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Nueva edición en España de una conocida crónica indiana del Siglo de Oro (Gómara, 1552)*
New Edition in Spain of a Well-known Indian Chronicle of the Golden Age (Gómara, 1552)

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 10, núm. 2,

Instituto de Estudios Auriseculares

Fermín del Pino-Díaz

CSIC ESPAÑA, España

Recibido: 19 septiembre 2022

Aceptado: 17 octubre 2022

Resumen: Se ofrecen varias consideraciones historiográficas y ecdóticas sobre la reciente edición de la Historia de las Indias de F. López de Gómara, realizada por la Casa de Velázquez en su colección ‘Sources’, salida en 2021 poco antes que una versión sin notas en la colección Castro, por diferentes autores. Se centra la atención sobre la edición parcial de la obra en un caso, y sobre la concepción de una edición crítica en ambos casos, al mismo tiempo que sobre la relevancia general de esta obra sobre la cronística indiana y la política real relacionada con ella.

Palabras clave: López de Gómara, historia de las Indias, edición crítica, Casa de Velázquez, Colección Castro.

Abstract: Several historiographical and ecdotical considerations are offered on the recent edition of the Historia de las Indias by F. López de Gómara, produced by the House of Velázquez in its ‘Sources’ collection, released in 2021 shortly before a version without notes in the collection Castro, by different authors. Attention is focused on this edition of the work in one case, and on the conception of a critical edition in both cases, as well as on the partial general relevance of this work on Indian chonicles and the royal politics related to it.

Keywords: López de Gómara, History of the Indies, Critical edition, Casa de.

Esta obra inaugura una colección, titulada «Sources de la Casa de Velázquez», que —como se anuncia oficialmente su propósito— «accueille essentiellement des éditions critiques de textes rédigés à différentes périodes…». En este caso se ofrece un texto ya conocido desde el Siglo de Oro (en castellano y en otras lenguas: italiano, francés, inglés…), y luego recuperado a partir del siglo XVIII tras una prohibición oficial temprana, pero que no había sido objeto de una edición propiamente crítica, aunque ya en 1969 una versión (obra del intelectual mexicano Joaquín Ramírez Cabañas en la editorial Pedro Robredo, 1943, 2 vols.) se había adelantado en ofrecer a pie de página las variantes en Zaragoza, 1554 y 1555, por parte del propio autor). Pero solamente nos ofrecía la segunda parte, dedicada a Cortés.

Lo que caracteriza esta nueva edición es su nuevo rigor crítico, en varios sentidos. Ante todo, se elige como base la versión de la prínceps de Zaragoza, en casa de Agustín Millán (1552), que contaba con la licencia del arzobispo de Zaragoza y el privilegio editorial por 10 años del príncipe Felipe. Es curioso cómo nos ofrecía el autor este dato, como una declaración jurada propia («Tengo licencia y privilegio del príncipe…»), acompañada de una descripción sumaria del contenido y los precedentes autores que se ocuparon del mismo (Pedro Mártir y Fernández de Oviedo). Esta edición quedó olvidada en ediciones posteriores, excepto la facsímil mexicana de 1977 y 1978, a cargo del historiador E. O’Gorman. Otras dos ediciones facsimilares recientes se dieron, en Ed. Orbis de Barcelona en 1982 (de la edición castellana de 1553), y en Lima por la comisión del Quinto Centenario, 1993 (respecto de la zaragozana de 1555).

Hubo enseguida otra edición zaragozana en 1553, prácticamente idéntica (que repetirá en 1554 y 1555 con la novedad de ser «agora nuevamente añadida y enmendada por el mismo autor, con una tabla muy cumplida de los capítulos, y muchas figuras que en otras impresiones no lleva»): son justamente las “variantes” que añaden ahora los editores, generalmente más amplia en los títulos y menos rigurosa en las críticas. Es curioso que se continuase editando en Zaragoza, a pesar de una orden del príncipe en noviembre de 1553 mandando recoger esta obra, de manera taxativa: «porque no conviene quel dicho libro se lea ni se venda». Se debate a lo largo de los ensayos incorporados (especialmente por parte de la profesora Mustapha) si hubo una mayor permisividad en Zaragoza (de la Corona de Aragón) que en la nueva edición de Medina del Campo, del reino de Castilla (donde la sacó el editor Guillermo de Milis en 1553). Lo que resulta evidente es que los impresores de Zaragoza no solamente no hicieron caso a la prohibición real inmediatamente sino a los 3 años, aprovechando mientras para incorporar nuevas expresiones del autor, generalmente más benévolas hacia la figura de los conquistadores. Sin embargo, todavía en el año 1554, hubo asimismo 3 ediciones nuevas en castellano editadas en Amberes por tres impresores diferentes (Martín Nucio, Juan Steelsio y Juan Bellero), que obtuvieron la licencia por su cuenta, directamente del emperador.

No habrá más ediciones hasta el siglo XVIII, aunque —mientras tanto— salieron en italiano, francés e inglés un número aun mayor de ediciones que en castellano, que serán usadas incluso en territorio hispano pues se conservan ejemplares en algunas bibliotecas de España y América. En francés habrá hasta 8 ediciones (las 4 primeras con solo la primera parte: 1569, 1577, 1578 y 1580), en italiano 5 (una primera en 1556, 2 en 1560, y 2 en 1565), y finalmente 3 en inglés (parcial su texto una en 1555, y completado literalmente en 1578 y 1596, en este caso solo de la segunda parte, la cortesiana.)

Toda esta publicidad editorial es recogida ahora en cuatro estudios introductorios, que ocupan medio centenar de páginas a cargo de la editora principal Monique Mustapha («Preliminar» e «Historia editorial») y dos estudios sobre «Criterios editoriales» y «Criterios de transcripción», a cargo de Paul Roche (aunque el primero no va firmado). A continuación, se nos ofrece el texto de la primera edición de Zaragoza, desde la p. 59 a la 376, usando renglón seguido al principio y final (en los preliminares y los anexos originales), y doble columna en el resto, siguiendo la norma de las primeras ediciones. En ese sentido, se imita la eliminación original que se hizo de puntos y aparte, con la única excepción del largo capítulo 12 («El sitio de las Indias»), donde se muestra hacer caso al autor cuando pide «señal y descanso» en la larga enumeración topográfica de territorios indianos. Hay a lo largo del libro algunas pocas notas a pie de página (una parte pequeña de las variantes editoriales posteriores, cuya mayoría se recoge en un Catálogo de la página 377 a la 424), pero ninguna de las notas interpretativas, que van a continuación (de la 425 a la 640). Ambos tipos de notas van señaladas con bordes de color negro, como muro intermedio de la obra que divide así la parte primera, propiamente textual, de la posterior o interpretativa. Como se ve, el texto debido a Gómara ocupa solamente unas 318 páginas (un tercio del total de la obra ofrecida, 987 páginas).

