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Naturaleza y contrato social en Suárez. El bien común como clave legitimadora del poder político *
Nature and Social Contract in Suárez. The Key Role of the Common Good in Legitimising Political Power

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 10, núm. 2,

Instituto de Estudios Auriseculares

Óscar Barroso Fernández

Universidad de Granada ESPAÑA, España

Recibido: 25 marzo 2022

Aceptado: 14 abril 2022

Resumen: En este trabajo se analiza la teoría suareciana del origen y la legitimación del poder político utilizando la noción de bien común como clave interpretativa: en tanto que los humanos descubren la imposibilidad de darle adecuado cumplimiento en el seno de las comunidades naturales, se ven impelidos a transitar naturalmente hacia las políticas; aunque, al mismo tiempo, tal tránsito dependa de un acto voluntario. Así, naturaleza y contrato son para Suárez compatibles en la explicación del origen de la comunidad política. Por otro lado, aunque la democracia aparece como la forma originaria y natural de ordenación política, Suárez privilegiará la monarquía como mejor forma de gobierno para alcanzar el bien común. Pero, al mismo tiempo, el príncipe está obligado a legislar y gobernar buscando el bien común. En caso de injusticia grave, se activa el derecho de resistencia de la comunidad, siempre que ello no produzca perjuicios mayores sobre el bien común.

Palabras clave: Suárez, bien común, comunidad política, contrato, democracia, monarquía, derecho de resistencia.

Abstract: This paper analyses Suárez’s theory of the origin and legitimation of political power using the notion of common good as an interpretative guide. Hu- mans discover the impossibility of giving it adequate fulfilment within natural com- munities, so they are impelled to transit naturally towards political ones; although, at the same time, such transit depends on a voluntary act. Thus, for Suárez, nature and social contract are compatible in the explanation of the origin of the political community. On the other hand, though democracy appears as the original and nat- ural form of political organisation, Suárez privileges monarchy as the best form of government to achieve the common good. But, at the same time, the prince is required to legislate and govern following the common good. In case of serious injustice, the community’s right of resistance is activated to prevent a greater harm to the common good.

Keywords: Suárez, Common good, Political community, Social contract, De- mocracy, Monarchy, Right of resistance.

1. INTRODUCCIÓN

Las investigaciones que se han interrogado por el origen del poder político en Suárez 1 se han solido situar en torno a la cuestión de si estamos ante una teoría precursora del contractualismo moderno o, por el contrario, ante la síntesis, quizás definitiva, del iusnaturalismo medieval. Es habitual citar a Quentin Skinner como ejemplo de la primera posición 2 . Ciertamente, hay pasajes y expresiones de Suárez que parecen avalarla. Por ejemplo, en De Legibus afirma que «por un acto especial de la voluntad o común consentimiento (communi consensu) se integran los hombres en un cuerpo político con un vínculo social para ayudarse mutuamente en orden a un fin político» (L III,2,4). Y en Defensio Fidei llega a sostener que «el poder real se basa en un contrato o cuasi-contrato (contractu, vel quasi contractu)» (DF III,2,20).

La interpretación contractualista se encuentra con el problema fundamental de que Suárez concibe el poder político como una especie de modo emergente de la comunidad civil y no como un resultado por mera agregación o suma del poder de los individuos que la componen: «El poder existe en los hombres […], pero no existe en cada uno de los individuos, ni en ninguno en concreto […]. Luego radica en la colectividad» (L III,2,4) 3 . El poder no depende de contratos, ya que está de forma natural en la communitas politica: «en esa comunidad, en cuanto tal, radica por su naturaleza (ex natura rei) el poder de soberanía; de tal manera que no depende del arbitrio humano integrarse en esta forma o no aceptar este poder» (L III,2,4). Hay incluso pasajes en los que Suárez parece dar por supuesto que la realización de la comunidad política es una necesidad presupuesta en la propia ley natural; por todo ello, son muchos los interpretes que se suman a una interpretación naturalista de su origen 4 .

El objetivo fundamental de este trabajo es ofrecer una respuesta que vaya más allá de esta dicotomía interpretativa: en Suárez, iusnaturalismo y contrato conviven armónicamente 5 .

Tal síntesis sería quimérica si definiéramos el contractualismo en términos hobbesianos, es decir, como asunción de que no hay norma moral previa al propio contrato; pero no si partimos de otras definiciones más abiertas al iusnaturalismo, como la del propio Locke. De hecho, salvando las distancias, es posible interpretar la teoría suareciana del origen de la autoridad política como un antecedente de Locke 6 . En todo caso, en este trabajo me interesa dicha teoría en su valor intrínseco y no meramente precursor, en tanto que nos permite pensar el contrato y, con ello, la ciudadanía, más allá de la connotación individualista que le imprimió en términos generales el contractualismo anglosajón.

Mi tesis es que Suárez hace rotar su teoría acerca del origen de la comunidad política sobre su fin: el bien común. La comunidad política no nace para intentar conciliar los intereses egoístas de los individuos, sino para optimizar la realización del bonum commune 7 .

Para dar cumplimiento a esta tesis, propongo el siguiente orden expositivo:

En primer lugar, mostraré cuáles son las características que Suárez atribuye a la comunidad en estado de naturaleza o, de forma más adecuada a su letra, a la comunidad pre-política o imperfecta, y las dificultades que detecta en ella a la hora de dar cumplimiento al bien común.

En segundo lugar, aclararé en qué sentido se puede decir que tal cumplimiento empuja de forma necesaria al surgimiento de comunidades políticas y qué quiere decir Suárez cuando afirma que de esta necesidad se sigue que tales comunidades son de derecho natural. Mi objetivo fundamental en este punto será mostrar que esta necesidad no es incompatible con la asunción del contractualismo.

