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¿Cómo atajar una rebelión? Tácito y su influencia en los autores españoles del siglo XVII
How to Stop a Rebellion? Tacitus and his Influence on 17th-Century Spanish Writers

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 6, núm. 2, 2018

Instituto de Estudios Auriseculares

Jesús M Usunáriz

Universidad de Navarra, España



Fecha de recepción: 13 Marzo 2017

Fecha de aprobación: 12 Abril 2017

Resumen: Fueron varias las revueltas, motines y conspiraciones que tuvieron un especial protagonismo en la monarquía hispánica durante el siglo XVII, sobre todo las de Cataluña, Portugal, Nápoles o Mesina, entre otras. Habitualmente, la histo­riografía se ha detenido en el análisis de sus causas, desarrollo y consecuencias y no tanto en las estrategias para ponerles fin. En este aspecto, Tácito, sus traducto­res e intérpretes, ofrecieron un buen número de consejos para hacer frente a tales sublevaciones con diferentes medios: rapidez, negociación, disimulación, engaño… El objetivo de este trabajo es analizar cuáles fueron las soluciones aportadas por Tácito y por los autores tacitistas y si estas fueron adoptadas por los gobernantes para hacer frente a tales movimientos de subversión política.

Palabras clave: Revueltas en la Monarquía Española, Siglo XVII, Cataluña, Por­tugal, Nápoles, Tácito, Tacitistas.

Abstract: There were several revolts, riots and conspiracies that had a special prominence in the Hispanic monarchy during the seventeenth century, especially in Catalonia, Portugal, Naples or Messina, among others. Usually, historiography has focused in the analysis of its causes, development and consequences and not so much in the strategies for its final blowout. In this respect, Tacitus, his translators and interpreters offered a number of tips to deal with such uprisings with different ways: speed, negotiation, dissimulation, tricks… The purpose of this paper is to analyze the solutions provided by Tacitus and the Tacitian authors and if these solu­tions were adopted by the rulers to deal with such political subversion movements.

Keywords: Revolts in the Spanish Monarchy, XVIIth Century, Catalonia, Portu­gal, Naples, Tactitus, Tacitian authors.

La Monarquía Hispánica, como el resto de los reinos, principados y repúblicas de Europa, no se vio libre de periódicas rebeliones y alteraciones de todo tipo. Pero no me referiré en este caso que nos ocupa a los habituales motines y saqueos de soldados impagados y hambrientos de botín 1 , las rebeliones de minorías religio­sas, como las de los moriscos del siglo XVI y hasta antes de su expulsión, o a los alborotos y revueltas de marcada reivindicación social o económica y con una re­percusión local, repetidos casi de forma endémica por todo el continente; sino a la rebelión entendida como una sublevación contra el monarca, a la manera explicada en un inteligente panfleto catalán publicado en 1698:

Roca: Lo primero que habéis de saber es qué cosa sea rebelión o rebelados: Rebelión no es otro que un tomar armas ofensivas y directas el vasallo contra su rey en cuanto rey.

[…]

Es menester, primero, que tome el vasallo armas, como se infiere de la mesma palabra rebelión, que se compone de la palabra «bello», que quiere decir guerra, y de la partícula «re», que es guerra contra guerra. Y no basta precisamente negar la obediencia, sino que es menester tomar armas, como se ve que la Sagrada Escritura a los hijos desobedientes no les llama rebeldes, sino protervos, que para ser rebeldes era menester que se volvieran contra sus padres. Y la Iglesia santa, a los que descomulga, no les llama rebeldes sino contumaces, ni infieles como a los herejes.

Y han de ser las tales armas ofensivas, que no basta el ser meramente defensivas, porque la rebelión supone culpa, y no la tiene el que meramente se defiende.

[…]

«más han de ser tales armas directas contra el rey, esto es, para quitarle la obediencia, que no basta sean tomadas por otros motivos, que por otros motivos es sedición, tumulto, alboroto o motín».

[…]

«Más han de ser también en cuanto rey, que dado sean contra el rey, sino son en cuanto rey no es rebelión», Luz de la verdad. Preguntas y respuestas en favor de Cataluña y sus hijos, originadas de una disputa habida entre cinco soldados de a caballo de las tropas de España, Barcelona, 1698.

De esta forma, si nos circunscribimos al siglo XVII, se ajustarían a esta defini­ción la rebelión de los Países Bajos iniciada en 1566 y viva hasta 1648 —aunque sus resultados bien pueden darse por satisfechos a la altura de 1609—, los levantamientos de Portugal y Cataluña de 1640, la sublevación de Nápoles impulsada por Masaniello en 1647 o la de Mesina en 1674-1678, pues todas ellas pusieron en entredicho la figura real y su autoridad, llegando a instaurar un nuevo régimen (la república) o a caer bajo la protección de un príncipe extranjero (o ambas). Historiográficamente, los trabajos sobre tales rebeliones se han ocupado, sobre todo, del análisis de sus causas y consecuencias, así como del puntual desarrollo de los acontecimientos y del papel de sus protagonistas. No obstante, si bien estos estu­dios se han detenido en describirnos las medidas adoptadas por las diferentes autoridades para sofocar tales rebeliones, no se han fijado tanto en si tales medidas obedecían a una praxis o a unos fundamentos teóricos y hasta culturales, a una especie de manual que señalaba el camino a seguir en los inicios, no pocas veces complejos y procelosos, de una rebelión contra el poder real.

