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La figura del bandolero en El condenado por desconfiado de Tirso de Molina
The Figure of Bandit in El condenado por desconfiado by Tirso de Molina

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 6, núm. 1, 2018

Instituto de Estudios Auriseculares

Naima Lamari

Université dʼAvignon, Francia

Fecha de recepción: 28 Febrero 2017

Fecha de aprobación: 05 Abril 2017

Resumen: En este ensayo, me propongo cuestionar las temáticas de marginalidad y de rebeldía en la comedia tirsiana El condenado por desconfiado que lleva a la escena a dos bandoleros radicalmente opuestos. Pretendo demostrar cómo Tirso construye y deconstruye a la figura del bandolero, ciñéndome en especial a los dos ejes estructurantes de la obra: el juego especular de la mirada y la constante oposición entre la ilusión teatral y las verdades cristianas.

Palabras clave: Tirso de Molina, El condenado por desconfiado, bandolero, rebelde, marginal, representación.

Abstract: In this essay, I intend to examine the themes about marginality and rebellion in Tirso’s work El condenado por desconfiado, a play that portrays two radically opposed bandits. I also plan to analyze who Tirso constructs and deconstructs the figure of the bandit by mainly focus on the two most important structuring components of the play: the specular play of the gaze and the constant opposition between the theatrical illusion and the Christian doctrine.

Keywords: Tirso de Molina, El condenado por desconfiado, Bandit, Rebel, Marginal, Representation.

El condenado por desconfiado, junto con El burlador de Sevilla, constituyen las dos obras maestras más profundamente barrocas que compuso Tirso, no solo por tratar de motivos tan característicos de su mundo dramático, como puede ser la salvación o condena del alma, el libre albedrío, la sacralización de la figura paterna, o aún la poética del justo medio, sino también por llevar a la escena a Enrico y a Paulo, dos figuras fascinantes y llenas de contradicciones, capaces de rivalizar con el gran hermano Don Juan Tenorio, y formar parte del Panteón de las creaciones literarias más geniales de Tirso.

Si es verdad que las vidas de ambos bandoleros se entremezclan hasta fusionar en secuencias clave de la obra, no sufren el mismo tratamiento dramático por parte de Tirso, que si bien los construye a partir del juego especular de la mirada, y de la construcción en abismo, no les reserva el mismo destino, ni el mismo final. La originalidad de la obra radica en la constante tensión que ha sido capaz de crear magistralmente Tirso entre la confusión, la tenebrosidad y la iluminación, la ceguera y el entendimiento, y por fin, entre la ilusión teatral, o mímesis, y las verdades cristianas, de modo que terminamos, despistados, preguntándonos, quién, en este enmarañado juego teatral, es el rebelde, y/o el marginal de la comedia.

1. Enrico, el bandolero redimido

En primer lugar, es significativo el que sea un demonio proteico, quien introduzca y presente, en la comedia, al personaje de Enrico, ya que, le envuelve, ya de antemano, en la oscuridad de las tinieblas, del pecado y de la condena, y lo define, al mismo tiempo, como a un ser ambiguo y dual que se debate entre el bien y el mal, siendo el demonio la faz oscura de Enrico, y el ángel la faz blanca y pura. Son por tanto la ambivalencia y la mudanza quienes van construyendo primero al personaje de Enrico, quien es capaz de cambiar de actitud y de discurso según las circunstancias. Para que Paulo sea capaz de identificar a Enrico al que todavía no conoce, esboza el demonio su retrato físico, cuyos rasgos destacables lo constituyen el carisma, el garbo, el vigor y la gallardía. Los calificativos meliorativos y laudatorios hacen hincapié en la fisionomía reconocible de Enrico, al que construye Tirso con rasgos atractivos, con el propósito de preparar la salida a escena del héroe, que ha de ser portentosa, manteniendo así en vilo al espectador a quien le impacienta descubrir por fin al enigmático Enrico. Con ser conciso, el retrato que de Enrico nos brinda el demonio adquiere relevancia, por cobrar, no solo un valor de prolepsis, al aurolearle de cierto misterio insondable, a sabiendas de que es el misterio, «una cosa inaccesible a la razón, y que debe ser objeto de fe» 1 , anticipando así su redención final, sino también simbólico y metafórico, mediante la iteración obsesiva de los verbos de percepción, que insisten en que el primer contacto de Paulo con Enrico será ante todo un contacto visual, esto es, un contacto basado en las fingidas apariencias, y no en las obras. El espectador va a descubrir pues a Enrico, primero, a través de la mirada del ermitaño Paulo, cuya misión radicará en «contemplar» a Enrico, es decir, simbólicamente, en «pensar en Dios y considerar sus atributos divinos y sus misterios» 2 , y «callar», siendo el silencio una virtud de alcance simbólico que se vincula con el ritual de aprendizaje, es decir, con el camino iniciático hacia los misterios divinos:




