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El Quijote en el pensamiento español de la Edad de Plata: Unamuno, Ortega y Maeztu
Don Quixote in the Spanish Philosophy of the Silver Age: Unamuno, Ortega and Maeztu

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 6, núm. 2, 2018

Instituto de Estudios Auriseculares

Enrique Sánchez-Costa

Pontificia Universidad Católica, República Dominicana



Fecha de recepción: 30 Mayo 2017

Fecha de aprobación: 19 Junio 2017

Resumen: Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset y Ramiro de Maeztu pue­den ser considerados los pensadores españoles más influyentes de la Edad de Pla­ta de la cultura española. Los tres, en libros de 1905, 1914 y 1925, confrontaron su pensamiento con la obra maestra de Cervantes. En este artículo abordaré las obras que consagraron dichos autores al Quijote, y en las cuales se refracta no solo el genio cervantino sino también el pensamiento de dichos autores, así como los proyectos intelectuales que trazaron para España.

Palabras clave: Cervantes, Don Quijote, Edad de Plata, Unamuno, Ortega y Gasset, Maeztu.

Abstract: Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset and Ramiro de Maeztu could be considered the most influential thinkers of the Silver Age of the Spanish culture. All three, in books of 1905, 1914 and 1925, confronted their philosophies with Cervantes’ masterpiece. In this article I will study the works these authors de­dicated to Don Quixote, in which it is reflexed not only the geniality of Cervantes, but also the philosophy of these authors, as well as the intellectual projects they devised for Spain.

Keywords: Cervantes, Don Quixote, the Silver Age, Unamuno, Ortega y Gasset, Maeztu.

Introducción

Milan Kundera definió el género novelístico como «la gran forma de la prosa en la que el autor, mediante egos experimentales (personajes), examina hasta el límite algunos de los grandes temas de la existencia» 1 . Con ello, el escrito checo reivindicaba la importancia de la novela no solo como artefacto lingüístico, sino también como vehículo de ideas y experiencias; es decir, como camino de conocimiento.

Pocas novelas despliegan el tapiz de la condición humana con tanta variedad cromática como el Quijote. En ella, la voz de Cervantes, refractada polifónicamente en Alonso Quijano el Bueno, en Sancho Panza y en todas las mujeres y hombres que pueblan la novela, nos sorprende por su profundidad y pluralidad. Las voces de los personajes, cada una con un tono y timbre propios, dialogan con una riqueza de matices inusitada.

Muchos serán los pensadores europeos que hallen en el Quijote una fuente in­agotable de símbolos, figuras y motivos. Schlegel, Schiller, Hegel, Kierkegaard o Schopenhauer, en el siglo XIX; Chesterton, Foucault o Gadamer, en el siglo XX, en­contrarán luz en los personajes y temas de la novela (que ellos, a su vez, contribui­rán a resignificar).

En España, la indagación intelectual en torno a la gran novela cervantina alcan­zará su punto álgido entre 1898 y 1939, durante la época que se ha dado a conocer como la «Edad de Plata» 2 de la cultura española.

En este artículo abordaré la lectura que realizaron del Quijote Miguel de Unamu­no, José Ortega y Gasset y Ramiro de Maeztu, los tres pensadores más influyentes de la Edad de Plata, a partir de los libros que dedicaron a la novela de Cervantes en 1905, 1914 y 1925, respectivamente.

Unamuno y el caballero de la Fe

Desde 1895, y hasta su muerte, Unamuno no dejará de explorar la obra maes­tra de Cervantes, sobre todo a través de sus dos personajes principales. Entre los textos que dedicará a la cuestión es preciso mencionar los tres artículos («¡Muera Don Quijote!», «¡Viva Alonso el Bueno!» y «Más sobre don Quijote») que publicará entre junio y julio de 1898. En ellos, el pensador de Salamanca asocia la locura de don Quijote al sueño imperial español, que habría llevado al país a un intento vano de conformar el mundo a su medida. De ahí que proponga renunciar a la exaltación de la historia de la nación española (saturada de sueños fracasados), para hacer es­pacio a la verdadera intrahistoria del pueblo, encarnado en Alonso Quijano, el Bueno.