En este sentido cobra un especial valor la obra de Tácito y especialmente quie­nes publican y estudian su obra a lo largo del siglo XVII, a partir, sobre todo, de la difusión en España de la obra de uno de sus valedores, Justo Lipsio 2 , o de la edición del Tácito español de Baltasar Álamos de Barrientos, como base para la toma de decisiones políticas basadas en la experiencia nacida de la Historia que, en cuan­to magistra vitae, podía ofrecer recetas de indudable interés para el gobernante 3 . Como señalaba Saavedra Fajardo, a partir de diversos ejemplos de la historia clá­sica y de la misma historia de España y de Europa: «La experiencia enseña mu­chos medios para sosegar las alteraciones y disenciones de los reinos» (Saavedra Fajardo, Idea, p. 725). De esta forma, todos vienen a reconocer la influencia del autor romano en los políticos españoles, particularmente en el conde-duque y en su política catalana 4 . La obra del historiador clásico, a través de los aforismos y los ejemplos nacidos de la experiencia e historia romanas, ofrecía un «recetario» «tacitista» con el que poder hacer frente a una rebelión en sus principios —no tan­to en su prevención—. Organizaremos sus propuestas en varios puntos para po­der comprobar su influencia en los tratadistas españoles del XVII. Posteriormente comprobaremos si tal ascendiente se extendió más allá del ámbito que podríamos calificar de intelectual, si alcanzó las covachuelas y cortes de los políticos en boga y si repercutió en sus decisiones.

1. «Mucho hizo la presteza, Mucho quitó la tardanza» 5

Si en algo insisten los diferentes aforismos de Álamos de Barrientos, a partir de su atenta lectura de los Anales del autor romano, es la necesidad de actuar con celeridad ante los primeros atisbos de sublevación. Era la mejor manera de coagular los alborotos, evitando que los rebeldes cobrasen fuerza:

En los motines es menester reprimirlos luego en su principio, porque si no, por una cabeza que haya tenido, se levantarán muchas que profesen la misma opinión (Fuertes Biota, Alma, p. 481).

Con el castigo de los primeros alborotos se asegura el príncipe en su vida y estado (Fuertes Biota, Alma, p. 50).

Los primeros movimientos del vulgo se asientan y sosiegan con pequeños y moderados remedios (Fuertes Biota, Alma, p. 50).

En los primeros movimientos y alborotos de los pueblos han de proveer los generales como con su dilación no augmenten los rebeldes de fuerza, sino que espantados con la fama del poderoso ejército que va sobre ellos, dejen luego las armas y la ferocidad (Fuertes Biota, Alma, p. 723).

La rebelión, cuando está en sus principios y no ha cobrado fuerzas, puédese remediar más fácilmente, aunque entonces se conoce con dificultad, pero después que se ha descubierto y echado raíces, es dificultosa su cura (Fuertes Biota, Alma, p. 725).

El que quiere oprimir la rebelión de pocos que aun no tienen fuerza, ha de ser de dar priesa para deshacer fácilmente al capitán de la conjuración, que está tem­blando con el mismo delito, y que en los principios siempre procede escondida­mente, y entre personas que no saben su intención; porque con la dilación y floje­dad del príncipe no cobre brío y aprenda el valor y majestad de tal (Fuertes Biota, Alma, p. 726).

Cuando se levanta una rebelión en una provincia, luego es necesario acudir a su remedio con gran priesa, porque la dilación no haga incurable la enfermedad (Fuertes Biota, Alma, p. 733).

Ciertamente tal criterio está presente en la mayor parte de los autores del mo­mento. Justo Lipsio, en sus Políticas (1589), recogía los mismos remedios:

Cualquier mal, en naciendo, se ahoga con facilidad, y el envejecido se hace de ordinario más firme, robusto y fuerte (Lipsio, Políticas, p. 322).

También con anterioridad a la publicación de la obra de Álamos, tratadistas yarbitristas, como Bartolomé de Mendoza o Luis Valle de la Cerda, asumieron talprincipio básico.

Mendoza, historiador de la guerra de los Países Bajos, publicó un tratado sobre la práctica de la guerra (1596), en donde abogaba por la rápida reacción del rey frente a cualquier levantamiento:

Pueden asimismo venir ocasiones en que V. A. haya de levantar gente de guerra, valiéndose della y armas, para castigar alguna sedición o rebelión de sus vasallos, en que no se ha de perder un momento de tiempo, por muchas razones, no siendo la más flaca que los príncipes que sufren levantamientos de comunidades, ciudades o provincias, dan ejemplo a otros, a que los sigan, cuando no los veen armados para castigarlos, y estándolo es causa de acudir con más voluntad a su príncipe los que no están declarados contra él, viéndole con gente (Mendoza, Teórica y práctica, pp. 34-36).

Luis Valle de la Cerda dedicó la primera parte de sus Avisos (1599) —obra teñida, en palabras de Anne Dubet, de «retórica tacitista» 6 —, a «cómo se debe oprimir con presteza, antes que cobre fuerzas» una rebelión. En este caso ponía su acento en la «serpiente de varias cabezas» de Flandes, (fol. 1v), cuando ya habían pasado, en palabras del autor, diecisiete años desde sus inicios. De hecho, la única fórmula que ofrecía para atajar la insolencia de los rebeldes era la presteza de la reacción del gobernante incluso antes de que el sedicioso actuara, como también lo había sugerido Lipsio:

Por tanto si seguimos las reglas de repúblicas bien ordenadas, las leyes di­vinas, naturales y positivas, que claman contra rebeldes, con exquisito encarecimiento, ultrajándolos con ignominia, se puede afirmar que si al principio de la rebelión no se acude con gran presteza y se procura oprimir antes de dejarla nacer, se verá el superior dentro de breve tiempo en gran confusión. Porque si solo el pensamiento deste delito no se castiga con fuerza y diligencia, sin que dél quede señal, no se pueden después castigar las obras. Y como los descuidos de la paz suelen reputarse por crímenes en la guerra, ansí la imaginación de rebelarse se debe oprimir con tanta violencia como las obras, por ser corrupción pestífera, cuyo antídoto es la presteza del superior (fols. 9v-10r).