Finalmente, se nos ofrecen otras dos partes suculentas, de estudios y anexos. Se trata primero de los 4 estudios monográficos, a nombre de cada uno de los 4 editores principales: Monique Mustapha («Datos biográficos», y «Fuentes científicas», que van de la página 643 a la 691), Paul Roche («Fuentes de los capítulos peruanos…», pp. 693-704, y «Fenómenos morfo-sintácticos», pp. 789-794), Louise Bénat-Tachot («Arte de historia y fuentes modernas…», pp. 705-762) y Marie-Cécile Bénassy-Berlin («El destino de la Historia de las Indias», pp. 763-788). Los Anexos son igualmente numerosos, cuatro de ellos sin firma (Cuaderno iconográfico, Diligencias… para recoger la obra, Parecer de Fr. Tomás Ortiz… entre P. Mártir y L. de Gómara, y Cédulas relativas a la prohibición…) y otros dos con firma (Nuevos documentos, por Carmen Martínez, y Extracto en francés de las lecciones de M. Bataillon): todo ello ocupa las páginas 797-874. Finalmente se ofrece el obligado apartado final bibliográfico, que se divide en Ediciones, Fuentes y Bibliografía (pp. 875-934), y una útil lista de índices (onomástico, temático y geográfico, que ocupa las pp. 937-973).

Como bien se ve, se trata de una generosa oferta para sacar fruto de esta obra sobre la cual habrá que disfrutar en adelante —por fin recuperada en el aprecio literario, intelectual e historiográfico que merece— y solo nos cabe ahora dar nuestro sentir personal, tras una primera lectura detenida. Queremos felicitar a los autores y a la Casa de Velázquez por llevar a cabo esta iniciativa, demorada largo tiempo, y ofrecerles también alguna sugerencia propiciada por este trabajo en equipo. No cabía esperar menos de la larga trayectoria de sus autores, todos ellos referentes en el conocimiento de la cronística indiana.

COMENTARIO HISTORIOGRÁFICO

Aun cuando hayamos progresado mucho sobre la situación editorial anterior, siempre podremos aplicar a otros casos este progreso, y aun quedan metas por aprender incluso sobre esta misma obra. La primera objeción que sentimos es sobre la propia selección final solamente de una parte de la obra (Historia de las Indias, 224 capítulos) y no de la otra (Conquista de México, 252 c.), contra la opinión expresa del propio autor. En efecto, los editores lo reconocen, era lo lógico editarlas juntas porque Gómara establecía en los Preliminares: «Aunque son dos cuerpos, es una historia, y así es necesario que anden juntos». La razón ofrecida («trabajo que excedía nuestras posibilidades», p. 15) supone una innecesaria infravaloración personal, teniendo en cuenta que este proyecto editorial se anunciaba ya desde 1998, hace 23 años 1 . Tal vez podamos reconocer su argumento selectivo, esbozado en la contraportada («De las dos partes que la componen, es la primera, la llamada Historia de las Indias, la que más influyó en la historia de las ideas»), pero esta manera de proceder no parece propia de una edición crítica.

En el fondo, creo que se aviene bien con el interés personal del maestro Bataillon por el pensamiento crítico a lo largo de la historia cultural hispánica, tal vez herencia de la influencia sobre él del joven Unamuno, al que conoció durante la preparación de su tesis doctoral sobre Erasmo, y al que terminó traduciendo 2 . Hay pruebas sobradas de que esta traducción y amistad orientó a Bataillon en su investigación doctoral 3 . En todo caso, el magisterio de Bataillon siempre tuvo eco en los países hispánicos, y yo mismo tuve oportunidad de influenciar en este sentido la tesis doctoral de Nora Edith Jiménez (2001) sobre Gómara en el ámbito de Centro de Estudios Históricos (1991-1994, CSIC) 4 . En este sentido, pienso que los editores siguen un camino abierto.

Yo creo, no obstante, que la selección de la primera parte de la historia indiana de Gómara ha tenido alguna influencia negativa a la hora de interpretar el sentido de la obra. El énfasis crítico en esta primera parte es conocido, y el propio autor lo confiesa varias veces a lo largo de la misma, para compensar la excepción benévola del caso cortesiano en su conquista de la Nueva España (que era la intención original del autor, y por ello repite varias veces el autor el precedente de dos historiadores del imperio romano —Salustio y Polibio—, cuando oponen el caso del destino común romano frente al comportamiento excepcional de sus héroes preferidos, Mario y Escipión Emiliano). Es muy conocido el carácter netamente apologético hacia Cortés de la segunda parte, hasta el punto de ser ya un tópico de la historiografía indiana la acusación del Padre Las Casas y del propio soldado Bernal Díaz de estar su obra al servicio de la familia de Cortés, de quien falsamente lo consideraba el primero su capellán. Tópico desmentido por los editores, siguiendo los estudios de Juan Miralles, Nora Edith Jiménez y Carmen Martínez. Pero los editores de esta obra dudan de los análisis ya consagrados, incluso de su maestro Bataillon (1956), que atribuye la prohibición de 1553 a la estela de la prohibición de 1527 de las cartas de Cortés, y a la nueva prohibición contra Gómara de 1566, en plena rebelión cortesiana en la Nueva España (parecida a la peruana de 1542 contra el virrey Núñez Vela, por parte de los pizarristas).