El simbolismo de la mirada funciona a modo de eje estructurante de la comedia, al representar un verdadero espejo en el que se refleja el alma de Enrico.

Entramos en una dinámica plenamente teatral mediante la teatralización del diálogo entre la doble máscara (demonio-ángel) y Paulo, así como la metáfora del theatrum mundi, que convierten a Enrico en un «actor», que dice y hace, en un actante doblemente «contemplado» en las tablas: primero por el espectador que va a presenciar una comedia, un espectáculo cuyo punto de arranque lo constituirá la vida de Enrico, y después, por Paulo que, también, se pone en la piel de un espectador pasivo. Al abrirse el telón, el espectador podrá escudriñar el alma de Enrico merced a la mirada de Paulo, y de cuantas dramatis personae intervienen en la acción. Si bien no tiene Enrico presencia escénica hasta la escena IX de la primera jornada, representa el centro de todas las atenciones, y es el personaje en el que se concentran todas las miradas.

El personaje de Enrico va construyéndose a partir de las interrogaciones, dudas, conjeturas, y fantasmas de Paulo, que sumido en la confusión, a raíz de la revelación enigmática del demonio, sublima y hasta santifica al desconocido Enrico, al aureolarle de luz y de gracia divina: «divino varón» (v. 289), «dichoso Enrico» (v. 320), «Gran santo debe de ser» (v. 321). La primera imagen que de él nos ofrece el texto, nace, por tanto, de la admiración, euforia y extasis del ermitaño que eleva a Enrico, anticipando así el desenlace de la comedia. Pero, la construcción ascendente y vertical del ermitaño la destruye enseguida después el enfoque, o la mirada de Octavio, que ni siquiera nombra al bandolero por su nombre, sino por una perífrasis menospreciativa y condenatoria: «el peor hombre / que en Nápoles ha nacido» (vv. 380-381). El juego binario y especular de las miradas hace de Enrico un oxímoron: al campo semántico de la salvación y de la luz, utilizado por el ermitaño, se sustituye ahora el odio y menosprecio de Octavio y de Lisandro, que se traducen por una desmesura en los ataques verbales.

Enrico sale a escena en la escena IX de la primera jornada, es decir, después de que todas las dramatis personae lo hayan presentado o mencionado, siquiera una sola vez, de modo que el espectador ya queda conquistado por aquel personaje tan fascinante y lleno de contradicciones, cuya primera palabra consiste en una pregunta inquisitorial en el verso 480: «¿Qué se busca en esta casa/hidalgos?». No hay pues desfase entre la imponente salida a escena del bandolero y la imagen forjada hasta entonces por Octavio y Lisandro, sino más bien una perfecta adecuación. La acotación escénica descriptiva pone el énfasis en la prestancia, y en el aspecto bélico de Enrico, que sale con «espada y broquel», esto es, con armas defensivas que constituyen su mejor modo de comunicar, y el único lenguaje que maneja. El discurso del bandolero se caracteriza por una retahíla de negaciones, de imperativos, de réplicas perentorias, lacónicas y expeditivas, de verbos de voluntad y de decisión, así como por incriminaciones, provocaciones, y amenazas que ponen de relieve la faz oscura y lunar de Enrico, pintado como un tirano hosco y egoísta con poder absoluto, y que se autodefine como «diablo» (v. 497). El mutismo y la sumisión de su amada Celia, a la que ni siquiera nombra por su nombre, sino por una despectiva fórmula perifrástica «la tal señora» (v. 617), y a la que considera como a un instrumento de satisfacción de sus deseos, refuerzan aún más la vileza de ese «rufián de Bercebú» (v. 579) que desdice de su condición, al representar el antimodelo del corteggiano.

