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El límite trágico entre lo inmundo y lo eterno en el Barroco hispano*
The Tragic Limit between the Unworld-world and the Eternal in the Hispanic Baroque

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 10, núm. 2,

Instituto de Estudios Auriseculares

Luis Sáez Rueda

Universidad de Granada ESPAÑA, España

Recibido: 24 marzo 2022

Aceptado: 19 abril 2022

Resumen: El autor indaga el carácter trágico del Barroco hispano desde el punto de vista del límite trágico. Las fuentes centrales son Baltasar Gracián y Miguel de Cervantes. En el extremo cumplimiento del devenir trágico, en su límite tendencial, no se produce la tensión entre inmanencia y trascendencia, finitud e infinitud, facticidad e idealidad, como polos opuestos (que se niegan entre sí) y necesarios. Más bien aparece la intrincación entre ambos. Lo ideal transmundano es un imposible necesario inherente al mundo, a lo finito, a la facticidad, en la forma aporética de su sustracción generadora, que impele a convertir al mundo en aquello que es digno de ser eternizado. El límite trágico es el peculiar lugar de un no-lugar. Es el lugar en el que destella lo imposible eterno en el momento fatal en el que el mundo y la vida pierden su sentido. El héroe trágico vence en su propio derrumbamiento.

Palabras clave: Barroco, tragedia, límite trágico, eternidad.

Abstract: The author investigates the tragic character of the Hispanic Baroque from the point of view of the tragic limit. The central sources are Baltasar Gracián and Miguel de Cervantes. In the extreme fulfillment of the tragic becoming, in its tendential limit, there is no tension between immanence and transcendence, finitude and infinity, facticity and ideality, as opposite and necessary poles, but the intricacy between the two appears. The transmundane ideal is a necessary impossibility inherent in the world, in the finite, in facticity, in the aporetic form of its generating subtraction, which impels to convert the world into that which is worthy of being eternalized. The tragic limit is the peculiar place of a non-place. It is the place where the eternal impossible shines at the fatal moment in which the world and life lose their meaning. The tragic hero wins in his own collapse.

Keywords: Baroque, Tragedy, Tragic limit, Eternity.

1. INTRODUCCIÓN

Parto de la hipótesis de que al acontecimiento o al conjunto de acontecimientos cuyo decurso llamamos “trágico” le es inherente una aporía peculiar que concierne al límite en el que llega a su cumplimiento, hipótesis que aplicaré a la dimensión trágica del Barroco hispano.

Es posible reconocer, ya en la concepción clásica, que la trama trágica supone este rasgo. Lo trágico, decía Aristóteles, atraviesa una peripecia, una peripeteia, en la que una acción gira hacia la desgracia, ingresando por esa pendiente en el orden de la necesidad —de un destino 1 —; se desarrolla como un «entramado» de acciones que culmina en el lance patético, una «acción destructora o dolorosa» 2 ; y al dirigirse a esta «parte que es extrema» 3 , conforma un «todo» o «totalidad» coherente internamente 4 . El asunto crucial que quiero destacar radica en que este devenir trágico no se dirige a un final resolutivo que cierra la acción y colma su sentido. Su cumplimiento es, más bien, un límite final problemático: una desdicha que —como señala Aristóteles— despierta compasión porque el héroe «no merece su infortunio» 5 . El final es problemático porque presenta una incoherencia (el infortunio no merecido) y despierta un profundo sentimiento de lo inquietante. ¿Es el fracaso desgraciado un fin rotundo? ¿No parece, por el contrario, abrirse a lo otro de sí, invocando una justicia incondicional? Pero, ¿de dónde vendría esta? La tragedia clásica nos enseña que tal apertura constituye un auto-trascendimiento del todo de la acción justo en su límite final inmanente. Y ello se debe a que, al mismo tiempo que acontecen el sufrimiento y el infortunio —como nos dice Dodds 6 — el personaje es elevado y ennoblecido, pues, al asistir a la verdad de su destino y a lo más profundo de sí mismo, es colocado también en una zona limítrofe en la que, aun cayendo en lo peor, puede alcanzar la grandeza, haciéndose cargo de su destino con vigor y entereza. «Grandeza» es una elevación —como señala Míguez 7 — que el mundo griego vincula a la fortaleza de espíritu capaz de hacer valer los preceptos normativos allí donde su defensa exige incluso la autoaniquilación. El desarrollo de lo trágico se encamina hacia el límite del todo que conforma y en ese lugar liminar se autotrasciende, abriendo el terrible extremo del lance patético hacia lo otro de sí, hacia una destellante altura humana.