Y añade (fol. 10v): «Solón, en sus leyes (como dice Demóstenes) ordenaba que el delito de hombre particular se castigase después de alguna distancia de tiempo, pero el de algún magistrado velozmente; pues el particular en cualquier tiempo se puede castigar, más el público no admite espacio de venganza». Acompañado el testimonio de una retahíla de ejemplos del mundo grecorromano principalmente, aunque no solo —como la intervención de Carlos V en Gante (fol. 15r-15v).

Este había sido el error en Flandes, según Valle, pues no se había actuado del modo que requería la gravedad de los hechos: «Por todos estos inconvenientes se debía luego oprimir esta hidra, porque no nacieran tan varias cabezas; pero ya que pasó aquel punto, será más gloria de V. Majestad si ahora son vencidos, midiendo su fuerza con la grandeza y calidad deste negocio, y echando más de la que es me­nester» (fol. 20v). Es decir, fracasada la iniciativa del gobernante en esos momentos clave, solo quedaba, con el transcurso del tiempo, o seguir la lucha, o reconciliarse con los vasallos rebeldes, en lo que se detendrá en la segunda parte de su opúsculo.

Ya entrado el siglo, la senda señalada por el autor de los Anales, sería utilizada por los tratadistas para aconsejar al príncipe sobre cómo coagular la rebelión y la sedi­ción. Don Diego Saavedra Fajardo en su empresa LXXIII, compartía la misma opinión:

Nacen las sediciones de causas pequeñas y después se contiende por las mayores. Si se permiten los principios no se pueden remediar los fines. Crecen los tumultos como los ríos y primero son pequeños manantiales, después caudalosas corrientes. Por no mostrar flaqueza, los suele dejar correr la imprudencia y a poco trecho no los puede resistir la fuerza. Al empezar o cobran miedo o atrevimiento (Saavedra Fajardo, Idea, pp. 723-724) 7 .

Finalizadas las sublevaciones de Nápoles (1648), Cataluña (1653), los Países Bajos (1648) y Portugal (1668), los autores defendieron la misma receta convertida en el bálsamo de Fierabrás contra toda rebelión. Pedro de Avilés en sus Adverten­cias (1673) al príncipe, y dedicadas al marqués de Astorga, virrey de Nápoles, en su discurso decimosexto, «Cómo han de ser las resoluciones de los príncipes», soste­nía, en la línea apuntada:

Diligencia es menester para impedir una rebelión, antes que el motín haga pie, porque a los principios es reparable [y cita a Cicerón] y si se deja crecer es intole­rable. Para deshacer una conjuración, porque no crezca el número de los rebeldes, para prevenirse contra sospechas de alguna traición imaginada en que es más seguro recelarse de una presumpción, que perderse por una incredulidad, es for­zosísima la brevedad y la priesa (pp. 164-165) 8 .

Y lo mismo viene a postular Juan Baños de Velasco y Acevedo en su Política militar (1680), que dedicaba su «Razón décima» al «Qué debe observar el príncipe con vasallos se le han rebelado» (pp. 160 y ss.):

Esta desenvoltura ha de ser impedida con toda celeridad, porque no haga mala consecuencia a que otros levanten sus cuellos, al ver que estos logran sus desen­frenadas y traidoras acciones. Siempre el hombre ha sido ejemplar de sí proprio; nada en toda la naturaleza le satisface, como lo que más se le asimila (p. 160).

Pero la rapidez es una cualidad huera –salvo en las carreras atléticas— a la que había que dar contenido. Es decir, ¿presteza para hacer qué? ¿Para negociar? ¿Para cortar cabezas?

2. la humildad, la negociación, la benignidad… con cautela

Si bien todo dependía de las circunstancias por las que discurrieran los primeros pasos de la rebelión, algunos de estos autores se mostraban inclinados hacia la negociación, al menos en los primerísimos momentos de la revuelta, a fin de aplacar la ira fiera de sus embates iniciales. Destaca en este aspecto el primer biógrafo de Quevedo, Pablo Antonio Tarsia, quien al narrar los hechos de la revuelta napolitana de 1647 se mostró partidario de la política emprendida por el virrey duque de Arcos de negociar con los rebeldes en aquellos primeros momentos.

En el capítulo XI de su libro se preguntaba «Si convino que el duque de Arcos, en el principio de los alborotos, se mostrase al pueblo benigno y afable», dice:

Dase por cosa asentada que con un pueblo alborotado no se ha de proce­der con rigor, ni con demonstraciones de hostilidad. No digo que en ocasiones de motines un capitán general se haya de humillar al pueblo alterado, sino que debe procurar, con buenas palabras y blandura, humillar al pueblo a la razón (Tarsia, Tumultos, p. 49).

Para señalar más adelante:

Y aunque se debe estar a la prudencia del que gobierno, aplicando los reme­dios del rigor o clemencia, según conociere convenir a la ocasión, juzgo no obstan­te, que en los principios de las alteraciones no se deben buscar otros medios que corteses y afables. Y es la razón porque siendo el éxito incierto en ambos lances de afabilidad y violencia, siempre se ha de recelar que incline el pueblo a lo peor (Tarsia, Tumultos, p. 52).

