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Ernesto Baltar, Pensamiento barroco español: filosofía y literatura en Baltasar Gracián, Madrid, Dykinson, 2021, 356 pp. ISBN: 978-84-1377-784-9

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 10, núm. 2,

Instituto de Estudios Auriseculares

Agustín Palomar Torralbo

Universidad de Granada, España

Recibido: 12 septiembre 2022

Aceptado: 25 septiembre 2022

Según se afirma ya en el Prólogo (pp. 16-18), el objetivo de este libro, que tiene su origen en la tesis doctoral que el autor defendió en la Universidad Complutense en 2015, es estudiar la obra de Gracián para apropiarse de sus fundamentos metafísicos y teológicos. Estos fundamentos tendrían su origen en la escolástica española de los siglos XVI y XVII y, especialmente, en la filosofía suareciana. En este sentido, el presente trabajo trataría de exponer en conceptos la filosofía entrañada en la literatura de Gracián. En el capítulo I (pp. 19-80), el autor expone las principales hermenéuticas del Barroco: la muy influyente de Maravall, tanto la que corresponde a su primera gran obra, que fue su propia tesis doctoral, defendida en 1944, y que llevó originariamente por título Teoría española del Estado en el siglo XVII como la que se ha convertido en el texto clásico para introducirse en este periodo: La cultura del Barroco (1975). Sostiene Baltar que si con la primera obra Maravall subrayó el fondo optimista de la antropología cristiana, que nace del movimiento de la Contrarreforma frente el pesimismo de Maquiavelo y del protestantismo, con la segunda, redujo esta orientación más metafísica a un esquema marxista de interpretación en el que la cultura de contrastes del Barroco estuvo al servicio de la ideología de la Monarquía Hispánica. En segundo lugar, en este primer capítulo, ya alejándose de esta interpretación de cariz más social y política, el autor expone la hermenéutica de Wilhelmsen, que no estaría tan alejada en lo fundamental del primer libro de Maravall, para la cual el Barroco ha de comprenderse como una civilización de la Contrarreforma en la que el mundo clásico del Renacimiento queda absorbido por una cosmovisión del catolicismo que fue unificada y fortalecida por el Concilio de Trento. En tercer lugar, frente a estas lecturas, Baltar se hace cargo del proyecto deconstructivista de Fernando de la Flor poniendo de manifiesto que el Barroco está atravesado por una energía nihilificadora que hace posible comprenderlo desde una estética de lo negativo que surge de un análisis de los afectos tristes y del campo imaginario que a partir de ellos puede dibujarse.

En el marco de estas hermenéuticas, lo que parece que no había sido desentrañado suficientemente en el pensamiento de Gracián sería la exposición de las tesis metafísicas que vertebraran su pensamiento. Con el fin de llenar esta laguna, Baltar comienza analizando la Ratio Studiorum de la Compañía de Jesús, así como las Constituciones. Muestra aquí, en primer lugar, el cambio fundamental que introdujeron los jesuitas en las formas y métodos de estudio y, en segundo lugar, la reorientación hacia la acción de la espiritualidad de raigambre ignaciana. Esta reorientación es importante porque es en el terreno de la complejidad de la acción donde surgen las cuestiones filosóficas modernas en torno a la relación de la acción humana con la gracia divina y donde surgen también las diversas concepciones teóricas sobre esta cuestión: el probabilismo, el casuismo y el laxismo moral. Esto muestra que los autores de esta segunda escolástica, aunque sigan en la estela de la escolástica medieval, ya plantean problemas propios de la modernidad. Baltar expone sintéticamente de qué modo en Suárez la metafísica se convierte en ontología poniendo las bases de toda la metafísica moderna y de qué modo también puede encontrarse en su filosofía práctica una concepción de la ley que tiene su asiento, aunque no su fundamento último, en la propia comunidad humana en la que el poder del gobernante no estaría ya fundado en el derecho divino de los reyes, sino en el consentimiento de la propia comunidad. Bebiendo de estas fuentes, el pensamiento de Gracián se situaría entre una antropología trágica y una racionalista al modo leibniziano. Ahora bien, aunque su pensamiento no sea trágico, puede advertirse en él una tensión interna entre dos polos: el del proceso de naturalización y mundanización de la vida y el de su fundamentación ontoteólogica. De esta doble faz, propia del pensamiento barroco en general y de Gracián en particular, surgiría el reto de la comprensión de sus obras desde categorías estrictamente filosóficas. Dicho de otra manera, en el contexto de la filosofía y teología de los siglos XVI y XVII estaría el trasfondo desde el que habría que comprender cómo en el pensamiento de Gracián se articula lo barroco mismo como categoría filosófica.

