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La deuda de las Novelas ejemplares con el género grecobizantino: en torno a ciertos motivos y personajes
Greco-byzantine genre’s influences in the Novelas Ejemplares: about such motivs and characters

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 6, núm. 2, 2018

Instituto de Estudios Auriseculares

Miguel Alarcos Martínez

Universidad de Ovied, España



Fecha de recepción: 29 Junio 2017

Fecha de aprobación: 29 Agosto 2017

Resumen: Bosquejo de las influencias del género grecobizantino en las Novelas ejemplares, en general, y, muy en especial, en algunas de ellas, como La fuerza de la sangre y Las dos doncellas, aspecto este último, por el cual se estudian casos específicos, ejemplificados en la medida de lo posible, no sin establecer ciertas relaciones con las Etiópicas de Heliodoro, así como nexos con el Persiles. Tal bos­quejo tiene cariz comparativo a tenor de tres categorías de hechos literarios, esto es, motivos temáticos, situaciones narrativas y caracteres, característicos o con­vencionales del género en toda su trayectoria, desde la novela antigua a las Novelas ejemplares. Su objetivo es poner de relieve, o, cuando menos, plantear pautas e hipótesis plausibles para sostener el influjo de determinadas convenciones gené­ricas en la elaboración de las Ejemplares, así como la originalidad de la imitación cervantina, en tanto que reelaboración, tan fiel en el espíritu como innovadora en cauces y resultados.

Palabras clave: Motivos, situaciones, personajes, Novelas ejemplares, género grecobizantino, Etiópicas, Persiles, reelaboración.

Abstract: Sketch of Greco-byzantine Genre’s influences in the Novelas ejem­plares, in general, and, in particular, in some of them, as La fuerza de la sangre and Las dos doncellas, because they show us specific cases, which should be stu­died, by regarding to certain relations with Heliodorus’ Ethiopics, as well as links with the Persiles. Such draft has comparative look according to three categories of literary facts, i.e., thematic motifs o topica, narrative situations and characters, genre’s conventional features in its own evolution, from the ancient novel to the Novelas ejemplares. Our purpose means considering guidelines and plausible hy­pothesis, in order to support the influx of Genre’s certain conventions in Ejempla­res’ composition, as well as the Cervantine imitation’s originality, which supposes a reelaboration, so faithful in spirit as innovative on formes and results.

Keywords: Topica, situations, characters, Novelas ejemplares, greco-byzantine genre, Etiópicas, Persiles, reelaboration.

1. Antes de entrar en materia, conviene hacer una serie de precisiones y sal­vedades: en primer lugar, no siempre cotejaremos a Cervantes con Heliodoro, y, cuando lo hagamos, tan solo aludiremos a los pasajes o episodios en cuestión, pues resulta onerosa, a efectos tipográficos, tanto la reproducción del griego ori­ginal (ed. de Rudolph Hercher, 1858) como la propia traducción española (Fer­nando de Mena, 1615 [1587]; Emilio Crespo, 1979), dada la extensión del periodo sintáctico y estilístico del novelista heleno, así como la dificultad para segmentar los ejemplos de las Etiópicas en unidades menos prolijas o de menor magnitud; en segundo lugar, la ejemplificación propiamente cervantina se corresponde con tres de las doce compuestas por Cervantes, esto es, Las dos doncellas, La señora Cornelia y La fuerza de la sangre, de suerte que nos contentaremos con intentar un bosquejo sobre estas influencias en las Novelas ejemplares, a partir del análisis de casos característicos que contienen tales relatos, no sin mencionar a algunas otras de la serie Ejemplar y llamar la atención sobre alguno de sus pasajes; y, en tercer lu­gar, vamos a centrarnos en el estudio de motivos literarios y situaciones narrativas, propios del género, singularizando en relación con ellos —y al alimón— ciertos ca­racteres prototípicos, reelaborados por Cervantes a partir de los ecos de Heliodoro.

2. Pues bien, el repertorio canónico de motivos y situaciones del género greco-bizantino, grosso modo, es utilizado por Cervantes, en mayor o menor medida, en la totalidad del conjunto, incluso en aquellas de corte más realista y con situacio­nes, aventuras o ambiente picarescos, esto es, Rinconete y Cortadillo, El Licencia­do Vidriera, La ilustre fregona, La gitanilla, El celoso extremeño o el tan intelectual y fabuloso —en los dos sentidos del término— Coloquio de los perros, novelas que, por lo demás, guardan una dependencia clara de elementos netamente apuleya­nos, tanto fantásticos como costumbristas y verosímiles 1 .