A partir de aquí, y en tercer lugar, expondré los rasgos fundamentales de la idea de contrato en Suárez y cómo permiten concebir la democracia como la forma natural y originaria de ordenación política.

En cuarto lugar, mostraré que es en orden a la mejor consecución del bien común por lo que Suárez defenderá la superioridad de la monarquía respecto de la democracia.

Por último, veremos que el bien común también funciona como instancia reguladora de las condiciones para la resistencia legítima y cómo ello obliga a matizar el sentido en que Suárez puede ser interpretado como defensor del absolutismo (al menos en un sentido diacrónico y atento epocalmente a otras formas más contundentes de legitimación del mismo).

2. ESTADO DE NATURALEZA

Hay intérpretes que consideran fuera de lugar hablar de estado de naturaleza en Suárez 8 ; otros afirman que, aunque no utilizó esta formula, sí que echó mano de otras parecidas, como la de lo que immediate existat in natura rei 9 . Hechas estas puntualizaciones, ¿qué podemos decir sobre el estado de naturaleza en Suárez?

En primer lugar, no debe entenderse como un estado sin ley. Obviamente, en él no hay ley civil, pero aún así está regido por la ley natural, cuyos dictados son alcanzables racionalmente por todos los hombres.

En segundo lugar, aunque en este estado los hombres son libres e independientes del poder político, tal independencia no puede ser entendida como soledad. Suárez, de acuerdo con uno de los principios fundamentales de la tradición escolástica, concibe al ser humano como animal social. Para entender bien la diferencia en este punto con respeto al contractualismo anglosajón, hay que tener en cuenta que la asociación de los humanos no se justifica, en Suárez, pragmáticamente como la mejor forma de satisfacer los intereses egoístas; ni siquiera es adecuado decir que los seres humanos se unen para dar cumplimiento a sus necesidades comunes. La apertura a los demás, la vida en comunidad, es una nota esencial de la humanidad y, en cuanto tal, prioritaria respecto a toda justificación pragmática. La apertura es, por lo demás, también constitutiva de la moralidad, ya que solo desde ella los humanos «encuentra su perfección y felicidad» 10 .

Estas dos notas del estado de naturaleza permiten a Suárez sortear la objeción a la teoría contractualista que Otto Gierke expuso en su clásico Political Theories of the Middle Age (1900): formar una república exige actos complejos, pero, ¿cómo llevarlos a cabo en ausencia de una ley positiva? 11 . Y es que, aunque para Suárez en el estado de naturaleza no hay ley positiva, la ley natural marca una serie de obligaciones que permiten a los cabezas de familia reconocer y seguir unas mis- mas reglas con el objetivo de progresar en la realización del bien común. Esto por sí mismo constituirá una especie de voluntad general suficiente para permitir el tránsito a la sociedad política.

3. LA NECESIDAD EN EL ORIGEN DE LA COMUNIDAD POLÍTICA

Suárez comienza sus reflexiones sobre la ley civil en el libro tercero de De Legibus haciéndose cargo de un problema a la hora de explicar el tránsito de la comunidad imperfecta a la perfecta: existen dudas sobre si unos seres humanos pueden obligar mediante leyes a otros, ya que «cada uno de los hombres no es superior a los demás ni por naturaleza poseen unos más que otros ese poder» (L III,2,1); como «nacen naturalmente libres […], ninguno de ellos tiene jurisdicción política —como tampoco dominio— sobre el otro» (L III,2,3).

Para superar esta dificultad, es preciso mostrar la compatibilidad entre la na- turaleza humana y el sometimiento a la autoridad. Al respecto, Suárez considera que, aunque el hombre es libre por naturaleza, ello no significa que no tenga «ca- pacidad y aptitud para que, por una causa justa y razonable, pueda someterse a otro hombre» (DF III,1,8). Hay incluso momentos en los que parece dar a entender que la autoridad, en realidad, está ya supuesta o incluida en la propia ley natural. Así, de nuevo en Defensio Fidei, afirma que principatus politicus est de iure naturae (DF III,1,7). En el mismo sentido, sostiene en De Legibus que «por la naturaleza mis- ma de las cosas, sea además necesaria entre los seres humanos una comunidad política que constituya, al menos, una Ciudad-Estado (civitas) y esté formada por familias» (L III,1,3). En conclusión, Suárez parece defender no solo la posibilidad, sino también la necessitas magistratus civilis (L III,1,5).

Pero esto nos lleva a un segundo problema: ¿cómo defender que la comunidad perfecta tiene un origen consensual o contractual si se sigue de forma necesaria de la propia ley natural? 12 . Las referencias a la necesidad de la comunidad y la autoridad política parecen incompatibles con la simultanea defensa de una teoría contractualista. Pero lo cierto es que Suárez sostiene que la comunidad perfecta nació «por la voluntad de todos los que en ella se integraron» (L III,2,3): «por un acto especial de su voluntad o común consentimiento se integran los hombres en un cuerpo político con un vínculo social para ayudarse mutuamente en orden a un fin político, de este modo, forman un solo cuerpo “místico” que puede llamarse uno en sentido moral» (L II, 1.ª adición).