Este somero análisis permite explicitar la hipótesis de trabajo que defiendo. El límite al que se encamina la acción trágica señala una no-identidad o aporía en el ser, una «no-unidad» del ser, como señala Jaspers 8 . Pero una no-identidad o nounidad —habría que matizar, a mi juicio— que posee dos sentidos simultáneos y opuestos. El primero de ellos es nihilizador, en la medida en que provoca, destructivamente, el vaciamiento del sentido del ser; hace del mundo lo más despreciable y horroroso, lo que merecería desaparecer; hace del mundo, en fin —como dirá Gracián— lo inmundo. Ante ese mundo que se niega a sí mismo y que, sin embargo, es, solo cabe la terrible y oscura sabiduría de Sileno cuando es interrogado —según la leyenda griega— sobre lo mejor para el ser humano: la de que «lo mejor de todo es […] no haber nacido, no ser, ser nada» 9 . El segundo sentido de la falta de unidad del ser, opuesto al anterior, opera como eternizador, porque hace del mundo y de la vida lo que es digno, por su incalculable valor, de ser eternizado. Lo eterno constituye también una negación en el ser, pero esta vez en la forma de una falta o ausencia en el seno mismo de este que, paradójicamente —y como veremos—, impulsa a dignificarlo y a elevarlo a tal altura. Lo eterno es, desde este punto de vista, una ausencia presente o sustracción generadora en la inmanencia de lo finito. El límite trágico es el lugar de un no-lugar, el lugar en el que, por un lado, lo eterno cobra presencia y destella en la forma de lo imposible necesario, justo cuando el ser, por otro lado, revoca su ser y pierde su sentido; es el quicio entre la nihilización del ser y su esplendor. En lo que sigue quisiera mostrar cómo se pone en obra esta doble faz del límite en el Barroco hispano, primero en el ámbito teórico del saber y la verdad; en segundo lugar, en el ámbito práctico del ejercicio de la libertad.

2. LA APORÍA DEL SABER TRÁGICO Y EL PROBLEMA DEL LÍMITE

Antes de ocuparme del Barroco hispano, creo necesaria todavía una reflexión que parte de lo trágico griego, porque quisiera mostrar que el primero recupera, en otras coordenadas históricas y conceptuales, al segundo.

A diferencia de lo que ocurre en el espacio pre-trágico, en el trágico —como ha sabido ver Jaspers— el ser en cuanto tal se convierte en problemático 10 . El saber pre-trágico de lo horroroso se comprende a sí mismo como parte de un todo coherente y armonioso —armonía de contrarios— sobre el cual no inquiere, asumiéndolo como lo que es dado. Lo trágico, sin embargo, interroga al todo de lo real, lanzando sobre él la pregunta por su ser. ¿Por qué es todo esto así? ¿qué es el hombre? ¿A través de qué parajes vitales es conducido? La tragedia incorpora inherentemente una necesidad de saber y de acceder a la verdad, abre a la verdad del ser.

Abre a la verdad del ser —habría que señalar inmediatamente— justo en el límite en el que el saber patentiza un no-ser en el ser. Ocurre, en efecto, que el héroe, al alcanzar la verdad, es conducido a desvelar el horror, la desgracia extrema que cae sobre él (en el caso de Edipo, a descubrir que ha asesinado a su padre y ha entrado en nupcias con su madre). Y con este doloroso saber, en ese límite de su devenir, se yergue la apertura de una comprensión del ser que permanecía oculta, la del ser en el que es posible lo sucedido: la falta de justicia divina en la justicia de la ciudad (en el caso de Antígona), el fracaso de las acciones más nobles (como en Don Quijote), la frustrada derrota de los seres humanos más audaces y morales entre la mayoría de los que no lo son 11 y, en general, el hundimiento inmerecido, la culpabilidad inocente, signos de un no-ser en el ser. Como señala Max Scheler, lo trágico no es exactamente el acontecimiento doloroso y terrible, sino la contemplación del mundo en el que ese acontecimiento es posible 12 . No es exactamente, por ejemplo, la muerte inocente en una cruel guerra, sino el mundo en el que ello se ha hecho posible. El saber trágico, sí, descubre una aporía en el ser, la inherencia en él de un no-ser destructivo y nihilizador. El coro, ante el desmoronamiento de Edipo, expresa esa negatividad: «ay, generaciones de mortales, / sois semejantes a la nada» 13 .

Pero el límite trágico es, al mismo tiempo, el lugar en el que acontece el autotrascenderse del todo trágico. Pues, por otro lado, el héroe queda dignificado en y a pesar del sufrimiento. En medio de la más absoluta catástrofe acontece la emergencia de una dignidad destellante. Al dejar el trono y abandonar la ciudad, Edipo actúa contra sí mismo por el bien del pueblo y se encuentra a sí en esa elevación noble y enteriza por la cual se hace cargo de su destino. Tiende a saber-se desde la dignidad. Afirma Terry Eagleton que «la tragedia necesita el significado y el valor, aunque solo sea para violarlos» 14 . Se podría decir lo inverso: que la tragedia necesita de la falta de sentido para vislumbrar una otreidad de significado y valor. Y así, en su límite más oscuro, lo trágico deja emerger, como en el fogonazo de un rayo, lo eterno. Pues, frente a la no-unidad nihilizadora del ser que ha descubierto, el héroe afirma con su digna resistencia —lo tematice o no— un valor incondicionado enlo condicionado. La lacerante nadificación del ser se autotrasciende en el límite de su consumación y deja entrever a su opuesto, vislumbra un tipo de ser cuyo valor intrínseco es incalculable y que merecería, por ello, eternizarse: la ley divina, en Antígona; la libertad no culpable en Edipo, la justicia política en Ión, etc.). Lo eterno constituye también un no-ser en el ser, aunque de signo opuesto al destructivo. Es lo que el ser muestra en sí como lo que hace falta en él. Lo eterno es la contracara del ser en su propio decaer. El límite trágico es el lugar o zona que reúne y separa estos dos cauces no sintetizables: el que conduce a la claudicación nadificadora del ser y el que impele al ser-en-lo-eterno, a realizar lo que valdrá siempre por encima del fracaso y el horror. Interrogo ahora cómo se expresa este problema en el Barroco hispano.

