su vida, obra o la carrera palatina que desempeñó ha desviado la atención de aquellos pintores de la Corte de comienzos de siglo. Los análisis del maestro sevillano durante la época de Felipe IV junto a la edificación del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, en la segunda mitad del siglo xvi, han orillado profundamente los estudios artísticos del reinado intermedio de Felipe III (1598-1621).

Las investigaciones artísticas bajo el piadoso monarca no han suscitado una atención historiográfica como el resto de los periodos filipinos. Esta situación ha quedado difuminada por el brillo histórico-artístico de los reinados inmediatamente anterior y posterior a este, pese a contar con análisis fundamentados como los de la profesora Magdalena de Lapuerta 6 . Juan Pantoja de la Cruz destacó por encima de todos a caballo desde finales del siglo xvi y los primeros compases del siglo xvii. Tradicionalmente, el artista ha sido considerado como un autor de segunda fila por el escaso avance artístico al recoger la herencia de Sánchez Coello una vez engrosó su taller. No obstante, las investigaciones sobre este han acaparado parte de los estudios pictóricos en el cambio de siglo y reinado, donde los mayores avances respecto a este fueron conducidos por María Kusche 7 .

Siguiendo la estela artística de Patricio Cajés y de Pantoja de la Cruz, Bartolomé González ha sido relegado a un segundo plano historiográfico, más si cabe cuando este periodo no ha conseguido generar una atención suficiente. Las investigaciones relativas a su vida y obra constituyen meras aproximaciones tangenciales diluyendo su producción en el maremágnum del arte español del Siglo de Oro. Las aportaciones respecto a su producción artística son de marcado carácter generalista 8 —salvo contadas y recientes excepciones del mismo carácter aproximativo—, ejemplificando la manera en la que ha sido considerada su trayectoria y su obra por la Historia del Arte. La ausencia de estudios consolidados relativos al pintor vallisoletano pone de manifiesto la necesidad de generar diversas y renovadas aproximaciones que desemboquen en despertar interés en sus pinturas o trayectoria vital y/o profesional.

A pesar del debate historiográfico, el Museo Lázaro Galdiano de Madrid atesora en sus paredes una notable colección de pinturas con obras de los más destacados artistas de la Edad Moderna española. Acompañado de los pinceles más sobresalientes del Siglo de Oro cuelga Retrato de un bordador, atribuido a Bartolomé González (1608-1627). Las primeras apreciaciones sobre esta pieza fueron expuestas por Camón Aznar en la segunda mitad del pasado siglo, describiéndolo como «el retrato de un bordador español de la primera mitad del siglo xvii. Por su arte, es pintura de escuela madrileña, muy cercana a la manera de Bartolomé González en su mejor momento» 9 . La discreta obra pasó desapercibida entre los muros de la pinacoteca madrileña hasta las nuevas interpretaciones generadas en 2015, las cuales recogían el escaso bagaje vertido tres décadas atrás. En el catálogo de la exposición La moda española del Siglo de Oro, celebrada en el Museo de Santa Cruz de Toledo, Sánchez Díez arrojaba nuevas consideraciones de vital importancia respecto al personaje al esbozar la posibilidad de este pudiera ser un bordador que, retratándose, celebraba su ascenso profesional al servicio del rey 10 .

El atractivo historiográfico respecto a los artesanos de la Corte es bastante escaso. Si bien desde la perspectiva artística Barreno Sevillano desenterró en 1974 pequeñas biografías respecto a los bordadores de la segunda mitad del siglo xviii 11 , que incluso llegaron a ser retratados por Goya como Juan López de Robredo 12 , García Sierra 13 comenzó a vincular retratos de aparato y oficiales de manos alrededor de su manufactura. Actualmente, Fernández Fernández continúa explorando esa línea de investigación que atribuye piezas de la indumentaria reflejada en los retratos regios a los oficiales de manos palatinos en el mundo infantil 14 .Esta propuesta novedosa, a la par que laboriosa, obliga a consultar las cuentas particulares del Archivo General de Palacio de manera asidua a la vez que la documentación relativa al Guardarropa u otros documentos concernientes a la rama textil, metodología seguida al otro lado del atlántico por Amanda Wunder. La problemática entorno a estos artesanos conduce a dar distintas respuestas como conocer quiénes vestían a los monarcas, cuáles fueron sus retribuciones y examinar la materialidad de sus encargos a través de las pinturas. Complementariamente a las investigaciones de fuerte calado artístico, las aportaciones de Mayoral López 15 se han centrado en esclarecer el funcionamiento institucional de los empleos de los artesanos mediante la consulta de las etiquetas, centrado mayoritariamente en el reinado de Felipe III. Por otra parte, nuestras más recientes investigaciones se han decantado hacia cuestiones vehiculadas por la Historia de la Familia, la transmisión intrafamiliar de los oficios o las trayectorias familiares 16 .

La finalidad de nuestro estudio adquiere distintas problemáticas que serán abordadas desde la interdisciplinaridad para entender la pintura. Sin referir un análisis específicamente en torno a la obra de Bartolomé González, pues no es la finalidad de este estudio —sumado la falta de análisis químicos o radiológicos que permitan atestiguar la autoría—, el trabajo principal se centra en esclarecer quién pudo ser el personaje retratado en la pintura. Desde una perspectiva social, problematizar el empleo de bordador en la Corte deriva, no en conocer cómo funcionaba el empleo strictu sensu, sino en descifrar de qué manera se estimulaba la diferenciación socioprofesional reproduciendo las prácticas de distinción adquiridas por el oficial de manos en su condición palatina. Siguiendo las premisas de Sánchez Díez en las que expone la posibilidad de que el representado en este retrato fuera un bordador del entorno cortesano que perseguía celebrar su ascenso en la jerarquía palatina, nuestra investigación se ha desarrollado desde la consulta de expedientes de la sección de Personal del Archivo General de Palacio. Centrada la posible identidad del personaje durante el periodo en el que Bartolomé González desarrolló su arte en Madrid, nuestro interés radicaba en conocer si la percepción económica y el consumo de un artesano vinculado al Alcázar pudo llegar a ocupar unas cotas tan distinguidas como para encargar un retrato al pintor del rey. Otro de los puntos de mayor interés en la investigación lo ha configurado el Archivo Histórico de Protocolos de Madrid, centrando nuestras pesquisas en la búsqueda de testamentos, inventarios, tasaciones, particiones de bienes o almonedas que evidenciaran un tipo de consumo distinguido. El fin, por tanto, es el de conocer la identidad del retratado como a quien pudiera haber sido legado, lo que propone generar una vía de investigación centrada en el coleccionismo de la obra y sus propietarios en la que no incidiremos.