Con todo, estos artículos juveniles contravendrán la posición que tomará el Unamuno maduro, y que plasmará en su Vida de Don Quijote y Sancho (1905). El libro, como tantos otros suyos, manifiesta un enorme talento como escritor y una capacidad más dudosa, a mi modo de ver, como filósofo. Aunque, a decir verdad, es difícil valorar una filosofía que basa su fuerza en el absurdo, la contra-lógica y el escándalo permanente de la razón. Porque escandalizarnos, sí, es lo que desea Unamuno. Agitarnos, convulsionarnos, lacerarnos… arrancarnos de nuestra posible vida roma hacia una existencia trágica, pero heroica y vital.

A Unamuno le brota el pensamiento —o mejor dicho, el sentimiento— con la claridad y la fiereza de un manantial de sangre. Leerlo es, casi, una experiencia fí­sica, pues se encuentra uno impelido a saltar del asiento a cada rato. Algo a lo que contribuye, además de su pathos vital, su indiscutible genio retórico.

Puede ser esclarecedor atravesar el umbral de la Vida de Don Quijote y Sancho bajo el pórtico de una reflexión de Nietzsche que se aplica a cualquier pensador, pero que parecería haber sido escrita ex profeso para Unamuno:

Poco a poco se me ha ido manifestando qué es lo que ha sido hasta ahora toda gran filosofía, a saber: la autoconfesión de su autor y una especie de mémoires no queridas y no advertidas; asimismo, que las intenciones morales (o inmorales) han constituido en toda filosofía el auténtico germen vital del que ha brotado siempre la planta entera. De hecho, para aclarar de qué modo han tenido lugar propiamente las afirmaciones metafísicas más remotas de un filósofo es bueno (e inteligente) comenzar siempre preguntándose: ¿a qué moral quiere esto (quiere él) llegar? 3

Poco importa que el filósofo atrinchere la veracidad de sus reflexiones tras el parapeto de la mayéutica socrática, la disputatio escolástica, la claridad del método cartesiano, la dialéctica hegeliana o marxista, etc. Al final, como bien ha detecta­do Nietzsche, no se puede remontar ad infinitum el curso del río de los principios filosóficos. Siempre deberá haber una intuición original no probada, sino creída, intuida, querida, sobre la cual se asiente el resto del edificio filosófico. El rigor del razonamiento lógico puede asegurar las conexiones certeras entre los conceptos, pero no puede crear los primeros principios.

En el caso de la Vida de Don Quijote y Sancho, como en todos los libros de Unamuno, el tema principal del libro no es otro que Miguel de Unamuno. Toda su filosofía, toda su obra, es una autobiografía, un desnudar su alma adolorida y un suspirar, dialogar, vociferar, su ansia de inmortalidad. Que el libro es personalísimo lo confiesa el autor a un amigo, sin rebozo alguno, en 1904: Cervantes —escribe Unamuno— es «un pobre diablo muy inferior a su obra» y lo que quiso decir «me tiene absolutamente sin cuidado. […] El texto cervantino no es sino un pretexto para que sobre él levante yo mis propias elucubraciones» 4 .

Nuestro filósofo glosará, capítulo por capítulo, los acontecimientos del Quijote. Veamos, como primera muestra, su comentario a la frase «vino a perder el juicio», con que se enuncia la locura de don Quijote:

«Vino a perder el juicio». Por nuestro bien lo perdió; para dejarnos eterno ejem­plo de generosidad espiritual. Con juicio, ¿hubiera sido tan heroico? Hizo en aras de su pueblo el más grande sacrificio: el de su juicio. Llenósele la fantasía de her­mosos desatinos, y creyó ser verdad lo que es sólo hermosura. Y lo creyó con fe tan viva, con fe engendradora de obras, que acordó poner en hecho lo que su desatino le mostraba, y en puro creerlo hízolo verdad 5 .