Para resolver este problema, hemos de ver en qué consiste para Suárez la necesidad de la sociedad política. En Defensio Fidei aclara qué significa la afirmación de que principatus politicus est de iure naturae: .siendo esa autoridad justa y legítima, no puede menos que ser conforme al derecho natural; y siendo necesaria para la conservación de la sociedad humana, que la misma naturaleza apetece, también por este título es de derecho natural. (DF III,1,7). En esta afirmación encontramos dos argumentos bien diferenciados. En la primera parte, más que afirmar que la autoridad política sea de derecho natural, Suárez sostiene la conformidad entre ambas cuando la autoridad es justa y legítima. Esta afirmación no deja de ser una obviedad si tenemos en cuenta que, para Suárez, y en contra de teóricos de la razón de Estado como Maquiavelo, una de las condiciones para que el derecho sea justo y legítimo es que se ajuste al derecho natural. En cambio, en la segunda parte de la afirmación sí que encontramos elementos fundamentales para entender en qué sentido considera que la autoridad política es de derecho natural y, por lo tanto, necesaria. El argumento es como sigue:

  1. Hay una tendencia natural en el ser humano a vivir en comunidad.

  2. Solo a partir de la constitución de la comunidad perfecta es posible dar adecuado cumplimiento a esta tendencia

  3. Por lo tanto, la comunidad política y la autoridad que se sigue de ella son necesarias desde el punto de vista del derecho natural 13 .

Si bien es cierto que en la comunidad natural hay ya una percepción del bien común, no lo es menos que los seres humanos tienen una fuerte inercia a dejarse llevar por su propio interés y a flaquear en su moralidad. De tal forma que sin un poder coercitivo que lo imponga, difícilmente buscan el bien común 14 . Esta dificultad puede llevar en su caso más extremo a poner en peligro la propia conservación de la especie humana; pero sin llegar a tal grado de dramatismo, en otras ocasiones Suárez afirma que sin la constitución de la comunidad perfecta no habría progreso en el conocimiento y la técnica, y la vida se mantendría en un estado de subdesarrollo primitivo: «aisladamente considerados, nunca gozan de autonomía tan absoluta que no precisen de alguna ayuda, asociación y común intercambio, unas veces para su mayor bienestar, progreso y desarrollo y otras incluso por verdadera necesidad moral y falta de medios, como demuestra la experiencia misma» (L II,19,9).

En conclusión, la autoridad política es necesaria por su carácter «indispensable para el buen gobierno de la comunidad humana» (L III,1,3).

Ahora bien, aunque los humanos constaten esta necesidad, pueden elegir, de forma ciertamente imprudente, continuar en comunidad imperfecta. Como apuntábamos más arriba, el paso de la comunidad natural a la política requiere el concurso de la voluntad humana. Es precisamente aquí donde se constata la complementación suareciana de necesidad y libertad (de la que el contrato es su natural expresión) en el origen de la autoridad política.

4. LO CONTRACTUAL EN EL ORIGEN DE LA COMUNIDAD PERFECTA

Cuando hablamos de «contrato» en Suárez no queremos decir que se sitúe en la órbita de la explicita teoría contractualista moderna de autores como Hobbes, Locke o Rousseau. Como ya apuntamos en la introducción, hay ocasiones, excepcionales, en las que Suárez se refiere al contrato, pero son más abundantes las referencias a una especie de consentimiento. Además de por esta cuestión cuantitativa, hay otros elementos que obligan a hacer esta matización.

En primer lugar, en cualquiera de las formas en que nos refiramos a un contrato, está basado en la costumbre y, por lo tanto, no es necesario que esté escrito.

En segundo lugar, la explicación contractualista del origen de la comunidad política tiene en Suárez más un carácter lógico que histórico.

En tercer lugar, es preciso evitar la habitual conexión de contractualismo y convencionalismo: si la intervención de la voluntad matiza el sentido en el que la autoridad política es necesaria, de forma inversa, la necesidad matiza el sentido de lo contractual en Suárez; en ningún caso puede ser equiparado a lo arbitrario, ya que la voluntad de constituir una comunidad perfecta se activa como consecuencia de la deliberación y el conocimiento de su necesidad para la adecuada consecución del bien común.

Por último, el contrato que se produce entre los cabezas de familia de la comu- nidad imperfecta no constituye una cesión del poder individual 15 . Como ya apunta- ba en la introducción, el poder político no resulta de una supuesta suma del poder y la voluntad de cada uno de los individuos que entrar en el contrato, sino que surge por resultancia, como una propiedad emergente de la misma comunidad po- lítica. Por ello esta comunidad es más que mero agregado de individuos; es «un solo organismo político», «uno en sentido moral» (L III,2,4), un «cuerpo místico» (L II,1.ª adición) 16 .

No es necesario, por lo tanto, un acto especial de constitución del poder una vez que los humanos consienten unirse en comunidad política. Este es el sentido en que hay que entender la afirmación suareciana de que «Dios confiere el poder a modo de propiedad que resulta de la naturaleza» (L III,3,5). Afirmación que, por lo demás, debe ser complementada con esta otra: «Ese poder no resulta en la naturaleza humana hasta que los hombres se agrupan en una comunidad perfecta o autónoma y se unen políticamente» (L III,3,6).

Como el poder es en origen inherente a la propia comunidad y no a los individuos concretos, la forma originaria de gobierno, la que nace naturalmente de la comunidad, es la democracia. En la comunidad política originaria, el poder legislativo radica «en toda la colectividad de hombres» (L III,2,3), o, dicho de otra forma, en la comunidad

«radica el poder de la soberanía» (L III,2,4). Suárez llega a afirmar que la democracia es, en este sentido, de «institución divina» (divina institutione): si se entiende como

«institución positiva, hay que negar esa consecuencia, pero […] si se entiende de una institución —como quien dice— natural, sin ningún inconveniente puede y debe admitirse» (DF III,2,8) 17 .

5. DE LA DEMOCRACIA A LA MONARQUÍA

Dada la asunción de la democracia como forma natural de gobierno, ¿cómo fue posible que Suárez acabara considerando que la monarquía era superior?

