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Horizontes del Barroco hispano. Introducción
Hispanic Baroque Horizons. Introduction

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 10, núm. 2,

Instituto de Estudios Auriseculares

Se imponen en el presente caracterizaciones del nuevo estado de nuestra cultura —tomada como visión del mundo y conjunto de disposiciones colectivas— que la sitúan en una especie de ruptura con la modernidad y con la virtualidad que esta poseía para regular nuestro saber y nuestra praxis. Estaríamos, según ello, en época post-metafísica, post-fundacional o post-humanista, en un tiempo, en suma, de «post-modernidad», marcado presuntamente por la des-regulación y por la lejanía respecto a la normatividad epistémica y ético-política que los modernos instauraban en los siglos que siguieron a la Edad Media. Al ver así las cosas, parecería que la universalidad humanista al completo hubiese sido sustituida por meros relativismos, tanto epistemológicos como éticos y políticos, así como por la reducción de la razón —nodriza del progreso en el imaginario moderno— a racionalidad técnica, instrumental y cientificista. No es falso que lo que K.-O. Apel llamaba «sistema de complementariedad» entre el objetivismo técnico-científico (en el saber), por un lado, y el subjetivismo relativista (en la orientación práctica y vital), por otro, ocupa un amplio espacio de nuestro mundo actual. Pero no lo es que este sea el único hilo conductor de la contemporaneidad, que adopta la forma de un tejido más complejo compuesto por trenzamientos sutiles.

Entre los hilos que tejen el presente y que no se reducen al tópico señalado habría que destacar el que se especifica en la pervivencia y recreación de la problematicidad barroca. Y habría que incidir en ello con la seriedad que avalan estudios rigurosos sobre el tema que vienen realizándose desde hace décadas, aunque no con la correspondiente recepción que habría que esperar. Y es que podríamos distinguir entre una «postmodernidad débil», que incluye derivas a través de las cuales lo moderno se transforma en una modernidad líquida —según la afortunada expresión de Zygmunt Bauman— y una «transmodernidad fuerte», que no abandona lo moderno, sino que lo transfigura desde su interior. En este sentido, se hace necesario tener en cuenta la ambigüedad inherente a la noción misma de «modernidad», en la medida en que esta no es homogénea. Hay una modernidad analítica, racionalista y con buena dosis de cientificismo —la que ha prevalecido en el tiempo— y hay una modernidad distinta, de conceptualidad orgánica, ingenioso vitalismo y humanismo ético. La primera arraiga en el giro subjetivista y metódico cartesiano, en el naturalismo matematizante de la Revolución Científica y en una Ilustración que —como señalaban Theodor. W. Adorno y Max Horkheimer— se deslizó dialécticamente hacia el mito de la racionalidad instrumental. La segunda, representada por el Barroco, surgió a contrapelo de la primera y ha sido ampliamente sofocada por el triunfo de aquella, aunque no ha dejado de persistir en profundidad, como una sombra inevitable sobre la que hoy podemos verter luminosidad. Lo barroco es plenamente operativo en los intersticios de nuestra convulsa actualidad.

El Barroco, en efecto, puede ser calificado como una modernidad-otra. Y su actual renovación se debe fundamentalmente a que nuestro mundo contemporáneo atraviesa una crisis de fundamentos muy semejante a la de aquella otra crisis que hizo temblar los cimientos metafísicos, epistémicos y religiosos en el siglo XVII. La unidad del cosmos, su comprensión como un Todo-Uno centrado y jerarquizado, dio paso a una implosión del fundamento. Lo Uno devino pluralidad de mundos heteróclitos en relación, es decir, diferencia y devenir, y el Todo, que había sido firme suelo y seguro cielo a un tiempo, perdió su solidez. La firmeza del suelo sobre el que se creía vivir —el mundo teocráticamente organizado, en el Medioevo, y la esplendorosa y creativa libertad del hombre en el Renacimiento— se resquebrajó, pues, sobre el humus del naturalismo, aparecieron procesos ciegos que amenazaban con esclavizar a los hombres, de los cuales cabe señalar el capital, la gobernanza abstracta, el pragmatismo estratégico y ese nuevo espíritu de cálculo que fue impulsado por el proyecto de una Mathesis Universalis. El seguro cielo, por su parte, quedó nublado con la idea de un deus absconditus cuya esencia infinita se oculta.

