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Spinoza: el «marrano de la razón» como pensador barroco*
Spinoza: The «marrano of the Reason» as Baroque Thinker

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 10, núm. 2,

Instituto de Estudios Auriseculares

José Antonio Pérez Tapias

Universidad de Granada ESPAÑA, España

Recibido: 25 marzo 2022

Aceptado: 22 abril 2022

Resumen: Spinoza puede ser considerado pensador barroco, representativo en la Europa del XVII de lo que el filósofo mexicano Bolívar Echeverría define como ethos barroco. El autor de Ética y del Tratado teológico-político nació en familia de ascendencia hispano-portuguesa, cuyos miembros fueron judíos conversos, llamados «marranos», luego retornados al judaísmo en su exilio en Países Bajos. Ese recorrido se ve culminado al ser expulsado Spinoza de la sinagoga por su pensamiento crítico. Por ello es el «marrano de la razón», al decir de Yirmiyahu Yovel. Volver sobre su obra permite recuperar a Spinoza para una mirada marrana sobre España y para un replanteamiento de la modernidad desde un spinozismo barroco con vínculos ibéricos. La marca en su vida y en su obra del doble marranismo señalado acompaña a la condición barroca de la filosofía de Spinoza, a partir de la cual destaca su ética liberadora, entre el transteísmo metafísico y la democracia, lo cual comporta un valioso legado para nuestra actualidad neobarroca.

Palabras clave: Spinoza, marranismo. ethos barroco , barroco, modernidad.

Abstract: Spinoza might be considered as baroque thinker, representative in the Europe of the 17th century, of what the Mexican philosopher Bolívar Echeverría defines as baroque ethos. The author of the Ethics and the Theological-Political Treatise was born within a family with Spanish-Portuguese ancestry, whose members were Jewish converts to Catholicism, the so-called «marranos», who converted back to Judaism in their exile to the Netherlands. That path is culminated when Spinoza is expelled from the synagogue for his critical thinking. As a result, he was called the «marrano of the reason» by Yirmiyahu Yovel. Coming back to his work allows one to recover Spinoza for a marranalook about Spain and for a reconsideration of the modernity from a baroque spinozism with Iberian links. The hallmark of such double marranismo in his life and his work goes with the baroque condition of Spinoza’s philosophy, from which his liberator ethics is highlighted, between the metaphysical transtheism and the radical democracy, which represents a valuable legacy for our neobaroque present day.

Keywords: Spinoza, marranismo , Baroque ethos baroque, modernity.

RELEVANCIA DEL ETHOS BARROCO DE SPINOZA PARA UNA MIRADA MARRANA SOBRE ESPAÑA Y UN REPLANTEAMIENTO DE LA MODERNIDAD DESDE CLAVES IBÉRICAS

En su escrito sobre «El idealismo alemán de los filósofos judíos», Habermas subraya que es inimaginable dicho idealismo y su contribución a la tradición crítica sin las aportaciones de pensadores judíos 1 . Retrotrayéndonos más atrás, podemos hacer valoración análoga de Baruch de Spinoza —o de Espinosa, a tenor de la grafía castellana que él utilizó—: la modernidad y su herencia no hubieran sido lo mismo sin el pensamiento de ese judío, autor de textos claves de la filosofía europea como su Éticao su Tratado teológico-político.

Al abordar la obra de Spinoza es obligado tener en cuenta la época en que vivió, así como su origen familiar y el contexto judío de procedencia. En cuanto a lo primero, viviendo en pleno siglo XVII (1632-1677), le encontramos ubicado en la época del Barroco, por lo que es pertinente preguntarse si puede considerarse pensador barroco en virtud de las características de su filosofía. En lo que toca a lo segundo, los antecedentes de Spinoza son los de judíos del ámbito ibérico, marcados por el atosigamiento de la Inquisición, tratándose de judíos conversos, los llamados «marranos», que, tras emigrar a los Países Bajos, encontraron en esa Nueva Jerusalén que para ellos fue Ámsterdam circunstancias propicias para retornar al judaísmo. Cabe preguntar, pues, por la incidencia en su pensamiento de la condición marrana del filósofo. Abordar ambas cuestiones importa también para esclarecer cómo recogemos su legado desde el ámbito hispano y cómo retomamos ese pensamiento de raigambre ibérica en la crisis de la modernidad.

Valorar la herencia del judaísmo, pasada por el filtro del marranismo, es asunto no sólo relevante para la interpretación de Spinoza, sino también, dado lo que significaron los marranos en la historia de España, para iluminar problemáticas no resueltas de la realidad española. Junto a las pretensiones de su pensamiento, merece la pena subrayar sus vínculos con la cultura española del momento —comprobable en autores presentes en su biblioteca con los que dialoga— y con la lengua castellana —está documentado el uso que hacía de ella—, cosa nada extraña en judíos sefardíes. Todo ello da pie para contar a Spinoza también como pensador hispano en el exilio. Si lo apuntado en torno al marranismo hispánico o ibérico de Spinoza permite, por una parte, recuperar un perdido eslabón filosófico de nuestra tradición, por otra supone una pieza de singular valor para una necesaria perspectiva marrana sobre España: otra manera de mirar la realidad española distinta de la históricamente dominante, que redunda en déficits de reconocimiento de nuestra pluralidad.