Es evidente que la actitud oficial de la Corona se había inclinado definitivamente en favor del Padre Casas, en el debate de 1550 contra el doctor Sepúlveda, hasta el punto de tolerar en Sevilla la edición de la «Brevísima Relación de la destruyción de las Indias» y otros tratados lascasianos —salidos sin licencia—, el mismo año justamente de la salida en Zaragoza de la Historia de las Indias de Gómara (coincidencia que creo pasa desapercibida a los editores). Por el contrario, la Corona se había opuesto a la edición en 1550 del Democrates segundo de Sepúlveda, y de su

Es evidente que la actitud oficial de la Corona se había inclinado definitivamente en favor del Padre Casas, en el debate de 1550 contra el doctor Sepúlveda, hasta el punto de tolerar en Sevilla la edición de la «Brevísima Relación de la destruyción de las Indias» y otros tratados lascasianos —salidos sin licencia—, el mismo año justamente de la salida en Zaragoza de la Historia de las Indias de Gómara (coincidencia que creo pasa desapercibida a los editores). Por el contrario, la Corona se había opuesto a la edición en 1550 del Democrates segundo de Sepúlveda, y de su Apología en favor del libro sobre las justas causas de la guerra, de 1551, objeto de exposición contra Las Casas y su método de evangelización pacífica. Gómara, en franca réplica a la Corona, menciona sin pudor la obra de Sepúlveda en el capítulo final de la primera parte, justamente, y se declara en su favor: «Yo escribo sola y brevemente de la conquista de Indias; quien quisiera ver la justificación della lea al dotor Sepúlveda, que la escribió en latín dotísimamente, y así quedará satisfecho del todo» (cap. 224, cita en p. 373b).

¿Cabe dudar que Gómara está contestando a la Brevísima, publicada ese año, y que su apología cortesiana —objeto central de la segunda parte de su historia— pretende demostrar que cabe una legítima conducta cristiana de parte del conquistador, fundada en Sepúlveda, lo que pone en cuestión sin disimulo la política imperial que acaba de reprimir la rebelión pizarrista contra las leyes nuevas, de inspiración lascasiana? Véase la buena opinión de Gómara acerca del virrey coetáneo (Antonio de Mendoza, cap. 195), que solucionó en México la protesta contra las leyes nuevas de 1542, y ahora se halla gobernando el virreinato peruano, ya pacificado por el enviado Lagasca. No sabía Gómara que el virrey acababa de morir justo un mes antes, a finales de noviembre, pero confiaba finalmente en su modo de gobierno tolerante con los conquistadores y con los indios, al que consideraba tan digno de elogio como el propio Cortés, a pesar de sus conocidas disidencias personales mutuas. Este tipo de gobierno tolerante con la población morisca es el que aplicaron los Mendozas en Granada (como ya explicó detenidamente Hellen Nader 5 ), y es seguro que Gómara lo compartiría tras su trato confiado con un miembro ilustre de la familia, Diego Hurtado de Mendoza, al que se acercó durante su estancia en Venecia (presentado al embajador hispano por su secretario Páez de Castro, de lo que hablan detenidamente los editores actuales en su apartado biográfico).

Este Mendoza sufriría asimismo la influencia de la historiografía clásica, como mostró en su obra La guerra de Granada (inédita hasta 1627), donde —siguiendo a Tucídides en la Guerra del Peloponeso, posterior al prudente gobierno de Pericles— intenta comprender las razones del pueblo morisco vencido por el invasor cristiano. En realidad, se quejaba del abandono real de la política de tolerancia caballeresca iniciada por su abuelo don Íñigo, y el apoyo inquisitorial impuesto en Granada por parte del gobierno de Felipe II. El papel de Cortés en Gómara, como réplica, lo representaba en la Guerra de Granada su propia familia, al frente del nuevo gobierno andaluz posterior a la conquista de 1492. En este caso había sido realmente posible lograr una política tolerante por parte de una aristocracia moderna 6 .

Los editores actuales de Gómara, prescindiendo del gobierno cortesiano en su segunda parte, se fijan solamente en el lado criticista de la primera parte, y lo relacionan con la censura oficial de toda la obra. Ello da lugar a que la profesora Mustapha (siguiendo al profesor vallisoletano Demetrio Ramos, 1972, que examinaba la relación de Gómara con Jiménez de Quesada y otros autores humanistas), atribuya la razón de la censura real a las críticas a los conquistadores, especialmente contenidas en esta primera parte. Que la obra de Gómara fuera considerada entonces demasiado “libre”, y por ello retenida, lo sabemos por el bibliógrafo Antonio de León Pinelo. Pero, si la Corona aprovechó oportunamente (entre 1542 y 1551) la crítica lascasiana para impedir la posible rebelión de los conquistadores peruanos ¿por qué iba —al mismo tiempo— a impedir las críticas a esa misma conducta propaladas por un historiador particular, que además pretendía el cargo de cronista real? Lo que chocaba con el programa oficial era justo lo contrario, pretendido en la segunda parte, la glorificación cortesiana que en el decenio siguiente volvería a provocar una parecida rebelión a la limitación de sus privilegios: por lo cual, la orden contra Gómara se volvió a repetir en agosto del 66 por el mismo príncipe —ya rey— desde Segovia.

Otro inconveniente derivado de la selección editorial decidida es la interpretación de la censura editorial, en especial de parte de la profesora Mustapha. No solamente se atribuye la prohibición real a las críticas a la conquista contenidas en la primera parte, ofrecidas para contrastar con la conducta de Cortés en la segunda parte (a modo de “contrapunto”, como reconoce una vez en su trabajo la profesora Bénat-Tachot), sino que se interpretan como “censura editorial” las enmiendas introducidas voluntariamente por el autor en las ediciones zaragozanas de1554 y 1555. En lo cual creo se confunde la posible reacción de lectores ofendidos por la dureza de sus críticas (de lo cual fue testigo y posible agente el conquistador cordobés Gonzalo Silvestre en las propias calles de Valladolid, según testimonio del inca Garcilaso, ambos comentadores de la obra de 1555 en un ejemplar conservado hoy en la Biblioteca Nacional de Lima) con una reacción real, en este caso absolutamente personal del príncipe Felipe: el mismo que le dio el año anterior la licencia. Nada tiene que ver ya esta orden real con las razones de la censura recibida por las cartas de Cortés en 1527, esta vez sí decidida a propuesta de parte, del conquistador Pánfilo de Narváez.