¿No está nuestra época articulada por una crisis semejante? Sin duda, sí, pues, en primer lugar, hemos visto crecer grandes procesos anónimos: las nuevas formas opresivas del trabajo, la racionalidad procedimental y utilitarista o los nuevos bríos del espíritu de cálculo que se expresan en el progreso de la tecnocracia. Tales procesos parecieran haberse independizado de la voluntad humana y converger en una crisis de espíritu de la que hoy prácticamente nadie duda, sobre todo porque muestra ya síntomas destructivos en ámbitos concretos como el de la depauperación ecológica y el de la rígida lógica oposicional en lo político. Pero todo esto, en segundo lugar, tiene un vínculo muy sutil con ese acontecimiento que domina la época y que Friedrich Nietzsche denominó «muerte de dios», acontecimiento que no es otra cosa que el desfallecimiento fatal de los fundamentos últimos, es decir, de los criterios indubitables de lo verdadero, lo bello y lo bueno.

La respuesta barroca a este estado de cosas, tan semejante al nuestro, fue tremendamente valiente y creativa. Tomado filosóficamente, el Barroco es todo un esfuerzo por reespiritualizar un mundo vaciado haciendo que el sentido de todas las cosas remita sutilmente a lo que desborda su finitud, es decir, por el rodeo de lo que Eugenio Trías llamó «escenificación de lo infinito», lo cual tenía lugar a través de un nuevo modo lingüístico y artístico de significar —la metáfora, la alegoría, el concepto ingenioso—. En virtud de este, la multiplicidad de lo singular en la existencia finita es relacionado diferencialmente entre sí y hecho resonar como cifra de lo más elevado, noble y eterno.

El monográfico intenta penetrar filosóficamente en la ontología del Barroco, centrándose en el hispano (aunque no faltan líneas de fuga hacia el europeo y el latinoamericano), así como esclarecer sus horizontes de proyección, que son fundamentalmente dos. Uno próximo, que corrige a la modernidad prevaleciente; otro, más lejano, que reverbera en el presente y que se funde con nuestro propio horizonte de pensamiento, determinando cauces sutiles de un neobarroco que afirma la diferencia, el descentramiento y la apertura del sentido sin incurrir en riesgos «postmodernos» como el relativismo o la indiferencia normativa y ética.

El lenguaje en el que el Barroco articula su visión del mundo es analizado en lo que sigue sacando a la luz ese carácter de la alegoría que permite refigurar el mundo y dejarlo abierto irremisiblemente, al tiempo que cualquier tipo de identidad es deconstruida (Javier de la Higuera, «La alegoría barroca, figura de ingenio»). Lo infinito del mundo, como plexo de relaciones diferenciales que no puede nunca quedar definitivamente cerrado, se representa, así, en lo infinito del «concepto», tal y como lo entiende Gracián y sus coetáneos en general (Agustín Palomar Torralbo, «Escritura, concepto y artificio en Baltasar Gracián»). Un proceso semejante tiene lugar en el ámbito de la imagen, que puede ser leída como multiplicidad de sentidos en vinculación, a través de la cual se renuncia a la linealidad y al centramiento y se afirma —tanto en el barroco hispano como en el latinoamericano— la polisemia y la falta de referente, destronando, de este modo, al «modelo óptico» actual y su base logocéntrica (Gastón G. Beraldi, «Figuras de la textualidad. Hacia una lectura neobarroca de las imágenes»).

A través de cualquiera de estos medios, el de la palabra y el de la imagen, es generada, al mismo tiempo, una destitución de todos los referentes de autoridad identitaria y cerrada sobre sí, una propensión que caracteriza tanto a los cauces del barroco novohispano (María José Rossi, «Barroco novohispano: la fragua de la contraconquista»), como a la filosofía política hispana, esa que, en el caso de Suárez, apoya la monarquía pero le impide cerrarse sobre sí misma al oponerle el derecho a la resistencia legítima cuando la meta más alta del bien común es vulnerada (Óscar Barroso Fernández, «Naturaleza y contrato en Suárez. El bien común como clave legitimadora del poder político»). Perspectiva esta que queda reforzada por el vínculo barroco entre el gobierno de los otros y el gobierno de sí (Javier Gálvez Aguirre, «Mundo, Fortuna y Política en el Barroco hispano del siglo XVII»). En este perfil filosófico-político se injerta la recuperación de Baruch de Spinoza para el Barroco hispano (José Antonio Pérez Tapias, «Spinoza: El ‘marrano de la razón’ como pensador barroco»).