¿Qué supone volver sobre la experiencia de aquellos judíos conversos que, tras el decreto de expulsión de los Reyes Católicos en 1492, trataron de adaptarse, mediando una tremenda renuncia a la religión de sus ancestros, a un nuevo marco sociopolítico sin por ello dejar de estar en el punto de mira de la Inquisición? Una mirada marrana permite afrontar el lastre que supone una concepción del Estado y una idea de la nación con sesgo excluyente. Si el Estado-nación es invento del siglo XIX, en cada caso se buscó legitimidad en hechos mitificados para reforzar la identidad colectiva. En ese remontarse a hechos del pasado como —en nuestro caso— la unión dinástica de Castilla y Aragón, la anexión de Navarra y la conquista del reino nazarí de Granada, todo ello punto de arranque de la Monarquía Hispánica, vemos cómo pasaron a ser considerados elementos fundacionales. Ensalzado ese constructo histórico queda en la penumbra la expulsión de los judíos, catástrofe para la comunidad sefardí —no fue ni el único, ni el primer caso de expulsión de los judíos en países europeos—, y también pérdida irreparable para la sociedad española, que se construyó sobre ese desgarro inicial —poco más de un siglo después, en 1609, a la expulsión de los judíos le seguiría la de los moriscos—.

Los «marranos», como recuerda la filósofa Donatella Di Cesare en su libro titulado precisamente Marranos, quedaron en el seno de la sociedad española, ahormada bajo el catolicismo contrarreformista, como «los otros» que a su vez, en tanto que rompieron con su comunidad de origen, representaban una doble alteridad excluida: «los otros de los otros» 2 . En consecuencia, esos «otros de los otros», con su identidad fluctuante y sus biografías marcadas por la represión, representaron el núcleo vacío de una identidad colectiva conformada a través del rechazo y prolongada en la posterior marginación o exclusión de gitanos, protestantes, liberales, republicanos, rojos…, y todos cuantos han sido vistos como heterodoxos respecto de la ortodoxia dominante.

Recuperar el punto de vista de los «marranos» —del marranismo provenían Luis Vives, Teresa de Jesús, Fernando de Rojas, Cervantes… y tantos y tantas— es hacer valer la mirada de quienes querían a España plural y tolerante. Y de quienes hoy deben y pueden activar el recuerdo de aquello que para unos fue un estigma y para la sociedad hispana una herida nunca sanada. Una mirada marrana haría ver a España de otra forma y promover dinámicas de reconocimiento en múltiples direcciones. Tomar como propia, sin pretensiones de exclusividad, la obra de Spinoza invita a la asunción de la realidad de una España plural en una Europa diversa.

Por otra parte, en Spinoza encontramos un pensar barroco que desborda los marcos con que se desplegaba la modernidad. Si el barroco hispano que emergió desde el siglo XVI es propio de una primera modernidad —la del yo conquisto previo al yo pienso, y la del desplazamiento del eje geopolítico desde el Mediterráneo al Atlántico, como Dussel ha notado 3 —, el caso de Spinoza ya en el XVII muestra cómo un pensamiento de extracción ibérica, con fondo judío tamizado por el marranismo, gana protagonismo de cara a esa segunda modernidad. El barroco hispano cuenta con credenciales como protagonista de la modernidad.

¿Cómo seguir el recorrido desde Spinoza cual pensador barroco, poniendo en alza su condición marrana, haciéndonos cargo de su herencia? Una guía la proporciona Bolívar Echeverría con sus aportaciones desde México en torno al ethos barroco como una de las formas de ethos histórico que fraguaron en los siglos XVI y XVII, cuando la modernidad nacía contando con la conquista y dominio colonial en América. Reflexionando desde la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, más especial deuda con Walter Benjamin, el autor de La modernidad de lo barroco teoriza sobre el ethos histórico que, como conjunto de actitudes, valores, modos de pensar, elaboraciones ideológicas…, se configura en distintas etapas como factor supraestructural y de fuerte incidencia sociopsicológica en los procesos sociales. Subrayando su papel, enunciado con resonancias hegelianas, en proximidad al Max Weber de La ética protestante y el espíritu del capitalismo o al carácter social de Erich Fromm, Bolívar Echeverría propone esta noción de un marxismo así enriquecido para el análisis de cómo se dio la modernidad y arrancó el capitalismo bajo moldes colonialistas en la América hispana.

Diferenciando lo que llama ethos barroco de otros formas del ethos, según modos de afrontar las contradicciones del capitalismo naciente —el ethos realista de corte burgués conformista respecto a situaciones de dominio, el ethos romántico con la impronta de su intención restauradora, el ethos clásico de signo conservador—, la mirada de Bolívar Echeverría se concentra en el ethos de la población mestiza y comunidades indias refractarias al modelo impuesto desde prácticas imperialistas, pero teniendo que sobrevivir con actitudes de resistencia y voluntad de memoria procurando subvertir, hasta donde pudiera, estructuras sociales y pautas impuestas por invasores 4 .