Tal parece que resulta incomprensible para cierto público europeo que la Corona española usase al Padre Las Casas para controlar el poder de la aristocracia, en especial la que se estaba formando en las Indias, territorio lejano más difícil de controlar que la Península, donde ya se estaba en esa línea de conducta centralizadora desde los Reyes Católicos. Es curioso que se admita la existencia legítima—de parte del dominico sevillano— de una maledicencia contra Gómara, que se rechaza; pero no la recíproca de Gómara, aunque es observada. Lo que importa para entender la conducta real —y la consiguiente censura editorial a toda la obra, especialmente a la segunda parte— es que esta crítica al Padre las Casas y la alabanza de Sepúlveda (en la primera) y de Cortés (en la segunda) es interpretada oficialmente (no por el público lector) como alianza con un posible rebelde a las decisiones imperiales de la Corona. No es que haya habido una libertad de palabra precoz contra los abusos cristianos (que parece impensable para ese público europeo, aunque era un requisito de la concesión papal), sino se trata más bien de una desconfianza generalizada ante el nuevo poder privado de los conquistadores, derivado natural de su conquista (cuyos gastos se financiaron ellos mismos, y por ello se resisten desde 1542 a perder los beneficios derivados). Las Casas, a su vez, prefería la autoridad real e inquisitorial a la administración privada: por eso acusaba a Gómara de ser capellán de Cortés, y lograba ser escuchado por la Corona.

Debemos agradecer a la profesora Mustapha por señalar desde 1979, en el homenaje al maestro Bataillon, la nítida conciencia geográfica de la historia gomariana, que lleva a cabo una descripción sometida sistemáticamente a un orden cartográfico, que conecta el Nuevo al Viejo Mundo y al cosmos. Es verdad que el propio Fernández de Oviedo había sometido en parte su largo y minucioso relato de la conquista a un cierto orden geográfico (dedicando la primera parte de sus cincuenta libros a la costa atlántica o «mar del Norte», la segunda a la pacífica o «mar del Sur» 7 , y la tercera a completar el panorama pacífico de las otras Indias). La concepción tempranamente planetaria y global de Gómara debe mucho a esta conciencia geográfica, que ubica al Nuevo Mundo en el viejo cosmos, materia igualmente desarrollada por la profesora Bénat-Tachot.

También debemos al equipo editor el enorme interés en detectar las fuentes precisas usadas por Gómara, lo que fue interés particular del maestro Bataillon, en sus clases de los años 50 dictadas en el Collège de France, donde se conservan aun sus apuntes. Esta indagación heurística no sirve solo para garantizar su veracidad y conocimiento preciso, a pesar de no ser testigo presencial, sino el modo particular de su relato histórico. A pesar de su estilo breve y contundente (como prometía en su Prólogo: «El romance que lleva es llano…, los capítulos, cortos, por ahorrar palabras, las sentencias, claras, aunque breves… la brevedad a todos place»), 8 su historia llamó entonces la atención de todos por usar un estilo problemático y sintáctico de mucho orden, apropiado a la visión global que pretendió el autor darnos. Lo mismo que “ofrecieron” estos relatos una nueva visión geográfica de la que carecían los propios habitantes de Nuevo Mundo (a pesar de la insistencia de algunos historiadores post-coloniales en que no existió descubrimiento alguno, de parte europea), es verdad que no todos los relatores europeos (ni incluso las fuentes mismas en que se basó Gómara, en particular, Pedro Mártir y Fernández de Oviedo) supieron ofrecernos las noticias indianas en el nuevo contexto global en que se estaban produciendo.

El mapa inicial ofrecido del Viejo y el Nuevo Mundo (entre los Preliminares de esta obra) es bien expresivo de su nuevo punto de vista, esencialmente cosmológico, pre-humboldtiano. Creemos que Gómara es capaz de mirar “a distancia” el Nuevo Mundo, debido en parte a su directa información humanista acerca del pasado clásico y, en otra parte, a su familiaridad con otros mundos no cristianos (en particular el mundo otomano, vislumbrado directamente desde su estancia en Venecia, y objeto de su interés particular en compararlo con la gesta cortesiana, en la Crónica de los Barbarroja escrita en los años 40) 9 . Aunque Gómara respetaba las razones evangélicas en su relato de la conquista cristiana, son los méritos humanos de los gobernantes (poblar y organizar la administración de los nuevos territorios, especialmente) los que ofrece innovadoramente, justificando la conquista. Creo que no hay un anuncio claro de ello al principio o final del libro, pero de cuando en cuando aflora su filosofía de la conquista legítima, que es el buen poblamiento, del que se deriva naturalmente la buena evangelización. Así, al inicio del cap. 46, dedicado a la conquista del río de Palmas por Pánfilo de Narváez en 1527 en que se inicia el largo camino de Cabeza de Vaca por Norteamérica, lo enuncia claramente:

[…] se perdieron casi todos los hombres y caballos, lo cual fue por no poblar luego que saltó en tierra con la gente, o por saltar donde no había de poblar. Quien no poblare no hará buena conquista, y no conquistando la tierra no se convertiere la gente; así que la máxima del conquistar ha de ser “poblar” 10 .

La palabra poblar es la que el autor adscribe generalmente como elemento identificador a la conquista de Cortés, del que recogeré uno de sus primeros discursos ante los mexicanos: «Nobles señores: yo partí́ de Cuba con once navíos de armada y con quinientos y cincuenta españoles, y llegué aquí a Acuzamil… Yo y estos hidalgos que conmigo vienen a descubrir y poblar estas tierras» (Segunda parte, c. 11, cursivas mías). Esta es la diferencia entre Velázquez y sus primeros enviados antes que Cortés, que ellos solo querían rescatar oro, y Cortés poblar. La palabra poblar es de las más usadas en las dos partes, especialmente en la segunda.

Además de un sentido “colonizador” de la conquista, que conviene mejor a la versión cortesiana propuesta en la segunda parte, la primera parte le dota a la obra de un sentido global que refuerza su propuesta modernizadora. Alabamos la insistente observación en este sentido de parte de la profesora Bénat-Tachot, que creemos derivada de las viejas propuestas del maestro Serge Gruzinski (que ubica en el Nuevo Mundo hispano una primera modernidad) y lo mismo diremos del trabajo de la profesora Bénnasy-Berlin acerca del eco gomariano en Europa, y particularmente en Francia, no exento de lección moral crítica (Benzoni, Chauveton, Montaigne, La Popelimière…).