Merece atención especial la escena XII de la primera jornada que también se elabora como una escena de teatro en el teatro, al escenificar Enrico su propia trayectoria vital, en un largo parlamento, al igual que un actor en las tablas, ante un auditorio atento que acaba por galardonarle con una corona de laurel y vivos aplausos: Celia, Cherinos, Roldán, Escalante y Galván. El destinatario del relato «autobiográfico» e introspectivo de Enrico es por tanto doble: por una parte, los oyentes inmediatos que son los sicarios de Enrico, y al mismo tiempo, los testigos oculares de sus fechorías, y por otra parte, nosotros mismos, lectores-espectadores, que quedamos pendientes de la narración algo tenebrista de éste, cuyo inicio recuerda el de las novelas picarescas por su carácter oral: «Yo nací mal inclinado / como se ve en los efetos / del discurso de mi vida / que referiros pretendo» (vv. 724-727). De la misma manera, en este parlamento de 163 versos, Enrico se presenta como el contrapunto, o antimodelo, del héroe de la tradición oral de los cantares de gesta, que no exalta aquí sus hazañas, sino más bien sus malhechos en los que descansa su fama de bandolero. El parlamento sarcástico e irónico de Enrico, cuya finalidad radica en horrorrizar al doble público, a fin de que sea el desenlace portentoso, se estructura en siete partes rigurosamente proporcionadas cuyo esquema sigue el del teatro (exposición, nudo, desenlace): 1) vv. 724-727: exposición o introducción del argumento, 2) vv. 728-739: nacimiento e infancia, 3) vv. 740-788: mocedad marcada por el juego y el robo, 4) vv. 788-91: pausa transición hacia otra etapa vital, 5) vv. 792-843: amoríos caóticos de Enrico y primeros asesinatos, 6) vv. 844-865: atentos contra la ley divina y la justicia temporal, 7) vv. 866-883: intimidad de Enrico que es capaz de amar a Celia y a su padre, 8) vv. 884-887: conclusión o epílogo.

La primera parte, que se centra en la infancia de un niño desobediente y mimado por su genitor, hace hincapié en la noble filiación de Enrico, cuya trayectoria sombría viene reforzada en el texto por las estructuras quiásmicas, las técnicas de la acumulación y de la amplificación, y la alternancia de las temporalidades presente/pasado, que le confiere al relato más verosimilitud. La sed cegadora del dinero, la codicia, el círculo vicioso del juego que evoluciona en «adicción», madre de todos los pecados, el arte del hurto, y la banalización de la violencia, definen el ciclo de la mocedad. La iteración obsesiva del término hierro funciona a modo de sinécdoque con valor polisémico para designar, no solo la espada, única manera de comunicar de Enrico, sino también metafóricamente su alma acorazada. Lleva el hijo una vida disoluta, de vicios innombrables que van hundiéndole cada vez más en el abismo de las tinieblas. Se gesta el Enrico bandolero en el ciclo de la mocedad, y primero, en la esfera pública, al constituir primero el bandolerismo un fenómeno colectivo, que significa sin embargo para el héroe, cierta forma de «sociabilización», aunque todos sus amigos le temen. Prendidos sus compañeros de desventura, el bandolerismo se hará después individual, sumiéndole aún más en la perdición y en la soledad «¿No es un hombre solo?», y excluyéndole de cualquier norma social, de cualquier comunicación con el otro. Pese a todo, interesa señalar que la progresiva marginalización de Enrico no se concibe como una fatalidad trágica, sino más bien como una forma de libertad o de libre albedrío que le ofrece cierta plenitud, definiéndose ésta como una oportunidad de «vivir libre de cuidados y pena» (vv. 620-621).