Además de tener en cuenta exponentes de ese ethos barroco, desde las expresiones emanadas de las reducciones del Paraguay o las manifestaciones guadalupanas, hasta la obra de Juana Inés de la Cruz o el escrito sobre el buen gobierno de Guamán Poma de Ayala, y todo ello añadido a sus huellas en las artes y arquitectura, conviene averiguar si en el barroco peninsular hallamos manifestaciones de tal ethos. Hay señales de esa actitud de resistencia ante la modernidad capitalista que despuntaba: Francisco Suárez o Baltasar Gracián permiten constatar cierto distanciamiento crítico, por ejemplo siguiendo el hilo de sus respectivas reservas frente a la razón de Estado que en la época se imponía como criterio determinante de la acción política —resistencia que por Walter Benjamin es apreciada como elemento destacado del barroco hispano—. Esa línea de búsqueda respecto al barroco de este lado del Atlántico se encuentra con el pensamiento de Spinoza en tanto expresión de un ethos barroco en el que destaca el componente de resistencia y transformación frente a un orden con estructuras de dominio.

Si la cultura del barroco nace en el contexto de la colisión de dos mundos, como es el caso del choque entre el mundo heredado de la cristiandad medieval, con su marcado teocentrismo y sus estructuras feudales, y el mundo que sería moderno —mundo antropocéntrico, de razón autónoma, de estructuras protocapitalistas y política absolutista, de burguesía como clase ascendente y de nueva religiosidad—, dicha colisión es vivida desde la cultura judía con tonos más acentuados, sea por quienes permanecieron en la fe de sus padres al precio de exiliarse, sea por quienes se sometieron a las exigencias de conversión a la ortodoxia cristiana, lo que no les libró de la discriminación de los «cristianos viejos». Salta la analogía entre las circunstancias padecidas por los marranos y aquellas a las que se vieron arrojados quienes en América sufrieron los estragos de la conquista, los abusos de la invasión, el sometimiento a los poderes imperiales y las barbaries del dominio colonial.

LA MARCA EN SU VIDA Y EN SU OBRA DEL DOBLE MARRANISMO DE SPINOZA

Spinoza presenta la huella del judaísmo en su filosofía y también de sus avatares biográficos como judío proveniente del marranismo. Tuvo formación rabínica, conoció la literatura bíblica y la tradición talmúdica, manejaba el hebreo y pesaron en su formación los filósofos judíos medievales, siendo Maimónides el que mayor influencia tuvo en él —así lo destaca Miquel Beltrán en su libro El espejo extraviado. Spinoza y la filosofía hispano-judía, considerando su pensamiento, incluso por lo que se refiere a su idea de Dios, como reelaboración de esa herencia medieval 5 —. Obviamente esa tradición de pensamiento no es la única fuente de Spinoza, que recoge legado estoico, que se mide con el racionalismo cartesiano, que conoce la filosofía de Hobbes y tiene presente a Maquiavelo…

El intenso diálogo de Spinoza con predecesores y contemporáneos no anula lo judaico. Es significativo que su obra cumbre, en la que vuelca su ontología y el enfoque metafísico al que se debe, lleve Ética por título, en consonancia con algo tan de peso en el judaísmo como es la primacía de la ortopraxis sobre la ortodoxia —así lo subraya Erich Fromm, también desde su trasfondo judío, en El arte de amar, refiriéndose a Spinoza, de quien es especialmente deudor 6 —. La metafísica como ética tiene en Spinoza un pionero destacado, lo cual es algo que se encuentra posteriormente en otros, como será el caso del también judío Emmanuel Lévinas, insistiendo en «la ética como filosofía primera» 7 , por más que marcando distancias respecto al spinozismo.

Spinoza hace filosofía desde una razón para la que reivindica una insobornable autonomía, y ello viniendo de una familia que hubo de trasladarse a Ámsterdam para poder llevar una vida sin estar bajo sospecha. Su familia y, por ello, él mismo, formó parte de los judíos conversos que en el entorno tolerante de los Países Bajos de la época emprendieron el camino de vuelta a la religión de sus antepasados. Dicho retorno no estaba exento de problemas, por cuanto pasaban a ser judíos reconvertidos tras etapa en la que asumieron ideas y modos de actuar del catolicismo, aunque practicaran el judaísmo a escondidas. Como recoge Gabriel Albiac, la desconfianza que eso producía en otros miembros de la comunidad judía provocaba inocultable discriminación hacia los conversos reconvertidos. El caso del judeoportugués Uriel da Costa, que terminaría suicidándose, dejó su impacto en Spinoza, a quien luego afectaron los problemas con la comunidad del judeoespañol Juan de Prado, el cual, a pesar de su ir y venir de posiciones heterodoxas, mitigó la expresión de las mismas para permanecer en la comunidad 8 .

Al filósofo Spinoza, aunque mantuviera una actitud de prudencia siguiendo a Maimónides —tomó la palabra latina «caute» como lema—, le llegó en 1656 la expulsión de la comunidad judía. El consejo de la misma emitió su proscripción (Herem), que, como excomunión de la sinagoga, no ahorró fortísimas fórmulas de condena. Spinoza, sabiendo que ello se debía al modo de pensar suyo, no se iba a retractar. Habiendo sido expulsado de la comunidad judía, con palabras que anticiparon descalificaciones que iban a recaer sobre él por parte de teólogos, de filósofos, de comentaristas temerosos… —descalificaciones que fueron desde «pestilente» hasta describirlo como «Satán encarnado», como advierte Georges Friedman al comparar el pensamiento spinozista con el de Leibniz 9 , quien se entrevistaba en privado con el filósofo a quien todos denostaban en público—, Spinoza se vio padeciendo un múltiple rechazo. Yirmiyahu Yovel, en su libro Spinoza, el marrano de la razón, que inspira en buena medida el enfoque de estas páginas, sostiene que nuestro filósofo, viniendo del marranismo, se convirtió en «marrano de segundo orden» debido a su «religión de la razón» 10 .