A partir de aquí, el lector esperaría encontrar en el libro una articulación conceptual de la obra de Gracián a la luz de los principios y cuestiones fundamentales de esta escolástica española. Efectivamente, a favor de esta cierta sistematización juega que el propio Gracián, a su modo, también presentó con orden su pensamiento. Así, su filosofía moral encontró un lugar en El Héroe, El Discreto y el Oráculo, su filosofía política, en El Político, la estética y la retórica, en Agudeza y Arte de Ingenio, el conjunto de su pensamiento filosófico estaría desarrollado en El Criticón y, por último, su concepción del cristianismo quedaría condensada en el tratado eucarístico de El Comulgatorio. Siguiendo este orden, el libro dedica el capítulo II a los tratados morales o prudenciales, el III, al pensamiento político, el IV, a la retórica, el V, a la lectura de El Criticón y el último, a El Comulgatorio.

En el capítulo II (pp. 81-153), Baltar hace un recorrido por los temas fundamentales de la moral de Gracián comenzando por El Héroe: la relevancia de la apariencia en la vida social y la recuperación del concepto positivo de apariencia frente al que es mero engaño, la capacidad de cifrar la propia voluntad, pero, al mismo tiempo, la de penetrar en la ajena para así tener dominio sobre los otros sin que los otros lo tengan sobre nosotros, la búsqueda de la perfección sin afectación, la aspiración del héroe a buscar la eminencia, el favor que le procura a este la fortuna, la exigencia que lleva en sí de practicar la sindéresis y el valor, el dominio sobre sí mismo, etc. En definitiva, al hilo de la exposición de los primores, Gracián trataría de describir aquellas virtudes con las que viene a conformarse un héroe, un «varón máximo». Después de los primores de El Héroe, se analizan los realces de El Discreto y, como es habitual entre los estudiosos de Gracián, el autor sostiene que, frente al carácter arquetípico de la primera obra, en esta segunda, la filosofía moral cambia de destinatario: si la filosofía moral tiene su centro en la búsqueda de la mejor decisión, esta ha de estar dirigida a cualquier persona que quiera a alcanzar la perfección moral y no solo al héroe. De este modo, la segunda obra moral de Gracián da un giro social y civil con respecto a la primera. Y, por último, en el tercer epígrafe, el autor comenta algunos de los aforismos de El Oráculo Manual y Arte de la Prudencia. El objetivo principal estaría aquí en perfilar de qué modo se puede forjar una persona completa siguiendo ciertas reglas para la acción. Estas reglas han de tener en cuenta las demandas de las propias circunstancias u ocasiones bajo exigencias morales, tales como el autodominio, el autoconocimiento, la capacidad para elegir las buenas compañías, el valor para embarcarse en grandes empresas, la utilización de los instrumentos adecuados, etc. Sin embargo, lo más interesante del capítulo y lo que puede tomarse como una cierta novedad entre los estudios de Gracián es el último epígrafe en el que se analiza la polémica del De Auxiliis en relación con su filosofía práctica. El autor expone bien la polémica entre Bañez y Luis de Molina en torno a la cuestión de la libertad humana y el conocimiento divino, así como la propia posición de Suárez. Sin embargo, ya aquí el lector echa en falta aquello que el propio autor se proponía como objetivo de su investigación: un estudio más sistemático en torno a cómo los términos de esta polémica están constituyendo internamente el pensamiento de Gracián en su filosofía moral.