En la modernidad, la insalvable tensión entre el destino y la voluntad titánica y digna del héroe en pro de un valor se transfigura en una lucha intestina irresoluble entre la ligazón del héroe a la facticidad existencial a la que está entregado —en la que es incorporada la antigua moira— y la idealidad que lo eleva, una idealidad que —como ha aclarado Schelling 15 — podría ser entendida como una idea suprasensible (expresado el problema desde Kant): el bien moral, la libertad, la verdad, etc. Tal tensión forja en él, como concluye Pedro Cerezo Galán, la experiencia de lo imposible necesario, de lo que es absolutamente necesario para la vida o la existencia y, al mismo tiempo, imposible en sus condiciones inherentes 16 .

La tensión fundamental que recorre al Barroco es, como se sabe, la del todo y la nada. El mundo, según ello —como ha descrito Lucien Goldmann 17 y afirma expresamente Gracián 18 —, es todo y nada al unísono. Todo, porque, frente al naturalismo de la modernidad científica, se experimenta como fundado en lo absoluto divino. Nada, porque este fundamento se ha sustraído al mundo, dado que coincide con un deus absconditus. De ahí que el infinito sea irrepresentable. Karl Rahner aclara que, en el jesuitismo, con el que enlaza el pensamiento barroco, «Dios es siempre mayor que todo lo que sabemos de él y mayor que todo aquello en que podamos encontrarlo, se libra continuamente de todo lo determinado» 19 . Y se puede afirmar que en Gracián opera, siguiendo esta línea, un misticismo no coincidente con el de la Teología Negativa, sino afirmativo, según el cual es lo impresentable que está, sin embargo, en todas las cosas 20 . En cualquier caso, el todo-divino-infinito no se deja atrapar en una representación. Invocarlo es señalar una Idea sin contenido específico y, yo diría, impregnada de sublimidad, razón por la cual prima en los autores del Barroco hispano referirse a lo trascendente con términos inespecíficos: «el Cielo», «lo eterno», el «todo» o lo «infinito», a los que vengo refiriéndome. Es necesario ahora que indaguemos la tensión entre todo y nada a propósito de cómo comprende el Barroco el saber. Tomaremos a Gracián como fuente central, aunque haremos intervenir tangencialmente otras fuentes diferentes.

En el Barroco hispano, tal y como podemos comprenderlo desde Gracián, el saber conduce a una verdad terrible. Todos los hombre huyen de ella con horror, se nos dice en El Criticón 21 , cuando está precisamente de parto. En otros lugares, sin embargo, la verdad aparece como lo completamente ausente. La Mentira ha firmado su «destierro» 22 . ¿Qué verdad es esa, entonces, que a todos hace huir? Sin duda, la horrorosa verdad de que en el mundo no hay verdad. Porque, estando ella huida o expulsada, el mundo termina convirtiéndose en «un cero», todo «aire y vanidad» 23 . El resultado es, como ocurría en el mundo clásico, el doloroso descubrimiento de que no hay unidad del ser del mundo: reinando el engaño, le es inherente el no-ser, deviniendo un mundo contra sí mismo, un «mundo inmundo» 24 .

Esta aporía es, en realidad, más profunda que como acabo de describirla. Lo que ha huido del mundo es el todo de la verdad, su síntesis última. Este todo sintético se hace absconditus y queda ligado a lo divino, que es, al mismo tiempo, lo opuesto a la finitud y a lo transitorio. Todo (en cuanto unidad irrescindible y plena del mundo), divinidad, infinito y eternidad se trenzan en el pensamiento barroco 25 . Ahora bien, esto quiere decir, a mi juicio, que el todo infinito per-siste e in-siste en el tejido interior de la finitud como una ausencia presente y activa, como una nada, sí, pero en cuanto sustracción generadora. El mundo finito es, a pesar de la huida de lo infinito, una profundidad infinita de relaciones diferenciales que descubre el ingenio. Este, nos dice Gracián, busca el concepto, que es comprehensivo y persigue la unificación, no de cosas y seres, sino de las relaciones entre las innumerables cosas y seres diferentes que pueblan lo real 26 . De este modo, es emprendida por el ingenio una tarea de interpretación y de búsqueda de verdades relacionales, diferenciales. Esta empresa de des-cubrimiento en que consiste el saber es realizada contemplando las relaciones mundanas desde la perspectiva de la infinitud, es decir, indagando la impregnación de lo eterno que poseen, de manera que, como ha señalado Deleuze, se trata en el Barroco de «pensar lo existente derivando de lo infinito» 27 . El ingenio avanza, así, otorgando idealmente a las realidades diferenciales del mundo una unidad concordante, haciéndolas ingresar en una totalidad orgánica 28 . Lo que falta en el mundo tras la retirada del todo no es, pues, su íntima riqueza —las cosas y seres en su relación—, sino la totalidad que finalmente puede reunir tales relaciones en un plenum. Pero es precisamente la ausencia de ese todo lo que, paradójicamente, convierte a la tarea de reunión orgánica e interpretativa de lo diferente en algo inacabable. Comprender el mundo, indagar su verdad, equivale a reconocer en él un infinito cifrado de diferencias; son efectivamente, dice Gracián, las cifras infinitas 29 .