Lo primero que hay que tener en cuenta para explicar este giro es que, para Suárez, la democracia es de derecho natural solo conceptivamente, nunca de forma preceptiva: si bien el derecho natural da ese poder de forma inmediata a la comunidad, no prescribe que permanezca en ella, «sino únicamente mientras la misma comunidad no determine otra cosa, o también mientras otro que tenga poder para hacerlo no introduzca mudanza legítimamente» (DF III,2,9) 18 .

Pero esta explicación solo aclara la posibilidad de otras formas de gobierno distintas a la democracia sin apoyar la preferencia por una u otra. La elección de la monarquía como mejor forma de gobierno viene avalada por otra serie de argumentos.

Hay en primer lugar, razones de carácter epocal. Entre ellas, el hecho obvio, constatado por el propio Suárez, de que en su contexto histórico casi todas las formas de gobierno son monárquicas 19 . Es también obvio que en este contexto sería poco prudente atacar la legitimidad de las monarquías. Otra razón epocal y prudencial, aunque menos subjetiva que la anterior, es que Suárez era consciente del potencial peligrosamente revolucionario que tenían las ideas democráticas que habían cuajado en el renacimiento 20 .

En segundo lugar, hay una razón práctica: suponiendo una forma de democracia directa, parece extremadamente complicado gobernar: «la confusión y dilación sería interminable si hubiera que establecer las leyes por sufragio universal» (L III,4,1).

En tercer lugar, hay una razón que podríamos calificar como dialéctica: Suárez tiene que negociar con defensas de la monarquía más absolutistas que la suya propia, como la que lleva a cabo el propio Jacobo I, y toda autentica negociación conlleva la posibilidad de asumir elementos de la posición contraria.

Pero, sin duda, la razón más importante se encuentra en la reflexión suareciana sobre lo que «mejor convenga al bien común» (L III,3,8). Este será el elemento fundamental para decidir sobre la forma de gobierno; situándose por encima incluso del consentimiento y el contrato en orden a la legitimación: la teoría del consenso descansa y se explica por la defensa del bien común, y si esta defensa exigiera dejar atrás o ignorar el contrato, Suárez no tendría problemas al respecto 21 .

Para comprender adecuadamente la posición del Doctor Eximius en este punto, debemos tener en cuenta que suscribe el modelo de comunidad perfecta aristotélico-tomista, según el cual, la buena dirección exige una sola cabeza; como, por lo demás, «puede deducirse del gobierno y plan providencial de todo el universo» (L III,4,1).

Suárez no solo considera que la monarquía es la mejor forma de gobierno, sino que además argumenta a favor de su forma absoluta. Ello se constata de forma especial cuando conceptúa el tránsito de la democracia a la monarquía no como una forma de delegación del poder, sino de abrogación, enajenación o, de forma más matizada, quasi alienatio: «la transmisión de ese poder por el pueblo al soberano no es delegación sino cuasi enajenación o entrega ilimitada de todo el poder que había en la comunidad» (L III,4,11) 22 . Cuando se transfiere el poder al rey este «se hace superior incluso al propio reino que se lo otorgó, ya que al dárselo se sometió y abdicó de su libertad anterior» (L III,4,6). El monarca se convierte incluso en un cuasi Dios: «una vez transferido ese poder al rey, éste hace ya las veces de Dios y el derecho natural obliga a obedecerle» (L III,4,6).

Suárez constata que hay pueblos, como el caso del Reino de Aragón, en los que la transferencia del poder al monarca solo fue por delegación; pero en los casos en los que «no medie tal pacto entre el rey y el pueblo […] no se ha dado al soberano el poder con esa limitación, sino que de un modo absoluto queda constituido jefe del Estado» (L III,19,6).

Pero, aunque Suárez defiende el poder absoluto del monarca, no acepta que pueda concebirse como un poder patrimonial e incondicional sobre los súbditos; debe, en todo caso, ser un poder justo y promotor del bien común.

En este sentido, en las respuestas a Jacobo I en Defensio Fidei se observan notas diferenciales muy importantes respecto a la defensa del absolutismo por parte de pensadores como Bodin. Un elemento central al respecto se encuentra en la manera de entender la conexión entre Dios y el monarca. Mientras que para Bodin o para el propio Jacobo I el rey estaba ungido por derechos divinos, Suárez, siguiendo a Tomás de Aquino y de acuerdo con Bellarmino, rechazará que reciba su autoridad directamente de Dios. Si bien se puede sostener que en última instancia el poder político es una donación de Dios, se encuentra, como hemos visto, inmediata y directamente en la comunidad y no en el monarca.

La donación divina y directa del poder al monarca implicaba, para Bodin, la imposibilidad de concebir tanto formas gobierno que fuera legítimamente alternativas a la monarquía como formas legítimas de resistencia. La diferencia respecto de Suárez en particular y la filosofía política contrarreformista en general es aquí crucial.

Respecto a lo primero, aunque Suárez considera que la monarquía es la mejor forma de gobierno, no asume que el resto sean necesariamente malas. De hecho, la prudencia aconseja formas mixtas: «dada la fragilidad, la ignorancia y malicia de la naturaleza humana, de ordinario es conveniente incorporar algún elemento de gobierno comunitario con la participación de varios ciudadanos» (L III,4,1). Además, como acabamos de ver, para Suárez el poder del rey puede ser más o menos amplio en función de la convención establecida entre reino y rey (L III,4,5) sin que ello afecte a su legitimidad.

Respecto a la segunda razón, la legitimidad de la resistencia, quizás sea exagerado extraer de aquí, como hiciera Skinner, la tesis de una limitación constitucional del poder absoluto 23 , pero lo cierto es que Suárez ofrece elementos nítidos para la delimitación del poder monárquico.