3. El empleo palatino. Problematizando el oficio artesanal

Núñez de Castro recogía, en el ecuador del Seiscientos, la acepción con la que Alfonso X designaba a la Corte en el siglo xiii: «Corte es llamado lugar do es el rey y sus vasallos, y sus oficiales con él, que le han continuamente de aconsejar y servir» 17 . Las definiciones venían sucediéndose desde comienzos de siglo cuando, en 1611, el lexicógrafo Sebastián de Covarrubias subrayaba en su Tesoro de la lengua castellana las líneas alfonsinas 18 . Álvarez-Ossorio canalizaba en dos vías el gobierno que emanaba desde este espacio, pues las acepciones pretéritas limitaron espacialmente este fenómeno a la residencia regia: por un lado, el gobierno universal de la Monarquía donde entraban en juego los consejos, tribunales o ministros; por otra parte, el gobierno particular de las casas reales, el gobierno doméstico, que englobaba a un conjunto heterogéneo de personas de diversos estados y calidades 19 .

El espacio doméstico de la Corte quedaba configurado a través de la Casa del Rey, la cual otorgaba una entidad a la dinastía 20 . En ella se identificaban tres campos de máxima importancia: la Casa Real, las Caballerizas y la Real Cámara. Mayordomo mayor, caballerizo mayor y sumiller de corps gobernaban, respectivamente, estos tres espacios cuyo margen de acción quedaba ciertamente delimitado. Gómez-Centurión señalaba, a través del duque de Saint-Simon a comienzos del siglo xviii, cómo se percibían estos cargos dentro y fuera de palacio: «El sumiller de corps fuera de Palacio no es nada, pero en Palacio lo es todo. El caballerizo mayor, por el contrario, lo es todo fuera y no es nada dentro. El Mayordomo mayor no lo es todo en ninguna parte, y lo es bastante por todas, mucho más en Palacio que fuera de él» 21 .

La Cámara Real configuró el espacio físico y simbólico que identificaba el círculo más inmediato a la figura del monarca y que contó al frente con el sumiller de corps. Este debía jurar su puesto ante el mayordomo mayor, lo que evidenciaba un matiz de sumisión que cristalizó durante el reinado de Felipe III (1598-1621) 22 , aunque las disputas entre estos por demostrar la jerarquía palatina fueron una constante 23 . Sin embargo y a raíz de las reformas de Felipe IV, las distintas etiquetas otorgaron una independencia suficiente al sumiller como jefe y máxima autoridad de la Cámara 24 . A cargo de este se encontraban aquellos que atendían las necesidades diarias del monarca, desde los gentileshombres hasta los barberos o sastres. Elegir a aquellos que componían la Real Cámara fue una cuestión compleja, pues permitía un acceso frecuente a la intimidad regia por parte de gente de diversos estados. El tránsito por el espacio más privado del rey no era libre para aquellos empleados en las manufacturas regias, sino que accedían siempre y cuando fueran llamados por el monarca o por el sumiller 25 .

El acceso a estos empleos alejados de las connotaciones políticas se vio limitado a la confianza de algún patrón en la Corte, o más habitual fue pertenecer a alguna de las familias que servían el cargo con anterioridad 26 . De esta forma, la dependencia familiar para reproducir un empleo en el espacio áulico aventuró una cuestión de llamativa relevancia. Para el caso de los bordadores de Cámara —y por tanto los que contaban con la titularidad de este empleo—, la transmisión intrafamiliar de los oficios evidenciaba un grado superlativo al encontrar un traspaso del empleo del 80 % entre los miembros familiares 27 . Así, la pertenencia a un círculo de prestigio suponía el acceso a una serie de privilegios jurisdiccionales como de amparo por parte de la gracia regia 28 , lo cual explica la importancia de estos lazos para perpetuar el acceso a un espacio distinguido. Por muy humilde que fuera el empleo palatino, a lo que se deben sumar las percepciones económicas, la cuestión empuja a considerar de qué forma se lograba materializar una condición social —la cortesana— al engrosar la jerarquía del Alcázar: desde la indumentaria hasta los interiores domésticos.

Las etiquetas reflejan diversas cuestiones al margen de los modelos de comportamiento establecidas en diversos actos, como bien son los salarios reales. Los gajes y emolumentos de los bordadores coincidían con los del sastre, como indica Mayoral López —a través de Sigoney—, que respondían a 9 placas de gajes y el pago de sus obras. Las etiquetas de 1647 referenciaban 10 placas de gajes diarios y el pago de las obras, mientras que en las jornadas se les concedía un cofre y una mula 29 en donde llevaban sus aparejos 30 . Desde un plano monetario, estas pautas se configuran en una perspectiva que podemos denominar macro, donde se estipulaba un tipo de pago concreto que fue variando durante el siglo xvii. Las etiquetas de palacio reformadas en 1617 establecían que «el zapatero, pellejero y el bordador tienen cada uno de gajes al día lo mismo que el sastre que montan al año 109.500 maravedíes de vellón. […] pagárseles todas las obras que hacen, las cuales firma el sumiller de corps» 31 . Si bien esta cantidad es francamente elevada, si referimos que esta estipulación corresponde a lo tocante entre los tres oficios —36.500 maravedíes anuales a cada empleado—, la cifra resultante es mucho más modesta y aproximada a la homogeneidad en pagos respecto a los sastres. La consulta de otras fuentes documentales —micro— reflejan cómo el pago líquido nominal anual, sin tener en cuenta el cobro por los encargos, suponía un total de 960 reales a finales de siglo 32 , es decir, 32.640 maravedíes anuales frente a los 32.850 durante el reinado de Felipe IV 33 . Además de dicho monto, ciertos artesanos recibían pagos en especie como casa de aposento, médico o botica desde la Cámara evidenciando cierta jerarquía profesional 34 , aunque se debe señalar la posibilidad de que estos salarios fueran acordados entre el oficial de manos y la administración 35 .