Argumentos todos, sustentados por la obra de Tácito, para quien, según Tarsia, la negociación era el mejor remedio para los males nacidos del alboroto:

¿Hase alborotado el pueblo? ¿Ha llegado a declararse? ¿Pide gracias, pide ca­pítulos? Concederse las ha quien desea acertar el gobierno, porque semejantes daños no se reparan sino con el tiempo. De este sentir es Tácito […] El mismo, ha­blando de lo que suele imputarse falsamente a alguno dice no haber mejor reme­dio que el tiempo […] Así en esto, déjese al tiempo que no siendo más que efecto de los desreglados ímpetus populares, pasando aquel furor, se arrepiente. Y si durare meses, con aguardar, vencerás, porque si los resistes es dudosa la vitoria, y puede peligrar tu vida, la quietud pública y la autoridad del rey (Tarsia, Tumultos, p. 78).

Con ello venía a hacerse eco, de uno de estos aforismos tacitianos:

Donde no es bien usar de la fuerza, y si las palabras no bastan para aplacar un pueblo alborotado, no es malo probar si con un acto humilde, pero no indigno absolutamente de la majestad real, se pudiese despertar en los ánimos de los súbditos alguna centella de vergüenza y compasión (Fuertes Biota, Alma, p. 47).

Baños de Velasco (1680) aconsejaba también las medidas «lenitivas», las «inteligencias secretas» pero con cautela. Estas debían perseguir el fin de «consumir el fuego», pues de advertirlo un príncipe enemigo (como la recordada intervención francesa en los Países Bajos, en Cataluña, en Nápoles o en Mesina), «llegará a au­mentar la llama, poniéndose al lado del atrevido, para que el señor quede más des­airado (Baños de Velasco, Política militar, p. 162).

Al menos parcialmente, esta misma opinión había sido defendida por Saavedra, para quien tampoco debía estar ausente la benignidad, con iniciativas tales como un perdón general «porque si falta la esperanza dél, se hace obstinado el delito» (Saavedra Fajardo, Idea, p. 734), o con negociaciones, en las que la presencia del monarca, o bien de su representante más inmediato, podían ser de gran utilidad:

Es también eficaz la presencia del príncipe, despreciando con valor la furia del pueblo, el cual semejante al mar que amenaza los montes y se quiebra en lo blan­do de la arena, se enternece o se cubre de temor, cuando ve la apacible frente de su señor natural [pues] La majestad, fácilmente se señorea de los ánimos del pueblo (Saavedra Fajardo, Idea, p. 728).

«No innove —escribía Baños de Velasco— en alejarse el príncipe de su vista, por­que sin moverse contrasta su presencia, y faltando se disminuye el respeto y se do­blan los bríos» (Política militar, p. 165). Saavedra, incluso, se permitía la crítica a los gobernantes pasados para apuntalar su argumento: «No hubieran pasado adelante las sediciones de los Países Bajos, si luego se hubiera presentado en ellos el rey Filipe segundo» (Saavedra Fajardo, Idea, p. 729), aunque es visto como último remedio 9 .

No en vano, Clotaldo, ante la proximidad de los rebeldes se lo recordaba a un atemorizado rey Basilio en La vida es sueño calderoniana 10 :

CLOTALDO

Si tu presencia, gran señor, no trata
de enfrenar el tumulto sucedido,
que de uno en otro bando se dilata,
por las calles y plazas dividido,
verás tu reino en ondas de escarlata
nadar, entre la púrpura teñido
de su sangre; que ya con triste modo,
todo es desdichas y tragedias todo (vv. 2460-2467).

Fuente:

No obstante, como reconocía el tratadista murciano, la negociación podía ser peligrosa, pues las mercedes realizadas por el príncipe para calmar una rebelión, podían ser percibidas como «flaqueza» (Saavedra Fajardo, Idea, p. 735). La nego­ciación o dar la razón a los rebeldes, es decir, «el disimular», podía ser un peligro [«cuanto más se concede a los amotinados, más piden»], pero era necesario si las circunstancias no permitían otro remedio (Saavedra Fajardo, Idea, p. 730).

No faltarían otras posibilidades de resolución que navegaban dificultosamente entre las inquietas e inestables aguas de la severidad y la moderación: «No se des­echen estos medios por leves, porque el pueblo con la misma ligereza que se albo­rota, se quieta […] Un impulso ciego le arrebata, y una sombra vana, le detiene. Todo consiste en saber coger el tiempo a su furia». Así «quien quisiere enfrenalle con una premeditada oración, perderá el tiempo. Una voz amorosa o una demostración severa le persuade mejor» (Saavedra Fajardo, Idea, pp. 725-726).

Tampoco quedaban descartados otros remedios, como castigar al ministro por cuya causa se ha alterado el pueblo (Saavedra Fajardo, Idea, p. 728), aun cuando la culpa real fuera del príncipe.

Pero si fuere culpa del príncipe, y creyendo el pueblo que es del ministro toma­re las armas contra él, la necesidad obliga a dejalle correr con su engaño, cuando ni la razón, ni la fuerza se le pueden oponer sin mayores daños de la república (Saavedra Fajardo, Idea, p. 729).

En lo que suponía una injusticia, que se compensaba «con el beneficio común

3. la fuerza, la violencia, la crueldad… con cautela y en secreto

Pero la negociación, no parecía contar con una mayoría de adeptos. Gran parte de los tratadistas lectores, seguidores y aprendices del historiador latino, aprove­charon otros pasajes de sus historias para reivindicar el pétreo arbitrio de la fuerza. Los primeros momentos debían servir para cortar de raíz los intentos de subleva­ción, descabezarla.