6. DERECHO DE RESISTENCIA Y TIRANICIDIO: LAS LIMITACIONES DEL PODER MONÁRQUICO

Hay que tener en cuenta que las limitaciones jurídicas establecidas por Suárez al poder monárquico parten siempre de la asunción epocal de su carácter absoluto. Esto se observa con claridad en que el monarca no está sometido coactivamente al cumplimiento de las normas de la comunidad; está más allá del poder coercitivo de las leyes. La ley que obliga puede ser directiva o coercitiva, pero solo la primera, la obligación de conciencia, afecta al rey: «Al quebrantarla, comete un pecado de idéntica especie que los súbditos que pequen contra ella» (L III,35,8). En cambio, no hay obligación coercitiva en su caso: «la pena […] implica de suyo un factor de violencia» (L III,35,17) y el soberano no puede quedar sometido a tal obligación; no solo por su especial dignidad —«sería indigno aplicar penas corporales a un soberano o legislador» (L III,35,18)—, sino porque, en tanto que es soberano, no se podría hacer efectiva; no hay nadie por encima de él que pueda castigarle. Como es habitual en Suárez, nos ofrece además un argumento prudencial o pragmático: «Si el poder político dependiera de la fe personal o de las buenas costumbres del propio soberano, se seguirían inconvenientes mucho mayores para el bien común. No existiría en el Estado ni paz ni obediencia sino que cualquier súbdito querría juzgar a su superior y, por consiguiente, negarle obediencia» (L III,10,10). Desde este punto de vista, solo Dios tiene poder para quitar el reino al pecador.

Subrayamos que nos referimos al monarca como «pecador», porque lo cierto es que la situación cambia cuando se trata de juzgar no su comportamiento moral, sino su capacidad de legislar. Cuando el monarca legisla injustamente, sí que se dan condiciones legítimas de resistencia, que pueden ir desde el no cumplimiento de la ley injusta 24 hasta, en el caso más extremo, el tiranicidio.

En realidad, para Suárez la expresión «ley injusta» implica una contradictio in terminis: ya que si es verdadera ley no puede ser injusta y, por lo tanto, si hay injusticia no hay verdadera ley, con lo que, por definición, no puede obligar (L III,19,11). Por supuesto, Suárez limita al extremo las condiciones de esta injusticia. Así, por ejemplo, no debe confundirse la ley injusta con la ley percibida por el pueblo como excesivamente dura o gravosa. En este último caso, debe ser obedecida, aunque, sea aconsejable que el soberano la derogue o suavice (L III,19,12).

Si nos referimos a la ley positiva no desde el punto de vista de su necesaria adecuación a la ley natural sino en tanto que efectivamente «positiva», entonces sí que podemos hablar con sentido de «ley injusta». Sobre ella nos preguntamos cuándo se dan las condiciones para la resistencia e, incluso, la posibilidad de tiranicidio.

En Defensio Fidei, Suárez desarrolla una reflexión a propósito de los dos tipos de tiranía que resulta fundamental para aclarar cuáles son aquellas condiciones. Se puede distinguir entre los que son tiranos por ocupar el trono injustamente y los que, ocupando el trono justamente, reinan tiránicamente «sea trayéndolo todo a su propia conveniencia prescindiendo del bien común, sea afligiendo injustamente a los súbditos, y esto despojando, matando, pervirtiendo o perpetrando otras injusticias parecidas pública y frecuentemente» (DF VI,4,1). Pone a Nerón como ejemplo histórico y paradigmático del segundo tipo y, por supuesto, sitúa al propio rey Jacobo entre los tiranos cristianos, al inducir a herejía a sus súbditos.

En el caso del tirano que ocupa el trono de forma injusta, Suárez considera que cualquier ciudadano puede darle muerte. La razón está en que «en ese caso no se mata a un rey o príncipe, sino a un enemigo del Estado» (DF VI,4,7); aunque matiza que solo será posible que el particular actúe así si no encuentra otra manera de librar al Estado del tirano y no puede recurrir a un superior que lo juzgue. Por supuesto, todo ello teniendo siempre presente que se trata de salvaguardar el bien común; por lo que en ningún caso se podrá llevar a cabo el tiranicidio si ello puede implicar «para el Estado los mismos o mayores daños que los que se sufre bajo él» (DF VI,4,9).

En el caso del tirano que ocupa el trono de forma justa, solo cabe la posibilidad de matarlo por cuenta propia en defensa de la propia vida 25 . Con ello, Suárez está sentado las bases para una teoría de los derechos humanos y en claro antecedente a Locke; aunque la teoría del primero es más restrictiva que la del segundo. Recordemos que, para Locke, el hombre tiene unos derechos que no pueden ser transferidos al gobernante: vida, libertad y propiedad. Suárez excluía la propiedad privada por no constituir un derecho natural. Y aunque, como hemos visto, la libertad era para él de derecho natural, consideraba legítima su enajenación, por ejemplo, en caso de guerra justa.

Por supuesto, la defensa del bien común también actúa como límite para el derecho a defender la propia vida: el derecho de resistencia y el tiranicidio no se aplicarán ni siquiera en el caso extremo de defensa de la propia vida cuando pudieran producir graves inconvenientes al bien común: «si, como consecuencia de la muerte del rey, el Estado hubiese de perturbarse o sufrir otros graves inconvenientes contrarios al bien común, entonces la caridad para con la patria y para con el bien común obligaría a no matar al rey aun con peligro de la propia muerte» (DF VI,4,5) 26 .