Las constantes visitas de los bordadores al Alcázar, tras las llamadas del monarca o el sumiller de corps para atender las necesidades lúdicas y/o ceremoniales del rey, revitalizaban el afán de distinción del que debían hacer gala. Recorrer los pasillos del palacio, enmarcado este como un espacio social y de sociabilidad, gestó en los artesanos un gusto, un énfasis de distinción y la adopción de una identidad diferenciada que debían trasladar a la sociedad mediante elementos como la indumentaria o la decoración de sus espacios domésticos. Baste con recordar la importancia que demuestra el individuo al vestir prendas de cierta calidad o bien la importancia de recibir en la vivienda una visita, otorgando una importancia a la decoración y objetos diferenciadores de un estatus social privilegiado, acomodado o reconocido. Esta condición distintiva se establecía especialmente en función de la jerarquía profesional, siendo los más distinguidos aquellos que servían en la Cámara gracias a las percepciones económicas obtenidas —no solo desde la Corte, sino a través de encargos para otros personajes de renombre—. La nueva identidad adquirida desde un espacio distinguido ha sido calificada como ennoblecimiento artesanal, por la cual el artesano en cuestión adquiría una serie de valores y gustos emanados de esta tras la jura del empleo regio 36 . Entendiendo este concepto como un canalizador en la trayectoria vital del bordador, se puede entender la necesidad de materializar una posición profesional mediante la práctica retratística.

4. Retrato de un bordador. Hipótesis sobre la obra y el personaje de la pintura atribuida a Bartolomé González

Retrato de un bordador es una obra que Camón Aznar atribuyó en el último cuarto del siglo xx a Bartolomé González. Si bien su autoría no ha sido verificada, el historiador del arte exponía que es una pintura muy cercana a la manera del vallisoletano en su mejor momento. Conocemos que el artista residió en Madrid en el periodo comprendido entre 1608 y 1627. Previamente, su andadura artística comenzaba a desarrollarse en un momento de especial relevancia para la Corte, la cual se trasladó a la villa del Pisuerga a comienzos del siglo xvii (1601-1606). Valladolid conformó durante ese lustro un centro de atracción administrativo y profesional, al igual que sucedió previamente en Madrid durante la segunda mitad del siglo xvi, pues diferentes oficiales perseguían el ingreso en las dependencias palatinas. Tras el incendio de la galería del Pardo en 1604, el pintor de Cámara Pantoja de la Cruz precisaba de la ayuda de González, formado con Patricio Cajés, asimilando su estilo 37 y finalizando las obras que quedaban por concluir 38 .

A los dos años de la mudanza de la Corte procedente de Valladolid, Pantoja de la Cruz Pantoja de la Cruz liberaba a su muerte en 1608 la plaza de pintor de Cámara que obtuvo en 1596 39 . Santiago Morán, su discípulo, volvía a Madrid en aquel año del siglo xvii, quien aceptaba la sucesión del título de pintor de Cámara debido a la petición expresa de su maestro antes de morir 40 . Por aquel entonces, Bartolomé González se encontraba en las inmediaciones vallisoletanas concluyendo los retratos regios de la nueva galería del palacio del Pardo, donde se le encargaron 11 retratos —los nueve hijos de Felipe III, junto a otros dos de Margarita de Austria y Felipe II 41 —. A pesar del éxito de la empresa y de servir al rey hasta 1627, no fue reconocido como pintor hasta 1617 42 . Exponían Moreno Villa y Sánchez Cantón, a partir de la documentación custodiada en el Archivo de Palacio, cómo el vallisoletano presentó dos memorias como pintor reconocido desde finales de agosto de 1617 hasta 1621. Los escritos referenciaban un total de 97 retratos de la familia de Felipe III que fueron pintados desde el 1 de enero de 1608. Las pinturas abarcaron gran cantidad de personajes: desde el propio rey y Margarita de Austria, Isabel Clara Eugenia, Felipe II y Ana de Austria entre otros con destino a Flandes, Alemania, Polonia o la corte de Gratz 43 .

Una producción de tal calibre, en un espacio temporal tan estrecho, empuja a considerar la posibilidad de contar con un taller o, al menos, algún aprendiz. Tal es así que, según Pérez de Tudela, el pintor madrileño Rodrigo de Villandrando trabajó junto a Bartolomé González pese a no obtener cargo alguno en el organigrama de los pintores al servicio del rey. En este sentido, los encargos recibidos por el pintor vallisoletano no quedaron reducidos a una manufactura vinculada estrictamente a Felipe III. Aunque ligado a los círculos más elitistas del Madrid de comienzos del siglo xvii, muestra de ello son los retratos de Fernando de Contreras y Vera junto al de su mujer Juana Ramírez de Arellano 44 . Estos, realizados en 1618, empujan a considerar una amplitud clientelar circunscrita a los círculos destacados de los que pudieran beneficiarse aquellos personajes dependientes de la Corte. De igual forma que, ante una producción artística de tanto recorrido en un marco espacio temporal tan concreto, ello conlleva problematizar la autoría de nuestro objeto de estudio. Sin embargo, esperamos que próximas investigaciones centradas en una preocupación más artística puedan esclarecer de manera científica quién fue el encargado de materializar el retrato de un bordador [fig. 1].