En el capítulo III (pp. 155-198), se analiza la teoría política de Gracián que está marcada por una doble defensa: la de la moral cristiana y la de propia Monarquía Hispánica. El autor, partiendo de las definiciones suarecianas de Imperio y Estado, caracteriza la Monarquía desde su vocación de Imperio universal, una vocación que, sin embargo, tenía que hacer frente al reto de las diferencias internas dentro del Imperio, incluida la de sus diversas naciones. Para Gracián la formación de la Monarquía Hispánica requería de un príncipe que contara entre sus virtudes con la prudencia, la capacidad y el valor. Estas virtudes, como bien se sabe, están encarnadas en el modelo idealizado de Fernando el Católico. Para el autor, la teoría política de Gracián tiene un doble cariz: realista, en tanto que parte de datos históricos, e idealista, en tanto que tiene un alcance teórico. Como hipótesis plausible de trabajo propone que Gracián trató «de traducir en términos religiosos los principales elementos de la teoría política de Maquiavelo» (p. 163) y aporta como razones fundamentales para corroborar esta hipótesis la importancia que para ambos tuvo la fortuna, la ocasión y las virtudes propias de los fundadores de las repúblicas. Sin embargo, como el propio autor apunta, esta hipótesis en la que Gracián parece acercarse a Maquiavelo, y que apenas es sugerida aquí, no encuentra fácil acomodo con la tesis fundamental del repudio de Gracián hacia el mismo Maquiavelo por cuanto conceptos como el de ocasión y fortuna para el escritor bilbilitano no pueden quedar desligados de la filosofía moral y, concretamente, de las virtudes éticas que han de corresponder al oficio de rey. Otro aspecto importante que aparece aquí respecto a la concepción política de Gracián es el siguiente: si su defensa de una Monarquía católica implica también una defensa de sus valores morales o bien el catolicismo juega más bien un valor estratégico para la expansión de la propia Monarquía (p. 168). Para el autor, el pensamiento de Gracián permanece en esta cuestión en una tácita ambigüedad. Sin embargo, para nosotros, es evidente que la defensa de la catolicidad de la Monarquía conllevaba necesariamente su extensión a lo largo del mundo y su mantenimiento a lo largo del tiempo y que esto no sería posible si los valores morales del catolicismo se utilizaran solo estratégicamente y no como referencias absolutas para la constitución ética de una comunidad política. Ahora bien, dicho esto, también es cierto que, bajo la impronta del maquiavelismo, el pensamiento político barroco tuvo que dar respuesta a cómo forjar esa comunidad política sin desatender las demandas que conllevaba la nueva concepción del poder que estaba dando lugar a los Estados modernos. Y es aquí donde Gracián y otros pensadores barrocos tuvieron que plantearse cómo el catolicismo tenía que ser compatible con las nuevas técnicas de gobierno y con nuevos conceptos teóricos como el de ocasión. El capítulo concluye con una sumaria exposición del contexto de las diferentes teorías políticas del Barroco tomando la cuestión de la razón de Estado como la central.

El siguiente capítulo está dedicado a Agudeza y arte de ingenio (pp. 199-223). Como señala el autor, el objetivo de esta obra, que alumbra el pensamiento estético de Gracián y su propia concepción de la escritura, es generar ideas que permitan aprehender y producir fenómenos de agudeza (p. 199). El autor, siguiendo la conocida lectura de Emilio Hidalgo-Sierra, revaloriza el pensamiento filosófico de esta obra de Gracián al otorgarle valor cognoscitivo a su método inventivo y al juicio de buen gusto. Lo más sobresaliente de este capítulo es que el autor ordena esquemáticamente los diferentes y complejos tipos de agudeza. Sin embargo, el capítulo, a nuestro juicio, vuelve a resentirse de una falta de esclarecimiento de los principios que articulan la estética de Gracián, es decir, en definitiva, de los principios que rigen su conceptismo y que, por ejemplo, podrían ser articulados en torno a lo que García Gibert ha denominado una poética teológica: «Y es que la Agudeza de Gracián es un exponente privilegiado de esa poética teológica, por igual católica y conceptista que venimos apuntando» 1 .