«Donde en un pueblo o comunidad hay duda o sospecha de alboroto, la primera cosa que se ha de hacer es quitarle todos los que pueden servirle de cabezas» (Fuertes Biota, Alma, p. 48).

Con los rebeldes de ánimo obstinado muchas veces no hay otro remedio, que baste para sosegarlos sino su destruición total (Fuertes Biota, Alma, p. 710)

Contra los rebeldes muchas veces no se ha de proceder a prisión ni rendi­miento, sino acabarlos de una vez y por lo menos a todas sus cabezas, porque de otra suerte no se acabará jamás la guerra y rebelión de todo punto (Fuertes Biota, Alma, p. 712).

Contra un rebelde y quebrantador de fe, no es sin razón usar de cualquieratraza para acabar con él, y al cabo, las más veces se sale con ello (Fuertes Biota,Alma, p. 712).

Para reducir los pueblos rebeldes ninguna cosa importará tanto como el casti­go ejemplar en los primeros que se conquistaren por fuerza de armas, y la clemencia con los que luego se rindieron (Fuertes Biota, Alma, p. 712).

Perverso natural es el de los rebeldes, que no se mudan ni con el rigor, ni con la clemencia del general, sino que sea necesario usar del medio de las armas para castigo de su obstinación (Fuertes Biota, Alma, p. 713)

Con los rebeldes de quien se tiene recelo que ofreciéndose ocasión harán siempre lo mismo, se procede cruelmente, como contra vasallos y hacienda temporal (Fuertes Biota, Alma, p. 713).

El general que acaba de conquistar una provincia o ciudad rebelde, no pudien­do con facilidad consultar a su príncipe, suele a lo menos castigar luego la cabeza y movedor de la rebelión, porque con diferirse no dé causa a nuevos alborotos, y con eso remitir los demás a la determinación de su príncipe (Fuertes Biota, Alma, p. 715).

Es lo que se refleja, por ejemplo, en la Fuenteovejuna de Lope, en la narración que hace Flores, el criado del comendador, del sitio y saqueo de Ciudad Real, rebel­de al maestre de la orden de Calatrava:



Entróla bien resistida,
y el Maestre a los rebeldes
y a los que entonces trataron
su honor injuriosamente,
mandó cortar las cabezas,
y a los de la baja plebe,
con mordazas en la boca,
azotar públicamente.
Queda en ella tan temido
y tan amado, que creen
que quien en tan pocos años
pelea, castiga y vence,
ha de ser en otra edad
rayo del África fértil,
que tantas lunas azules
a su roja cruz sujete.

Fuente:

Los postulados de Tácito favorables al uso de la violencia los harían suyos los citados Mendoza y Valle la Cerda. Para Valle no era aconsejable la blandura, «sien­do como es la rebelión una desordenada ambición de eximirse de la obediencia del superior» esta no podía hacerse frente «dando apariencia de flojedad» o «pasando levemente delito tan atroz con disimulación, ofertas o dulzura de palabras» (Valle de la Cerda, Avisos, fol. 9r-9v).

Saavedra, con repetidas citas de la obra de Tácito, se manifestaba partidario del descabezamiento violento de la rebelión:

Con pretexto de libertad y conservación de privilegios, suele el pueblo atrever­se contra la autoridad de sus príncipes, en que conviene no disimular tales des­acatos, porque no críen bríos para otros mayores. Y si se pudiese se ha de dispo­ner de suerte el castigo que amanezcan quitadas las cabezas de los autores de la sedición, y puestas en público, antes que el pueblo lo entienda, porque ninguna cosa le amedranta y sosiega más, no atreviéndose a pasar adelante en los des­acatos cuando faltan los que le mueven y guían (Saavedra Fajardo, Idea, p. 732) 11.

Tal condena debía recaer, al menos, en unos pocos, para «granjear las volunta­des de todos». «Esta demostración de rigor lo sosiega todo, porque en empezando a temer los malos, obedecen a los buenos» (Saavedra Fajardo, Idea, pp. 732-733). De hecho, el recurso inmediato de la espada era el mejor freno con el que contaba el príncipe para atajar las insolencias de los rebeldes. Baños de Velasco afirmaba con aplomo que «la provincia que viere armado a su príncipe para castigar al rebelde si empezó con achaques de solevarse, al ver los aceros para evacuar los humores adustos y encendidos y que en su descanso asegura la lealtad, se reprimirá teme­rosa» (Política militar, pp. 161-162). Una acción rápida «con aceros», «arrancando las raíces», «lo más secreto y breve que pueda», para evitar que los sublevados contasen con otros apoyos (p. 65).

Lancina hacía extensiva a la rebelión la máxima contra los soldados amotina­dos «que cuando se desmandan […] es mejor que maltratarlos, extinguirlos; pues en el primer caso, con el calor del agravio, queda la venganza; y en el segundo les parece que hombre muerto no hace más perjuicio» (Lancina, Comentarios, p. 258).

Incluso el citado Tarsia, tan favorable a la negociación, consideraba que, fraca­sada esta, la represión era necesaria: «porque el mal que no cede a la suavidad de los remedios pide fuerza y violencia. Una llaga de muchos días y arraigada no se puede curar sin fuego o cuchillo» (Tarsia, Tumultos, p. 112)

Pero de nuevo, la severidad de una acción de fuerza debía combinarse con la moderación por no humillarlos: de tal forma que «no la reciba el pueblo por afrenta común de la nación». Error que había cometido el duque de Alba al «levantar la estatua de las cabezas rebeldes», pues la consecuencia de esta «demostración rigurosa» «dio pretexto a las cabezas del tumulto para irritar la bondad de aquella gente y faltase a su natural fidelidad» (Saavedra Fajardo, Idea, p. 733).