Fig. 1.
Bartolomé González, Retrato de un bordador, Museo Lázaro Galdiano, Madrid. 1608-1627

La pintura atribuida a Bartolomé González responde a una cronología delimitada en la que el pintor residió en Madrid hasta su muerte (1608-1627). La datación propuesta por la historiografía contempla una horquilla de cierta amplitud, pues el análisis de la indumentaria lograría acotar las fechas permitiendo una precisión aún mayor. Desde las formas más anchas de su indumentaria hasta el exagerado cuello de lechuguilla, los ropajes responden al estilo del reinado de Felipe III. Las medidas suntuarias adoptadas desde 1619 declararon la guerra a los exagerados cuellos que fueron prohibidos por la Junta Grande de Reformación en febrero de 1623; incluso las resistencias a este cambio derivaron en prendimientos a quienes no acataron la nueva ley 45 . Los cuellos fueron extremadamente costosos, tanto por su manufactura como por su mantenimiento, además de considerarse objetos de lujo al llegar a realizarse con tintas importadas u otros embellecimientos 46 . Desde los primeros compases del reinado de Felipe IV —donde se relacionaron estrechamente estos cuellos con la decadencia y el excesivo gasto en cuestiones suntuarias de la Monarquía Hispánica—, se buscó una diferenciación a través de un nuevo cuello más sencillo y económico: la golilla. Una de las primeras disposiciones suntuarias se dirigió contra aquellos cuellos de lechuguilla, así como contra las valonas de encaje de Flandes que solo se conservaron en las galas militares 47 . Al ser la prenda reservada para estos actos desde 1623 tras la formulación de la pragmática, la lechuguilla supone un punto de inflexión en la periodización de la obra. En función de la moda cortesana del momento y de las disposiciones emanadas desde Palacio donde se prohibieron los abultados cuellos, considerar 1627 como fecha máxima de la horquilla cronológica acarrearía un problema desde el punto de vista histórico de la indumentaria. No obstante, la existencia de una serie de resistencias a este tipo de cambios pudo ser palpable al pretender una apariencia y un estilo de vida distinguido, más si cabe en el contexto en el que el príncipe de Gales apareció de incógnito en Madrid en marzo de 1623 para casar con la infanta española.

Mantener un rango precisaba de una materialización a través de ciertas formas, más si cabe tras el continuo tránsito palatino. La nobleza exponía su condición diferenciadora mientras que la emulación por parte de los oficiales de manos antojaba un mecanismo de acceso al grupo, de supervivencia y reconocimiento social. Las nuevas costumbres, a las que debían hacer frente, precisaron de la demostración de cierto modo de vida ennoblecido, lo cual no implicaba estrechamente serlo. Así, los grupos artesanales reproducirían unas prácticas de distinción concretas, más si cabe cuando Fernández Navarrete exponía a comienzos del siglo xvii la confusión que sufría la república al no diferenciar al oficial mecánico del caballero noble 48 . En este sentido, la regulación en el gasto, que desdibujaba completamente la jerarquía en la sociedad, intentó ser frenada a través de distintas pragmáticas —con especial énfasis— desde la subida al trono de Felipe IV en 1621. Adquirir nuevos usos y prácticas, una vez las medidas no surtían efecto, extendía una relación entre patrimonio y cantidad de bienes atesorados no de manera utilitaria sino en virtud de su valor y consideración civilizadora 49 . Por tanto, la práctica retratística suponía apropiarse no de los bienes físicos que ponía a su disposición la sociedad de consumo, sino de los medios de distinción simbólica 50 .

Peter Burke referenciaba cómo a los plebeyos no se les consideraba dignos de retratarse, aunque en la práctica la gente común posaba ocasionalmente e incluso servían como modelos del taller. A partir del libro de cuentas del pintor italiano Lorenzo Lotto se encontraron encargos como el pequeño retrato de un carpintero en 1552 hasta el de un maestro zapatero que pagó al pintor con zapatos en vez de dinero 51 . Siguiendo las premisas del historiador británico, la representación del oficial de manos antojaba la posibilidad de inmortalizar su propia efigie pese a no ser dignos de retratarse. Las trayectorias de vida de los individuos empujan a considerar las inflexiones vitales que condicionaron su futuro más inmediato, desembocando en la inmortalización de un hecho en un espacio y tiempo concreto. El hábito de representarse transgredía en la búsqueda de remarcar la pertenencia a una comunidad específica, pues una de las características fundamentales de la sociedad estamental residía en el reconocimiento de sí misma en un espacio jerarquizado y delimitado 52 . En este sentido, la finalidad del encargo del retrato de un bordador empujaba a remarcar el acceso a un espacio profesional de renombre, probablemente como bordador del rey —posibilidad que quedaba remarcada a partir de la posible autoría de Bartolomé González 53 —. Siguiendo la tesis de Sánchez Díez, fundamentaremos nuestra hipótesis partiendo del análisis de aquellos bordadores que sirvieron en las dependencias cortesanas durante el periodo comprendido entre 1608-1623. Únicamente conocemos a cuatro bordadores empleados en la Cámara del rey o de la reina durante el periodo en el que Bartolomé González residió en Madrid: Juan de Burgos, su mujer Sebastiana de Palacios, Daniel Rutinel y Jerónimo de Negrilla.

Juan de Burgos es el primero de los tres personajes sobre los que incidiremos, pues por razones obvias Sebastiana de Palacios queda descartada al ser el retratado un modelo masculino. El bordador fue bautizado en la madrileña parroquia de San Ginés el 3 de julio de 1578 como hijo de Jerónima de Ávila y Lucas de Burgos 54 , a quienes se unía el resto de la descendencia: Francisco de Burgos 55 y el futuro padre Lucas de Montoya 56 , a quien refiere Lope de Vega en su Laurel de Apolo por el cercano trato que disfrutaron desde finales del siglo xvi en torno a una relación de vecindad 57 . Conocemos, al menos por la documentación conservada en el Archivo General de Palacio, que desde 1581 el cabeza de familia era el encargado de realizar los bordados de las infantas Catalina Micaela e Isabel Clara Eugenia, hijas del tercer matrimonio de Felipe II e Isabel de Valois 58 . Tras el fallecimiento de Ana de Austria, por entonces cuarta consorte del rey prudente, la Casa de la Reina se ocupaba del príncipe y de los infantes durante su minoría de edad 59 , por lo que los encargos destinados a estos recaían sobre Lucas. En 1590 la carrera palatina del bordador terminaba con su fallecimiento, por lo que la necesidad de cubrir la plaza fue una de las premisas que debía atender el mayordomo mayor. La vía más lógica fue que el empleo fuera a parar a uno de los familiares del artífice, siendo la encargada de proveerlo su viuda Jerónima de Ávila hasta que Juan —primogénito de la familia de por entonces 12 años— fuera suficientemente hábil para ejercerlo 60 .