Si el mundo aparece con frecuencia en Gracián como una nada es porque tal riqueza diferencial e infinita es colapsada por dinamismos ciegos que han escapado a la voluntad humana y funcionan de modo casi indisponible —fundamentalmente el capital, la política realista y estratégica, basada en una administración burocrático-formal que se aleja de la singularidad de lo real, y el creciente poderío que adquiere, en todas las disciplinas, el espíritu de cálculo a través del ideal de la Mathesis Universalis. Estas fuerzas ciegas reducen la diferencia a la unidad abstracta de lo idéntico a través de la regla de equivalencia de todas las cosas. Es así —nos decía Adorno— como la modernidad (prevaleciente) despliega su dominio, sometiendo la diferencia a la ley de «convertibilidad» de todas las cosas y de todos los seres humanos 30 .

Este colapso de la riqueza del mundo es lo que el héroe barroco afronta críticamente, con lo cual el Barroco presupone falta de unidad en el ser del mundo, una ruptura de su supuesta identidad. Es una diferencia irrescindible por principio entre el todo integral y verdadero (ideal y trascendente) y el infinito intramundano ya aludido. El saber del mundo consiste en una reunión armónica de la heterogeneidad que se mantiene siempre en ciernes, in fieri, tendiendo al límite de su unidad orgánica consumada. Pero ello implica dos direcciones opuestas y en tensión. Por un lado, tiende el hombre barroco a conocer el infinito inmanente al mundo; por otro, a elevar lo mundano a lo infinito trascendente (pues el hallazgo de relaciones entre las realidades mundanas, como ya señalé, se hace desde el punto de vista de este). Se ponen en relación, pues, dos infinitos, el mundano y el extra-mundano, actuando el segundo como ausencia presente en el primero.

¿Dónde aparece lo trágico en esta configuración del saber? La búsqueda de la verdad total en el mundo es necesaria, porque la multiplicidad de lo que se descubre quedaría huérfana sin un esfuerzo de síntesis. Y, sin embargo, si este esfuerzo venciese, si fuese posible plenificarlo, la riqueza del mundo, su belleza y encanto, serían aniquilados, pues ese plenum los encarcelaría en lo Uno y ya no habría variedad y diferencia, ni fondo infinito. El límite al que tiende el incremento de la verdad es, trágicamente, la destrucción de esa misma verdad.

Pero esta situación trágica dista mucho de constituir un nihilismo. Es melancólica al estilo de la melancolía adusta propia de esta época: entristece y eleva a un tiempo. Hay realidad y verdad en el mundo, la que el ingenio es capaz de aprehender. Ocurre, sin embargo, que, habiendo realidad y verdad, falta el todo integral y presentable de esta, es decir, la realidad de la realidad y la verdad de la verdad, el fundamento presente en su plenitud. De ahí que para el alma barroca el mundo como tal aparezca con los vaporosos caracteres del sueño, como Calderón supo expresar con bella y rotunda pluma en La vida es sueño. La comprensión profunda de que este estado onírico es irrebasable produce a quien la alcanza una inquietante sensación. Pues no significa meramente que el saber es limitado, que su supuesto y constante progreso se toparía con una detención necesaria (por ejemplo, en la muerte), sino que pertenece a la naturaleza misma del saber en cuanto tal un no-saber y que en el comprender late el destino de una entera incomprensión. Y a pesar de ello, en esa presente ausencia tan lacerante, en ese no-lugar tan real, experimenta el alma barroca, al mismo tiempo, lo eterno en el a través del esfuerzo mismo del ingenio. Es el ingenio, en efecto, decía Gracián, «vislumbre de divinidad» 31 . La verdad plena no se hace presente en el límite trágico más que como entre-visión, como una visión en el entre o intersticio que conforman el infinito mundano y el infinito transmundano.

El límite del devenir trágico es, por ello, una zona de silencio, que es también el lugar de un no-lugar. Lo eterno es vislumbrado justo cuando el saber asciende a una cumbre y aprehende, en el mismo acto, que se ve obligado a una mudez inexorable. No solo para Gracián, sino para la mayoría de los barrocos hispanos, el silencio dista de ser solo una estratagema en el teatro del mundo; es también una realidad ontológica, ya que tanto el mundo exterior como el interior al sujeto se muestran insondables y laberínticos 32 . Hay una sigética ontológica en el Barroco hispano. El callar es el reverso que acompaña a lo decible y conversable. «En pena de que hablé, callando muero», dice un verso de Quevedo 33 . Y este tipo de silencio, por la pasividad que implica, pone de manifiesto que el hombre barroco no se opone al mundo, sino que se siente incardinado en él como lo que lo desborda. Renovar el espíritu trágico en lo moderno implica quizás reencontrar este silencio irrebasable. «El héroe trágico se aflige —dice Kierkegaard—de que nadie conozca su sufrimiento. Se alivia sabiendo que lo conocen, que se hace público. Pero ahora hay que buscar otra instancia de pasividad. Esa instancia implica que el que experimenta lo trágico y, por tanto, su sufrimiento, lo guarde como secreto en soledad. […] Lleva una vida oculta y silenciosa […]. Esto le da a su vida entera una significación» 34 .