4. el engaño y la división de opiniones

Clave en cualquier retórica política de la época es el uso de la disimulación 12 , cuando no del engaño, como recurso de las acciones de reyes y ministros en cuan­to un elemento más de la virtud de la prudencia. «Llámase disimulación el mostrar de no saber ni curarse de lo que vos sabéis o estimáis y fingir de hacer una cosa por otra» 13 . El instrumento de la disimulación servía para hacer frente al avispero de la vida pública y también al enemigo exterior o interior.

Lo describía excelentemente Juan de Madariaga:

Puede empero, el cristiano rey o su ministro, callar, encubrir, no darse por en­tendido de las cosas y disimular con astucia lo que entendiere dellas, todo el tiem­po que le pareciere necesario el secreto, para la buena expedición de lo que trata 14 .

Y también, en el caso de las rebeliones, el secreto, la disimulación, cuando no el más pecaminoso engaño, servían para aplacarlas y derrotarlas

Para componer el alboroto de la multitud es remedio dividirla en opiniones y en cuerpos, apartando los unos de los otros (Fuertes Biota, Alma, p. 47)

Siempre en las demandas de los amotinados y rebeldes se ha de procurar dilación y no se les nieguen ni concedan, sino dése lugar a que el tiempo resfríe y sosiegue sus ánimos, pero esto sea en las demandas de mayor importancia, con­cediéndoles algo de presente, con que tomen esperanza de alcanzar todo lo que desean (Fuertes Biota, Alma, p. 482).

La orden que se ha de tener en descomponer grandes ejércitos de rebeldes es proceder con los capitanes con engaño, y con la plebe con blanduras y halagos (Fuertes Biota, Alma, p. 713).

El más seguro remedio que se puede tomar contra una multitud rebelde y obs­tinada es irla reformando poco a poco, y dividiendo y apartando los miembros della, y con diferentes causas y colores de bien suyo, para que, haciéndose de otra suerte, no se alboroten y rebelen de nuevo. Y por este camino se adelgaza y aniquila segurísimamente su conformidad y poderío (Fuertes Biota, Alma, p. 717).

División y engaño: esta era la estrategia necesaria para coagular las pretensionesde los rebeldes. Las palabras y los párrafos de Lipsio son ilustrativos, cuandono radicales. Las medidas preferibles contra los rebeldes y sediciosos debían dirigirsea procurar

desmembrarlos y dividirlos con toda suerte de artificios, remedio con que se puede quitar muy aseguradamente la inteligencia y conformidad de la multitud, siendo conveniente atirar y convidar a algunos para sí con premios secretos. Que nunca habrá falta de algunos que por el bien público querrán procurar el favor de la mejor parte

Así mismo será bien enviar algunos con cautela entre ellos que finjan quererlo que los de la sedición, porque haya más autoridad en sus consejos. Estos losengañarán, dándoles también el príncipe, palabras de su parte; porque en las sedicionesmucho pueden palabras. Dicen que el lobo no se puede tener por las orejas,pero por ellas principalmente se ha de llevar un pueblo y ciudad, ofreciéndoles loque más les agrada, pero con promesas y palabras dudosas. ¿Qué importa prometermucho?; pues será muy fácil después moderarles las esperanzas que hubierenconcebido de ello. Yo para mí apruebo y admito claramente aquesta suerte deengaño bueno. Por ser mejor engañar que matar (Lipsio, Políticas, pp. 324-325).

La brillante estela lipsiana se hizo presente en el trabajo de Saavedra:

El remedio de la división es muy eficaz, para que se reduzga el pueblo, vien­do desunidas sus fuerzas y sus cabezas. Así lo usamos con las abejas, cuando se alborota y tumultúa aquel alado pueblo (que también esta república tiene sus males internos) y deja su ciudad fabricada en cera y vuela amotinado en confusos enjambres, los cuales se deshacen y quietan, arrojándoles polvos que los dividan (Saavedra Fajardo, Idea, p. 726).

Y recomendaba que la división ya se fomentara incluso antes de que la suble­vación tuviera lugar.


Figura 01

El mismo subterfugio de la división fue adoptado por Juan Alfonso de Lancina en sus Comentarios a Tácito. Para él, con los revoltosos era necesaria la cautela y la «propensión al perdón» para mitigar «los ardores». Pero esta debía utilizarse con ingenio:

se debe practicar el arte de reparar y desunirlos con premios y castigos par­ticulares a los que pueden mover a la paz o fomentan el rebelión [sic]. Para esto, procurar saber los motivos que tiene cada uno de los cabos rebeldes para hacerle las promesas y exterminar los obstinados (Lancina, Comentarios, pp. 192-193) 15 .

O en la citada obra de Baños de Velasco:

Los pueblos compárense a la ferocidad de un caballo indomable. Mas el pica­dor, para reducirle, ni le exagera del todo ni le afloja la rienda; ya suaviza la mano para que barbee; ya le enseña la baqueta; ya le castiga; ya empuña el freno; ya le bate el ijar; ya le oprime el cabezón. Esta variedad quieren los tumultuarios: ya el cariño, ya el miedo, ya la sospecha, ya la esperanza, formado poco a poco los aparatos para llegar a las ejecuciones, teniendo personas confidente de acre­ditada prudencia, gratitud y amor para con ellos, que los desuna con ardides o con promesas, concediendo lo que pidieren, que después se verá lo que importare (Política militar, p. 166).