En cambio, en las que podemos caracterizar con un mayor grado de idealismo, y una mayor propensión al tema amoroso y sus códigos ideológicos y morales co­etáneos, en un ambiente selecto, los motivos y situaciones —propios del género—, así como las reminiscencias de las Etiópicas, alcanzan un desigual desarrollo cer­vantino: en efecto, El amante liberal y La española inglesa ofrecen un repertorio muy ceñido al planteamiento canónico, como sucede especialmente con los rap­tos, fingimientos, suplantaciones de personalidad, giros bruscos de la Fortuna o anagnórisis, no habiendo lugar para innovaciones de envergadura, salvo alguna que otra excepción que ya apunta maneras, de cara a ulteriores composiciones 2 ; sin embargo, en Las dos doncellas, La fuerza de la sangre, La señora Cornelia y El casamiento engañoso, estas convenciones del género se articulan a tenor de un tratamiento más maduro y personal, que incorpora además la amalgama con otras fuentes y paradigmas clásicos, de la talla de Virgilio, como resulta bien notorio con la alusión virgiliana este segundo engañador Eneas que aplica Teodosia a Marco Antonio en Las dos doncellas.

3. Vayamos ahora a casos específicos que nos atestiguan estas últimas nove­las citadas, fijándonos, de entre todo el conjunto posible de motivos y situaciones convencionales, en solo cuatro, a saber, la ‘caprichosa Fortuna’, las anagnórisis, los fingimientos y suplantaciones, y los raptos o robos, sin dejar de apuntar sus rela­ciones con personajes, ya como tipologías generales de la novela griega, ya como ciertos caracteres bajo el influjo concreto de Heliodoro.

Pensemos, de entrada, en la determinante y azarosa casualidad y en el tópico asociado a ella, esto es, los ‘caprichosos giros de la Fortuna’ o su ‘extraordinaria mudanza’. En las Etiópicas, en líneas generales, se utiliza para suspender o agilizar las separaciones y reencuentros entre los amantes, y, muy en particular, para abrir paso a diversas anagnórisis —principales y secundarias—, jugando así de continuo con las expectativas del lector en torno a la veracidad o falsedad de los hechos, ya narrados, ya omitidos de antemano por la aplicación de la técnica narrativa de in medias res. Asimismo, el memorable comienzo que puso Heliodoro a su novela —de una plasticidad casi cinematográfica—, con la creación de distintos planos de una misma escena y un graduado juego de suspense entre lo que parece a primera vista y lo que realmente se ve, entre acciones inconclusas y definitivas, en fin, entre verdad y apariencia, no sería lo mismo sin el concurso de esta causalidad casual o fortuita, que permite la sustitución de los primeros bandidos llegados al escenario —muy indecisos y contemplativos— por unos segundos, liderados por el atípico caudillo Tíamis, que procurarán a Teágenes y Cariclea un cautiverio más cómodo, trocado enseguida en libertad y en una amistad duradera a lo largo de todo el relato, determinante para sus designios.

Semejante macro-motivo o principio rector funciona prácticamente en todas las Novelas ejemplares: por ejemplo, en El coloquio de los perros, estructura el di­namismo y clímax de las aventuras de los canes parlantes, y hasta sirve de pretexto para las digresiones reflexivas de Berganza, conformando, desde otra perspectiva, un aspecto de la teorización meta-narrativa del propio autor.

…cuando las miserias y desdichas tienen larga la corriente y son continuas, o se acaban presto, con la muerte, o la continuación dellas hace un hábito y cos­tumbre en padecellas, que suele en su mayor rigor servir de alivio; mas cuando de la suerte desdichada y calamitosa, sin pensarlo y de improviso, se sale a gozar de otra suerte próspera, venturosa y alegre, y de allí a poco se vuelve a padecer la suerte primera y a los primeros trabajos y desdichas, es un dolor tan riguroso que si no acaba la vida es por atormentarla más viviendo (p. 347).