Tal vez, personalmente, echamos de menos tener en cuenta la insistencia gomariana en los aspectos críticos de la conquista, en particular de la peruana, como estrategia general del autor en la primera parte: en ese sentido, la crítica sistemática de la conquista la vemos muy marcada, justo al final de cada etapa geográfica descrita. En particular, aparece este criticismo genérico a partir del final del capítulo 41: «Dicen que todos los cristianos que cativaron indios y los mataron trabajando han muerto malamente, o no lograron sus vidas o lo que con ellos ganaron» (p. 117). No hemos visto en esta edición reconocer la importancia de los capítulos 190 y 191, al término del largo episodio de la conquista peruana, en que dedica —no uno sino dos capítulos especiales, titulados ambos «Consideraciones»— a la reflexión sobre este episodio clave de esta parte primera:

De cuantos españoles han gobernado el Perú no ha escapado ninguno, si no es Gasca, de ser por ello muerto o preso, que no se debe poner en olvido… Atribuyeron los indios, y aun muchos españoles, estas muertes y guerras a la constelación de la tierra y riqueza, yo lo echo a la malicia y avaricia de los hombres (pp. 328a-329a) 11 .

Creo que el éxito obtenido en Francia por la edición de esta primera parte, solamente, se debe a este énfasis auto-crítico de la obra, cuyo significado particular (frente al Padre Las Casas) solo puede entenderse por la réplica del mismo en la segunda, por parte del mismo autor. Tiene su obra un poco el mismo sentido replicatorio que tuvo Garcilaso en la suya, cuando asumió la existencia de canibalismo y sacrificio humano en las culturas pre-incaicas, pero no en la incaica, como afirmaba de modo generalizado e interesado la escuela del virrey Toledo. Ya he recordado en un trabajo anterior la estrecha alianza indigenista entre el Inca Garcilaso y Gómara, a juzgar por sus notaciones manuscritas ante las contestaciones del cacique Panquiaco a la hueste de Balboa tras ver a los cristianos pelearse a causa del oro por él ofrecido, y en la respuesta despectiva de Atahuallpa al fraile Valverde: el defensor de Cortés es también un indigenista, en la primera parte, que refleja con sorna los diálogos imposibles entre español conquistador e indio por conquistar 12 .

Acerca del uso “modernizador” derivado del humanismo gomariano, me interesa destacar el eco apropiado que hace la profesora Bénat-Tachot de la tesis original del viejo profesor Maravall, objeto de su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia, elevado luego a libro, Antiguos y modernos (1966):

Maravall muestra cómo este afán de novedad tiene mucho que ver con la curiosidad humanística… No hay, pues contradicción entre las referencias a la antigüedad y el gusto por la novedad, lo uno permite enlazar y apreciar lo otro. Tanto Gómara como Oviedo y Pedro Mártir exigen esta dimensión inaudita del Nuevo Mundo, que reconfigura por completo los cánones del arte de historiar 13 .

Quisiéramos matizar, en nombre de nuestro antiguo maestro de los años 60, que la tesis suya era algo más ambiciosa: no se contentaba con mostrar la mera “compatibilidad” entre humanismo clasicista y modernidad, sino que daba un paso más: son los humanistas hispanos, y particularmente con relación al Nuevo Mundo, los que inauguran una idea de progreso del presente, frente al pasado. Otros autores coetáneos se encargaron de señalar esta idea ya en precursores italianos como Petrarca, Pizzecolli, Boccacio o Valla, con los cuales estuvieron en contacto los intelectuales hispanos. Esta idea novedosa acerca del Humanismo fue sugerida ya por estudiosos europeos como Erwin Panofsky o Arnaldo Momigliano, de quien la tomó el arqueólogo norteamericano de Berkeley John H. Rowe para sostener su famosa tesis del origen renacentista de la Antropología 14 . Yo la apliqué muy pronto al jesuita José de Acosta, al cual el maestro Rowe le dedicaba una atención más bien empirista que teórica, en otro artículo anterior 15 . En este sentido, creo que Gómara se adelanta al jesuita en adoptar una visión global del Nuevo Mundo en relación con Europa, y en el sentido crítico respecto del atraso del saber antiguo, cosa que me ha extrañado no lo haya destacado en su excelente estudio la profesora Monique Mustapha, experta en el jesuita; o la profesora Bénassy-Berlin, en el suyo sobre el destino futuro de la obra.

COMENTARIO ECDÓTICO

Hora es ya de abordar la labor más relevante de este libro, la edición anotada y acompañada de diferentes anexos documentales. La labor interna que nos parece mejor realizada es la búsqueda de las fuentes de cada episodio gomariano, especialmente la conexión con fuentes conocidas (Mártir, Oviedo, Jerez, Mena, Zárate y Lozano, Las Casas, Cabeza de Vaca, etc.). Agradecemos a la profesora BénatTachot por la comparación detallada ofrecida a lo largo el libro entre Gómara y Fernández de Oviedo, con el cual tiene ya experiencia larga, incluso ecdótica. Sin embargo, encontramos en el texto crítico ofrecido algunos detalles ecdóticos que podrían mejorarse, aunque reconocemos el esfuerzo por acercarnos al autor original, alejando las numerosas notas a otro lugar para concentrar la atención del lector, en diálogo directo con el autor. Nos parece bien este alejamiento en el caso de las notas interpretativas, dado su número y extensión, pero no en el caso de las variantes entre la príncipe y las dos ediciones enmendadas de Zaragoza y posteriores, que no ocupan tanto espacio ni se trata de texto ajeno al autor; y que, sobre todo, tratan de establecer el verdadero texto original (gran parte de estas notas repetidas de variantes son para completar y aclarar el título, y otras disimulan el tono ácido de la crítica, lo que es relevante para conocer con matices la opinión verdadera del autor, al respecto). Por otro lado, en cada cita comparativa a pie de página habrían ahorrado espacio, al eliminar la necesaria repetición de la versión príncipe, y facilitado su uso en el momento mismo de la lectura.

Finalmente, pensamos que parte de las variantes se ofrecen repetidas a pie de página (a veces al final del capítulo), volviendo a repetir luego ambas versiones (a pie de página y aparte), sin quedar claro por qué se ubican al pie unas, y no otras. Si se le quitan al lector del pie de página las variantes —e incluso el título de capítulo— que el autor eligió en edición posterior, cambia el sentido original del fraseo y carece de verdadero sentido la edición crítica (ayudar a la lectura inteligente). Incluso algunas de las notas interpretativas tratan de explicar el significado del léxico empleado por el autor, o el sentido de la frase, lo que hace inexcusable leer algunas al mismo tiempo que el texto original y, por tanto, ofrecerlas cercanas.