Jerónima de Ávila falleció alrededor de 1595, por lo que la plaza volvía a quedar vacante y su provisión consituía una necesidad para el funcionamiento de la Cámara. Para entonces, Juan desarrollaba esporádicamente el empleo palatino al mismo tiempo que su madre familiarizándose con un entorno profesional distinguido. Con la llegada al trono de Felipe III en 1598, las necesidades ceremoniales y matrimoniales empujaron al desplazamiento a Valencia del bordador, siendo el encargado de realizar diferentes manufacturas con motivo del enlace del piadoso monarca con Margarita de Austria. No obstante, la unión regia llegó a su fin con la muerte de la reina en 1611, nombrando a Juan de Burgos bordador de la caballeriza en 13 de abril de 1615 61 . Tras ello, la llegada al trono de Felipe IV en 1621 posibilitó el nombramiento de este como bordador de su Real Cámara en 1 de mayo de dicho año 62 , pues al haber engrosado la Camara de la reina durante la minoría de edad del príncipe el trato empujaría a su inserción en las dependencias del recien nombrado monarca. La trayectoria vital del bordador finalizaba cuando el 4 de octubre de 1622 fallecía en su casa de la calle de las Hileras 63 ; sería su viuda, Sebastiana de Palacios, la encargada de proveer la plaza hasta el traspaso a Francisco de Ávila, su yerno, en 1642 64 .

Daniel Rutinel juró el oficio de bordador de la Cámara de Felipe III en 1608, a los dos años de que la Corte regresara a Madrid. La carrera palatina de este apenas se extendió entre los siete u ocho años, pues en 7 de noviembre de 1616 se procedía a la partición, tasación y almoneda conjunta de sus bienes y los de su mujer Ana de Ondarza 65 . Para entonces, Jerónimo de Negrilla aparecía como heredero de ambos. Huelga señalar cómo si la vinculación directa con el obrador fue efectiva trabajando bajo las directrices de Rutinel, aún sin conocer la relación profesional entre ambos (maestro-aprendiz, maestro-oficial o maestro-maestro), se producía la transmisión de una serie de valores sin vínculos de sangre 66 , pues los lazos consanguíneos nunca fueron exclusivos de la definición de parentesco 67 .

El año anterior, en 1615, se celebró la doble boda hispano-francesa en las que culminaba el tratado de Fontainebleau de 1611 que celebraba la paz entre la Monarquía Hispánica y Francia. Isabel de Borbón llegaba al río Bidasoa para su enlace con el príncipe, el futuro Felipe IV. La propaganda generada en torno a los enlaces demostraba un alto grado de ostentación por ambas partes 68 , donde la indumentaria ejerció un papel canalizador que tendía a exponer la riqueza de cada reino. Negrilla fue el encargado de realizar ciertos bordados de la comitiva real —como ha reflejado Alvar Ezquerra— y cuyo estilo y producción fueron muy del gusto del duque de Lerma. Percibió un total de 800 ducados por las obras destinadas al noble junto a otros 17.200 reales en manufacturas regias 69 , obteniendo un beneficio total de 26.000 reales.

Al menos desde el último trimestre de 1615 por sus trabajos destinados al círculo palatino, Jerónimo de Negrilla comenzó a adentrarse paulatinamente en el entramado laboral de la Corte. Aunque la documentación no lo atestigüe, la posibilidad de que ejerciera el empleo de manera interina cubriendo la baja o la enfermedad de Rutinel es francamente elevada, más si cabe cuando fue una modalidad común en el acceso a la Corte 70 ; incluso, no se podría descartar la petición de una jubilación anticipada por parte del artesano titular ante ciertos achaques acarreados por la edad 71 . La inserción defintiva de Negrilla seguía unos cauces poco ortodoxos, pero en contraposición, su destreza y el favor tanto de Rutinel como de Lerma facultaba su ingreso en las dependencias cortesanas. Contando con la aceptación por parte del mayordomo mayor como máximo gobernante de la Casa Real, la entrada de Negrilla se constituyó como un valor seguro. Finalmente, su asiento definitivo como bordador de Cámara se producía en mayo de 1621 al servicio de la reina Isabel de Borbón, una vez Felipe IV ascendía al trono 72 .

El especial énfasis con el que incidimos en la relación entre Rutinel y Negrilla responde al análisis del nivel de consumo de estos bordadores, lo cual puede aportar ciertas pistas sobre el más que posible encargo de un retrato. La continua presencia de los artesanos en el Alcázar imprimía un sentimiento de distinción que, como hemos señalado anteriormente, debía hacerse patente a través de un consumo diferenciado. Ello conllevó, no únicamente a analizar sus vestimentas con afán de conocer de qué manera se exponían a la sociedad haciéndola partícipe de su posición, sino a prestar atención a los objetos que poseían. En este sentido, abogar por la reconstrucción de las biografías residenciales como refiere el profesor García González constituye una necesidad tanto en cuanto las casas son espacios de vida que modulan 73 . Conocer no solo quiénes habitaron qué espacios es una cuestión llamativa para la demografía histórica, sino reconstruir de qué manera quedaron revestidos los interiores antoja una cuestión relevante para conocer la domesticidad de su entorno. Así, en el espacio doméstico de Rutinel se atesoraban una serie de piezas que respondían a las premisas de los gustos diferenciadores del entorno áulico, centrando nuestra atención en las pinturas —de las cuales no conocemos ni sus calidades o autoría—.