3. EL PROBLEMA DEL LÍMITE TRÁGICO EN RELACIÓN CON LA ACCIÓN LIBERADORA

La dimensión trágica que he analizado para el caso del saber está, en el Barroco, entretejida con la que anida en la lucha contra todo aquello que hace del mundo lo inmundo: el engaño, el falseamiento, la injusticia, etc. El ámbito teórico de la verdad es inseparable del ámbito práctico, que tiene como fin la liberación del mundo respecto a lo inmundo y el logro de la libertad para el sujeto.

La aporía del límite trágico puede ser analizada, en primer lugar, desde el punto de vista que destaca en la acción la liberación de la diferencia frente a la identidad coactiva. Si el alma del hombre barroco hispano está imantada por la necesidad de aprehender la multiplicidad diferencial del mundo, entonces la liberación implica el desmoronamiento de los poderes que reducen la diferencia a una auto-identidad. El Barroco hispano posee esta propensión en su raíz más profunda, de forma que la «impugnación de la entidad logocéntrica» que defiende gran parte del neobarroco latinoamericano —el de la contraconquista—, la propensión a ese espíritu que «recusa toda instauración» 35 , no es algo que pueda ser esgrimido como lo absolutamente otro respecto al Barroco peninsular.

El vínculo entre «liberación» y «resistencia al dominio identitario» es uno de los supuestos que, a mi juicio, hacen de la novela cervantina Numancia algo más que un simple y burdo símbolo patriótico. En ella se expresa el fenómeno —político, pero también ontológico— de la eliminación de la diferencia singular de un pueblo por sujeción a la identidad expansiva de otro. Su tema central es, me parece, el de la oposición «identidad-diferencia». La obra ha sido representada en multitud de ocasiones, tanto en la época de Cervantes como en la actualidad y por intelectuales tan importantes como Alfonso Sastre o Rafael Alberti 36 .

Pensando en la representación de la tragedia cervantina que tuvo lugar en París, en abril y mayo de 1937, un Georges Bataille conmocionado reflexiona sobre lo trágico. En un artículo publicado en la revista Acéphale, «Crónica nietzscheana», recoge sus conclusiones. En Numancia, dice, se oponen el cielo y la tierra. Si ante el asedio este pueblo hubiera cedido, habría triunfado lo contrario de la soberanía humana, la mera y simple servidumbre respecto a la utilidad y la supervivencia. Los asediados, sin embargo, convienen en resistir hasta la muerte. ¿Qué sucede a través de esta decisión? La resolución por resistir hasta el final hace que la dispersión de individuos dé paso, en Numancia, a una realidad absolutamente nueva y valiosa: a la vinculación en una unidad que los trasciende a cada uno y a la suma de todos ellos. La decisión de resistir hasta la muerte se convierte, pues, en el acto de constitución de una verdadera comunidad. Comunidad de muerte, sin embargo, porque ocurre que ese acto constituyente de la comunidad coincide con la aniquilación de la misma. La libertad —en la que se concentra la esperanza de don Quijote— aparece en Numancia como el principio —dice Bataille— que «ofrece a la muerte como objeto fundamental de lo común de los hombres, la muerte y no el alimento o la producción» 37 . Es precisamente lo que se ha perdido en la crisis de nuestro presente «lo que rechaza la inercia de los hombres que viven hoy» 38 .

¿Qué significa «ofrecer la muerte»? En uno de sus sentidos, quizás el más ostensible, aunque no por ello menos importante, significa tomar la libertad como valor insobornable, mostrando, en general, que hay ideales que son más importantes que la supervivencia. Con la libertad que ha perseguido, le dice don Quijote a Sancho, «no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre»; y añade: por ella «se puede y se debe aventurar la vida» 39 . Aunque Ortega no fue trágico, sí coincidió en esto con el de la Triste Figura. La felicidad —sostuvo—

es estar fuera de sí, encontrar algo que nos trascienda y nos entusiasme completamente […]. El hombre no puede vivir plenamente si no hay algo capaz de llenar su espíritu hasta el punto de desear morir por ello. ¿Quién no descubre dentro de sí la evidencia de esta paradoja? Lo que no nos incita a morir no nos excita a vivir 40 .

Es un modo de verlo; y quizás es esto lo que, según Bataille, le falta a nuestra época 41 . El límite trágico involucra aquí directamente a la muerte y se nos muestra, de nuevo, como el lugar de una aporía. Es el espacio liminar entre la más alta fidelidad a la libertad y la consumación de la lucha que conduce hacia ella, consumación que aniquila la libertad. Es, una vez más, el lugar de un no-lugar, porque constituye el lugar de lo imposible, en el que se ofrece al unísono el ser pleno y el no ser radical.

Hay un segundo sentido del límite trágico que es, me parece, más sutil. El límite trágico hace aparecer la libertad de un pueblo en el instante de un rayo, el de la resolución extrema por la muerte. Pero esa libertad no es meramente la individual, sino la que vincula a los individuos entre sí, a cada uno con los otros. Se trata de la libertad que, con el precio de la muerte, cada uno ofrece a todos los otros y recibe de todos ellos. La libertad que relampaguea en el límite trágico no es propia ni de la vida singular ni de la vida de un todo amalgamado de individuos. Es la libertad del entre o intersticio que liga y separa, al mismo tiempo, a los seres humanos, verdadero suelo constituyente de la comunidad. Tal intersticio no pertenece a nadie y, sin embargo, es el pliegue que vincula al mismo con el otro. Hay un límite trágico en la génesis ontológica del ser-con humano: esa hendidura en la que cada singular muere como un mismo, lo cual es condición de la remisión al otro. Numancia nos diría, a mi juicio, que semejante génesis ontológica y trágica de la relación intersubjetiva pertenece al ser de lo común en cuanto tal, es decir, al sentido eterno de la asociación humana, que es capaz de soportar la muerte. De ahí que la comunidad fáctica y existente solo pueda prevalecer en su ser —frente a lo que ella no es, un Mismo— más que al precio de su propio sacrificio. «En el naufragio de lo finito —dice Jaspers— contempla el hombre la realidad y verdad de lo Infinito» 42 .