No obstante este cúmulo de consejos, no pocas veces contradictorios, solo te­nían un objetivo, y daba igual cuál se siguiera. En cualquier caso, ante las sedicio­nes y rebeliones que hieren de muerte la vida de la república «es prudente consejo componellas a cualquier precio» (Saavedra Fajardo, Idea, p. 737), acudiendo, cuan­do fuese necesario, a nuevos recursos: «Para reparar un rebelión [sic] es menester intentar siempre artes nuevas, que si muchas se pierden, una que encarna, se ven­ce» (Lancina, Comentarios, p. 205). En conclusión: todo vale.

5. los remedios del poder

Celeridad, fuerza, engaño-disimulación, negociación…: todos estos componen­tes de la «fórmula magistral» entresacada de los Anales y otras obras de Tácito fueron aplicadas en las diferentes rebeliones a las que hubo de enfrentarse la Mo­narquía Hispánica del Seiscientos.

En Cataluña, las impactantes noticias del asesinato del virrey Santa Coloma en el Corpus de sangre de 1640, provocaron en Madrid la inmediata reunión del Consejo de Aragón que, sin embargo, decidió que no se podía hacer nada por el momento «porque no habiendo medios para obra como conviene para castigar tan grande delito y enmendar aquella provincia se debe ir con esta atendencia» 16 . La decisión comunicada a una Junta especial de quince ministros convocada por Olivares, dio lugar a un debate en donde la mayoría abogó por el disimulo, por la adopción de medidas suaves y no una acción inmediata, la blandura a través in­cluso de un perdón general, a fin de lograr la pacificación de Cataluña, hasta que pudiera ejecutarse el castigo riguroso contra los culpables 17. Pero la suavidad pre­conizada por los consejeros y por el propio Olivares, careció de contenido. La con­vulsión social en los meses que siguieron, intentó resolverse arrestando, por orden del virrey Cardona, a los jefes del ejército castellano más impopulares, pero apenas se avanzó más: las tropas no fueron retiradas, los agravios no fueron reparados, tal y como exigían todos los sectores de los sublevados, ante unos diputats vacilantes ante la dicotomía de llegar a una paz con el conde-duque, con la consiguiente reac­ción contraria de los rebeldes, o de convertirse en cabezas de la rebelión. Y eligieron esta. Es ilustrativa la anécdota recogida por Elliott:

Un amigo de la duquesa de Cardona le dijo que había leído en alguna parte que solo había tres modos en los que un príncipe podía asegurarse la lealtad de una provincia, de la cual no estuviese seguro: «el primero, irse a vivir a ella. El segundo, destruirla; y el tercero, dejarla en sus leyes y costumbres y gobernarla a su modo, haciendo cuenta que amigos se la guardan, contentándose de esto y de no sacar otro interés ninguno». De estas tres líneas de conducta, Olivares había ensayado un poco la primera, pero el número de las provincias sujetas al rey de España la había hecho impracticable; y había rechazado la tercera porque la desesperada situación militar y financiera de la Corona no la permitía. En consecuencia, había ido maniobrando hacia una posición en la que solo quedara la segunda política: la destrucción 18 .

Y a esto había que añadir las conversaciones que los diputats mantenían con Francia desde el verano de 1640, hasta la consumación en enero de 1641.

La reacción ante el triunfo de la conjura en favor del duque de Bragança de 1 de diciembre de 1640 no se hizo de esperar, pues hubo unos primeros planes de inter­vención para la primavera de 1641, pero que no se llevó a cabo por «el deplorable estado de sus fuerzas» y por la preferencia de Felipe IV por hacer frente al problema catalán. De esta forma «el frente de Portugal, durante las dos décadas siguientes, sería un escenario lejano y pretérito». La adhesión de las colonias de Portugal al nuevo monarca João IV, hizo que Brasil, Angola o Guinea quedaran en manos por­tuguesas desde la primavera de 1641 19 .

No obstante, se procuraron otros medios, como la división. Como tal podría in­terpretarse la acogida en la primavera de 1641 de un grupo de nobles portugue­ses que habían preferido marchar al exilio en Castilla, donde fueron aclamados y colmados de mercedes por Felipe IV 20 . Más aún cuando se organizó en Madrid en 1641 un «cuerpo de Juntas» compuesto por los portugueses más importantes de la corte que, como señala Valladares, «iban a ser utilizados cínicamente por Madrid como pantalla de propaganda y como reclamo frente a los sublevados» 21 .

La revuelta de Nápoles de 1647-1648, intentó ser atajada también rápidamente. Iniciada el 7 de julio quiso ser sofocada, en una primera fase, con ciertas conce­siones hechas por el virrey duque de Arcos, a fin de atraerse a los sectores más moderados, y después con el asesinato de su cabecilla, Masaniello, el 16 de julio, de acuerdo con el virrey, con el mismo fin de dividir a moderados y radicales, sin éxito. Sin embargo, ante el ataque militar español contra las tropas populares del nuevo líder Genaro Annese, y a pesar de nuevas negociaciones y de nuevas concesiones del virrey, se proclamó la república en octubre, puesta bajo la protección de Francia. Pero la división de los rebeldes y la falta de apoyo francés terminarían por acabar con la revuelta napolitana 22 .