Asistimos ya, desde la primera página, a la tesis del libro. Para Unamuno, don Quijote es un héroe. Y lo es, porque su amor a la belleza del ideal caballeresco y, a través de él, de Dulcinea, le conduce a engendrar buenas obras. Un héroe de la voluntad, no de la verdad, pues como escribirá el filósofo en otro pasaje del libro, «en lo esforzado del propósito y no en lo puntual del conocimiento está el héroe» 6 . Asistimos a un voluntarismo extremo, que bebe de la tradición tardomedieval de Ockham y, sobre todo, del pietismo de Jacobi, Schleiermacher y Kierkegaard. Todos ellos defienden una fe sentimental y voluntarista, ajena a todo conocimiento racional, que trata de acceder a Dios a través de un ciego «salto de la fe» 7 .

Para Unamuno, como escribe a propósito de la bacía de barbero/yelmo de Mam­brino, «el mundo es lo que a cada cual le parece, y la sabiduría estriba en hacérnoslo a nuestra voluntad, desatinados sin ocasión y henchidos de fe en lo absurdo» 8 . El criterio de verdad ya no es, como lo era desde la Grecia clásica, el conocimiento racional. La razón ha sido sustituida por la voluntad y, al decir del filósofo español, «las cosas son tanto más verdaderas cuanto más creídas, y no es la inteligencia, sino la voluntad, la que las impone» 9 . En el fondo, no anda lejos Unamuno del su­perhombre nietzscheano, que con su voluntad de poder crea e instaura valores. Aunque en el rector de Salamanca toma todo un cariz más subjetivo, más personal (pues es egotista en extremo): lo importante es, para él, saciar su hambre voraz de inmortalidad. Su conclusión, acaso demasiado simple, es que «el consuelo, por ser consuelo, ha de ser verdad» 10 (en el sentido de que se convierte en verdad).

Aunque Unamuno es cristiano de sentimiento y de deseo, desde luego, su filo­sofía no puede estar más alejada del dogma y la filosofía cristiana. Es, incluso, su disolución máxima; su negación más aguda. En su caso, parecería ser él mismo quien con su voluntad (con su «cardíaca» 11 , como la llama) quiere crear a Dios, así como el paraíso, para solaz y consuelo eterno suyos. Por esos caminos discurre su pensamiento, tal como se remacha en su obra capital, Del sentimiento trágico de la vida (1913), o en su bellísima novela lírica San Manuel Bueno, mártir (1931).

Hemos hablado ya de la fe de don Quijote en su ideal (por lo que Unamuno lo rebautiza como «el Caballero de la Fe») 12 , a pesar de que a todos parezca absurdo y casi siempre fracase. Una fe que, por cierto, se va a mantener hasta el lecho de muerte, cuando los papeles se inviertan del todo y don Quijote crea en la realidad empírica y Sancho crea en el ideal.

Pero sigue en pie una pregunta: a lo largo de toda la obra, y exceptuando el momento de la muerte, ¿en qué cree don Quijote? Demos, en este caso, la voz al mismo Cervantes, quien hace decir a su protagonista estas palabras sobre Dulci­nea: «Ella pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella y tengo vida y ser». A lo que Unamuno comenta: «¡Heroicas palabras, que debemos llevar grabadas en el corazón! Palabras que son al quijotismo lo que al cristianismo es aquella sentencia de Pablo de Tarso: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y vivo; no ya yo, mas vive Cristo en mí” (Gal, II, 20)» 13 .

La mujer es, pues, el motor, aunque sea una aldeana sublimada, una labriega mistificada: aunque sea una pobre Aldonza Lorenzo convertida absurda y enloque­cidamente en «la sin par Dulcinea» 14 . Una dama a la que, para sorpresa del lector, el Quijote confiesa que no ha visto en su vida, y que «sólo estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta» 15 .

El amor, una y mil veces el amor, como motor de las acciones humanas más nobles. ¿Qué sería, sin amor divino, de la poesía de San Juan de la Cruz? ¿Qué sería, sin heroísmo inflamado de amor, de las andanzas de San Ignacio de Loyola, al que Unamuno compara numerosas veces con el Quijote? ¿Y qué sería, en fin, de toda la tradición medieval del amor cortés, de los trovadores y juglares provenzales, del dolce stil novo, sin el amor? No habría quête caballeresca ni aventura que mereciera ese nombre sin damisela que inspirara la valentía del caballero y recibiera su beso.