Entre las novelas que más nos interesan, destacamos, a bote pronto, un caso más bien canónico, esto es, el de La fuerza de la sangre. Allí la casualidad quiere, entre otras muchas cosas, que el niño Luisico —el aparente sobrino de su abuelo— sirva como detonante para el esclarecimiento de la verdad tanto tiempo furtiva, desatando toda una cascada de anagnórisis sobre su identidad y, en última instan­cia, sobre el conflicto de la protagonista, nudos gordianos de la historia cervantina: en efecto, el infante solo tiene que pasar por una calle, cerca de la cual fue conce­bido por la deshonrosa violación de Rodolfo, para luego ser atropellado por un ca­ballo y recibir el socorro de un anciano, quien, a modo de deus ex maquina, resulta ser, a la postre, el salvador ignaro de su propio nieto.

Considérense como ejemplificación las siguientes secuencias (pp. 94-95):

Sucedió, pues, que un día que el niño fue con un recaudo de su abuela a una parienta suya, acertó a pasar por una calle donde había carrera de caballeros. Púsose a mirar, y por mejorarse de puesto pasó de una parte a otra a tiempo que no pudo huir de ser atropellado de un caballo […] Pasó por encima dél, y dejole como muerto tendido en el suelo derramando mucha sangre de la cabeza.

Apenas esto hubo sucedido, cuando un caballero anciano que estaba mi­rando la carrera, con no vista ligereza se arrojó de su caballo y fue donde estaba el niño, y quitándole de los brazos de uno que ya le tenía le puso en los suyos, […] a paso largo se fue a su casa, ordenando a sus criados que le dejasen y fuesen a buscar un cirujano que al niño curase.

Pero, si nos situamos en Las dos doncellas, el comienzo de la misma es todo un caso complejo e innovador, donde un conjunto encadenado de hechos fortuitos se conjuga con una magistral dosis de omisión, misterio y suspense, todo lo cual, por lo demás, determinará el núcleo conflictivo de la historia, sus meandros y silencios narrativos, y hasta su feliz desenlace, como se desprende de las secuencias que sangramos a continuación (pp. 221 y ss.):

—Cinco leguas de la ciudad de Sevilla está un lugar que se llama Castilblanco, y en uno de muchos mesones que tiene, a la hora que anochecía, entró un cami­nante sobre un hermoso cuartago extranjero. No traía criado alguno, y sin esperar que le tuviesen el estribo, se arrojó de la silla con gran ligereza.

—Díjole la huéspeda que no había más de uno en toda la casa, y que tenía dos camas, y que era forzoso, si algún huésped acudiese, acomodarle en una. A lo cual respondió el caminante que él pagaría los dos lechos, viniese o no huésped alguno; y sacando un escudo de oro, se le dio a la huéspeda, con condición que a nadie diese el lecho vacío.

—Y no tardó mucho cuando entró otro de poca más edad que el primero y no de menos gallardía …

—Todas estas exageraciones pusieron nuevo deseo de verle, y rogó al me­sonero hiciese de modo como él entrase a dormir en la otra cama, y le daría un escudo de oro. Y puesto que la codicia del dinero acabó con la voluntad del meso­nero de dársela, halló ser imposible a causa de que estaba cerrado por de dentro, y no se atrevía a despertar al que dentro dormía y que tan bien tenía pagados los dos lechos. Todo lo cual facilitó el alguacil […] A todos les pareció bien la traza del alguacil, y por ella le dio el deseoso cuatro reales…

Apuremos aún más este caso, para apuntar otros aspectos relacionados: así, la aparición en escena de dos apuestos caballeros, casi yuxtapuestos, que vienen a compartir el mismo aposento —antes de que entablen conversación en tan inusi­tadas condiciones, y de que se sepa su identidad y disfraces—, no deja de evocar­nos, aunque por contrapuntos varios, la casualidad reduplicada del comienzo de las Etiópicas, esto es, dos hordas de bandidos, sucesivas, si bien no convergentes en un trecho considerable de tiempo; en un orden más general de reminiscencias, no es una ‘casualidad’ vacía de contenido la reduplicación de las doncellas —Teodosia y Leocadia—, tanto en el título como en la trama, aunque la aparición de la segunda no es inmediata, como también los diseños geminados de protagonistas en otras Novelas ejemplares, con incidencia en el desarrollo fortuito de la acción (las figuras marco de Peralta y Campuzano en el Casamiento Engañoso; los canes Berganza y Cipión; los amigos Isunza y Gamboa, bienhechores y testigos de cuanto sucede en La señora Cornelia…, etc).