Por analogía con lo que ocurre con el individuo, el derecho de tiranicidio se activa también cuando corre peligro la vida del Estado; cuando el rey pretende destruir la comunidad o matar a sus ciudadanos y estos últimos no se pueden defender de otra manera: «el Estado entonces tiene entre manos una guerra defensiva justa en contra de un injusto invasor aunque éste sea su propio rey: luego cualquier ciudadano, como miembro del Estado y movido por él expresa o tácitamente, puede en ese conflicto defender al Estado de la manera que pueda» (DF VI,4,6).

Fijémonos en que en este caso Suárez no dice que el ciudadano pueda dar muerte al monarca por cuenta propia, sino movido expresa . tácitamente por el Estado. Esto se explica por diversas razones; entre las que, para nuestros propósitos, resultan especialmente interesantes las siguientes: en primer lugar, porque «el poder de vengar o castigar los delitos no lo tienen las personas particulares, sino el superior o toda la comunidad perfecta» (DF VI,4,4); ocurre, además, y en segundo lugar, que si no fuera así «los reyes y príncipes no podrían tener ninguna seguridad, pues los vasallos fácilmente se quejan de que les tratan injustamente» (DF VI,4,4); por último, Suárez subraya nuevamente las razones pragmáticas: de no tener en cuenta aquellas limitaciones, «se seguiría una infinita confusión y perturbación del Estado, y se daría ocasión a sediciones y homicidios» (DF VI,4,4).

En los casos en lo que el daño producido por el tirano no sea tan grave, es decir, cuando no hace una guerra contra su propio pueblo, «no cabe defensa por la violencia». (DF VI,4,6).

Puede que, para la mentalidad de nuestros días, Suárez limite en exceso la posibilidad de resistencia: por un lado, esta solo será legítima en los casos en los que se esté poniendo en peligro extremo el bien común; por otro, incluso en este caso, debe ser absolutamente manifiesto que el abuso que el monarca hace de su poder llevará al pueblo a la ruina; es decir, el derecho de resistencia solo se puede apoyar en una certeza absoluta; la más mínima duda, lo invalida 27 .

Pero, aunque hoy nos resulten excesivas las limitaciones de Suárez al poder del monarca, debemos evitar la tentación de interpretar su posición como meramente retórica o ideológica, como si pretendiera cerrar cualquier posibilidad real de resistencia, buscando, ante todo, la salvaguarda del monarca. Detrás de estas limitaciones hay una razón prudencial o pragmática: en ningún caso la lucha contra el tirano por el bien común, puede acabar con dicho bien. Por ello, el derecho de resistencia solo se puede aplicar tras concienzudas deliberaciones por parte de la comunidad o los organismos que la representan.

A mi juicio, al mismo tiempo que Suárez apoya formalmente la monarquía absoluta, sus reflexiones sobre el derecho de resistencia se constituyen como elementos fundamentales para una defensa sustantiva de la democracia.

Podemos preguntarnos si no hemos caído hoy en una actitud inversa a la de Suárez: la de una defensa formal de la democracia que ha perdido su sustancia. Asumimos que la democracia consiste en el derecho a votar para elegir a nuestros representaste; pero, en un contexto en el que impera la postverdad, es decir, donde los bulos muestran tendencialmente tanto poder como las verdades, parece que aquel derecho no va acompañado de la mínima responsabilidad de la ciudadanía hacia el bien común. Todo parece apuntar a que, como comunidad, estamos perdiendo el sentido de la culpa in vigilando respecto a nuestros dirigentes.

7. CONCLUSIÓN

Hemos visto que la defensa y desarrollo del bien común constituye la clave de bóveda para una adecuada comprensión de cómo se origina y legitima el poder político en Suárez.

En primer lugar, para la más adecuada consecución del mismo, las comunidades naturales se configuran como comunidades políticas, sabedoras de que en las primeras las posibilidades efectivas de progreso son muy limitadas, llegando incluso a poner en peligro la vida de la comunidad. Dado que ya en el seno de la comunidad natural se tiene conciencia de tal limitación, Suárez sostiene que el tránsito a la comunidad perfecta está exigido por la propia ley natural, aunque al mismo tiempo dependa de un acto voluntario. Por ello, naturaleza y contrato son para Suárez compatibles a la hora de explicar el origen de la comunidad política.

En segundo lugar, aunque la democracia aparece como la forma originaria y natural de ordenación política, Suárez privilegiará la monarquía absoluta como mejor forma de gobierno para alcanzar, de nuevo, el bien común.

Pero, en tercer lugar, el monarca está obligado a legislar y gobernar justamente, es decir, en favor del bien común. En caso de injusticia manifiesta y grave, como huella última de la actitud democrática de Suárez, se activa el derecho de resistencia de la comunidad siempre y cuando ello no produzca perjuicios mayores sobre el bien común.

En conclusión, podría decirse que el bien común convierte en relativas y circunstanciales —rasgo, por cierto, profundamente barroco— todas las instancias que intervienen en la legitimación del poder político: por supuesto el valor de la democracia originaria; pero también el poder monárquico, en tanto que su legitimidad está delimitada por el bien común, o la resistencia legítima, que tiene como condición no perjudicarlo; incluso, como hemos visto, la propia idea de contrato o consentimiento pierde su valor si respetarlo pone en peligro aquel bien máximo.

Por hacer explícito el hilo que une la filosofía política de Suárez a la temática del número monográfico en el que aparece este artículo, podemos decir, para terminar, que barroca es la atención extrema y prudencial al contexto histórico que se respira en Suárez y barroca es también la inquietud producida por la sensación epocal de crisis que hay detrás de tan fina atención.

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Hardt, Michael, y Antonio Negri, Imperio, Barcelona, Paidós, 2002.