De hecho, será en Barcelona, hacia el final de la novela de Cervantes, cuando el Quijote caiga derrotado bajo el ímpetu del Caballero de la Blanca Luna (esto es, del bachiller Sansón Carrasco disfrazado), cuando se produzca uno de los momentos más patéticos de la novela. El Caballero de la Triste Figura, derribado, molido y aturdido, con voz debilitada y enferma, proclama: «Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra» 16 .

Ese heroísmo del Quijote, que exaltará Unamuno y reconocerá también Ortega, hincha su velamen con los vientos del amor. Como dice el rector de Salamanca:

«Ved aquí como del amor a mujer brota todo heroísmo. Del amor a mujer han brota­do los más fecundos y nobles ideales» 17 . No del amor a la mujer necesariamente, ca­bría añadir, pero sí del amor. El amor —sea a una mujer, a una idea, a Dios— inspira los ideales de heroísmo que pueden enraizar, también, en lo cotidiano, en la prosa diaria del vivir. Por eso Jacques Maritain define la santidad como «el heroísmo del amor» 18 .

El cervantismo de ortega y gasset

Abandonamos ya a Unamuno en su angustia vital, en su sentimiento trágico de la vida, y posamos la mirada sobre la lectura que hace del Quijote José Ortega y Gasset. El panorama no podría ser más otro. Frente a los bramidos de Unamuno, frente a su vivir siempre al filo de la desesperación, en medio de la tormenta, Ortega se nos aparece como un Mediterráneo en calma 19 . Este último, padre del «raciovi­talismo» y del «perspectivismo», es enemigo de todo extremo, de toda exaltación del ánimo. Mucho más cercano al justo medio aristotélico, y filosóficamente afín a la fenomenología germana (con cuyos líderes se ha formado), Ortega se propondrá, hasta que la Guerra Civil astille su carrera, precisamente evitarla.

En 1914, cuando en Europa detona la Gran Guerra, publica Ortega su primer li­bro, Meditaciones del «Quijote», cuya primera edición dedica «a Ramiro de Maeztu, con un gesto fraternal» 20 (la dedicatoria desaparecerá a partir de la segunda edi­ción, pues la conversión católica de Maeztu, así como su deriva tradicionalista, lo alejarán de Ortega). Las Meditaciones del «Quijote» son «ensayos de amor inte­lectual», que buscan llevar las realidades «a la plenitud de su significado». Todo lo cual, apunta el filósofo, es una tarea de amor, pues el amor aspira «a la perfección de lo amado» 21 . Y amar las cosas es tanto como tratar de comprenderlas. Para ello, claro, se exige desembarazarse del odio, del rencor, de cualquier resentimiento que aniquile la comprensión. Y se exige igualmente «la plena conciencia de sus circunstancias» 22 . Es aquí donde Ortega acuña una de sus máximas célebres: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo». Hay que —dice él— «buscar el sentido de lo que nos rodea» 23 .

En su libro, Ortega define la crítica artística como «un fervoroso esfuerzo para potenciar la obra elegida. […] Procede orientar la crítica en un sentido afirmativo y dirigirla, más que a corregir al autor, a dotar al lector de un órgano visual más perfecto, La obra se completa completando la lectura» 24 . Son palabras muy clarividentes, que aspiran a simpatizar, a empatizar con la obra valorada. Se defiende aquí una crítica literaria que, a diferencia de la filosofía de la sospecha y de todos sus epígonos deconstruccionistas, no busca la desarticulación del autor o de la obra. Al revés, trata la obra con respeto y la considera, al menos en un primer momento, con fervor. Solo quien está receptivo al ángel puede recibir su visitación, su epifanía.