Por lo que concierne a ciertos caracteres de Las dos doncellas, nos interesa poner de relieve las figuras de Don Rafael y de las dos heroínas del relato.

Empezando por estas últimas, están modeladas sobre el ideal de hermosura, también inherente a Cariclea y a todas las féminas de la novelística griega, y re­sultan tan virtuosas como astutas, lo cual también coincide con la imagen feme­nina en la novela griega; pero quizá las creaciones cervantinas dejan traslucir más aún sus defectos, como igualmente exageran su tendencias de encubrimiento con disfraces pertenecientes al sexo opuesto y onomásticas apócrifas, a saber: Teo­dosia aparece como caballero en traje de varón y, una vez reconocida, se cam­bia el nombre por el de ‘Teodoro’ 3 ; y Leocadia emerge en el relato como liberado mancebo, víctima de bandoleros 4 , haciéndose llamar, de buenas a primeras, con el falso nombre de ‘Francisco’ («Quisiera, señor Francisco —que así había dicho él que se llamaba—…», p. 237), para luego recuperar su señas de identidad originarias, hasta entonces silenciadas 5 , justo el proceso inverso, hecho este diferencial con la novelística helénica y sí, en cambio, convergente con la Historia septentrional (el travestismo inicial del protagonista, no así de la fémina, o el doblete ‘Persiles/ Periandro’-‘Sigismunda /Auristela’).

En cuanto a Don Rafael, en tanto que prudente y diplomático aliado y valedor de su hermana, y, a la postre, de la otra doncella, de la que se enamora, resolviendo su desdicha final, evoca la tipología del protector y consejero heroicos —personaje siempre secundario— de las novelas griegas y que en Heliodoro se corresponde con la figura venerable y prominente del sacerdote Calasiris 6 , a la par que traza un claro paralelismo con el príncipe danés Arnaldo del Persiles; sin embargo, a un nivel más concreto, basándonos en su caracterización, así como en las relaciones con las dos doncellas —la hermana y amiga, podríamos decir, y la futura desposada—, constituiría una reelaboración respecto de un bandido inolvidable y peculiar de He­liodoro, esto es, Tíamis, cuyos rasgos más característicos son la cortesía, la discreción y la bonhomía, junto con otros aspectos ficcionales harto curiosos: a la larga, se nos revela como desterrado hijo de Calasiris, por envidia de su hermano Petosi­ris, sacerdote este egipcio de no muy noble corazón y, por ende, paradójicamente corrupto; y fiel amigo del héroe Teágenes, al tiempo que —en un principio— preten­diente a desposar a Cariclea, cuando ignora la verdadera naturaleza amorosa que los une, para luego respetar tales vínculos y erigirse amigo por excelencia de los dos.

4. Para concluir con este bosquejo, terminamos con los restantes motivos y los personajes que es oportuno sacar a colación.

Respecto de las anagnórisis, es menester distinguir en el marco exclusivo de la novela griega, al menos, tres tipologías que podemos denominar con arreglo a una terminología, de propia acuñación: reconocimiento «visual» 7 , que tenemos en varias Novelas ejemplares, como Las dos doncellas 8 , La señora Cornelia o El casamien­to engañoso, con el diálogo fortuito entre Peralta y Campuzano; reconocimiento «indirecto», mediatizado por objetos o prendas significativos (en Heliodoro es una especie de medallón, con poderes mágicos, que lleva Cariclea, y para las Novelas ejemplares nos sirven tanto el crucifijo robado por la deshonrada en La fuerza de la sangre 9 como la cédula de matrimonio de Marco Antonio a Leocadia en Las dos doncellas); y el sugerente reconocimiento «acústico», a través de conversaciones, en que los interlocutores no pueden verse, por obstáculos diversos.