A propósito de las explicaciones de vocablos y expresiones arcaicas, ya en desuso para el lector que emplea hoy el mismo lenguaje, debemos declarar que son demasiado escasas. En el estudio introductorio del profesor Roche se prometió recurrir al DRAE en estos casos («remitiendo oportunamente al DRAE para aclarar el sentido», p. 49), pero la frecuencia en que se hace es verdaderamente excepcional. Nos hemos tomado la molestia de contar el número de vocablos y expresiones cuya inteligencia inmediata nos ofrece dificultad, y son excesivos (casi uno cada dos capítulos, total 122). Cosa no desdeñable en una obra que declara en su Proemio la voluntad de aclarar al lector todo acerca del Nuevo Mundo: «Dios puso el mundo en nuestra disputa, y nos hizo capaces y merecedores de lo poder entender […] no perdamos nuestros privilegios y mercedes» (p. 71).

Otra cosa que echamos de menos es la ausencia de algunos elementos modernos de la ecdótica, algunos de los cuales ya se empleaban entonces. Por ejemplo, la letra cursiva, que en algunas ediciones del Siglo de Oro se empleaban solo para partes del texto (preliminares, por ejemplo). En este caso, los editores deciden incorporarla solamente para el título de obras y para versos citados (p. 53), con lo que se abandona un uso muy apropiado en estas ediciones americanistas, el de palabras en otro idioma: afecta especialmente al lenguaje americano, de lo que una crónica de Indias suele echar mano frecuentemente (especialmente en Gómara, que intenta definir cada nueva palabra que emplea). Hay estudios varios sobre el uso en Gómara de indigenismos, porque lo permite su escritura intercultural, y dos de ellos son citados (de Lope Blanch) 16 . En la primera parte, y especialmente en el caso del Perú, hay también numerosos indigenismos, e incluso uno de ellos —huaca— fue objeto de critica garcilasiana (en mi opinión injustamente: ver nuestra nota 12 sobre Garcilaso) 17 .

En cuanto a la puntuación —tal vez el elemento decisivo en una edición crítica, como reconocen los editores («puntuar […] equivale a interpretar el texto», dice Paul Roche en p. 51)— echamos de menos el uso de algún elemento discursivo para entender a Gómara (paréntesis, guiones, etc.), pues los autores no pasan del punto, la coma, el punto y coma, dos puntos y las comillas. El signo más empleado son las comas, hasta la exageración, lo que hace la lectura algo indigesta por hiperinterrumpida. La obsesión por aislar frases individuales corta expresiones normales de una oración compuesta (así en p. 260 hay varios ejemplos: «con tanto ruido, que ensordecía», «tan lluviosa, que no tenían lugar de enxugar», «tan flacos y desfigurados, que no se conocían», y enseguida en la 262: «tan diestro, que ninguno se le acercaba»). Los guiones o paréntesis también hubieran aclarado multitud de frases, de que echa mano Gómara para insertar sus continuas reflexiones e ironías. Asimismo, numerosas citas y discursos intercalados podían ir sangrados para destacarlos, como quiere el autor.

Los editores reconocen ser moderados en su versión ecdótica («hemos querido realizar una modernización razonada», p. 51), pero realmente modernizan poco. La regla de una edición crítica no es seguir la norma gráfica que usó un autor en su tiempo para expresarse, sino la que emplearía hoy con los medios expresivos disponibles. El signo de puntuación cuya falta general se nota más en esta obra es el punto y aparte, que solo se emplea para cambiar de capítulo 18 . Nosotros dudamos un poco ante el criterio adoptado, que llamaríamos “paleográfico”, animados por el criterio establecido hace tiempo en especialistas hispanos del Siglo de Oro, que no conservan el comportamiento gráfico de los editores antiguos, si no afecta a cosa tan seria como la fonética o los moldes gramaticales, coetáneos al autor editado. La lealtad paleográfica no significa necesariamente un mayor respeto a los autores del Siglo de Oro, que normalmente no controlaban las normas ecdóticas y dejaban esa responsabilidad en manos del cajista. Lo más importante a tener en cuenta es la intención y conciencia literaria del autor, y lo normativo es la hermenéutica: entender la idea y los modos de expresarla conscientemente en sus obras, cosa particularmente importante con autores innovadores como Gómara.

¿Cómo se dirigiría Gómara al lector actual sin traicionarse en su propia retórica: respetaría los puntos seguidos, como hicieron los cajistas por ahorro de papel, que no respetaron incluso ni las advertencias hechas por el autor en el capítulo 12, a pesar de que ello dificultaría percibir la variedad del relato y las pausas, que el autor decidió ofrecer? Es verdad que los capítulos de Gómara no son largos, en general, pero hay casi una decena que superan las tres páginas (12, 46, 49, 56, 66, 92, 93 y 185) y es regular que tengan más de una página, o que ocupen una, casi completa. Cuando se trata de una edición crítica no cabe, pues, dejar que el lector interponga por su cuenta los puntos de descanso en la lectura que el autor ha decidido; al contrario, porque este descanso pautado en la lectura detenida de Gómara es imprescindible para captar toda su información y su habilidad para conducirnos a conclusiones y emociones diversas, a lo largo de cada capítulo.

Los editores han sustituido esta necesaria pausa con numerosas notas que interrumpen la lectura, pues solo añaden información complementaria o ponen en cuestión su interpretación, no la pausan. Téngase en cuenta solamente su extensión para advertir este proceso de interrupción: contabilizamos unas 216 páginas de notas interpretativas (pp. 424-640) sobre un texto de 316 (pp. 61-376): es decir, que alcanzan las 2/3 partes del conjunto textual. Y todo esto, sin explicar en esas notas numerosas palabras que el lector tendría que dirigirse al DRAE —otra interrupción— para digerir la lectura.

Para extender más las interrupciones, se nos ofrece centrar nuestra atención sobre las escasas y torpes iconografías que ofrecieron los editores del Siglo de Oro, de todos los cuales la única realmente pertinente —que sabemos relacionado con el autor— es un mapa, que solo los editores de Amberes (Juan Bellero 1554) cambiaron por una cartografía minuciosa del Nuevo Mundo. La tabla final relacionada con las ilustraciones (sobre todo, las portadas) ocupa tres páginas, un tercio del total de tablas finales. A ello se une un Anexo primero, con un cuaderno iconográfico (pp. 797-824), en el que la mayor parte de las viñetas proceden de una traducción anterior de Tito Livio, en la misma editorial; es decir, fueron un mero adorno gráfico que consiguiese distraer al lector.