Tabla 1.
Pinturas de Daniel Rutinel hasta su partición, tasación y almoneda en noviembre de 1616

Fuente: elaboración propia. AHPM, escribanía de Bartolomé Gallo, prot. 2700, fols. 482r-504v

La tasación y los precios por los que se adquirieron las pinturas expuestas en la tabla superior reflejan unas cantidades ciertamente comunes, aun desconociendo las dimensiones y la autoría. Dando por cierta la autoría de González de retrato de un bordador, el pintor de Cámara obtenía por cada retrato finalizado 320 reales 74 , cantidad que dista enormemente de los precios señalados y que configuraba un tercio del salario obtenido por este grupo profesional.

A la adquisición de gustos y valores emanados de la Corte se sumaron los estímulos económicos que recibió Negrilla en el obrador de Rutinel. Además de los diversos pagos adjudicados al primero en 1615 por el duque de Lerma y la comitiva regia, la documentación muestra las diferentes deudas contraídas por sus servicios: por cuenta del guardarropa desde 18 de julio de 1608 —hasta 1616— se le debía un total de 1.296.978 maravedíes, otros 228.938 de los que fue deudor el conde de Saldaña y a los que se añadían 3.044 reales de la Real Hacienda 75 ; es decir, un total de 47.924 reales. Sumadas estas cantidades, de las cuales no conocemos el tiempo en el que podrían ser abonadas, referían Irigoyen López y Hernández Franco cómo la deuda configuró un mecanismo de transacción común en el Antiguo Régimen donde el cobro por el servicio no era automático 76 . Este factor posibilitaría la obtención gradual del montante desde noviembre de 1616, facilitando la realización del encargo pictórico desde aquel momento cuando Negrilla comenzaba su andadura en la Cámara de Felipe III. A través de los distintos factores monetarios y sociales a los que este se exponía, considerar la obtención de un retrato de un autor de primera fila constituye una posibilidad gracias a las elevadas cantidades monetarias percibidas por Negrilla en la segunda década del Seiscientos.

El testamento de Negrilla fue otorgado por su mujer Mariana de Valdés en 15 de diciembre de 1645 77 , tres días después de su fallecimiento 78 . Llama la atención las cantidades legadas: 200 y 300 ducados a sus sobrinas Isabel y Catalina; 200 para Ana del Villar, sobrina de su mujer; 400 ducados para sus nietas, Mariana y Manuela —hijas de Mariana de Negrilla y Lorenzo Muñoz— junto a otros 400 ducados para su hijo Jerónimo de Negrilla. Todo ello sin contar los legados materiales de los que no se referencia pista alguna del retrato de un bordador, aunque el caudal económico es fuertemente llamativo. Sin embargo, y observando la larga trayectoria en el consumo familiar de los Negrilla, en el testamento del homónimo nieto del bordador de 1679 se reseña la posesión de un «Cristo que tengo a la cabeza de mi cama de mano de Alonso Cano» 79 . Por tanto, y observando la relación familiar en una cronología amplia, las redes familiares pudieron entroncar con los pintores de la Corte valiéndose de sus pinceles para poder retratarse.

Conclusiones

La sociología histórica aporta un cauce de análisis de gran valor en los estudios de la Corte a la vez que muestra la importancia de entrecruzar distintos campos y problemáticas para obtener nuevas preguntas y respuestas. No solo desde las ideas de Norbert Elias que se encargaron de recoger los historiadores para comprender las relaciones palatinas, sino también para dar respuesta a los comportamientos sociales que en estos entornos daban lugar. El modo de vida cortesano era un valor impreso sobre todos los que transitaban el espacio regio. Desde los empleos más humildes, hasta los nobles de título de Castilla, demostraban su condición diferenciadora frente al resto de la población, pues buscaban hacer partícipe a la sociedad a partir de una serie de símbolos, vestimentas o gustos que los identificaban con una esfera privilegiada. Cuestiones que han podido banalizarse hasta fechas recientes, como la indumentaria o la historia cultural, asisten a cómo estos trabajos dinamizan una serie de estudios que enriquecen de manera interdisciplinar a otros.

Si bien la problematización de los oficios cortesanos ha suscitado un interés historiográfico —particularmente el relativo a los bordadores— las investigaciones con relación a la pintura de nuestro estudio ahondan profundamente en distintas problemáticas: la dificultad de conocer si el encargado de la obra fue Bartolomé González o reconocer quién fue el retratado. No obstante, y pese a la dificultad de concluir estas dos cuestiones ante la falta de registros documentales fehacientes, la práctica retratística evoca un prestigio social y económico de gran importancia para el historiador. La pintura constituye una fuente primaria que canaliza en distintos planos lo representado, llegando a observar una más que posible idealización de la imagen al reproducir las costumbres más distinguidas que evocaban un prestigio social y económico. Ahora bien, otra consideración para tener en cuenta es el concepto de imitación, no en un sentido puramente artístico sino más bien en un aspecto social que demostraba un consumo diferenciado. Adquirir un tipo de práctica al alcance de los grupos más elitistas conllevaba a la distinción del individuo buscando hacer partícipe a la sociedad de su posición y reflejar un estatus.

Los estudios respectivos al pintor vallisoletano adolecen de una atención historiográfica. Bien es cierto que las aproximaciones tangenciales a la vida y obra del artista ayudan a clarificar someramente ese vacío, pues el cuidado histórico de los reinados anterior y posterior al de Felipe III han suscitado mayor interés por parte de los especialistas —tanto desde la Historia como desde la Historia del Arte—. En este sentido, observamos la necesidad de plantear nuevas y renovadas investigaciones entre 1598 y 1621 con el fin de comprender no solo las obras de artistas como Pantoja, González o Villandrando, sino de las relaciones e interdependencias que estos pudieran mantener al margen del servicio palatino para clarificar su red relacional.