Cabe apuntar que la crítica literaria propugnada por Ortega en sus Meditaciones del «Quijote» emparenta con la que, desde su Mallarmé (1912), venía llevando a cabo Albert Thibaudet, inventor de la noción de “generación” literaria y crítico de la Nouvelle Revue Française. Frente a la crítica “objetiva” e historicista del positivismo, representada por Taine o Brunetière, Thibaudet defendía una crítica más cercana a los escritores, que trate de «coincidir con la corriente creadora […], con la misma obra de arte». Esta nueva crítica (compartida, en Francia, por Jacques Rivière o Charles Du Bos, y en España por Antonio Marichalar o Guillermo de Torre) se propo­nía abrazar la génesis misma de la obra, alcanzando el «aliento vital bergsoniano» 25 que la recorre. Se buscaba «simpatizar desde el interior», dejando espacio a la intui­ción y el sentimiento, pues «la musa verdadera de la crítica es la amistad» 26 .

A diferencia de Unamuno, Ortega no se aproximará al personaje central del Qui­jote, sino al «estilo cervantino» 27 . No será quijotista, sino cervantista. Y advierte desde el primer momento a los lectores impulsivos o distraídos: «La profundidad del Quijote, como toda profundidad, dista mucho de ser palmaria. Del mismo modo que hay un ver que es un mirar, hay un leer que es un intelligere o leer lo de dentro, un leer pensativo. Sólo ante éste se presenta el sentido profundo del Quijote» 28 .

Ortega no se lanza raudo sobre su objeto: lo corteja. Se aproxima, se aleja, y así sucesivamente. En una de estas gravitaciones en torno al Quijote, contrapone la sensibilidad mediterránea, que se caracterizaría por el impresionismo, por el ilu­sionismo, por la delectación en lo visual («En Cervantes —dice— esta potencia de visualidad es literalmente incomparable») 29 , frente a la sensibilidad germánica, que destacaría en el plano conceptual.

Para Ortega el Quijote es un signo de interrogación, un equívoco. ¿De qué se burla Cervantes?, se pregunta. Es un libro universal y, al mismo tiempo, difícil de in­terpretar. Las impresiones, que sobreabundan, parecen ocultar los conceptos. ¿No será que Cervantes se protege del dogmatismo a través de la pluralidad de opinio­nes, de la ironía omnipresente y de la bonhomía con la que rehúye cualquier juicio se­vero hacia los personajes? Acaso la dificultad de interpretación del Quijote no es más que un reflejo del mundo real, cuyos contornos, cuyas formas y colores, cambian según el ángulo, según los destellos de la luz y la perspectiva de cada observador.

La reflexión de Ortega avanza, cautelosa y segura. Distingue entre la épica y la novela. La épica —explica— nos habla de una antigüedad mítica, legendaria, ideal, inapresable. Y lo hace, además, acentuando el arcaísmo poético y mental. La épica inventa y evoca naturalezas heroicas. En cambio, la novela suele basarse en el pre­sente y emplea personajes típicos, de la calle, ajenos a lo poético. Para nuestro autor:

Don Quijote es la arista en que ambos mundos se cortan formando un bisel. […] Don Quijote, que es real, quiere realmente las aventuras. […] Es una naturaleza fronteriza, como lo es, en general, según Platón, la naturaleza del hombre. […] Lo referido en los libros de caballerías tiene realidad dentro de la fantasía de Don Qui­jote, el cual, a su vez, goza de una indudable existencia. De modo que, aunque la novela realista haya nacido como oposición a la llamada novela imaginaria, lleva dentro de sí infartada la aventura 30 .

Entre el mundo de la épica y el de la novela, la tierra fronteriza es el Renaci­miento (entendido en sentido lato). Un tiempo donde la paraciencia, la magia y el ocultismo convivían con la nueva ciencia de Copérnico, Kepler y Galileo, o la nueva filosofía de Descartes y Galileo. Una época en la que convivían la Contrarreforma, la Inquisición española y las guerras de religión con la imprenta, el nacimiento del ensayo y, en algunos territorios, la creciente libertad de expresión. Una época en la que para España, además, tras la derrota de su Armada Invencible en 1588 (para la cual Cervantes había trabajado, infructuosamente, como recolector de impuestos), había comenzado su período de decadencia.

Hay que comprender el vuelo místico y heroico del ideal medieval; hay que com­prender la luz y la alegría vital del Renacimiento; hay que comprender la sombra, los claroscuros y paradojas del Barroco, para entrever la complejidad humana, moral y espiritual que alienta en el Quijote. Ese libro que, en palabras de Dámaso Alonso, es «el último gran poema antiguo y la primera y máxima novela universal» 31 ; o, para acercarnos de nuevo a Ortega, ese libro que, partiendo de un realismo y de un perspectivismo incontestables, lleva dentro de sí el heroísmo, la quête, la aventura.