Se observa una gradación y una desproporción en las fechorías del antihéroe ya que cada acto añade una circunstancia agravante: de estafador pasa a delincuente, y de delincuente a homicida, y eso que, se entreve en los dichos de Enrico, un rayo luminoso que se plasma en el paso del pretérito indefinido, sinónimo de irreversibilidad, al pretérito perfecto, anunciador de una posible remisión de sus pecados: «En mi vida misa oí / ni estando en peligros ciertos / de morir me he confesado, / ni invocado a Dios eterno» (vv. 848-851). No es ahora la mirada de las dramatis personae las que van construyendo al antihéroe, sino más bien la del propio Enrico, que con cierto distanciamiento crítico, se autoanaliza y autodefine, con una lucidez y una sinceridad sorprendentes. En cuanto a la esfera religiosa, no cumple con los deberes debidos de un buen cristiano, sino que comete pecados mortales y sacrilegios, al profanar lugares sagrados, atentar contra «religiosos» (v. 856), hacer caso omiso de la caridad cristiana, malas acciones de las que se jacta, además, con humor negro, y hasta con cierta perversidad, a veces.

Aún así y todo, en ningún momento, se sitúa Enrico en la denegación de sus actos, por lo contrario, dice su verdad, y serán precisamente, esa forma de «rectitud» consigo mismo y su capacidad para descifrar los signos divinos, los que le salvarán en el desenlace: «Todo es verdad lo que he dicho, / voto a Dios, y que no miento» (vv. 884-885). En realidad, este parlamento decisivo en la obra, se define como una suerte de pre-confesión, o de revelación previa, al funcionar como prolepsis del dichoso desenlace, en que se producirá el despertar final de Enrico, cuya vida no era más que sueño y quimera: «he jurado juramentos / falsos, fingido quimeras, / hecho máquinas y enredos» (vv. 829-831).

La faz solar de Enrico la descubre el espectador en una escena intimista y coronada de luz divina entre el extraviado hijo y su bondadoso padre Anareto, que se desarrolla en una habitación, es decir, en un espacio cerrado, delimitado e interior, que participa del ambiente de serenidad y de magia que se desprende de este momento privilegiado entre un padre y su hijo. Las blasfemias y sentencias imperiosas del principio dejan paso a una reverencia obsequiosa, a oraciones y súplicas, bendiciones y solicitaciones, a metáforas estéticas y poéticas que nimban a Enrico de gracia divina. De bandolero asesino, pasa a ser una criatura compasiva, y este cambio se debe a uno de los hilos conductores de la obra: la mirada, y en este caso, la del padre que constituye la clave de la redención del hijo. De hecho, es la mirada del padre lo que le pone un freno al hijo, a sabiendas de que el poder de la mirada paterna no representa más que la de Dios mismo quien rige la conduta de Enrico. En este sentido, cobra un valor altamente simbólico la escena del sueño de Anareto en que tiene éste «los dos ojos cubiertos» (vv. 1213-1214), por desencadenar y originar el despertar de Enrico que, espantado por la vista del padre, cambia de repente de rostro, al negarse a matar al viejo Álbano: «No me atrevo […] intentar gran delito» (v. 1217 y v. 1221). La incomprensión de Galván materializa la progresiva conversión de Enrico que queda plasmada de nuevo por la alternancia y oposición de dos temporalidades: «Vive Dios, que no te entiendo; / otro eres ya del que fuiste» (vv. 1272-1273). Asimismo, esta escena filial marca una pausa en la comedia y funciona a modo de intermedio, haciendo que el tiempo se estanque y que el espectador quede excluido de este paréntesis lleno de emoción, el cual se cierra en el momento en que Enrico corre la cortina, según reza la acotación (p. 139). Al cerrarse la cortina de la habitación de Anareto, se cierra también una primera etapa en la trayectoria vital de Enrico, y se abre otra nueva: el camino hacia la purgación. También, es digna de interés la decisiva escena entre Anareto y Enrico, por ilustrar de nuevo el tópico del teatro en el teatro y el juego de ser y apariencia: al mentir Enrico a su padre para darle gusto, finge y se pone la máscara del hijo obediente que acepta el casarse, y en cuanto se cierra la cortina, reanuda el espectáculo, esto es: Enrico y sus malos actos en el escenario: «Quiero darle aqueste gusto / aunque finja» (v. 1171). A la progresiva transformación de Enrico hacia la claridad en la escena III de la segunda jornada, viene a superponerse, en un esquema paralelístico y contrapuntístico, la repentina conversión de Paulo en bandolero en la escena IX, en que la ironía dramática y la construcción en abismo, están al servicio de las verdades divinas. Y a partir de este momento, nos orientamos hacia otra lectura de la comedia: al tomar Paulo el lugar de Enrico, quien se convierte ahora en una víctima prendida por los sicarios del verdugo ermitaño, se invierten los papeles, y el orden, hasta ahora establecido, queda trastrocado.