El mismo Yovel, hecho ese diagnóstico sobre Spinoza, abunda en las «pautas marranas» que conserva su pensamiento, aun con su carácter secular. Ello también tiene que ver con características de su pensar y no sólo con contexto hostil, lo cual es destacado por Yovel a pesar de críticas vertidas sobre su interpretación, como las formuladas por el citado Miquel Beltrán, que lee a Spinoza como un autor más vinculado a filósofos judíos medievales que volcado hacia un pensamiento con innovación radical respecto a los paradigmas filosóficos heredados —interpretación esta que sigue a Hurry A. Wolfson en The Philosophy of Spìnoza, en la que viene a presentar a este como albacea de Maimónides—.

De esas «pautas marranas» se pueden subrayar algunas en cuanto a la modulación y expresión del pensar spinozista 11 . En este, además, se acentúa la tendencia entre conversos a deslizarse hacia posiciones heterodoxas respecto a la visión de la trascendencia en una religión que se entiende como revelada, yendo más allá como «filósofo de la inmanencia». La ruptura con la religión mosaica se da aun utilizando el «doble lenguaje» con el que Spinoza se mueve en sus textos, eso tan marrano que por otra parte entronca con la querencia barroca al enmascaramiento, dualidad que mira por un lado a la «multitud» y por otro a cierta élite. Moviéndose en ese doble frente, quien tiene en su Ética y en el Tratado teológico-político sus obras cumbres, se enfrenta —sin sacrificar su compromiso de «veracidad filosófica» 12 —, al dogmatismo sectario y apuesta por la tolerancia. Pero el crítico con la religión tradicional por su carga de supersticiones y su disposición a la servidumbre, no deja de tener un fondo de religiosidad que le conduce a buscar la salvación de otra manera. La dura experiencia marrana, lejos de vanas ilusiones mesiánicas, conduce en el caso de Spinoza a una idea de salvación que, con cierto misticismo y marcando su filosofía con el sello de una concepción profética de la misma como búsqueda de esa salvación —heredada del profetismo hebreo, como subraya Stuart Hampshire en monografía sobre nuestro autor 13 —, será secular, laica y humanista.

ENTRE EL SISTEMA Y EL TRATADO: CONDICIÓN BARROCA DE LA FILOSOFÍA DE SPINOZA

En la última parte de la Ética encontramos cómo el tercer grado del conocimiento, el que sigue a la imaginación con sus ideas inadecuadas y al entendimiento con sus ideas adecuadas, es la sabiduría que proporciona la intuición a la que la razón accede en un último peldaño. Dicha intuición abre el acceso a una sabiduría que es «amor intelectual a Dios», la cual tiene un carácter salvífico. Es la salvación buscada por Spinoza para hallar salida al drama, propio del barroco, de un sentido que se esfuma en la misma medida que Dios se esconde. La pregunta metafísica por el sentido vislumbra una respuesta tras el recorrido por una ontología que presta a la ética el «modo geométrico» de su articulación para salir del antagonismo, tan barrocamente vivido una vez atrás el optimismo renacentista, entre determinismo y libertad —la cruz de Leibniz—.

Spinoza responde a problemáticas que aborda la mentalidad barroca, como indaga Ansaldi en su libro Spinoza et le Baroque atendiendo tanto a su ontología, como a su antropología y pensamiento político 14 . Sin embargo, no faltan voces contrarias a leer a Spinoza como barroco, entre otros motivos por verlo ajeno a la melancolía como estado de ánimo definitorio de la época, posición expresada por Rodríguez de la Flor en La era melancólica, donde destaca cómo la «vis melancólica» deja sin posibilidad la afirmación del conatus y la potencia de existir 15 . Parecida conclusión apunta Francisco José Martínez en Próspero en el laberinto, que también se decanta por primar en el barroco su negativismo, viendo a Spinoza contrario a él, máxime si este, en su Tratado teológico-político, tilda a la melancolía de «espíritu malo» 16 .

¿No cabe en la cultura barroca el intento de contrarrestar la melancolía para no verse arrastrado a un escepticismo incurable o a un nihilismo sin salida? Spinoza representa el empeño de no sucumbir a ella, epítome de pasiones tristes, con lo cual puede encontrar aliados en quienes desde el mismo espíritu barroco no dejan de abrir paso incluso a lo lúdico, como el mismo Benjamin detecta incluso en Calderón 17 . Con todo, es llamativo cómo un intérprete de Spinoza cual Antonio Negri, que tanto percibe el spinozismo como «anomalía salvaje» cuanto lo considera portador de carga subversiva, concede que presenta «una experiencia de transmutación barroca» 18 , aunque él se incline a situar el spinozismo en continuidad con el humanismo renacentista.