El análisis de El Criticón, en el capítulo V (pp.225-297), se aborda analizando las ideas centrales de Gracián sobre su concepción de la naturaleza, de la sociedad civil y, por último, de la que es su idea central: la empresa de convertirse en persona. Estos tres núcleos temáticos vienen precedidos por una estricta introducción y por un epígrafe también con carácter introductorio que contextualiza la obra de Gracián. De ellos, es especialmente interesante resaltar, en primer lugar, el eco que el autor hace tanto de la tesis de Gustavo Bueno acerca de Gracián como uno de los escritores que junto a Balmes o Feijoo cultivan una filosofía de corte escolástica que, sin embargo, pugna por liberarse a sí misma de esta tradición convirtiéndose en la primera filosofía crítica moderna como de la tesis de Gómez de Liaño acerca de que la filosofía graciana, que es de corte simbólico, podría haberse tornado en la vía central de la filosofía moderna. Después de esta introducción, se expone la concepción de la naturaleza en Gracián que es heredera para el autor de la teología tomista, del cosmos jerarquizado aristotélico y del atomismo (p. 247) y que está animada, evidentemente, por una concepción sobrenatural que procede del Cristianismo. Es desde esta concepción clásica de la naturaleza desde la que se expone la relación entre ley eterna, ley natural y positiva. Siguiendo en este caso a Miguel Grande Yáñez, se muestra de qué modo la ley positiva, que requiere el mundo social, el cual ya no es un reflejo del cosmos de la ley eterna, ha de ser interpretada para su aplicación casuísticamente (p. 249). También, dentro de la lectura de la filosofía natural de Gracián y apoyándose de nuevo en Gómez de Liaño, se expone el contenido de los cuatro relatos en torno al mito de la caverna que están en El Criticón mostrando el carácter circular que desde esta alegoría tiene la obra. Pero, sin duda, allí donde la obra de Gracián más brilla no es en la filosofía natural, sino en esa descripción del mundo social en el que no dejan de reverberar los tópicos del Barroco: el engaño, la malicia humana, la enemistad, la mediocridad, la mentira en política, la teatralidad del mundo, etc. Ahora bien, si el mundo natural creado por Dios es un orden hermoso del que el ser humano participa moralmente y si el mundo social es, de alguna manera, la inversión de este mundo —un inmundo—, entonces la tarea de la filosofía práctica es enseñar a vivir en ese mundo de acuerdo con los principios morales. Desde estas premisas, en el tercer epígrafe, se da entrada al imperativo de Gracián de hacerse persona. Al hilo del comentario de diferentes crisis, el autor sostiene que para vivir de acuerdo con este imperativo se necesita, evidentemente, del ejercicio de las virtudes, especialmente, de la prudencia, pero también de la capacidad cognoscitiva del hombre para comprender y descifrar ese mundo y del cultivo del buen gusto que es corona para Gracián de las buenas acciones. Finalmente, el capítulo expone la idea con la que se cierra El Criticón en la crisis undécima: que la filosofía cortesana, como aquella en la que se describen idealmente las etapas del curso de la vida humana, desemboca en la muerte a la que se llega siempre demasiado pronto, es decir, cuando se tiene el conocimiento prudencial suficiente como para comenzar a vivir sabiamente. Frente a la nada de la muerte en el mundo, Gracián propone la inmortalidad para sobrevivir en la tierra, sin dejar de indicar que la verdadera felicidad para el creyente está, más allá de esta inmortalidad, en el cielo.

El último capítulo del libro (pp. 299-329), se centra en el análisis de El comulgatorio. De este capítulo es interesante el marco teórico que viene definido por lo siguiente: por los dogmas del Concilio de Trento en directa confrontación con el luteranismo y el calvinismo, por el propio papel de algunos teológicos españoles jesuitas, dominicos y franciscanos en el Concilio, por las referencias al Decreto del Concilio sobre la Eucaristía y a la importancia social y teológica que tuvieron, posteriormente, los autos sacramentales, por la propia tradición ascética y mística de la literatura española y, por último, por la utilización del principio ignaciano de la compositio loci. Siguiendo en esta ocasión a Francisco Pérez Herranz, el autor analiza la obra de Gracián a partir de este trasfondo como un texto de ontología general que, frente al nominalismo de la teología protestante, acentúa los radicales ontológicos de la corporalidad y de la materialidad, los cuales surgirían a partir del concepto metafísico y dogmático de la transubstanciación que opera en la Eucaristía. Como bien se sabe, la transustanciación fue definida formalmente en el capítulo cuarto del citado Decreto y su negación se condena en el canon segundo. En el resto del capítulo del libro, se lleva a cabo un resumen y una breve explicación de cada una de las meditaciones de El Comulgatorio. El autor concluye afirmando lo que es evidente: que este tratado no es meramente un texto piadoso que puede acompañar al creyente antes, durante y después de la Eucaristía, sino también un texto cuya profundidad filosófica y teológica dimana en su centro de la metafísica presupuesta en el dogma de la Eucarística (p. 318).

Además de los numerosos anexos con los que se cierra el libro (pp. 331- 344) y donde se esquematizan diversos contenidos, tales como la estructura de las Disputaciones metafísicas, la confrontación de las tesis tomistas con las suarecianas, las virtudes del varón perfecto en Gracián, la relación de reyes nombrados en el Político según su virtud, los tipos de agudeza, la lista de méritos que obtienen los protagonistas de El Criticónpara acceder a la vida eterna, las diferencias entre el tipo-ideal calvinista y el jesuita, la arquitectura de Idea de un príncipe político cristiano representada en cien empresas de Saavedra Fajardo o el diario de sesiones del Concilio de Trento, el libro se cierra con una breve conclusión (pp. 321-329) en la que el autor vuelve a los temas de la introducción insistiendo en la necesidad de superar la lectura del Barroco de Maravall —a su juicio demasiado endeble y muy limitada por la comprensión del Barroco como una cultura puesta al servicio de la Monarquía— por enfoques más filosóficos como el de Fernando de la Flor. Como hemos insistido, su propia propuesta de lectura estaría en fortalecer esa comprensión del Barroco de carácter más filosófico y que ya no pondría el centro de su interpretación en el carácter disolvente del nihilismo, sino, precisamente, en lo que sería una lectura más clásica de Gracián: aquella que recuperaría de la segunda escolástica española los presupuestos metafísicos y teológicos que estarían vertebrando y operando fundamentalmente en su filosofía práctica. De este modo, se apunta a que frente al nihilismo efectivo de Quevedo o el escepticismo de Calderón, el pensamiento de Gracián discurriría hacia un realismo práctico como forma de modular, precisamente, la experiencia del desengaño barroco (p. 322).