Esta última tipología de anagnórisis —diríamos, más sofisticada y compleja— se plasma a la perfección en un conjunto de secuencias 10 (pp. 221-231) de Las dos doncellas, en las que se desarrolla progresivamente una nocturna plática a ciegas entre dos personajes, de lecho a lecho, a saber:

—… se fue a acostar en el lecho desocupado. Pero ni el otro le respondió pala­bra, ni menos se dejó ver el rostro, porque apenas hubo abierto se fue a su cama, y vuelta la cara a la pared, por no responder, hizo que dormía. El otro se acostó, esperando cumplir por la mañana su deseo…

—… a poco más de la media noche comenzó a suspirar tan amargamente que con cada suspiro parecía despedírsele el alma; y fue de tal manera que, aunque el segundo dormía, hubo de despertarle el lastimero son del que se quejaba. […] estaba la sala escura y las camas bien desviadas…

—«Ay sin ventura! […] ¡Ay honra menospreciada! […] Pero, ¿de quién me quejo, cuitada? ¿Yo no soy la que quise engañarme? […]». Todo lo cual con sosegado silencio estuvo escuchando el segundo huésped, coligiendo por las razones que había oído que sin duda alguna era mujer la que se quejaba, cosa que le avivó más el deseo de conocella […] Pareciole al que escuchaba que sería bien hablarle, y ofrecerle para su remedio lo que de su parte podía, por obligarle con esto a que se descubriese y su lastimera historia le contase…

—«Con ese seguro, pues —dijo el primero—, yo haré lo que hasta ahora no he hecho […] Mi nombre es Teodosia; mis padres son nobles […], los cuales tuvieron un hijo y una hija: él para descanso y honra suya y ella para todo lo contrario. A él le enviaron a estudiar a Salamanca…»

—Un gran espacio de tiempo estuvo sin responder palabra el que había estado escuchando la historia de la enamorada Teodosia, y tanto que ella pensó que es­taba dormido […]: «No duermo —respondió el caballero—; antes estoy tan despierto y siento tanto vuestra desventura, que no sé si diga que en el mismo grado me aprieta y duele que a vos misma…». […] Procuró reposar un rato por dar lugar a que el caballero durmiese, el cual no fue posible sosegar un punto, antes comenzó a volcarse por la cama y a suspirar de manera que le fue forzoso a Teodosia pregun­tarle qué era lo que sentía…: «Puesto que sois vos, señora, la que causa el desaso­siego que en mí habéis sentido, no sois vos la que podaís remedialle, que, a serlo, no tuviera yo pena alguna». No pudo entender Teodosia adónde se encaminaban aquellas confusas razones…

Todas ellas configuran un proceso en el que las peculiares aflicciones de uno dan paso a las sospechas de otro, mediante un plástico juego entre verdades de­claradas al descuido y frágiles máscaras que ya no las encubren. La culminación de estos reconocimientos acústicos —y a tientas podríamos decir— se articula con espectaculares y aterradoras anagnórisis visuales (o también «directas»), por me­dio del no menos plástico recurso a la luz del día (p. 231):

— … apenas vio estrellado el aposento con la luz del día, cuando se levantó de la cama diciendo: «Levantaos, señora Teodosia, que yo quiero acompañaros en esta jornada […]». Y diciendo esto abrió las ventanas y puertas del aposento

—Estaba Teodosia deseando ver la claridad, para ver con la luz qué talle y pa­recer tenía aquel con quien había estado hablando toda la noche. Mas cuando le miró y le conoció quisiera que jamás hubiera amanecido, sino que allí en perpetua noche se le hubieran cerrado los ojos; porque apenas hubo el caballero vuelto los ojos a mirarla (que también deseaba verla), cuando ella conoció que era su hermano, de quien tanto se temía, a cuya vista casi perdió la de sus ojos, y quedó suspensa, y muda, y sin color en el rostro…

En otro nivel de análisis, se diría que la previa conversación a ciegas entre los caballeros es un eco muy transformado de la que, a través de una pared, sostienen dos desconocidos heliodorianos, esto es, la heroína en un trance de separación y un personaje secundario, que sabe darle razones de Teágenes, situación esta que, por lo demás, se refleja con mayor fidelidad en las bodegas del barco de Arnaldo en el Persiles, cuando recogen casi ahogado a Periandro y este, pues, acaba mante­niendo un intercambio de voces, a través de un tabique, con una desconocida, que resulta ser Cloelia, el aya de Auristela.