La conclusión de esta edición es que nos ofrecen una excelente obra, detenidamente analizada en textos introductorios o estudios suplementarios (agregando índices y documentos apropiados), debemos reconocerlo; pero en cuya lectura directa no se proponen detenernos (quitan incluso las notas a pie de página que tienen que ver con el texto mismo del autor, llevándolas al final).

En realidad, el modelo ecdótico al que se deben los editores nos queda oculto. La única autoridad ecdótica esgrimida por los autores es el Manual de escribientes de Antonio de Torquemada (1552), en este caso por el profesor Roche, a quien agradecemos su esfuerzo en explicarnos por tres veces el proceso editorial («Criterios editoriales» y «Criterios de esta edición» en la Introducción, coordinada por M. Mustapha, y «Fenómenos morfosintácticos» en los estudios posteriores). Es verdad que este Torquemada 19 ha sido editado por la RAE en 1970, y sus ideas relativamente bien estudiadas por expertos, pero no entendemos por qué usarlo sino por la fecha idéntica de composición (1552), solamente supuesta. De las cuatro partes de la obra solo la segunda trata de «ortographía castellana», como uno de los deberes de los escribanos y secretarios, y —al parecer de algún analista— se afilia a una versión paleográfica contra la tendencia modernizadora y realista de Nebrija 20 .

Ha habido ya numerosos manuales de Ecdótica en el área de la Hispanística, algunos congresos especializados en la crónica de Indias y ejemplos de ediciones críticas que no son tenidas en cuenta por los editores, aunque en algunos de ellos han participado. Esperamos que el enorme trabajo en equipo acumulado sobre esta obra contribuya a que se le conozca mejor por la comunidad hispanoparlante. Tengo la impresión que surgirán nuevos intentos de editar a Gómara, de acuerdo a esta normativa generalizada, más modernizadora, de la que los editores han querido prescindir, pero a la que han contribuido con su laborioso proyecto 21 . Cabe comentar brevemente de esta segunda edición del mismo año en la Biblioteca Castro que, sin abandonar la norma austera de la colección Castro (ofrecer textos sin notas, porque pretende poner al alcance del lector común la obra pura, sin añadidos de notas o índices analíticos finales) se ha beneficiado inteligentemente de este esfuerzo de la Casa de Velázquez, eligiendo igualmente una versión temprana (no la de 1552, sino la de 1553, en Zaragoza), hallada en un ejemplar en buen estado conservado en la Biblioteca Nacional, que tiene pocas variantes: no incluye aun los números de los capítulos, que no aparecen hasta el año siguiente, aunque contiene algunas pequeñas variantes). Digamos que, al carecer de nota alguna, cumple a fortiori el ideal paleográfico perseguido por la edición hispano-francesa, dejando al lector a solas con el autor en lectura del texto original.

A cambio ofrece por parte de la editora un esfuerzo ecdótico modenizador que creo facilitará al lector notablemente este contacto lejano con el autor: usa de nuevo las cursivas para las palabras indianas, y emplea asimismo frecuentes modos de aislar las partes del relato gomariano (puntos y aparte frecuentes, alrededor de dos por capítulo de promedio, con algunos paréntesis o puntos y coma, intermedios). Pero, sobre todo, ofrece la obra completa, consciente de la intención del autor de oponer a la alabanza cortesiana de la segunda parte, una crítica general a los conquistadores en la primera. Tal vez sufre una influencia de la edición hispanofrancesa, que considero perniciosa, y es la explicación de la censura oficial, e incluso de las variaciones zaragozanas de 1554 y 1555, en base a las críticas incluidas en la primera parte. Se aprovechan, a cambio, con notable respeto de los precursores, los estudios previos mexicanos de Juan Miralles y Nora Edith Jiménez, reconociendo a cada paso sus avances en la biografía intelectual del autor, junto a los descubrimientos documentales de Carmen Martínez.

Creo que podemos reconocer la influencia orientadora del grupo editor de Pamplona, en su adopción de una norma ecdótica modernizadora respecto del gráfico (sustitución de ç por z, o de x por j, ambas ante vocal), no de la fonética (por ejemplo, conserva las e ilativas). Al servicio iconográfico de esta segunda parte se ofrecen algunas ilustraciones a todo color (mapa de la ciudad de México editado en Nuremberg, 1524, y recorrido de Cortés desde Cuba), además de las dos ilustraciones originales principales, en color sepia, de los mapas del viejo y Nuevo Mundo, y del bisonte, junto con las portadas de ambas partes de la obra (1552 y 1553). Gracias al uso del papel biblia, el grosor del libro incluyendo ambas partes, es menor que el abultado de la edición hispano-francesa, y es de agradecer el empleo general del renglón seguido, que ofrece una lectura agradable. Está acompañado asimismo de una introducción de una treintena de páginas, suficiente para orientar al lector sobre la estrategia argumentativa y estilo literario del autor.

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Notas

* López de Gómara, Francisco, Historia de las Indias (1552)…, Madrid, Casa de Velázquez, 2021 (Colección Sources, 1). Al final ofrecemos, a modo de ejemplo alternativo, una mención de otra edición de la misma obra, del mismo año.

1 En efecto, la misma directora presentaba entonces su temprano trabajo (Mustapha, 1999). En ese mismo volumen participó Louise Bénat-Tachot, con otro trabajo sobre Gómara (Bénat-Tachot, 1999). Fue asimismo el primer congreso en que colaboré con el profesor Ignacio Arellano, director del grupo de investigación GRISO de la Universidad de Navarra dedicado a ediciones del Siglo de Oro, que entonces iniciaba asimismo su interés en las crónicas de Indias. No logro comprender que ninguna de estas dos publicaciones haya sido reconocida como propia en la bibliografía adjunta a la edición de Gómara. Tampoco se menciona ninguna de las ediciones derivadas de este activo e influyente grupo de trabajo, ni —a decir verdad— se muestra modelo ecdótico alguno que se siga.