Maeztu o la lectura socio-histórica del Quijote

Periodista ante todo, ensayista y pensador, Maeztu transitó sucesivamen­te los caminos de la crítica de una España decadente —por lo que se le enmarca en la «Generación del 98»—, la posterior defensa del anarquismo, más tarde del socialismo liberal y del sindicalismo gremialista (periodo inglés), hasta amarrar finalmente en el tradicionalismo católico de su Defensa de la Hispanidad.

Unamuno retrató a Maeztu, con acierto, «como un espíritu sutil e impresionable, capaz de interesarse por los más diversos problemas, y creo que poco capaz de enamorarse profundamente y de por vida de una causa cualquiera. […] Un sen­sual de la inteligencia, quiero decir, un hombre que tiene la voluptuosidad de los conceptos, de las doctrinas, de las teorías» 32 . Esa variabilidad en el pensamiento que achaca Unamuno a Maeztu la encontramos, también, en la lectura que hará este del Quijote.

En diciembre de 1903, Maeztu, entonces joven e iconoclasta, será el único de los escritores españoles que se oponga al proyecto de conmemorar el tercer centena­rio de la primera parte del Quijote. En su artículo «Ante las fiestas del Quijote» situa­rá la novela de Cervantes en el mismo momento en que comienza la decadencia de España como gran potencia europea. Afirma nuestro escritor:

El Quijote se escribió en el momento preciso de iniciarse el descenso, y es por eso libro de abatimiento y decadencia, ciertamente la más genial apología de la decadencia y el cansancio de un pueblo. [… España] no se resignaba a confesar su cansancio y prefirió ridiculizar en el Quijote las aventuras que no podía ya empren­der. No quiso llorar, y sonrió con amargura. Por eso es el libro de los cansados, de los viejos y de los decadentes 33 .

Son palabras durísimas, que cabe interpretar a la luz de la lectura romántica que se hará del Quijote en el siglo XIX, de la interpretación biologicista de la historia entonces en boga (los pueblos, asimilados a organismos vivos) y, por supuesto, del clima pesimista que se respiraba en España tras la pérdida de Cuba y Filipinas, cinco años antes. Recordemos, además, que cuando Maeztu escribe sus palabras el decadentismo está triunfando en Francia y ejerciendo una influencia notable en España (a través, por ejemplo, de las Sonatas de Valle-Inclán, publicadas entre 1902 y 1905).

Maeztu, pues, en su lucha contra el decadentismo y el derrotismo, finaliza su artículo con esta exhortación: «Guardemos para nosotros el veneno y demos los antídotos a esa futura España, conquistadora de la alegría y de la fuerza, cuyo primer empeño ha de consistir seguramente en renegar de sus progenitores. Porque está escrito: “Debéis redimiros en vuestros hijos, de ser hijos de vuestros padres”» 34 . Nos encontramos, pues, ante un texto regeneracionista, exacerbado por la lectura de Nietzsche (suya es la cita final), quien busca aniquilar los viejos valores y forjar valores nuevos y vitalistas, en torno a la voluntad de poder.

Dos décadas después, en 1925, mientras Maeztu se mueve entre las aguas del liberalismo y del tradicionalismo católico, aúna tres estudios independientes en el libro Don Quijote, don Juan y la Celestina. Ensayos en simpatía. La alusión a la «simpatía» nos indica ya, en el autor, una hermenéutica diferente de la obra cervan­tina. Eran tiempos de alegría y bonanza económica (los «felices años veinte»), de éxitos de la dictadura de Primo de Rivera y de fecundidad de la cultura española. De 1925 son, también, los ensayos de Ortega La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela, el libro de Guillermo de Torre Literaturas europeas de vanguardia y el Premio Nacional de Poesía, compartido, para Rafael Alberti y Gerardo Diego.