Por lo que atañe a los fingimientos y suplantaciones, ya hemos esbozado algo esencial, a la hora de comparar las heroínas cervantinas Teodosia y Leocadia con las de la novela griega. Pero esta imagen del género es incompleta: a menudo los héroes helénicos, y hasta los bizantinos del Persiles, se hacen pasar por hermanos, para defender sus intereses amorosos, en momentos muy distintos y con arreglo a procedimientos diversos.

En esta línea, dos datos más sobre la reelaboración cervantina de las Ejempla­res: en La fuerza de la sangre, esta convención de la falsa hermandad se irrita con el falso parentesco de Luis y Leocadia como primos, para ocultar, curiosamente, la verdadera relación entre madre e hijo; y en Las dos doncellas, Leocadia y Don Ra­fael son hermanos de verdad, después de pasar por desconocidos, lo que supone ironizar sobre dicha convención, al plantearse una especie de inversión con respec­to a los héroes de Heliodoro, pero, desde otra óptica, esta pareja de hermanos, bien avenidos, no deja de ser un contrapunto con respecto a los enemistados Tíamis y Petosiris de las Etiópicas.

Por último, nos quedan los robos o raptos, generalmente de la heroína. En la novela griega, unas veces, es una medida de protección de los amores heroicos y, por tanto, un acto consentido por la fémina, en total complicidad con el héroe: caso de Teágenes en las Etiópicas, cuando simula el rapto de su amante de casa de su padre —a la postre, adoptivo—, y así pueden emprender, sin trabas, su viaje concer­tado de fuga, lo cual pudo haber influido en las fugas cervantinas de Marco Antonio con sus dos doncellas —en un primer momento, voluntarias—, aunque con el matiz diferencial del engaño posterior y el ultraje al honor de las muchachas, situaciones que se mezclan con un tema candente en la época y propio de las comedias de capa y espada.

Y, en otras ocasiones, es un verdadero rapto o latrocinio, por el asalto de bandi­dos y piratas, de ahí que esta categoría de personajes sea prototípica del género: hay unos cuantos casos por las Etiópicas, que pudieron ejercer especial influencia en el robo perpetrado por Rodolfo en mitad de la noche, en el aparente comienzo sereno de La fuerza de la sangre, modificado con un giro abrupto e inesperado (pp. 85-87):

Pero la mucha hermosura del rostro que había visto Rodolfo, que era el de Leo­cadia, que así quieren que se llamase la hija del hidalgo, comenzó de tal manera a imprimírsele en la memoria, que le llevó tras sí la voluntad y despertó en él un deseo de gozarla a pesar de todos los inconvenientes que sucederle pudiesen. Y en un instante comunicó su pensamiento con sus camaradas y en otro instante se resolvieron de volver y robarla, por dar gusto a Rodolfo […]. Pusiéronse los pa­ñizuelos en los rostros, y, desenvainadas las espadas, volvieron, y a pocos pasos alcanzaron a los que no habían acabado de dar gracias a dios, que de las manos de aquellos atrevidos les había librado. Arremetió Rodolfo con Leocadia y, cogién­dola en brazos, dio a huir con ella, la cual no tuvo fuerzas para defenderse y el sobresalto le quitó la voz para quejarse, y aun la luz de los ojos, pues, desmayada y sin sentido, no vio quién la llevaba, ni a dónde la llevaban […] ciego de la luz del entendimiento, a escuras robó la mejor prenda de Leocadia…

de forma que Rodolfo hunde sus raíces en la figura ruin y despiadada del bandido grecobizantino 11 , e incluso su deseo desenfrenado puede relacionarse, no sin contrapuntos, con Ársace, la mujer lujuriosa del sátrapa en las Etiópicas, encaprichada con Teágenes, que, pese a estratagemas muy dispares, en vano logra su seducción.

En conclusión, Cervantes bebió en Heliodoro y en la novela griega para construir la arquitectura narrativa de sus historias y configurar sus ejemplares caracteres —ya dechados de virtudes o deshechos de vicios—, ejecutando una serie de ree­laboraciones que luego reaparecen, consolidadas y encumbradas, en su Persiles, como por cierto hemos tratado de demostrar en nuestro libro sobre el tema 12 .

Bibliografía

Alarcos, Miguel, Virgilio y su reelaboración cervantina en el «Persiles», Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2014a.