La datación de la obra es otro punto por precisar. Tradicionalmente se ha establecido una periodización con un rango delimitado que no supera los veinte años. Sin embargo, aspectos como la indumentaria pueden dejar muchas pistas sobre el período en el que se retrató el personaje. Si bien la pragmática de 1623 promulgada por la Junta Grande de Reformación prohibía los cuellos de lechuguilla por el excesivo gasto de la manufactura y su conservación, la abolición de este tipo de prendas que desdibujaban la sociedad fue una cuestión fundamental en el orden social: la población ansiaba aparentar una posición elevada, como reflejaba Fernández Navarrete a comienzos del siglo xvii. Por tanto, y relegando el uso de este cuello a las galas militares, nos parece difícil poder considerar la necesidad de que un bordador precisara de esta pieza en el periodo de 1623-1627 cuando la moda cortesana comenzaba a adoptar la golilla y la valona. Ahora bien, podríamos entenderlo como un factor de ostentación que, sin embargo, comenzaba a desligarse de las clases adineradas en favor de otras modas cortesanas que imprimían una nueva identidad.

La falta de investigaciones respecto a la obra que nos ocupa es francamente escasa, si bien Bartolomé González pudiera ser considerado un autor de segunda fila que estilísticamente recogía la herencia de los pintores de comienzos de siglo. Camón Aznar afirmaba en el último cuarto del siglo xx cómo esta obra, que representaba a un bordador, respondía al pincel del artista vallisoletano en su mejor momento. La enorme actividad de González desde 1608 evidencia la posibilidad contar con un taller para dar satisfacción a tan gran demanda, además de tener en cuenta la inserción de pintores como Villandrando en su obrador. A ello se suma que, siendo un bordador como recogía Camón Aznar, consideramos las premisas de Sánchez Díez muy acertadas al relacionar el encargo del retrato con el ascenso profesional dentro de una jerarquía, o bien el acceso a esta.

Durante el período en el que Bartolomé González residió en Madrid (1608-1627) se conocen a tres bordadores varones y una mujer que sirvieron indistintamente en alguna de las dos cámaras: Juan de Burgos, Daniel Rutinel, Jerónimo de Negrilla y Sebastiana de Palacios. Analizando las trayectorias de estos, la del primero contó con una vigencia comprendida entre ca. 1595 y 1622 accediendo al servicio regio con 17 años. Si bien su inserción se dio primeramente en la Cámara de la Reina viuda ocupándose de los infantes durante su minoría de edad y posteriormente al servicio de la reina Margarita de Austria hasta su fallecimiento en 1611, la nueva posición a la que accedió tuvo lugar en 1621 con la subida al trono de Felipe IV. Además de ello, Juan de Burgos en 1608 contaba con una edad de 30 años, momento en el que Bartolomé González llegaba a Madrid. Si bien el retratado parece ser un joven con una edad comprendida entre los 20-30 años, en 1621 Juan de Burgos contaba con 43 años, alejado de esa apariencia juvenil que evoca el modelo masculino. Al margen de ello, no consideramos la necesidad del bordador de encargar un retrato en 1621 para conmemorar su acceso al servicio al rey cuando llevaba desempeñando la misma función para la reina desde hacía 26 años.

A partir de la extensa documentación entorno a Daniel Rutinel, el consumo artístico del bordador no ayuda a esclarecer la posibilidad de que retrato de un bordador fuera una pintura que poseyese, teniendo en cuenta que su ascenso se producía en 1608 coincidiendo con la estancia de González en Madrid. Esta situación nos empujaría a considerar la posibilidad de un concierto entre artista y bordador en el momento en el que ambos compartían estancia en la villa del Manzanares; uno buscando encargos pictóricos al margen de los designados por el rey y otro que precisara un retrato para celebrar su inserción en las dependencias de Felipe III. Sin embargo, al no conocer su edad previa —teniendo en cuenta que Madrid conformó un centro de atracción, y por tanto de inmigración— observamos que en su inventario de 1616 no encontramos mención a la obra. En caso de haber una subasta pública, pensamos que nadie adquiriría la efigie de un difunto con el que no tuviera trato personal y, por tanto, la pieza pasaría a manos de un familiar u otro individuo con el que mantuviera una relación fuera de lo común. Por tanto, consideramos difícilmente que fuera este.

Jerónimo de Negrilla accedía de manera interina, junto al favor de Lerma, cubriendo las bajas y enfermedades de Rutinel ya que en 1615 es el encargado de realizar ciertos bordados de la comitiva en la boda hispano-francesa. Teniendo en cuenta que su inserción definitiva se producía en 1621 cuando Bartolomé González ostentaba el rango de pintor del rey desde 1617, junto a las deudas contraídas por sus obras en 1616 que ascendían a 47.924 reales y a lo cual se suma a la presencia del cuello de lechuguilla prohibido por la Junta Grande de Reformación de 1623, podemos considerar una cronología comprendida entre 1617-1623. El representado, que bien pudiera ser Jerónimo de Negrilla, se encontraba en el lugar, momento y con la edad adecuada para ser retratado. Aun no habiendo encontrado rastro documental de la pintura en el inventario de sus bienes —y por tanto sin referencias monetarias que permitan una comparativa—, el oficial de manos fallecía en 12 diciembre de 1645. Si bien desconocemos la fecha de nacimiento, su servicio palatino rondó los treinta años (1615-1645). Por tanto, contando con que accediera con una edad similar a la de Juan de Burgos al ser hábil para ejercer el oficio, bien pudiéramos extrapolar un acceso al empleo palatino con alrededor 20 años. Fisionómicamente, el reflejo de la efigie y la edad coincidiría con un joven Negrilla en 1621, momento en el que accede como bordador titular a la cámara de Isabel de Borbón. En este sentido, la obra podría pasar a titularse, si nuestra hipótesis es correcta a falta de pruebas documentales, Jerónimo de Negrilla, bordador de la reina (1617-1623) ante la ausencia documental que la problematización de la obra evidencia.

