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Burla burlando, van los dos delante»: distanciamiento declarado y acercamientos inconfesos de Jorge Luis Borges con san Juan de la Cruz 1
«Mocking mocking, go up two in front»: Declared Distancing and Unconfessed Approaches of Jorge Luis Borges with Saint John of the Cross

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 6, núm. 2, 2018

Instituto de Estudios Auriseculares

Emilio Ricardo Báez Rivera

Universidad de Puerto Rico , Puerto Rico



Fecha de recepción: 10 Septiembre 2017

Fecha de aprobación: 20 Octubre 2017

Resumen: Estudio de la visión particular de Jorge Luis Borges sobre la mística y algunas congruencias con san Juan de la Cruz, en especial el fenómeno extraordi­nario al margen de la tradición religiosa hispánica.

Palabras clave: Mística, tropos del lenguaje místico, ontología del éxtasis, éxtasis borgeanos.

Abstract: Study of Borgean views about mysticism and some congruences with Saint John of the Cross, especially towards the mystical phenomenon apart from the Hispanic religious tradition.

Keywords: Mysticism, Tropes of Mystical lLanguage, Onthology of Ecstasy, Borgean Ecstasies.

A Luce López-Baralt y María Caballero Wangüemert, mentoras y amigas para siempre.

.A Emmanuel Josué Correa Vázquez, por nuestra primera visita a Chile con ocasión del congreso inolvidable de la Universidad de los Andes.

Conocidísima es la influencia de san Juan de la Cruz en sus coetáneos y en la lírica de poetas del siglo XX en adelante que rebasan el generoso perímetro de la literatura hispánica. En este orden de ideas, no suena arriesgado establecer el paralelismo innegable de las liras séptima y octava —cuasi extáticas en su esfuerzo de comunicar un goce estético insuperable— de la oda III «A Francisco Salinas», de fray Luis de León 2 , con la lira quinta de la «Noche oscura» 3 o la decimocuarta 4 del «Cántico espiritual» 5 , que comparten el deslumbramiento de una voz lírica exaltada e inexorablemente ávida de oxímoros paradójicos desde el balcón exclusivo del éxtasis transformante. Tampoco resultaría descabellado afirmar que don Miguel de Unamuno y Jugo aprendió de los místicos el dominio magistral de la paradoja, si bien este volumen monográfico ha convocado a numerosos especialistas para comprobarlo con variedad de autores más allá de los peninsulares. Mi intervención, quizá, confluya con el propósito común, aunque desde un meandro bastante in­cómodo: la congruencia de los contrarios, es decir, una lectura armónica de dos nombres tan disímiles como Jorge Luis Borges y san Juan de la Cruz.

La aversión de Borges por san Juan y por todos los autores místicos españoles aparece debidamente registrada en la entrevista titulada «The Secret Islands», a cargo de Willis Barnstone y de Jorge Oclander, editada y publicada por Barnstone en Borges at Eighty (Indiana University Press, 1982). Después de conversar sobre cantidad de temas —incluidos el Infierno, la primer visita de Borges a los Esta­dos Unidos de Norte América en 1961, la poesía y la noción borgeana de su total naturaleza anónima—, Barnstone le inquiere a Borges sobre el Cielo, que Borges descarta de plano con las negaciones de una dicha eterna y de una vida después de la muerte… En este punto, Barnstone, reputado scholar neotestamentario y del gnosticismo, provoca a Borges con una reconsideración de lo dicho cuando le declara: «You have been interested in the mystics», a lo que Borges replica: «At the same time I am no mystic myself» 6 . Esta negación inesperada —y hasta innece­saria— merece una justificación de la que me ocuparé más adelante. Lo cierto es que Borges fue llevado hábilmente por Barnstone a tocar uno de sus principales ejes de investigación: la mística comparada y la posibilidad real de vivir, hic et nunc, algo allende nuestras coordenadas locativo-cronológicas. Acto seguido, Barnstone acaba por abrir con gentileza la puerta que Borges le dejó entreabierta: «I imagine that you would consider the voyage of the mystics a true experience but a secular one. Could you comment on the mystical experience in other writing, in Fray Luis de León…» 7 . Al margen de la desacertada figura propuesta por Barnstone, Borges, mistólogo terminado, no titubea en rechazarla como exponente místico bona fide y aprovecha para cercenar de un solo sablazo toda la literatura mística española: «I wonder if Fray Luis de León had any mystical experience. I should say not. When I talk of mystics, I think of Swedenborg, Angelus Silesius, and the Persians also. Not the Spaniards. I don’t think they had any mystical experiences» 8 .