Alarcos, Miguel, Las convenciones del género grecobizantino y el ideal heroico de hermosura del «Persiles», Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2014b.

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Émesa, Heliodoro de, Historia Etiópica de los Amores de Teágenes y Cariclea, 2.ª ed., trad. de Fernando de Mena, Madrid, Biblioteca Digital Hispánica de la BNE (en casa de Alonso Martín a costa de Pedro Pablo Bogia), 1615 [1587].

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Notas

1. Para un estado de la cuestión sobre el tema, teniendo en cuenta toda la producción cervantina —no solo las Novelas ejemplares—, así como para ampliar información al respecto, ver entre otros estudios, Menéndez Pelayo, 1952, pp. 177-178, Cristóbal, 1983, Sesé, 1997 o Maestro, 2014.

2. Por ejemplo, el lastimero soliloquio de un cautivo de los turcos —Ricardo, uno de los protagonistas—, con que arranca El amante liberal: «—¡Oh lamentables ruinas de la desdichada Nicosia, apenas enjutas de la sangre de vuestros valerosos y mal afortunados defensores! Si como carecéis de sentido, le tuviérades ahora, en esta soledad donde estamos, pudiéramos lamentar juntas nuestras desgracias, y quizá el haber hallado compañía en ellas aliviara nuestro tormento. […] Mas yo, desdichado, ¿qué bien podré esperar en la miserable estrecheza en que me hallo, aunque vuelva al estado en que estaba antes deste en que me veo? Tal es mi desdicha, que en la libertad fui sin ventura, y en el cautiverio, ni la tengo ni la espero. —Estas razones decía un cautivo cristiano, mirando desde un recuesto las murallas derribadas de la ya perdida Nicosia, y así hablaba con ellas, y hacía comparación de sus miserias a las suyas, como si ellas fueran capaces de entenderle» (p. 137). Tal caso en torno al ‘estado mudable de la Fortuna’, de una parte, anticipa el innovador comienzo del Persiles, con Periandro bajo cautiverio de los bárbaros: «Voces daba el bárbaro Corsicurvo a la estrecha boca de una profunda mazmorra, antes sepultura que prisión de muchos cuerpos vivos que en ella estaban sepultados…: —Gracias, os hago, ¡oh inmensos y piadosos cielos!, de que me habéis traído a morir adonde vuestra luz vea mi muerte, y no adonde estos escuros calabozos, de donde agora salgo, de sombras caliginosas la cubran. Bien querría yo no morir desesperado,a lo menos porque soy cristiano, pero mis desdichas son tales que me llaman y casi fuerzan a desearlo—» (pp. 127-129); y, de otra, irrita las posibilidades dramáticas y estructurales del monólogo característico de la novela griega, pues en ella nunca se da al comienzo, ocupando siempre posiciones avanzadas del relato, conforme va creciendo la madeja de problemas para el viaje de los héroes o se van produciendo las separaciones entre ellos, o bien, se desplaza al prólogo, en forma incluso dialógica, y con el autor como meta-personaje, aparentemente fuera de toda ficción.

3. Cf. p. 232: «No quiso más don Rafael tratarle de su suceso. Sólo le dijo que mudase el nombre de Teodosia en Teodoro […] remitióse el nuevo Teodoro a lo que su hermano quiso…».

4. Cf. p. 235: «Pero lo que más compasión les puso, especialmente a Teodoro, fue ver al tronco de una encina atado un muchacho […], pero tan hermoso de rostro que forzaba y movía a todos que le mirasen».

5. Cf. p. 238: «… en lo que toca a mis padres, no la dije, porque don Enrique no lo es, sino mi tío, y su hermano Sancho mi padre, que yo soy la hija desventurada que vuestro hermano dice que don Sancho tiene tan celebrada de hermosa […] Mi nombre es Leocadia».