Si las ideas políticas de la concepción barroca se separan del puro pragmatismo estratégico de corte maquiavélico o hobbesiano e introducen, además, criterios que afectan a la virtud personal y a esa excelencia tan valorada en el siglo que es la prudencia, la ontología misma que subyace a toda la visión barroca de lo real es un parapeto contra la tendencia al dominio y al enseñoreamiento sobre el mundo. Así, frente a la primacía que la modernidad prevaleciente confiere al sujeto en cuanto fundamento de lo real, una primacía que —como analizó Martin Heidegger— está a la base de la voluntad moderna y contemporánea de hacer disponible todo cuanto existe, el Barroco tematiza al mundo como indisponible y, en consecuencia, como portando una invocación a que sea comprendido y protegido del mero arbitrio humano, algo que también porta, como autonomía, el «otro» del sujeto (Beltrán Jiménez Villar, «Gracián y la modernidad: la indisponibilidad del mundo y el papel constituyente de los otros como claves de la virtud»).

La indisponibilidad de lo real y de los otros que acabamos de señalar se opone a la creciente generalización del cálculo anticipado y de su remisión al poder del sujeto que la Mathesis Universalis promovía en la modernidad cartesiano-cientificista. A ello se une la comprensión de la ipseidad o forja de sí, arraigada firmemente en una libertad autocreativa que adquiere un carácter ciertamente autopoiético, lo cual se muestra desde diferentes puntos de vista. Uno de ellos es el de la ontología genética que el Barroco presupone en el sujeto, al reconocer en él un dinamismo individuante y una «trans-individualidad» que desborda el arbitrio subjetivo o de las voluntades aisladas, lo que anticipa filosofías actuales de la individuación al estilo de Gilbert Simondon (Francisco Vázquez Manzano, «Hacia una concepción trans-individual del sujeto. El ‘genio común’ de las naciones» en Baltasar Gracián»). Otra óptica al respecto está representada por el tipo de «espiritualidad» del sujeto que subyace a la religiosidad propia del Barroco, especialmente la profesada por Baltasar Gracián, pues, frente a la opinión de Michel Foucault, no opera como «renuncia de sí» y como seguimiento ciego de preceptos, sino como «creación de sí» mediante la tarea infinita de «hacerse persona» (Miguel Ángel Villamil y Wilson Hernando Soto Urrea, «El Barroco hispano como una espiritualidad creativa»). Una tercera perspectiva se encuentra en el modo en que son pensadas en el Barroco un conjunto de técnicas de mejoramiento humano, muy diferentes a las que actualmente conforman el propósito y el estilo de una parte importante del proyecto transhumanista, pues, si en el primer caso están orientadas al logro de la integridad individual, la virtud y la excelencia, las segundas arrastran un imperativo tecnocientífico que resulta muy criticable y que podría ser alterado recurriendo a la herencia barroca (Francisco J. Alcalá Rodríguez, «Plegar el pliegue. Una aproximación al desafío transhumanista en clave de Neobarroco»).

Estos y otros muchos logros más del Barroco que el lector hallará enhebrados y trenzados en las páginas que siguen crecieron sobre el magma de grandes tensiones entre lo finito y lo infinito, lo caduco y lo eterno, lo material y lo espiritual. Entre el desengaño respecto al mundo y la necesidad de imprimir en él lo eterno, tenía que topar el alma barroca con las experiencias de la melancolía (Pablo Pérez Espigares, «En torno a Francisco Sánchez. De la melancolía al escepticismo en la cultura del Barroco») y de lo trágico (Luis Sáez Rueda, «El límite trágico entre lo inmundo y lo eterno en el Barroco hispano»). Melancolía y tragedia renovaban la tradición griega de Esquilo o Sófocles en el tejido de la modernidad y servían de espuela para la creación.

A través de estas temáticas entrelazadas —muy someramente referidas— quiere abrirse paso el objetivo del presente monográfico: colaborar en el esclarecimiento de la modernidad-otra que significó el Barroco hispano, sugerir las formas en que resurge hoy en medio de nuestra crisis de espíritu y reivindicar, en consecuencia, la necesidad de intensificar los estudios filosóficos y literarios sobre nuestro Siglo de Oro.

Los artículos han sido realizados en el marco del Proyecto de Investigación «Herencia y actualización del Barroco como ethos inclusivo» (PID2019-108248GB-I00 / MICIN/ AEI / 10.13039/501100011033), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, Agencia Estatal de Investigación, del Gobierno de España

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