El enemigo de la comunidad no es, necesariamente, otra comunidad dispuesta a disolver su diferencia. Para el hombre barroco, la comunidad está amenazada por otras potencias, como el engaño, la impostura o la injusticia, que provienen, como he señalado, de dinamismos autonomizados y ciegos. El espíritu barroco hace suya, por ello, la experiencia del desengaño. La mayoría de pensadores y creadores del Siglo de Oro coinciden en pensar la existencia humana como un paso entre el nacimiento y la muerte transitado por el progresivo desengaño 43 , que opera en la realidad como una potencia negadora y desenmascaradora de lo inmundo. Deja aparecer, ante todo, la libertad, condición de cualquier elevación hacia lo verdadero.

La libertad, en el Barroco hispano, se ajusta a la norma ideal de lo que vale por sí mismo y permanece brillando por encima del tiempo finito, haciéndose digno de eternidad 44 . La idea de lo eterno —en la que vengo incidiendo— no posee, ciertamente, un contenido representable (por absconditus). Pero el hombre barroco conjetura en sí mismo —según el principio gratia supponit naturam— una tendencia natural interna hacia esa cumbre, «descubre el deus absconditus agazapado en el tenebroso abismo interior» 45 . Tal tendencia, anhelo intrínseco a su vida, propende a efectuar o encarnar el fondo de potencia que cada uno es (el caudal) en acciones y formas de proceder (maneras, modus operandi) en medio de la problematicidad del mundo. Y ello coimplica, en general, dos direcciones prácticas. La primera de ellas está dirigida al ideal de eternidad: a una forja de sí (mediante el ingenio) que permita la máxima perfección de las facultades (excelencias); en ese curso, el hombre alcanzaría su pleno sí mismo y su libre poder sobre sí. Ahora bien, esta tendencia, tomada aisladamente, alberga la tentación de conducir al sujeto a su refugio interior, despreciando por completo el mundo (rasgo barroco que recrea al estoicismo clásico 46 ). La segunda dirección práctica exige la entrega del hombre a la finitud mundanal, pues no podría modelarse en libertad más que en el seno de lo finito; es en este punto donde aparece la necesidad, ya mencionada, de una resistencia a los poderes que gobiernan el teatro del mundo y, con ello, el desengaño. Entre ambas direcciones —que se necesitan entre sí, pues no hay libertad sin liberación ni liberación sin ideal de libertad— se establece una tensión trágica: son opuestos necesarios y no superables en una síntesis.

El problema del límite trágico nos desvela ahora su estructura en lo que concierne a la libertad. El desengaño es, él mismo, el reconocimiento de un no-ser en el ser, la falta de identidad y unidad del ser. Y, al mismo tiempo, el desengaño abre una heterogeneidad fructífera en el ser, al generar un autotrascendimiento del mundo hacia lo eterno. Y en esa encrucijada, lo propiamente trágico no reside meramente, según creo, en que la tensión entre la tendencia hacia una libertad que quiere lo eterno frente al mundo, por un lado, y la entrega a la lucha por la liberación del mundo, por otro, sea insuperable porque el factum de la muerte haya de poner una traba inevitable a la segunda. Lo trágico reside, más bien, en el núcleo eidético que vincula a ambos polos, en la lógica aporética del vínculo entre ellos. Reside lo trágico en que la elevación a lo eterno no puede prescindir de su mediación heroica a través de la liberación de lo finito viviente respecto al engaño, lo cual requiere, en su envés, ese angustioso hundimiento que es el des-engaño respecto al mundo. En el más desengañado momento de sus tribulaciones, Segismundo afirma: «pues si esto toca / mi desengaño […] / acudamos a lo eterno» 47 . La situación que esto implica no es la de la simple constatación de que el mundo ha de ser abandonado en favor de lo trascendente. Vista así, la situación no es trágica; es una situación meramente desgraciada que busca un consuelo trans-mundano. La situación realmente trágica consiste en que lo eterno sea vislumbrado en el momento culminante en el que la liberación del mundo respecto al engaño fracasa. El límite trágico no es una traza entre el mundo y lo transmundano. El límite trágico es el no-lugar en el que, por un lado, lo eterno es vislumbrado en el mundo como lo que pertenece, de iure, a su ser en la forma de una ausencia o sustracción que le inserta a él, al mundo, el impulso inmanente hacia el incremento más alto de su valor, así como al héroe la esperanza de liberar su estancia en el mundo de los destinos del engaño. Pero ello acontece, por otro lado, en el momento en que llega a cumplimiento el desengaño en el héroe trágico.