Tomando pie de Benjamin, este abre su escrito sobre «El origen del Trauerspiel alemán» indicando que si la filosofía pretende ser doctrina acabada «no se la puede conjurar more geométrico», pues le es propio cierto esoterismo del que no se puede desprender. Por ello aboga por el tratado, que «contiene aquella alusión a los objetos de la teología sin los que no se puede pensar la verdad» 19 . De esta guisa, si Benjamin daría para recusar a Spinoza con la alusión al mal expediente del modo geométrico, nuestro filósofo saldría airoso de la prueba desde el momento en que buena parte de su obra se presenta en tratados .Tratado teológico-político, Tratado político y, previos a la Ethica. Ordine geométrico demonstrata, los tempranos escritos Tratado breve y Tratado sobre el entendimiento—. A ello se suma que toma en sus manos el tema de la salvación en clave de secularización de lo teológico en modo ético —la beatitud o felicidad en que desemboca la Ética—, y la atención prestada a cuestiones relativas al Estado y a las «supremas potestades» en torno a las cuales se ventila la soberanía, destacada por Benjamin, al hilo del estado de excepción, como central en el barroco 20 .

Si la señal estilística de lo barroco gravita sobre el tratado, con un modo de exposición en el que «el método es rodeo» 21 en torno a una verdad que no anula el misterio desvelándolo, sino que le hace justicia dejando que se revele —en la intuición según Spinoza—, el spinozismo se halla en esa órbita. El método geométrico, por su parte y como matiza Deleuze, no es meramente un método de exposición intelectual, sino un «método de invención», esto es, «de rectificación vital y óptica» para corregir un pensar que deja fuera la vida y cae bajo pasiones tristes en tanto que se desentiende de la «potencia» 22 . ¿Por qué habría de ser Spinoza menos barroco que el sistemático Leibniz, puesto por Deleuze en El pliegue en la nómina de los pensadores barrocos? 23 Llama la atención, acogiendo el pliegue como «emblema» de lo barroco, que Gregorio Kaminsky en Spinoza: la política de las pasiones hable de la ética spinozista como «una ética plegada, desplegada y replegada por los deseos y las pasiones» 24 . Es la ética que se enmarca bajo novedoso paradigma ontológico, y que ha de plasmarse en la acción que conduce a los individuos de la servidumbre a la libertad, movilizando el deseo y activando pasiones positivas para situarlas bajo «la guía de la razón».

A favor de Spinoza como barroco juega Benjamin al favorecer que el more geométricose considere artificio expositivo, sin que ello implique trampear con lo esotérico y lo exotérico bajo una apariencia fraudulenta —acusación que Jankélévitch desliza un tanto injustamente en relación a Gracián 25 —. En verdad no se trata de fingir, sino de la utilización del método geométrico como artificio alegórico al servicio de la verdad.

El análisis benjaminiano nos pone ante la alegoría como recurso del barroco para enlazar los cabos sueltos del simbolismo soteriológico. ¿Cómo recomponer un mensaje de salvación con un nuevo lenguaje, en medio de la polarización entre infinitud y finitud, entre trascendencia e inmanencia, entre determinismo y libertad? La cuestión no era reducible a la recuperación de un discurso moralista de pretensiones edificantes. Lo alegórico en manos de la cultura barroca iba más al fondo. Había que recuperar un discurso cargado de autoridad, y no meramente al servicio del poder, sino muchas veces haciendo valer su potencia frente al poder —núcleo de la interpretación que Negri hace del spinozismo—. La mirada alegórica transforma la visión de la realidad mediante una intelección no ajena a los afectos. La alegoría se constituye en cauce, si no para resolver contradicciones, sí para aliviar tensiones, para lo cual la obra de arte en el barroco tiene como misión transformar contenidos fácticos del mundo en contenidos de verdad. Se trata de abrir brecha desde la temporalidad a la eternidad o de ahondar en la realidad para fundir la trascendencia en la inmanencia 26 . Despotenciados los símbolos a manos de supersticiones portadoras de falsos consuelos, el método geométrico es tabla de salvación para que el humano no se hunda mientras asciende desde la imaginación y el entendimiento hasta la sabiduría que cuenta con el deseo de vivir.

Al ubicar a Spinoza en el bloque del racionalismo, subrayando el papel de su método geométrico y su coherentismo en cuanto a la verdad 27 , aunque sin por otra parte extraer todas las consecuencias de su ruptura con el mismo Descartes en la idea de sustancia y en el rechazo de todo dualismo, hay quienes enmarcan unilateralmente el spinozismo entre los productos intelectuales propios de la Europa del Norte, la de la ciencia y la Reforma luterana. Es decir, un Spinoza desgajado del pensamiento de la Europa del Sur, en la que se sitúa la Contrarreforma católica y que sería la protagonista de la cultura del Barroco. Recogiendo esta tendencia, Rodríguez de la Flor, deja a Spinoza fuera de «la península metafísica», la del barroco hispano 28 . Pero hay que objetar que, si hablamos de una península metafísica, ha de ser con amplitud tal que quepa un heredero del marranismo peninsular como Spinoza, con características de su pensamiento que permiten considerarlo exponente de otro pensar barroco. No hay razones de peso para excluir del pensamiento barroco a Spinoza, aunque lo tacharon de ateo, de la misma manera que no deja de ser barroco por ser criticado por colegas de teísmo intransigente —como Pierre Bayle— y denunciado por inquisidores católicos y hasta calvinistas intolerantes —lo anota Atilano Domínguez en la Introducción a su cuidada traducción del Tratado teológico-político—.