2 Unamuno, 1923 que recientemente ha sido reeditado en la Editorial Gallimard, 1999. Sobre esta traducción ver la propia «Conferencia de Marcel Bataillon en El Colegio de México» (Bataillon, 2020). Asimismo, el ensayo de Tellechea Idígoras, 1994, que contiene varias cartas de Bataillon entre 1921 y 1930. Como se sabe, Unamuno residió en Francia entre 1924 y 1930, primero en Paris y luego todo el tiempo en Hendaye. Ver también Varela Fernández, 2018.

3 Así lo declaró al propio Unamuno en carta de 1-XII-21: «Deseo mucho volverle a saludar este curso, ya que me han concedido otro año de pensión para seguir con mis estudios sobre el Renacimiento en España. Estoy ya bastante bien orientado. Escojo como tema para mi tesis principal el Erasmismo en España, que con su difusión y su aplastamiento es de los temas más «intrahistóricos» de la historia peninsular». [Y en otra posterior, ya de recuerdo: 28-XI-25] «Leyendo En torno al casticismo, se me reveló (hace once años) el inmenso interés y la eterna actualidad de la historia religiosa del siglo XVI español. De allí salieron las investigaciones que me siguen ocupando y seguirán por muchos años». Tomamos la referencia de Tellechea Idígoras, 1994. Además de editar la traducción de Unamuno, muy preocupado por las “traiciones” posibles —desde el mismo título— Bataillon acometió en 1925 la edición facsimilar del Diálogo de doctrina cristiana, de Juan de Valdés (descubierto por él), y poco después prologó la traducción española del latino Enchiridion, de Erasmo, 1932.

4 Fue publicada en 2001, y obtuvo al año siguiente el premio Edmundo O’Gorman del Instituto Nacional de Antropología e Historia, como la mejor investigación sobre Historiografía y Teoría de la Historia publicada ese año.

5 Nader, 1986 (original inglés de 1979, accesible online).

6 He tratado este problema en otras ocasiones: ver del Pino-Díaz, 1998, 2003 y 2004.

7 Nombres marinos que se definen así (mar del norte y mar del sur) desde Centroamérica, concretamente desde Panamá, cuando Balboa descubre el océano Pacifico el 25 de setiembre de 1513. La orientación horizontal panameña permite ubicar el océano atlántico al norte y el pacífico al sur. Por esa misma orientación geográfica inicial, el descubrimiento de Perú lo hicieron los de Pizarro con barcos que navegaron “hacia Levante”, porque así quedaban orientados yendo desde Panamá.

8 Usamos cursiva en algunas para mostrar el abuso de comas en la edición crítica que examinamos.

9 He sostenido esta idea de distancia intercultural de Gómara, debido a los clásicos y otomanos, en un ensayo anterior (del Pino-Díaz, 2017).

10 Cursivas nuestras. Los editores corrigen convertiere en contra de las versiones de Zaragoza 1552, 1553, y de dos de las ediciones de Amberes 1554 (convertiera), y en general de la edición ilustrada de Barcia (convertirá). Mirando el catálogo de variantes, resulta que la versión de Barcia es compartida por Medina del Campo, 1553, Zaragoza, 1554 y 1555, y la otra de Amberes: todas tienen el mismo significado de predicción futura, fiel a la intención original del autor. Nosotros creemos incomprensible la fórmula ecdótica propuesta, incluso en la puntuación, que cambiamos por esta: «Quien no poblare no hará buena conquista y, no conquistando la tierra, no se convertiera la gente».

11 Sorprende que no llamen los editores la atención sobre esta versión lascasiana de la conquista, a contrapelo en boca de Gómara, y en su lugar la nota insista en la fuente empleada, Lozano. La cita ofrecida de Lozano muestra justamente lo contrario, que es una opinión personal y no imitada.

12 Del Pino-Díaz, 2018a, pp. 15-32.

13 Bénat-Tachot, «Arte de historia y fuentes modernas...», p. 713.

14 Rowe, 1965, De alguna manera, la tesis había sido recogida ya por el maestro Lévi-Strauss en su artículo de 1956 recogido en su conocida antología Antropología estructural. Mito

15 Rowe, 1964. Lo he comentado de nuevo, recientemente, en del Pino-Díaz, 2018b.

16 Lope Blanch, 1980 y 1977. Aquí se cuentan de la segunda parte 23 indoamericanismos mexicanos, de los que Covarrubias usa 9, no reconociendo la fuente menos en un caso (tiburón). Ver también García Español, 1992.

17 En cuanto a la ortografía castellana moderna, labor cuidadosa a cargo del profesor Roche, se incumple siempre la distinción entre el porque —causal— y el por que —final—, señalado específicamente en p. 53, línea 2. Y hay un tiempo verbal con pronombre pospuesto en el prólogo (suplildo por suplidlo, y creo que en otras partes), que se complica su comprensión por puro mantenimiento paleográfico del cajista (es dudoso que un latinista como Gómara lo hubiese decidido así).

18 Hay excepciones como algún documento ajeno incorporado, por ejemplo la bula alejandrina de concesión territorial entre los capítulos 19 y 20, o el largo discurso en forma de carta de Gonzalo Pizarro a La Gasca, en el capítulo 177. A decir verdad, solo hay una verdadera excepción, y es en el capítulo 12. («El sitio de las Indias»), donde los editores aprovechan indicaciones periódicas del autor, bajo la forma de «por ser parte muy señalada, descansamos en ella» (p. 83a), o «por caer en tal parte y se tan grande como dicen, hacemos parada» (85a), o «por ser cosa tan señalada, paramos aquí» (87a). A decir, verdad, los editores hacen en este capítulo otros puntos y aparte no indicados por el autor, y yo creo que deberían haber hecho otros en el resto del libro, en favor de la claridad expositiva querida por el autor.

19 Es confundido en la bibliografía de fuentes con el franciscano fray Juan de Torquemada.

20 Salvador Plans, 1988.

21 El mismo año 2021 en setiembre ha aparecido otra edición de esta obra en la Biblioteca Castro, a cargo de Belinda Palacios (Madrid, Fundación José Antonio de Castro, 2021), incluyendo las dos partes (en 924 páginas) y modernizando la versión editorial al gusto del lector no especializado, y sin notas. Su editora ha sido la americanista peruana Belinda Palacios, que ofrece asimismo un amplio estudio preliminar.

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