Letelier Widow, Gonzalo, «La noción de “estado de naturaleza” en el pensamiento político español del siglo XVI», Ideas y valores, 167, 2018, pp. 199-222.

Merêa, Paulo, Sobre a origem do poder civil. Estudos sobre o pensamento político e jurídico dos séculos XVI e XVII, Coimbra, Edições Tenacitas, 2003.

Pereña, Luciano, «Génesis suareciana de la democracia», en Francisco Suárez, De Legibus, vol. V, CSIC, Madrid, 1975, pp. XVII-LXXVIII.

Prieto, Leopoldo José, «La noción de ley en Suárez y Locke», Daimon, 71, 2017, pp. 137-156.

Skinner, Quintin, Los fundamentos del pensamiento político moderno. II. La refor- ma, México, Fondo de Cultura Económica, 1986.

Schrock, Thomas S., «Anachronism All Around: Quentin Skinner on Francisco Suárez», Interpretation, 25, 1997, pp. 91-124.

Schwartz, Daniel, «Francisco Suárez on Consent and Political Obligation», Vivarium, 46, 2008, pp. 59-81.

Schwember, Felipe, y Daniel Loewe, «El todo es mayor a la suma de sus partes: la teoría política de Suárez y la tradición contractualista», Bajo Palabra, 262, 2021, pp. 161-178.

Suárez, Francisco, De Legibus, Madrid, CSIC, 1971-2012, 10 vols.

Suárez, Francisco, Defensa de la fe, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1969, 4 vols.

Suárez, Francisco, Disputaciones metafísicas, Madrid, Gredos, 1960-1966, 6 vols

Notas

* Este trabajo ha sido realizado en el marco del Proyecto I+D+I «Herencia y reactualización del Barroco como ethos inclusivo» (2020-2022), PID2019-108248GB-I00, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España.

1 Las referencias a la obra de Francisco Suárez aparecerán en el cuerpo del texto. Utilizaré las siglas L y DF para referirme respectivamente a De Legibus y Defensio Fidei. Justo después de las siglas, aparecerá el volumen en números romanos y el capítulo y el parágrafo en números arábicos.

2 Lo cierto es que Skinner, al mismo tiempo que ve en Suárez un claro antecedente del contractualismo del siglo XVII, también observa que la prueba última de la validez de la autoridad política no es el consenso, sino la congruencia entre acción política y ley natural (Skinner, 1986, p. 169). Encontramos ejemplos recientes de una interpretación contractualista de Suárez en Schwartz, 2008 (desde el estudio de obras menos conocidas, como De voto y De iuramento) y Letelier Widow, 2018.

3 Aquí resulta fundamental la causalidad por resultancia. En ella, la acción no es distinta del ente que la causa y brota espontáneamente de él. Suárez, Disputationes Metaphysicae, XXX,5,10. Ver Elorduy, 1963

4 Gómez Robledo, 1998, pp. 108-109; Schrock, 1997, p. 92; Merêa, 2003.

5 Esta tesis ha sido defendida también por otros intérpretes de Suárez. Entre los más recientes: Font, 2018; Schwember y Loewe, 2021. De haber un elemento singular en mi interpretación, estará en la defensa del lugar central que ocupa la problemática en torno al bien común en la legitimación del poder en Suárez.

6 Leopoldo José Prieto ha mostrado en diversos trabajos la posibilidad de encontrar en Suárez un precedente en este sentido, y no solo de Locke. Véase, a modo de ejemplo, Prieto, 2017.

7 Schwember y Loewe afirman que el “hecho de que Suárez tenga una noción sustantiva y no meramente agregativa de bien común (como parece ocurrir en el caso de Hobbes o Locke), puede explicarse por su teoría del origen de la potestad civil”, en la que combina elementos iusnaturalista y contractualistas (Schwember y Loewe, 2021, p. 176). Por mi parte, considero, de forma inversa, que este bien común funciona como el presupuesto o la clave de bóveda que empuja a Suárez a esta combinación de elementos.

8 Schrock, 1997, p. 91.

9 Skinner, 1986, p. 161. En realidad, corrigiendo a Skinner, hay que decir que Suárez sí que utilizó literalmente la expresión in statu naturae (L II,8,9), aunque sin llegar a entender, como hizo Luis de Molina, que la condición humana en estado de naturaleza constituía la situación en la que se encontraban los seres humanos tras la caída y antes de que surgieran las comunidades perfectas (Skinner remite a Luis de Molina, De iustitia et iure Libri Sex, Maguncia, 1659, pp. 1688, 1689, 1869. Ver Skinner, 1986, p. 161).

10 Álvarez, 1975, p. XXII.

11 Skinner, 1986, p. 171.

12 De ahí la conclusión de Copleston: «la soberanía política no es en sí misma simple materia de convención o convenio, puesto que es necesaria para la vida humana» (1985, p. 377). Sostiene que en Suárez hay una teoría del doble contrato, pero esta no sirve para explicar el origen de la sociedad, sino la decisión en torno a la extensión de las comunidades concretas (primer contrato) y la forma de gobierno que estas se dan (segundo contrato). Ciertamente, aunque no la comparto, hay pasajes en la obra de Suárez que parecen dar plausibilidad a esta interpretación: «Aun cuando este poder sea de derecho natural en términos absolutos, su concreción en una forma determinada de poder o de gobierno depende de la libre decisión de los hombres» (L III,4,1).

13 En la misma línea, en De Legibus demuestra la necesidad de la sociedad política partiendo de la afirmación de que «el hombre es un animal social y tiende natural y justamente a vivir en comunidad»; observa, a continuación, que la comunidad natural es la «imperfecta o familiar» y que este tipo de comunidad «no se basta a sí misma»; por lo que concluye que el tránsito a la comunidad perfecta es necesario «por la naturaleza misma de las cosas» (D III,1,3).