La reacción ante la sublevación de Mesina en el verano de 1674 23 fue inmedia­ta pero con limitaciones. El voluntarioso virrey quiso ayudar a las escasas tropas fieles, que quedaron sitiadas en los castillos de la ciudad, con el envío de tropas y navíos, pero tan escasas que no fueron suficientes ni para levantar el sitio ni para rendir a los rebeldes. Las negociaciones entre el Senado de la ciudad y el virrey de Sicilia ―a quien desde Nápoles se le había aconsejado que actuara «con blandura y maña» 24 ―, tampoco llegaron a buen puerto, sobre todo porque cuando el virrey marqués de Bayona intentó llegar a la ciudad para aplacar la actitud de los rebel­des, fue recibido a cañonazos. De hecho, las palabras del marqués de Astorga por carta escrita desde Nápoles el 27 de julio de 1674 fueron: «este frangente habrá de ser mucho si Bayona se ha valido de la fuerza… pese a que yo le he dicho repetidas veces use de blandura, suavidad y disimulación, en el estado presente de las cosas, reservando a tiempo más oportuno el no dejar consentida la ciega temeridad de aquellos naturales» 25 . Los testimonios para llegar a acuerdos pacíficos son abun­dantes, pero el virrey de Sicilia era partidario de la fuerza: «Con los mesineses los medios lenitivos no sirven ni podrán servir en este caso, y las armas es muy posible que reduzcan aquel pueblo y Senado a solicitar por su parte el acuerdo en que no ha querido usar hasta aquí… ya se ha esperado a usar de la fuerza» (11 de agosto de 1674) 26 . Pero los intentos de acuerdo, la publicación de bandos de perdón, mientras se esperaba la llegada de una armada para acabar con el levantamiento no sirvie­ron; el sitio de la ciudad contribuyó a la aproximación de los rebeldes a Francia (un hecho a partir de septiembre). Como señalaba uno de los consejeros de Estado, el duque de Alburquerque, había dos soluciones: la mejor, el uso de la fuerza, siempre que se tuviera un contingente suficiente para lograrlo; de lo contrario, la negocia­ción y un acuerdo «decoroso» para el rey 27 .

A Modo de breve conclusión

Celeridad, negociación, engaño, disimulación, división… casi cualquier medio podía servir para poner fin a una rebelión que hacía peligrar la composición territo­rial de la monarquía. Ahora bien, ¿fue Tácito quien influyó en la toma de decisiones?

Es posible que los remedios de Tácito fueran tenidos en cuenta por los políticos y por los tratadistas, no tanto por su éxito infalible, pues no lo fueron ni lo son, ni tampoco porque fuera su único creador, sino probablemente porque tras sus tes­timonios, tras los aforismos que se entresacaron de sus líneas, de sus interpreta­ciones, lo que estaba presente era el imperioso pragmatismo de la acción política, pues, y acabamos así con Tácito: «la mayor prudencia consiste en proceder en los negocios según la calidad de los tiempos y personas con quien se tratan» (Fuertes Biota, Alma, p. 711). Este fue su valor en la España y en la Europa del siglo XVII.

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Notas

1. Como ha recogido Pérez Fernández, 2007.

2. Como señala Lancina al escribir sobre las «revoluciones» del Senado de Mesina: «No sé si hemos cumplido con las reglas de la Historia, que no entendemos de formalidades. Nuestra intención ha sido imitar al señor Cornelio Tácito, que vale por todos los antiguos en el concepto del doctísimo Lipsio» (Lancina, Historia de las revoluciones, Proemio y razón de la obra).

3. Son muchos los trabajos que se han ocupado de estudiar la influencia de Tácito en la literatura y en la práctica política del Siglo de Oro. Ver algunas reflexiones y bibliografía actualizada en Usunáriz, 2014.

4. Ver, por ejemplo, Antón Martínez, 1992.

5. Valle de la Cerda, Avisos, fol. 20r.

6. Dubet, 2000, p. 108.

7. Y vuelve a insistir en ello más adelante: «En estos, y en los demás remedios de las sediciones, es muy conveniente la celeridad, porque la multitud se anima y ensoberbece, cuando no ve luego el castigo o la oposición» (Saavedra Fajardo, Idea, p. 736).

8. Lo había apuntado también Tarsia al narrar los tumultos de Nápoles de 1647: «porque como la experiencia nos enseña y Tácito en sus Anales, en los principios, con pequeño remedio, se reparan grandes males» (Tarsia, Tumultos, p. 43). E insiste en ello en otros pasajes (p. 45)

9. Ver también Lancina, Comentarios, p. 210.

10. Ver al respecto las apreciaciones de Arellano, 2009, pp. 33-34, o las de Lauer, 1996, pp. 130-131.

11. En lo apuntado también por Lipsio: «¿Han vuelto a la obediencia? No es bien atormentarlos; y aunque todos hayan errado, sufran pocos la pena. Bastará que los autores de tan miserable sedición paguen con la sangre su pecado, y aun si uno o dos de las cabezas mueren» (Lipsio, Políticas, p. 325).

12. Snyder, Dissimulation, p. XV.

13. Botero, Los diez libros, fol. 35r.

14. Madariaga, Gobierno de príncipes, p. 335.

15. Y en otro párrafo señala: «Si no hay discordia entre los rebeldes, la primera arte se ha de aplicar en sembrarla, y si la hay, emplearlas todas para seguirla. Cuanto entre los cabos del rebelión [sic] se sustenta alguna causa de enemistad privada, fomentarla, para exasperarlos y ponerlos en mayor sospecha» (Lancina, Comentarios, p. 365).

16. Elliott, 1986, p. 402.

17. Elliott, 1986, pp. 402-404.

18. Elliott, 1986, p. 434.

19. Valladares, 1998, pp. 31-33.

20. Valladares, 1998, pp. 46.

21. Valladares, 1992, p. 102.

22. Ribot, 1991, pp. 126-127; Enciso Alonso-Muñumer, 2004, pp. 142-146.

23. Ribot, 2002, pp. 21 y ss.

24. Ribot, 2002, p. 34.

25. Ribot, 2002, p. 34, n. 21.

26. Ribot, 2002, p. 36.

27. Ribot, 2002, p. 39.

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