La creciente evolución de Enrico hacia el «conocimiento» de Dios (v. 1356), se complementa, y se afianza, al arrojarse éste al mar y salir de él, después, purificado y regenerado. Esta inmersión en el agua significa el nuevo nacimiento del antiguo bandolero que recibe así simbólicamente el sacramento del bautismo, definiéndose el acto de arrojarse al mar como un acto de purgación. Pero el lavar los pecados por el agua no es suficiente: el héroe ha de pasar por el camino de la aceptación de sus actos, ha de experimentar sufrimiento como Jesucristo, y someterse con resignación a pruebas, las cuales simbolizarán su expiación. En otra escena clave de la obra (XIV), Enrico se convierte en el «bandolero atrapado», esto es, en «el burlador burlado» maltratado, injuriado e interrogado por Pedrisco que pone a prueba su fe, mientras se esconde Paulo para «contemplar» el espectáculo en tanto que espectador entre bastidores. Por su sello altamente teatral, esta secuencia hace eco a la escena IX de la primera jornada en que Paulo «contemplaba», mudo, las acciones de Enrico. Es más: el compasivo hijo se emparenta aquí a una figura crística que, tras su prendimiento, espera con resignación, su sacrificio; rodeado de otro ladrón, atado a un árbol, que es el símbolo del conocimiento del bien y del mal, y con los ojos vendados, exclama: «Vénguese en mí el justo cielo; / que quisiera arrepentirme, / y cuando quiero no puedo» (vv. 1777-1779). El vía crucis de Enrico alcanza su clímax, cuando, encadenado y sumido en la oscuridad del espacio simbólico que es el calabozo, debe afrontar, a solas, sus demonios: «¿Quién llama? / Esta voz me hace temblar» (vv. 2240-2241), y ser capaz de descifrar los signos divinos. De nuevo, trae a colación Tirso el campo semántico de la percepción con el próposito de entregar un mensaje al heterogéneo público áureo: el buen cristiano no ha de fiarse en las fingidas apariencias, sino que ha de «ver», «mirar», «contemplar», es decir, comprender, meditar, leer, descifrar los signos enviados por Dios. La vista equivale al conocimiento, al entendimiento, y aquel que posee tal virtud, merece el premio divino, según revelan estos versos de Enrico: «¡Ay ojos! Espejos claros, / antes hermosos luceros, / pero ya de luz avaros» (vv. 2515-2517).

A modo de conclusión parcial, diremos que a lo largo de la obra, se produce una progresiva ascensión de Enrico hacia los Cielos, quien, de «peor hombre del mundo», marginalizado, menospreciado, y aislado, pasa a ser el ejemplo del buen cristiano comulgado. En realidad, Enrico sufre el ciclo de la pasión crística: prendimiento, periplo judicial, tortura (aunque sea fingida), presentación a la multitud (ecce homo) con su muerte en la plaza pública, y finalmente condena a muerte. No así ocurre con Paulo que sigue más bien un movimiento descendente hasta la caída final.