La ausencia de fuentes primarias y de pruebas documentales fehacientes no permiten concluir que el retratado pudiera ser Jerónimo de Negrilla, ni mucho menos que el retrato fuera obra de Bartolomé González —si bien pudo ser gestado por su taller y rematado por el maestro—. A ello sumamos la posibilidad de que pudiera ser un encargo estipulado de manera oral ante la falta de documentación hallada; que el tipo de pago pudiera ser en especie, a la manera que Lotto lo recibió de un maestro zapatero; un intercambio de bienes entre ambos o que la cantidad monetaria del retrato no fuera excesivamente elevada, lo que no implicaría la necesidad de registro ante un escribano. En este sentido y en la persecución de obtener el nombre del representado, este trabajo constituye un punto de arranque para estudiar la obra con una mayor percepción desde la cultura material, así como la dificultad añadida de conocer si la pintura es obra del pintor vallisoletano. De igual forma, no haber encontrado una escritura de pago referente a la obra no implica que no exista, si bien la conservación de esta pudiera haberse conservado desde entonces. Hallar esta posible escritura en el Archivo Histórico de Protocolos de Madrid supone encontrar una aguja en un pajar: únicamente se necesita alguien con un imán que pueda rescatarla.

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Notas

1 Burke, 2001, p. 30.

2 Panofsky, 1989, p. 48.

3 Albero Muñoz, 2006.

4 Pope-Hennessy, pp. 1985, 87.

5 Brown y Elliott, 2016.

6 Lapuerta Montoya, 2002.

7 Kusche, 1999.

8 Angulo Íñiguez, 1971, p. 36; Gaya Nuño, 1958, p. 154; Pérez Sánchez, 1992, pp. 38 y 77.

9 Camón Aznar, 1981, p. 138.

10 Sánchez Díez, 2015.

11 Barreno Sevillano, 1974a

12 Barreno Sevillano, 1974b.

13 García Sierra, 2014.

14 Fernández Fernández, 2020.

15 Mayoral López, 2008.

16 Romero González, 2021a.

17 Núñez de Castro, Solo Madrid es Corte, p. 3

18 Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española, fol. 243r.

19 Álvarez-Ossorio Alvariño, 1998.

20 Hortal Muñoz y Versteegen, 2016, p. 20.

21 Gómez-Centurión Jiménez, 2003.

22 Mayoral López, 2008.

23 Gómez-Centurión Jiménez, 2003.

24 Martínez Hernández, 2016.

25 Biblioteca Nacional de España (BNE), Etiquetas de la Real Cámara de Su Majestad [Felipe IV], ms. 1219, fol. 84r-84v.

26 Martínez Millán y Hortal Muñoz, 2015.

27 Romero González, 2021a.

28 Álvarez-Ossorio Alvariño, 2006.

29 Mayoral López, 2008.

30 García Sierra, 2014.

31 Biblioteca Nacional de España (BNE), ms. 9558, fol. 328v.

32 Archivo Histórico Diocesano (AHD), Fundaciones, C. 824, exp. 6, fol. 3.

33 Romero González, 2021a.

34 Romero González, 2021b.

35 Mayoral López, 2008.

36 Romero González, 2021a.

37 Cruz Valdovinos, 2008, pp. 171-187.

38 Kusche, 1999.

39 Lapuerta Montoya, 2002, pp. 387-390.

40 Cruz Valdovinos, 2008

41 Kusche, 1999.

42 Pérez de Tudela, 2017.

43 Moreno Villa y Sánchez Cantón, 1937.

44 Pérez de Tudela, 2017.

45 Sánchez Jiménez, 2002.

46 Wunder, 2017.

47 Gállego, 1994.

48 Fernández Navarrete, Conservación de monarquías…, p. 302.

49 García Fernández, 2020.

50 Saavedra, 2017.

51 Burke, 1994.

52 Bouza, 2020, p. 89.

53 Sánchez Díez, 2015.

54 Archivo Histórico de San Ginés (en adelante AHSG), Bautismos, Libro 6, fol. 36r.

55 AHSG, Bautismos, Libro 6, fol. 123.

56 AHSG, Defunciones, Libro 3, fol. 84v.

57 Entrambasaguas, 1932, p. 710.

58 Archivo General de Palacio (en adelante AGP), Administración General, legajo 5214, exp. 2, s. f.

59 Simón Palmer, 1997.

60 AGP, Administración General, leg. 5214, exp. 2, s. f.

61 Si el oficio de bordador fue similar al de sastre, Mayoral López referencia que el sastre «además, solía ser al mismo tiempo sastre de la caballeriza, donde cobraba gajes por el extraordinario y la tasación de las obras». Cfr. Mayoral López, 2008. Por lo tanto, observamos la posibilidad de que el empleo de bor­dador actuara de igual forma.

62 AGP, Personal, C. 703, exp. 14.

63 AHSG, Defunciones, Libro 3, fol. 84v.

64 AGP, Personal, C. 210, exp. 6.

65 Archivo Histórico de Protocolos de Madrid (AHPM), escribanía de Bartolomé Gallo, prot. 2700, fol. 456r.

66 Alfani, 2010.

67 García González y Gasperoni, 2019.

68 Bueno Blanco, 2021.

69 Alvar Ezquerra, 2018, p. 130.

70 Romero González, 2021a.

71 AGP, Personal, C. 118, exp. 3. En este caso se concedió a Lorenzo Arciniega, sastre de la casa de los pajes, la jubilación que solicitaba en mayo de 1647 por el buen desarrollo de su labor y los achaques físicos propios de la edad.

72 AGP, Personal, C. 739, exp. 3.

73 García González, 2017.

74 Lapuerta Montoya, 2002, p. 406.

75 AHPM, escribanía de Bartolomé Gallo, prot. 2700, fols. 489v, 521v-522r.

76 Irigoyen López y Hernández Franco, 2000.

77 AHPM, escribanía de Andrés Pineda, prot. 7990, fols. 361-366.

78 AHSG, Defunciones, Libro 7, fol. 83.

79 AHPM, escribanía de Juan de Siles, prot. 9488, fol. 609r.

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