14 De aquí nace un argumento fundamental a favor de la compatibilidad entre libertad y autoridad: la libertad individual corre serio peligro si no hay un poder coercitivo que asegure la paz actuando contra aquellos que violan los dictados de la razón natural. Como observó Luciano Pereña: «Abandonados a su propia voluntad, los hombres tienden a la anarquía. Además, el egoísmo y la ambición de los más fuertes se impone y esclaviza a los más débiles. La sociedad es origen de esclavitud y despotismo. También la libertad degenera en tiranía» (1975, p. XLVI).

15 Schwember y Loewe encuentran aquí un elemento diferenciador respecto al contractualismo posterior. En Locke, por ejemplo, hay un poder individual, un «poder ejecutivo de la ley natural»; un poder al que los individuos renuncian cuando se integran en una comunidad perfecta; por lo que se entiende que el poder político deriva directamente del poder que tienen los individuos de modo natural considerados separadamente (Schwember y Loewe, 2021, pp.173).

16 Creo que Skinner se equivoca al considerar que este cuerpo místico es prepolítico, es decir, anterior a la sociedad política y su condición de posibilidad (Skinner, 1986, p. 171).

17 Font observa la correlación que hay entre la causalidad por resultancia y la democracia: «Más en concreto, en su filosofía política ese “más vivo sentido de lo existente concreto y de los entes singulares” mueve a Suárez a conceder gran autonomía a las “causas segundas”, lo que permite un fuerte inmanentismo del poder político con relación a toda la comunidad perfecta y, de este modo, una concepción más democrática» (Font, 2018, p. 181).

18 En la explicación de este argumento, Suárez echa mano de una peligrosa analogía: de la misma forma que el hombre libre puede dar su consentimiento para ser siervo o incluso un poder justo puede obligarle a ello, también en la comunidad, ya sea porque ella así lo quiera «o por obra de otro que tenga poder y justo título para hacerlo, ese poder le puede ser quitado y transferirse a una persona o grupo» (DF III,2,9). De esta forma, las iniciales esperanzas democráticas son oscurecidas por el sometimiento de toda la comunidad política al poder del monarca, existiendo incluso la posibilidad de que este sometimiento no requiera el consentimiento del pueblo; como ocurre, por ejemplo, en el caso de supuestas guerras «justas» (DF III,2,17).

19 Aunque Suárez hace referencia a excepciones. Así, constata que hay repúblicas libres que «se conservan para sí el poder de soberanía», aunque «confían la función legislativa a un senado o a un presidente o “Duce” con independencia o en colaboración con el senado» (L III,4,12).

20 En este sentido no es del todo erróneo el juicio de Michael Hardt y Antonio Negri cuando conceptúan el barroco como un movimiento reactivo respecto de las fuerzas revolucionarias e inmanentes que surgieron en el renacimiento (2002, pp. 77-78). Aunque al mismo tiempo es preciso superar el enfoque maniqueo en el que caen estos autores. Ver Barroso, en prensa.

21 De forma inversa, Schwember y Loewe consideran que la teoría del consenso está en Suárez a la base de su manera de entender el bien común: «El hecho de que Suárez tenga una noción sustantiva y no meramente agregativa de bien común (como parece ocurrir en el caso de Hobbes o Locke), puede explicarse por su teoría del origen de la potestad civil» (Schwember y Loewe, 2021, p. 176).

22. Pasajes como este impiden interpretar, como hace Pereña, que la tesis de la translatio fue una concesión necesaria en el contexto de Defensio Fidei, mientras que en De Legibus Suárez habría entendido la transferencia del poder como delegación (ver Pereña, 1975, p. LV).

23 Skinner, 1986, p. 169.

24 Hay ocasiones en que incluso es posible dejar de cumplir la ley aunque esta no sea injusta. Así, por ejemplo, en el caso de que la transgresión de la ley «se dé con harta frecuencia y por parte de la mayoría del pueblo, y que el legislador, consciente de ello, no se dé por enterado ni fuerce el cumplimento de la ley», esta puede dejar de obligar, ya que «fue revocada en función de un consentimiento implícito del soberano» (L III,19,10). Además, «la observancia privada de esa ley no afecta ya al bien común» (L III,19,13). En todo caso, observa Suárez, esta excepción exige mucha moderación y prudencia al aplicarla, teniendo siempre en cuanta cómo afecta al bien común.

25 Font hace un computo de las razones a favor y en contra para pensar si Suárez está limitando democráticamente el poder y concluye: «Estimamos que es posible una interpretación del sistema político suareciano en el que la piedra angular es el derecho a la propia defensa ante la tiranía, lo que desemboca al final en una teoría del poder político al que efectivamente se pueden oponer límites» (Font, 2013, p. 518).

26 Cabe incluso la posibilidad de que el Estado pueda obligar al particular, de forma justa, a poner en peligro su vida, como ocurre en caso de guerra o «en tiempo de peste». Obviamente, estas situaciones han de estar bien justificadas y solo se podrán exigir «por alguna causa absolutamente justa en relación directa con el bien común o con una persona que es muy necesaria para el bien común» (L III,30,5).

27 En De Legibus afirma que sí que hay un derecho a no obedecer al monarca cuando manda algo injusto: «los súbditos pueden e incluso deben dejar de obedecer al rey en cuanto a ese precepto, si se trata de algo injusto. Pero no pueden por esa razón negarle absolutamente obediencia en lo que sea justo» (L III,10,7).

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