2. Paulo, el bandolero condenado

El personaje de Enrico se construye en estrecha conexión con el de Paulo, que a partir de la escena IX de la segunda jornada, llega a ser su alter ego, hasta tal punto que se instaura cierta forma de familiaridad entre ellos con el uso del tuteo. Se produce en la comedia un enfrentamiento simbólico entre Enrico y el ermitaño, y al mismo tiempo, una interdependencia que se plasma en el juego especular de las miradas: contemplando e imitando al bandolero es como competirá Paulo con él, al convertirse el hijo de Anareto, ya no en la criatura ejemplar que copiar, sino en el adversario maléfico que igualar. Paulo nace pues de la faz sombría de Enrico, pero si la mímesis redime al uno, condena al otro, porque, en realidad, ambas trayectorias distan mucho de juntarse, sino que por lo contrario, irán separándose en cuanto desafíe abiertamente Paulo a Dios, lo que nunca había hecho Enrico hasta entonces, de modo que el verdadero rebelde de la comedia no resulta ser Enrico, sino más bien Paulo quien «opone resistencia» y «falta a la obediencia divina» 3 : «Pues hoy verá el cielo en mí / si en las maldades no igualo / a Enrico» (vv. 1424-1426). Es más: compite con Dios mismo al ambicionar llegar a ser el Supremo Hacedor capaz de moldear los elementos naturales y cósmicos, y en este sentido, ambos bandoleros se oponen, ya que si obra mal Enrico, no es porque se rebela contra Dios, sino porque nació «mal inclinado» 4 . Si los malos actos de Enrico perjudican ante todo a la comunidad cristiana, los ataques de Paulo ofenden directamente a Dios.

El segundo elemento relevante que diferencia a los dos bandoleros, lo constituye sin duda, la capacidad para leer los signos que Dios envía a modo de avisos: si Enrico quiere ver al demonio que sale en forma de sombra antes de fiarse de él, Paulo, por lo contrario, saca conclusiones demasiado rápidas al dejarse engañar por la falsa apariencia del demonio. Al oír una voz premonitoria y de mal agüero que suena en «una selva apartada», Paulo reconoce por fin su yerro, pero en vez de enmendarse y confiar en la misericordia divina, se empeña en el error y determina con su libre albedrío seguir la ruta del mal, «vengándose» así «de la palabra de Dios» (vv. 1972-1973). Si Enrico es capaz de ver, Paulo está cegado por su amargura y su desesperanza, tanto más cuanto que su mirada «exhala» fuego (v. 1427) simbolizando ésta el alma sombría y extraviada del ermitaño. Cuanto más intente descodificar los mensajes divinos, más se hundirá en un abismo de confusiones.

De la misma manera, es de advertir que el único momento en que finge Enrico es cuando miente a su padre, prometiéndole que se casará para darle gusto, mientras que Paulo no deja de disfrazarse a lo largo de la comedia, convirtiéndose en una máscara engañadora y cambiando de rostro —al igual que la alegoría del mal a principios de la comedia—, la cual viene a ser en realidad el símbolo de su fe vacilante y de su poca sinceridad. De santo ermitaño pasa a ser bandolero, y de bandolero, se mete después en la piel de un monje con cruz y rosario. Su trayectoria vital consiste en un juego de ser y apariencia en el que se viste y se desnuda, según los dichos y actos de Enrico, porque él es incapaz de recurrir a su libre albedrío con entendimiento. Esta condición proteica de Paulo, que pasa de dichoso a desafortunado, así como su oscilación a lo largo de la obra entre dos vías, las expresa Tirso mediante, no solo el simbolismo del «vestir» y del «desnudarse», sino también mediante el de los objetos escénicos. Al rechazar la cruz y el rosario y apoderarse de la daga y de la espada, dos instrumentos de vida mundana y profana, Paulo elige la vía de la condenación. Del mismo modo, si el acto de cubrirse el cuerpo con un «saco» significa el símbolo de la sumisión del ermitaño a Dios, el hecho de «desnudarse», por lo contrario, equivale a un acto de rebeldía y de soberbia contra Dios.

Ambos bandoleros, cuyas vidas se han entrelazado a lo largo de la comedia, se enfrentan finalmente en la escena XVII de la segunda jornada, que constituye el momento de la revelación de Paulo a Enrico, revelación ésta que ya no se sitúa ahora en el plano de la ilusión teatral, o en el plano mimético, sino más bien en el de las verdades cristianas, que desembocan en el castigo final de ambos: una muerte espectacular desde el punto de vista de la escenificación. Aún así y todo, su muerte no encierra el mismo alcance: Enrico muere ahorcado, sin grandes sufrimientos, en una plaza pública, tras haber sido sentenciado, rindiendo pues el alma, dignamente, en buen cristiano comulgado, que paga por sus errores hechos en la vida civil. Paulo, por lo contrario muere humillado, y alevosamente, en atroces condiciones, con el cuerpo lleno de saetas, y «pasado de los altivos peñascos» (v. 2910) huyendo de la justicia civil, y agonizando.