6. Sacerdote, de origen egipcio, clave para los orígenes etíopes —no desvelados de entrada— de Cariclea, así como para los amores de esta con Teágenes, surgidos en Atenas y desarrollados a través de un falso rapto en que Calasiris colabora con el héroe, que obliga a la fuga de la pareja. El personaje —quizá el más nuclear de toda la vorágine de secundarios— aparece unas 56 veces en toda la narración heliodórica, lo que se corresponde con otros tantos pasajes repartidos por toda la obra, al menos hasta el libro VIII, de los 10 que la componen. Su primera mención en las Etiópicas se genera en II, 24, 5, 5 (ed. de Rudolph Hercher, 1858), en donde el propio anciano se identifica para su interlocutor Gnemón, revelando su disfraz más evidente: Ἐμοὶ πόλις μὲν Μέμφις, πατὴρ δὲ καὶ ὄνομα Καλάσιρις, βίος δὲ νῦν μὲν ἀλήτης πρότερον δὲ οὔ· πάλαι γὰρ προφήτης, o sea, de acuerdo con la traducción de Fernando de Mena (1615 [1587], fol. 56r, p. 63 de la ed. de la Biblioteca Digital Hispánica) que probablemente manejó Cervantes: «Yo soy natural de la ciudad de Menfis, el nombre de mi padre fue Calasiris, y el mesmo es el mío: mi vida, por el presente, es la de un peregrino, aunque poco ha era Pontífice». No obstante, la aparición en escena de Calasiris se produce con anterioridad en el mismo libro II, cuando Gnemón lo ve deambulando —sin saber quién es— por el paraje al que ha sido enviado por Teágenes, constituyendo, pues, su auténtica presentación al lector, magistralmente misteriosa e imprecisa: «… encontró un hombre anciano y venerable que se andaba paseando muy de espacio de arriba abajo por la ribera, como si estuviera comunicando algunos de sus pensamientos con el río. Tenía los cabellos blancos y largos como sacerdote, la barba espesa y angosta hacia la punta, y su ropa y vestiduras a la manera de Grecia» (citamos modernizando las grafías por la versión de Mena, fol. 51r-51v, pp. 58-59 de la ed. de la BDH); y con tal personaje Gnemón entabla un prolijo diálogo, rebosante de digresiones como de silencios narrativos (el nombre del misterioso viejo tarda en salir) e identidades camufladas (el personaje, aún no identificado con una onomástica, finge ser el padre de unos presuntos hermanos llamados Teágenes y Cariclea).

7. Un ejemplo característico es precisamente el de La fuerza de la sangre: «… le hacía saber que cuando vio al niño caído y atropellado, le pareció que había visto el rostro de un hijo suyo, a quien él quería tiernamente…» (p. 95).

8. El segmento crucial de esta novela es el siguiente: «Teodoro puso ahincadamente los ojos en su ostro, y mirándole algo curiosamente, le pareció que tenía las orejas horadadas, y en esto y en un mirar vergonzoso que tenía sospechó que debía de ser mujer, y deseaba acabar de cenar para certificarse a solas de su sospecha» (p. 236).

9. El segmento —en esta Novela ejemplar— más emblemático ad hoc es todo un enunciado o unidad textuales que consignamos a continuación: «…pero la madre quedó más admirada, porque […] miró atentamente el aposento donde su hijo estaba, y claramente por muchas señales conoció que aquélla era la estancia donde se había dado fin a su honra y principio a su desventura. Y aunque no estaba adornada de los damascos que entonces tenía, conoció la disposición della, vio la ventana de la reja que caía al jardín, […]; pero lo que más conoció fue que aquélla era la misma cama que tenía por tumba de su sepultura; y más, que el propio escritorio sobre el cual estaba la imagen que había traído se estaba en el mismo lugar» (pp. 95-96).

10. Continuación argumental de las ya aducidas al comienzo del presente estudio, a propósito del principio rector de la ‘casualidad’.

11. Una pista bien nítida, de hecho, lo constituye la inserción de la reminiscencia heliodórica «que le llevó tras sí la voluntad», estructura está muy abreviada o sesgada de un célebre y recurrente juicio de Heliodoro, que ya asoma en el Libro I, a propósito del impacto de la belleza de Teágenes y Cariclea en la primera horda de asaltantes que los contemplan, esto es, los ‘vaquerizos’, luego puestos en fuga por la horda definitiva de Tíamis. Asimismo, una variación del mismo hipotexto, aunque más fiel —al menos, en extensión sintagmática—, comparece repetidas veces en el Persiles, teniendo como focos expresivos tanto la “voluntad” como los “corazones”.

12. Alarcos, 2014b.

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