En su libro, Maeztu comienza matizando su descalificación del Quijote, en 1903, como «apoteosis de nuestra decadencia» 35 . Ahora sí defiende que se lea la obra de Cervantes, pero situándola «en la perspectiva del siglo XVI, lo mismo para que se perciba su épica grandeza que para prevenirnos contra sus sugestión de desengaño» 36 . Aquí nuestro pensador, sin pretenderlo acaso, se aviene al principio de Ortega: el hombre es él y su circunstancia; y, para comprender el Quijote, hay que situarlo en su circunstancia histórica.

De hecho, en gran parte de su estudio, Maeztu abunda en las circunstancias personales de Cervantes cuando escribió su novela (su fracaso en el ámbito pe­cuniario y, hasta cierto punto, literario), así como los avatares de la España Impe­rial, que, tras el hundimiento de la Armada Invencible, iniciará un declive lento pero implacable. Es una lectura del Quijote en clave historicista y biográfica que, a decir verdad, no resultaba entonces —ni, por supuesto, resulta hoy— demasiado original.

Lo mejor del estudio de Maeztu es su comparación de los personajes de Hamlet y don Quijote, ya apuntada por Turgueneff, y que nuestro autor desarrolla con agu­deza. Leamos el núcleo de su argumento:

El espectador de Hamlet se impacienta porque el héroe analiza la realidad, en vez de alzar los brazos contra ella; el lector del Quijote se encalma con las malan­danzas que acontecen al héroe por obrar sin darse cuenta cabal de lo que hace. El soplo trágico de la obra sespiriana [sic] se infunde en nuestro espíritu, concentra las energías y las dispone a la acción; la vena cómica de la novela cervantina dis­tiende los resortes de nuestra fuerza y nos inclina al reposo. Y así Hamlet, al obrar sobre el público, produce Quijotes, mientras Don Quijote provoca en los espíritus la actitud analítica de Hamlet. […] En torno a las dos obras se ha venido cristali­zando el alma de los dos pueblos. Inglaterra ha conquista un imperio; España ha perdido el suyo 37 .

Tanto el primer libro de Maeztu (Hacia otra España, 1899) como el último que publicó en vida (Defensa de la Hispanidad, 1934) giran en torno a España y su desti­no (nacional e internacional). Al cabo, fue la regeneración de España lo que siempre importó a nuestro autor: la regeneración socio-económica, la regeneración moral y espiritual. Toda su obra aspira a desafiar la abulia intelectual y la parálisis econó­mica. Toda su obra (en sus aciertos como en sus errores) es un llamado a avizorar metas audaces y a vigorizar la voluntad para alcanzarlas (tanto en el plano indivi­dual como colectivo).

Maeztu reconoce en don Quijote «el prototipo del amor, en su expresión más elevada de amor cósmico» 38 . Ahora bien, «el amor sin la fuerza no puede mover nada, y para medir bien la propia fuerza nos hará falta ver las cosas como son. La veracidad es deber inexcusable» 39 . El Quijote es, por ello, un libro ambiguo para Maeztu. Un amor incapaz, un ideal desnortado que puede desembocar en la pasivi­dad y el acomodo. De ahí que, para que sirva a su causa regeneracionista, para que fortalezca el espíritu de los españoles, sea preciso dotar al ideal de Amor quijotesco del Poder para actuar con energía (que encarna Don Juan) y de la Sabiduría para comprender la realidad y sus circunstancias (que encarna la Celestina).

Conclusión

En 1898 Unamuno escribía: «El Quijote vale más para España que su moribundo imperio colonial. A la luz del Quijote debemos ver nuestra historia» 40 . De hecho, tanto Unamuno como Ortega y Maeztu no solo verán la historia a la luz del Quijote, sino el Quijote a la luz de la historia. Del pasado de España, y también del presente y del porvenir. De la Historia de la nación, pero también de la intrahistoria del pueblo.

Unamuno, una vez superadas sus críticas iniciales, expresadas en sus artículos de 1898, profesará en su Vida de Don Quijote y Sancho un amor incondicional por el «Caballero de la Fe», por el ideal de heroísmo y de amor (o, por decirlo con Maritain, del heroísmo del amor) que encarna el Caballero de la Triste Figura. Para el rector de Salamanca, España —y él mismo, Miguel de Unamuno— necesita creer en el ideal con fe quijotesca: es decir, plena, apasionada y henchida de voluntad.