Final

En resumidas cuentas, podemos alegar, a la luz de lo expuesto, que El condenado por desconfiado lleva a la escena a dos perfiles de bandoleros radicalmente opuestos, a los que nada reúne con la excepción de haber sido, en un momento dado de su trayectoria vital, un forajido. Enrico es antes que nada un hombre malo, que «nació mal inclinado», cuyas «travesuras» infantiles evolucionan en «locuras» en la etapa de la mocedad. Multiplica los delitos hasta convertirse finalmente en un bandolero, «matador», «facineroso» e «incorregible» (v. 209), y sobre todo en un pecador consciente de sus fechorías. No podemos decir que esté al margen de la sociedad, por formar parte de una colectividad: le rodean amigos, le acompaña su amada Celia, y lo protege y guía su padre. A la inversa del ermitaño, lleva una vida social en un marco urbano, aunque disoluta, al frecuentar las casas de juego, «aficionarse de» (v. 809) varias mujeres y entretenerse con sus sicarios. Sin embargo, si bien no vive como un marginal o como una persona asocial, «actúa, de modo voluntario, fuera de las normas sociales, comúnmente admitidas» 5 , y son precisamente esos actos cometidos «a solas», tras la muerte de sus cuatro sicarios, los que lo marginalizan. Tampoco es Enrico un rebelde, ya que nunca comete sus malos actos con el propósito de vengarse o sublevarse, sino que «hace sus hechos» (v. 767) «por hacer mal solamente» (v. 828), según él mismo declara.

No sucede lo mismo, en el caso de Paulo, al que podemos calificar de «rebelde-marginal» 6 , ya que, no solo «se desnuda de Cristo», en un acto de rebeldía contra Dios, al que desafía y sobre todo al que opone resistencia, «y una oposición tirana / a su inefable poder» (vv. 1974-1975), sino que vive excluido con una facción de bandidos en una selva «apartada, / de todas aves rapantes» (vv. 1389-1390), es decir, en un espacio hostil, al margen de la sociedad civil. Si es verdad que ambos pecadores comparten la soledad, no conlleva ésta, sin embargo, el mismo alcance: Paulo está solo en una cueva, lugar simbólico de retiro y de meditación, y, después, en el espacio de perdición y de confusión que es la selva «umbrosa» (v. 4), sin Dios por desconfiar de su misericordia, mientras que Enrico comete sus fechorías solo, pero pertenece a una colectividad, y sobre todo se beneficia de la gracia divina, al cuidarse de su padre, vicario de Dios en la tierra. Plenamente consciente de su oposición a Dios, el ermitaño soberbioso se empeñará en el yerro hasta su condena final.

Bibliografía

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Jauralde Pou, Pablo, «Bandoleros en el teatro de Tirso», en El bandolero y su imagen, ed. Juan Antonio Martínez Comeche, Madrid, Casa de Velázquez/Universidad de la Sorbona/Edad de Oro/Universidad Internacional Menéndez Pelayo, 1991, pp. 235-242.

Martínez Comeche, Juan Antonio, «Tipología del bandolero en Lope de Vega», en El bandolero y su imagen, ed. Juan Antonio Martínez Comeche, Madrid, Casa de Velázquez/Universidad de la Sorbona/Edad de Oro/Universidad Internacional Menéndez Pelayo, 1991, pp. 221-234.

Tirso de Molina, El condenado por desconfiado, ed. Ciriaco Morón, Madrid, Cátedra, 2000.

Trubiano, Mario, Libertad, gracia y destino en el teatro de Tirso de Molina, Madrid, Ediciones Alcalá, 1985.

Trubiano, Mario, «El condenado por desconfiado odisea de un dictamen teológico», Segismundo. Revista hispánica de teatro, vol. 15, núms. 33-34, 1981, pp. 185-227.

Notas

1 Definición del DRAE.

2 Definición del DRAE.

3 Definición del término rebelde, DRAE.

4 Sobre las controversias de auxiliis, ver Trubiano, 1985.

5 Definición del término marginal, DRAE.

6 En el sentido «moderno» de la palabra, DRAE.

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