En la obra magna de Cervantes se expresa de un modo magnífico esta tragedia de la libertad. El caballero manchego no solo aspira a su libertad individual y a la afirmación de su singularidad, sino, al unísono, a la libertad de la comunidad humana. Tal y como lo presenta tácitamente Hegel, este «caballero de la virtud» pugna por una totalidad en la que se armonizarían la libertad individual con la realización libre de una comunidad universal. Su ideal es el de una totalidad ético-épica de sujetos libres y hacedores de sí mismos 48 . Pero he de dejar a un lado, por su enorme complejidad, los problemas que porta la posterior interpretación hegeliana, que pretende superar dialécticamente el estadio trágico del espíritu en una colectividad ética real. La totalidad ético-épica ideal que dinamiza la acción de don Quijote es lo imposible-necesario, incompatible con la comunidad fáctica, en la que domina un discurrir pragmático sin ideales de grandeza ni héroes que los defiendan. Ahora bien, habría que decir —en la misma línea de lo que señalamos en el resto de los casos analizados— que el ideal (eterno, infinito) está realmente presente en el mundo, en la visión cervantina, en la forma de una ausencia operante o sustracción generadora en cada una de las luchas que nuestro héroe sostiene con el mundo.

¿Cómo explicar, si no, el entusiasmo de don Quijote, que renace en el suelo de sus continuos fracasos? El desengaño barroco es paradójico: hace brillar lo eterno en el desierto de la nada. En cada intento de transformar el mundo, el Caballero de la Triste Figura hace visible en la misma facticidad de su empresa, al ideal eterno por el que lucha. Sólo comprendemos el sentido de lo eterno como si surgiera de esa lucha. Y, sin embargo, comprendemos también que en cada batalla lo eterno no venza; el héroe se da de bruces con la nada del mundo —por engañoso e injusto—, desplomándose en un grotesco y lacerante fracaso. Nos damos cuenta ahora de que, aunque lo trágico es (estructuralmente) una tensión entre opuestos, tiene lugar (prácticamente) de una vez, afirmando y negando un mismo fenómeno. Tiene razón Scheler cuando señala que en lo trágico «una y la misma fuerza, que es necesitada por una cosa para realizar un valor superior positivo […] se convierte, durante el proceso de esta actuación, en la causa de la destrucción de justamente esta cosa, de cuyo valor es el portador» 49 .

Es en virtud de esta contradicción in actu del acontecimiento trágico como pueden darse el derrumbe y la elevación a un tiempo. Jaspers lo expresa de manera magnífica: el héroe trágico «triunfa en el mismo fracaso» 50 . Y los extremos conjugados en el acontecimiento trágico se reúnen en un límite cuya cualidad peculiar rompe la identidad del ser, pues muestra que acontece afirmándose (como un ideal que ha de hacerse en el mundo) y negándose, como imposibilidad de tal realización. Ahora bien, lo trágico no necesita de ningún consuelo. Él mismo constituye un ascender en el decaer. De ahí que el entusiasmo heroico y la melancolía no se sucedan en don Quijote cronológicamente. Están vinculados en cada curso de su acción. Pues cada vez que se desengaña y fracasa brilla también, por su propio retiro, el valor insobornable de la libertad.

Esta peculiar articulación del límite se mantiene en el momento de mayor tensión, en el que se dibuja el final de la aventura quijotesca. Si en cada uno de los múltiples actos de fracaso desengañado ha brotado ya una victoria, ese desengaño final y definitivo por el que naufraga el Caballero de la Triste Figura, dando paso a Alonso Quijano, no es —a mi juicio— un colapso de lo trágico en favor de la tranquila cordura. Es, más bien, la condición de posibilidad de todos los desengaños concretos. Muestra de modo paradigmático la unidad entre la nada y el todo que cada desengaño anterior contiene; patentiza esa unidad a limine, en el instante en el que la muerte aparece en el horizonte. El derrumbe de don Quijote es la consecuencia necesaria de su triunfo.

4. CONCLUSIÓN

Primero en el ámbito del saber, a continuación en el de la acción liberadora, lo trágico del Barroco hispano ha ido mostrando, a través de un conjunto de variaciones, una textura que implica la aparición de un límite trágico. Este límite no traza una oposición entre facticidad e idealidad, como si se tratase de dos dimensiones inmiscibles e incompatibles entre sí. En realidad, inmanencia y trascendencia se interpenetran en el Barroco hispano, pues el todo (infinito y eterno) es supuesto como una sustracción del fundamento del mundo que constituye a este activamente en su interior. El límite trágico es el lugar de un no-lugar, de la ausencia presente de lo eterno que genera, precisamente, la grandeza de lo finito: convierte al mundo —en el ámbito del saber— en un infinito de riqueza insondable; y se muestra constituyente de esa heroicidad práctica que acontece en la lucha contra lo inmundo del mundo, actuando como real espuela del esfuerzo heroico.

Lo trágico, así considerado, no implica el fracaso de lo mundano y el triunfo de lo ideal transmundano. No consiste simplemente en que el héroe, para triunfar en el Cielo, tenga que fracasar en la Tierra, testimoniando la vacuidad del mundo y de todos los esfuerzos humanos. Consiste, más bien, en que al fracasar en el mundo el héroe trágico desvela el valor incalculable de este. El fracaso del saber, en cuanto persecución del todo de la verdad, revela la infinita riqueza del mundo como infinito abierto de relaciones diferenciales. La resolución del pueblo numantino por resistir hasta la muerte coincide con la constitución, en ese mismo acto, de una auténtica comunidad. El fracaso del Caballero de la Triste Figura, finalmente, en la liberación del mundo y en la consecución de la plena libertad testimonian la infinitud de su ideal en el seno mismo de la finitud. En todos estos casos la experiencia de desengaño o de horror no son índice del carácter carencial del mundo y de la impotencia del ser humano, sino vislumbre de lo eterno como un exceso interior al ser que se muestra cuando este claudica.