LA ÉTICA DE LIBERACIÓN DE SPINOZA, ENTRE EL TRANSTEÍSMO Y LA DEMOCRACIA. MENSAJES DESDE UN ETHOS BARROCO PARA UNA ACTUALIDAD NEOBARROCA

Spinoza pretende ofrecer una respuesta sobre el sentido del ser humano y de ser humano, dada la tarea de humanización que supone para cada cual —para cada individuo singular, habida cuenta de cómo recae la mirada spinozista sobre las individualidades de los diferentes, viendo lo social como transindividual 29 — el esfuerzo por perseverar en su ser, el conatus, potencia que dinamiza el deseo más hondo, dirigido hacia el «amor a la libertad» y el acceso a la «beatitud o felicidad». Para tales objetivos es fundamental el conocimiento capaz de elevarse a sabiduría y de encauzar las pasiones en la mejor dirección para los afectos que nos mueven desde nuestra condición corporal. La salvación perseguida no es escape por un conocer de tipo gnóstico, sino conocimiento afectivamente impregnado, capaz de llevar la verdad de la pasión a «pasión de la verdad», como acertadamente subraya Vidal Peña 30 . Tal conocimiento, si por una parte responde a la identificación de la esencia del alma con la razón, por otra refuerza la condición del cuerpo, con sus apetitos como receptividad para afectos que en la duración de la existencia han de enfocarse a una vida «bajo la guía de la razón». Cuerpo y alma son los modos en los que en el singular humano se expresan, como anverso y reverso de la misma realidad, los atributos de pensamiento y extensión propios de la sustancia una, única e infinita en la que todo se halla inmerso, en el seno de la cual el ser humano aspira a un despliegue de su potencia que posibilite la intensidad del momento vivido —eternidad—, sin falsa creencia en la inmortalidad.

El despliegue del pensamiento spinozista atiende a la necesidad de acabar con las falsas ilusiones, en gran medida alimentadas por religiones que distorsionan el pensar y encaminan las actitudes humanas hacia la servidumbre, desde la tristeza de un vivir despotenciado. Se afrontan así las pasiones negativas, como igualmente la urgencia de remover los obstáculos sociales que menoscaban la libertad de los individuos, empezando por la de opinión y expresión, e impiden la convivencia en las condiciones democráticas de un Estado —individuo singular de escala mayor— organizado según criterios de laicidad republicana.

El Spinoza que escribe la Ética responde a la exigencia de libertad como condición para una vida humana digna. Si eso es así para el individuo, también lo es para la «multitud» y es por ello que hizo un paréntesis en la redacción de su obra mayor para escribir su Tratado teológico-político, espoleado por lo impostergable de las condiciones para una política al servicio de la libertad. Si en la Ética presenta una ontología elaborada como marco de su propuesta antropológica, en ese Tratado ofrece una filosofía política precedida por un revolucionario planteamiento histórico-crítico respecto a la religión —judaísmo y cristianismo son objeto de su hermenéutica desde el foco de su exégesis bíblica—, en aras de potenciar la opción por la democracia que, en el Tratado político, quedará contrapuesta a monarquía y aristocracia, sistemas insuficientes para garantizar la libertad y los derechos de los ciudadanos.

Desde una idea de sustancia sin concesiones —a partir de la noción de «causa sui» y su consiguiente carácter de una, única, infinita y eterna— a la tradicional analogía del ser que había funcionado desde Aristóteles a Descartes, pasando por la filosofía medieval, permitiendo determinadas licencias para hacer un discurso sobre lo trascendente, Spinoza sitúa su pensamiento en lo que sintetiza la expresión «Deus sive Natura» 31 como epítome de su ontología. Tal epítome da pie a prolongar la fórmula añadiendo el Geist hegeliano (Dios o Naturaleza o Espíritu), si se contempla la historia además de la naturaleza, que es algo que Spinoza no excluye. El mismo Hegel, en el ir y venir entre su admiración y su crítica al spinozismo, no dejó de decir que sin pasar por este no hay filosofía digna de tal nombre, por más que no haga justicia a ese spinozismo diciendo que la sustancia única supone la negación de toda particularidad 32 .

Si la experiencia del Barroco era la del Deus absconditus, Spinoza añade la correspondiente a una naturaleza muda y sin finalidad, acompañando a ambas su denuncia de las imágenes antropomórficas de Dios —trasunto de la prohibición de imágenes de Dios en la tradición judía—, aliadas de toda clase de supersticiones al servicio del dominio de unos humanos por otros. Dicha crítica no le impide hablar en términos que inclinan a pensar en «Deus sive homo», una vez que afirma en la proposición XXXV del libro IV de la Ética que «el hombre es un dios para el hombre» 33 , en réplica al homo homini lupus hobbesiano 34 . Tal declaración humanista no empece a su vez que lo divino —Dios impersonal— sea visto como la Naturaleza misma de la que formamos parte. Puede verse en ello una interpretación radical del dicho paulino «en Dios vivimos, nos movemos y existimos», recogido en Hechos de los Apóstoles (17, 28). Dicha Naturaleza a su vez, desde su inmanencia, tiene una dimensión que trasciende a cada cosa en tanto que es «Natura naturans», Naturaleza naturalizante, pero no deja de ser la naturaleza misma que en su inmanencia alberga la totalidad de todo lo que en su pluralidad individualmente es como efecto de causas determinadas, siendo de tal forma «Natura naturata», Naturaleza naturalizada, reverso en clave horizontalista de la Natura que en su otra dimensión es causa eficiente desde su potencia infinita (divina), aunque no se entienda para cada caso como causa transitiva (inmediata).