Ortega y Gasset, por su parte, rehúye la inestabilidad del personaje central y se centra, en cambio, en la mirada cervantina. Esa mirada tan irónica y, al mismo tiem­po, tan benevolente; esa mirada que no se deja apresar por ideas fijas, que no juzga, que no condena. Esa mirada abierta a la pluralidad de lo real, a la infinita variedad de las circunstancias humanas, que testimonia que la cultura española puede abrirse sin miedo a la modernidad.

Finalmente, Maeztu, como Unamuno y Ortega, leerá el Quijote a través de la his­toria española y de su proyecto personal para España. Los tres parten de idearios muy diversos; los tres plantean soluciones diferentes y, hasta cierto punto, incom­patibles. Pero en los tres relumbra la preocupación del intelectual moderno, cuyas lecturas e interpretaciones son inseparables de las experiencias históricas, las vi­vencias presentes y las esperanzas para el futuro.

Bibliografía

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Unamuno, Miguel de, Vida de Don Quijote y Sancho, Madrid, Alianza, 2009.

Notas

1. Kundera, 2000, p. 158.

2. Esta denominación, que utiliza por primera vez Ernesto Giménez Caballero en su Lengua y Literatura de la Hispanidad (1949), será retomada por los historiadores José María Jover y Miguel Martínez Cuadrado y popularizada por José-Carlos Mainer en La Edad de Plata, 1902-1939 (1975).

3. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, pp. 27-28.

4. Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, p. 10 (en la Introducción de Ricardo Gullón).

5. Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, p. 48.

6. Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, p. 109.

7. Ver Pérez-Borbujo, 2010, pp. 57-63.

8. Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, p. 123.

9. Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, p. 150.

10. Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, p. 162.

11. Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, p. 253.

12. Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, p. 43.

13. Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, p. 135.

14. Cervantes, Don Quijote de la Mancha, p. 53.

15. Cervantes, Don Quijote de la Mancha, p. 611.

16. Cervantes, Don Quijote de la Mancha, p. 1047.

17. Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, p. 92.

18. Maritain, 1982, p. 445.

19. De hecho, Ortega y Gasset juzgará con severidad el libro de Unamuno. En una carta a Francisco Navarro Ledesma, afirma el joven Ortega: «Don Unamuno de Vizcaya funda una religión en dos paletas, sin más ni más, haciendo media docena de cabriolas y pegando cuatro gritos y diciendo retuso, remejer y desentonar» (Mainer, 2010, p. 53).

20. González Cuevas, 2003, p. 178.

21. Ortega y Gasset, Meditaciones del «Quijote», p. 12.

22. Ortega y Gasset, Meditaciones del «Quijote», p. 21.

23. Ortega y Gasset, Meditaciones del «Quijote», p. 25.

24. Ortega y Gasset, Meditaciones del «Quijote», p. 29.

25. Thibaudet, 2007, p. 19. Traducción propia.

26. Thibaudet, 2007, p. 20. Traducción propia.

27. Ortega y Gasset, Meditaciones del «Quijote», p. 31.

28. Ortega y Gasset, Meditaciones del «Quijote», p. 46.

29. Ortega y Gasset, Meditaciones del «Quijote», p. 55.

30. Ortega y Gasset, Meditaciones del «Quijote», p. 98.

31. Riquer, 2003, p. 19.

32. González Cuevas, 2003, p. 47.

33. Cuenca, 2005, pp. 259-260.

34. Cuenca, 2005, p. 261

35. Maeztu, Don Quijote, don Juan y la Celestina, p. 35.

36. Maeztu, Don Quijote, don Juan y la Celestina, p. 42.

37. Maeztu, Don Quijote, don Juan y la Celestina, pp. 48-49.

38. Maeztu, Don Quijote, don Juan y la Celestina, p. 87.

39. Maeztu, Don Quijote, don Juan y la Celestina, p. 88

40. Unamuno, «¡Muera Don Quijote!», p. 1.

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