El hombre del Barroco hispano no quisiera ser solo santo y alcanzar la vida eterna, sino ante todo héroe y liberar al mundo de las fuerzas destinales que colapsan su riqueza, elevándolo a lo que es digno de eternizarse. Lo que aparece emergente en el límite del todo trágico no es una trascendencia allende el mundo, sino el acontecimiento del auto-trascenderse el mundo mismo.

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Notas

* Este trabajo ha sido realizado en el marco del Proyecto de Investigación «Herencia y actualización del Barroco como ethos inclusivo» (PID2019-108248GB-I00 / MICIN/ AEI / 10.13039/501100011033), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, Agencia Estatal de Investigación, del Gobierno de España.

1 Aristóteles, Poética, cap. XI, p. 57 (1452a 26-35) y cap. XIII.

2 Aristóteles, Poética, cap. XI, p. 59 (1452b 11-16).

3 Aristóteles, Poética, XVIII, pp. 75-76 (1455b 34).

4 Aristóteles, Poética, cap. VII, p. 49 (1450b, 27-1451a 7).

5 Aristóteles, Poética, cap. XIII, p. 61 (1453a 5-9).

6 Dodds, 1981, pp. 39-70.

7 Míguez, 1973, pp. 114 y ss.

8 Jaspers, 1960, p. 122.

9 Nietzsche, 2009, p. 54.

10 Jaspers, 1960, pp. 15-39

11 Scheler, 2003, pp. 222-226.

12 Scheler, 2003, pp. 210-211.

13 Sófocles, Edipo rey, p. 363 (vv. 1184-1185).

14 Eagleton, 2003, p. 57.

15 Ver Schiller, 1990, pp. 70-84.

16 Cerezo Galán, 1998, p. 115.

17 Ver Goldmann, 1995, especialmente parte I.

18 «¿De dónde vienes? / De la nada. / ¿Y dónde vas? / Al Todo. / […] Vine a tomar el vuelo» (Gracián, El Criticón, II, 4, p. 992). Las partes de El Criticón serán citadas en números romanos y las «crisis» en arábigos.

19 Rahner, 1961, p. 327.

20 Ver el magnífico artículo de Agüera Fernández, 2017.

21 Gracián, El Criticón, III, 3, especialmente pp. 1142-1147.

22 Gracián, El Criticón, I, 6, p. 860.

23 Gracián, El Criticón, I, 6, pp. 857-858.

24 Gracián, El Criticón, I, 6, p. 863.

25 Cerezo Galán, 2015, p. 211.

26 Gracián, Agudeza y arte de ingenio, p. 443.

27 Deleuze, 2002, p. 165.

28 Deleuze, 2002, p. 160.

29 Gracián, El Criticón, III, 4, p. 1152.

30 Adorno, 1986, pp. 149-152.

31 Gracián, El Héroe, primor III, p. 77.

32 Aurora Egido describe al respecto toda una poética del silencio (1996, espec. cap. 2, pp. 48-66).

33 Quevedo, Obra poética, I, p. 464.

34 Kierkegaard, 1998, p. 36.

35 Sarduy, 1972, p. 184.

36 Ver Aszyk, 2020.

37 Bataille et al., 2005, pp. 127-128. Ver sobre esta temática el magnífico artículo de García Pérez, 2018.

38 Bataille et al., 2005, p. 128.

39 Cervantes, Don Quijote de la Mancha, p. 1195.

40 Ortega y Gasset, 1963, vol. III, pp. 87-88.

41 Aunque no cabe excluir que este sentido heroico y trágico pueda surgir en momentos fatídicos. Es el caso de la resistencia «numantina» que muchos hombres y mujeres de Ucrania están manteniendo tras la invasión de esta por Rusia. Está ocurriendo en el momento en el que se escribe este breve ensayo (marzo de 2022).

42 Jaspers, 1960, pp. 87-88.

43 El avance del desengaño se supera solo en la muerte (Gracián, El Criticón, I, 3, p. 828), implica la aprehensión de la «falta de fundamento» del mundo (I, 6, p. 876) y, por tanto, de su falsedad (I, 6, p. 856).

44 El héroe graciano, por ejemplo, expresa así ese ideal: «Advierte que está en tu mano el vivir eternamente […]; trabaja por ser insigne, ya en las armas, ya en las letras, en el gobierno; […] sé heroico y serás eterno […]; los insignes hombres nunca mueren» (Gracián, El Criticón, III, 12, p. 1265). Don quijote, por su parte, sabe que su lucha por la libertad está más allá de lo temporal —«Pero el andante caballero busque los rincones del mundo, éntrese en los más intrincados laberintos, acometa a cada caso lo imposible» (Cervantes, Don Quijote de la Mancha, p. 840).

45 Regalado, 1991, pp. 79-81.

46 Ver Durin, 2004

47 Calderón de la Barca, La vida es sueño, vv. 2977-8 y 2982 (p. 191).

48 Hegel, 1993, pp. 210-227.

49 Scheler, 2003, p. 213.

50 Jaspers, 1960, p. 48.

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