En la correlación entre Naturaleza naturalizante. Naturaleza naturalizada se juega la índole del materialismo de Spinoza, diferente del materialismo mecanicista que coetáneos suyos alumbraron, así como del materialismo ulterior de otros que se han presentado como seguidores suyos, como algunos en la estela del Diamat de cuño marxista dogmático —contrario a la manera, mucho más acertada, en que Marx leyó a Spinoza—. A su vez, a ese materialismo dinámico de Spinoza, siendo correspondiente a la potencia infinita de la sustancia, le acompaña una recusación del teísmo, por muchos entendida como atea, por otros como panteísta —no deja de cargar con tremendos equívocos esa rotulación—, pero que se puede entender mejor como no-teísta, al modo de Fromm —por ejemplo, en su Introducción al volumen colectivo Humanismo Socialista 35 o en Y seréis como dioses 36 —. Como noteísmo tampoco se ubica entre las clásicas negaciones enfáticas de la existencia de Dios —por lo demás, incompatibles con la idea spinozista de sustancia—. La posición de Spinoza se puede calificar como transteísta, en el sentido de mantener una idea de Dios que atraviesa el teísmo, conservando cierto núcleo de lo que niega —reelaboración dialéctica—, para dar a luz una posición radicalmente nueva que está más allá del teísmo, sin ser ateísmo al uso 37 . Desde ese transteísmo, opuesto a toda concepción providencialista de Dios —no hay una historia prevista bajo finalidad alguna, por lo que no tiene sentido acusar a Spinoza de determinista—, no hay lugar para teodicea alguna. La divergencia con Leibniz es total: dos modelos contrapuestos de pensamiento barroco. Lo que sí se da con ese transteísmo es una religiosidad secularizada y asociada en Spinoza a una metafísica materialista.

Los humanos, en tanto parte de la naturaleza, no quedamos fuera de sus cadenas causales, y es cura de realismo crítico extraer de ello todas las consecuencias, incluyendo, de manera análoga a las criticadas imágenes antropomórficas de Dios, la crítica a una concepción ilusoria de la libertad de la voluntad, como si pudiéramos incidir en las cadenas causales desde fuera, en situación de ajenidad a ellas. Nuestro cuerpo y, por ende, nuestra alma en su pensar, se ve afectado por las causas que actúan sobre él, dando lugar a la elaboración respecto a las mismas de ideas inadecuadas propias de la imaginación. Haciendo intervenir el entendimiento desde la potencia de la razón, tales ideas, convertidas en adecuadas, posibilitan un conocimiento del mundo sin engaños y la reconducción de afectos que nutren pasiones, muchas veces atascadas en tanto negativas (la amplia gama de pasiones tristes analizadas por Spinoza), para llevarlos a pasiones positivas, motores activos del conatus, potenciadoras de un deseo en el que los apetitos se cargan de razón. Es por ello que Fromm, muy spinozista, habla de «pasiones irracionales» y «pasiones racionales» en un enfoque de la ética en el que es decisivo el carácter como instancia moral. De ahí también que el predominio de las primeras en el carácter social dé lugar a «patologías de la normalidad», como ya entrevió Spinoza 38 —.

La libertad, pues, no es algo dado, sino algo a ganar en un proceso de liberación bajo la «guía de la razón». Esta no olvida el enraizamiento natural del ser humano, siendo por ello que los mismos criterios que terminan configurando la moralidad suponen abordar lo bueno y lo malo —anticipo de Nietzsche—, no en términos heterónomos, sino a partir de lo que autónomamente reconozcamos como útil, o no, para el despliegue de nuestra potencia, lo que supone un comprender esa utilidad (humanizadora y humanista) en términos ajenos a una concepción meramente pragmatista.

Cuando dirige su mirada al ámbito político, desde el convencimiento de que el ser humano gana si busca junto con otros la utilidad para el despliegue de su potencia, es decir, si lo hace en una sociedad organizada políticamente, lo primero que propone Spinoza es eliminar obstáculos para la vida en común, como los acumulados por las interferencias de la religión en la política. En sus tratados, nuestro crítico de la religión, pero respetuoso con la religiosidad de los individuos, acomete una interpretación de lo religioso, y más concretamente de la literatura bíblica, que asombra por una lucidez que le lleva muy por delante de su tiempo. Su manera de interpretar textos desde un examen histórico-crítico, a la vista de los avatares de su redacción y de claves adecuadas para una interpretación desde la razón hermenéutica, es una mina de apreciaciones para abordar la religión fuera de dogmas y de pretensiones absolutistas del poder religioso (rabínico o eclesiástico). Ante ese poder, Spinoza defiende la libertad de pensamiento, a la que ha de corresponder la libertad de expresión en el espacio público político, puerta de entrada a la vida democrática. Defendiendo una visión desacralizada de la política y una interpretación secularizada de la religión, Spinoza se sitúa en la órbita de la laicidad del Estado, no sólo como separación entre este y las comunidades religiosas, sino, en aras de la defensa de la libertad de los individuos, como reivindicación del papel del Estado, en sentido antiteocrático, como imparcial ante las religiones, aunque no exactamente neutral, dado que no puede desistir de frenar todo fanatismo que actúe contra la convivencia política.