Sin embargo, es aquí, concluyendo, donde a nuestro modo de ver su propia lectura del Barroco en general y de Gracián en particular no consigue verdaderamente llevar a cumplimiento su objetivo: el sacar a la luz las estructuras metafísicas que están operando de facto en la filosofía práctica de Gracián. Efectivamente, como señala el autor, no se encuentra en Gracián un pensamiento sistemático y, por tanto, argumenta, «no hay que obsesionarse por ahormar su filosofía en esquemas conceptuales de la escolástica, tan ordenados como rígidos» (p. 323), porque, prosigue, su comprensión de la realidad «se acerca más a la expresión de imágenes que a la estructura silogística, al “concebir” ideas propias de pensamiento figurativo más que al “discurrir” distintivo del análisis lógico» (p. 323). Ahora bien, siendo esto cierto, también lo es que, según la hipótesis propuesta desde el principio, la tarea de esta investigación tenía como propósito el hacer más explícitas de lo que están en el propio Gracián las categorías metafísicas, no sólo ya en el orden de la filosofía teórica, sino también y sobre todo en el orden de la filosofía práctica y estética. A lo largo del trabajo van apareciendo ciertamente algunas ideas que podrían tomarse como principios para esta reconstrucción filosófica, pero creemos que el autor, finalmente, no las explicita ni las sistematiza suficientemente desde los propios textos de Gracián. Por esta razón, el lector de este libro tiene la honda impresión de que esas ideas, bien expuestas, cumplen bien el cometido de contextualizar la lectura de todas las obras de Gracián, pero, sin embargo, no logra, por decirlo así, sacar a la luz sus estructuras conceptuales. Ahora bien, insistimos en que la obra, tan dependiente en el estilo de su escritura de lo que fue una tesis doctoral, ofrece un buen servicio a los estudios de Gracián en tanto que da a conocer el contexto filosófico en el que Gracián pensó su obra, las principales hermenéuticas que sobre ella se han hecho y sobre todo ofrece una guía de lectura para cada una de sus obras. Por esto, tiene el lector también la honda impresión de que al término de su lectura quedan bien dispuestos los materiales necesarios con los que podría llevarse a cabo ese proyecto de relectura de Gracián haciendo evidente en sus obras la filosofía heredada de origen escolástico. Y para esta tarea, quizás, la estructura de ese estudio, que estaría por venir, tendría que cambiar y ordenarse siguiendo no el orden cronológico de las obras, sino, por ejemplo, mostrando de qué modo los principios teóricos, prácticos y estéticos están presentes en ellas más allá del hecho evidente de que estas puedan leerse diacrónicamente como un desarrollo de la filosofía moral, política, estética, religiosa, etc. Esta lectura, sin duda, más sincrónica podría seguir los diferentes órdenes de una razón que ha de volverse por desengañada críticamente hacia sí, una razón que, por otra parte, se pone a prueba no ya tanto en el terreno del conocimiento teórico cuanto en el terreno del saber práctico, pues, antes como ahora, el individuo no solamente tiene que aprender a sobrevivir en sociedad, sino también a vivir plenamente, esto es, sin cejar en la empresa exigente e inacabable de convertirse en persona. Pensar a Gracián desde las fuentes que animaron su pensamiento mostrando las estructuras conceptuales que lo vertebran no es hacer de él un pensador escolástico, sino, precisamente, elevar su literatura, como diríamos con Hegel, al esfuerzo del concepto. Este esfuerzo es el que mostraría que en el corazón de su obra literaria palpita todavía para nosotros una filosofía crítica que, sin embargo, está enraizada en la vida y orientada, como se diría escolásticamente, por la recta razón.

Notas

1. García Gibert, J., Baltasar Gracián, Madrid, Síntesis, 2002, p. 79.

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