El Estado democrático lo perfila Spinoza como resultante de un pacto entre la «multitud» y las «supremas potestades» desde las que se ejerce la soberanía. Este pacto no es concebido, al modo hobbesiano, entre individuos aislados que transfieren todos sus derechos, pues los individuos con su singularidad no son meros átomos —mónadas, al modo leibniziano—, ya que la naturaleza los sitúa en la socialidad; ni el pacto supone renuncia total al derecho propio. Bien es cierto que si ese derecho va siempre con el poder que naturalmente cada cual es capaz de ejercer, se delega en las autoridades del Estado, pero de manera que no supone pacto sin condiciones.

No debe haber poder del Estado que, por ejemplo, se sirva de la razón de Estado para reprimir a sus ciudadanos al modo que sea. La «multitud» en definitiva tiene su voz soberana, aunque si hay que enfrentarse a un tirano ha de tener muy presente cuál puede ser la solución alternativa, pues, a tenor de las observaciones de Maquiavelo, el realismo político obliga a la cautela —cuestión abordada en las últimas páginas del Tratado político—. Se trata de un realismo que no implica conformismo, sino que obliga a tener en cuenta el papel de las pasiones en la vida política por cuanto es factor que decanta hacia dónde y cómo se mueva la «multitud», la cual hay que orientar con un discurso crítico y emancipador, que no excluye considerar la religión en la forma que mejor pueda operar para la socialización moral de ciudadanos aún lejos de un pleno ejercicio de su autonomía 39 .

Por todo lo expuesto, cabe concluir no sólo que hay razones de peso para considerar a Spinoza un pensador barroco, sino que además su ethos barroco, en el que tanto pesa la herencia del judaísmo conservada bajo la condición marrana, aporta un plus para recoger de su pensamiento lo que sea relevante en una actualidad con mucho de neobarroca —vía de futuro puede ser la transmodernidad sugerida por Dussel 40 —: su antidualismo ontológico, su transteísmo y la correspondiente religiosidad, su ética liberadora, su conciencia democrática y su laicismo republicano. El «amor intelectual a Dios» es cifra barroca del bien supremo en el que, quizá prefigurando la convergencia kantiana de deber y felicidad, se funden el «amor a la libertad» y la sabiduría (plena consciencia de sí en la intuición salvífica) que es ella misma felicidad. Tal es «lo excelso» respecto a lo cual el filósofo concluye su Ética haciendo saber que es «tan difícil como raro». No por ello ha de dejar de ser la salvación que se busca, como Aristóteles dijo de la «filosofía primera» —se trata de metafísica al fin y al cabo—.

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Notas

* Este trabajo ha sido realizado en el marco del Proyecto de Investigación «Herencia y actualización del Barroco como ethos inclusivo» (PID2019-108248GB-I00 / MICIN/ AEI / 10.13039/501100011033), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, Agencia Estatal de Investigación, del Gobierno de España, proyecto integrado en la Unidad de Excelencia IberLab de la UGR

1 Habermas, 1984.

2 Di Cesare, 2019, pp. 105 y ss.

3 Dussel, 2014, pp. 283-330.

4 Bolívar Echeverría, 2000, pp. 32-56.

5 Beltrán, 1998, pp. 63 y ss

6 Fromm, 1980a, p. 85.

7 Lévinas, 1995, p. 308.

8 Albiac, 2013, pp. 243 y ss.

9 Friedman, 1975, pp. 259 y ss.

10 Yovel, 1995, pp. 51-54.

11 Yovel, 1995, pp. 45 y ss.

12 Yovel, 1995, p. 155.

13 Hampshire, 1982, p. 23.

14 Ansaldi, 2000, pp. 98 y ss.

15 Rodríguez de la Flor, 2007, pp. 65-67.

16 Martínez, 2014, p. 59.

17 Benjamin, 2007, pp. 286-288.

18 Negri, 1993, p. 144.

19 Benjamin, 2007, pp. 223-224.

20 Benjamin, 2007, p. 268.

21 Benjamin, 2007, p. 227.

22 Deleuze, 1984, p. 22.

23 Deleuze, 1989.

24 Kaminsky, 1998, pp. 28, 42, 65, 68 y 106.

25 Jankélévitch, 1958, p. 86.

26 Benjamin, 2007, pp. 390-400.

27 Cottingham, 1987, pp. 68-70.

28 Rodríguez de la Flor, 1999, pp. 398-399.

29 Balibar, 2021, pp. 44-59.

30 Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, p. 274, nota 4

31 Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, IV, Prefacio, p. 264.

32 Hegel, 1979, p. 305.

33 Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, p. 298.

34 Balibar, 2021, p. 281.

35 Fromm, 1980b, p. 11

36 Fromm, 1976, p. 56.

37 Balibar, 2021, p. 282.

38 Fromm, 1957, pp. 239-240.

39 Kaminsky, 1998, pp. 121 y ss.

40 Dussel, 2015, pp. 257-294.

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