La perplejidad de Barnstone lo insta a rescatar de los rastrojos al Doctor Mys­ticus; pero Borges le sale al paso con una crítica literaria bastante injusta por re­duccionista: «I think that Saint John of the Cross was following the pattern of the Song of Songs. And that’s that. I suppose he never had any actual experience» 9 . Negándole toda su fenomenología mística y los galones de vate a lo divino, Bor­ges tacha de simple imitador al exponente máximo de la mística hispánica. Si bien resulta verdadero que semejante atrocidad no parecería extraña a los lectores avezados con las peripecias cínicas del maestro argentino, no menos cierto es el hecho de que Borges guarda no pocas congruencias con el místico de Fontiveros. Exploremos algunas.

Enfocado en el alevoso «efecto de oxímoron» de Borges en el cuento «El Aleph», Salomón Lévy arguye, solo de paso y a la luz de la Kabaláh (en hebreo, הָלָּבַק 'recepción’), que la visión del Aleph acaece en el sótano, en las tinieblas más interiores de una edificación, que «nos puede recordar “La noche oscura” de san Juan de la Cruz» 10 . Aunque solo limitado a la mención del poema juancrucista, Lévy no ex­presa una correspondencia evidente: la protagonista poética ha emprendido una suerte de vuelo imposible en el éxtasis (del griego, ἔκστασις, ékstasis: ἔκ-, ‘fuera’; στάσις, ‘colocar’, ‘poner’), debido a que sale de sí hacia adentro de sí, sale metién­dose más hacia el hondón del espíritu, guiada por una luz interior más potente que la luz del mediodía en las tinieblas dulces de la noche «amable más que la albora­da» (p. 32). «Borges», protagonista y narrador del cuento, tiene que arrellanarse en «decúbito dorsal» en las baldosas para fijar la mirada en el escalón decimonono del sótano «apenas más ancho que la escalera», con aspecto «mucho de pozo», de la casa de la calle Garay a fin de ver el Aleph, «una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor» (pp. 624-625). Adentrado en la oscuridad producida por la profundidad de diecinueve peldaños, «Borges» ve «el inconcebible universo» en la esfera de dos o tres centímetros de diámetro, que le derivó, a su vez, sentimientos encontrados: «infinita veneración, infinita lástima» (p. 626).

Luce López-Baralt, prominente mistóloga comparatista y especialista de la poesía de san Juan, advierte otro locus communis cuando comenta la resonancia del verso «pasaré los fuertes y fronteras» del alma mística en la visión «Fronteras del Brasil y el Uruguay» del sujeto lírico borgeano que canta su rapto espiritual en el poema «Mateo, XXV, 30». Lo que observa la estudiosa puertorriqueña en la con­vergencia del término «fronteras» es la metáfora ontológica del tránsito de la cons­ciencia limitada del yo lírico a la transformación de sí «en un centro cognoscitivo de carácter infinito» 11 . Todavía más: motiva a pensar en la revelación avasalladora del infinito (Brasil) ante la estupefacción de un sujeto lírico limitado (Uruguay), cuyo contacto sobrenatural implica la disolución de uno en el Otro 12 .

Innegables, por idénticos, se advierten los rasgos del efecto ontológico ganado por los sujetos que se exponen a la manifestación de lo sobrenatural. Las criaturas le confirman a la amada del «Cántico» —en la lira quinta— no ser las mismas luego del paso presuroso del Amado porque, «con sola su figura» y su mirada simultá­neas, fueron hermoseadas al instante por Él (p. 26). De otra parte, el estudiante de derecho en Bombay que protagoniza «El acercamiento a Almotásim» determina dedicar sus días al encuentro del hombre equiparado a la claridad causante de «alguna mitigación de infamia» manifiesta «en uno de los hombres aborrecibles» con quienes le ha tocado vivir. Definido el argumento de la novela («La insaciable busca de un alma a través de los delicados reflejos que ésta ha dejado en otras»), se robustece la tesis de la exacta proporción que guardan los hombres que han conocido más de cerca a Almotásim con la porción de divinidad asumida 13 . Esto precisamente le sirve de excusa a Borges para seguir rastreando el Leitmotiv al pie del texto, donde lo documenta en el famoso Coloquio de los pájaros (Mantiq al-Tayr), de Farid al-Din Abú Talib Muhammad ben Ibrahim Attar, y en el quinto libro de las Enéadas (8, 4), de Plotino (p. 418).

El uso de la enumeración con el propósito de ensayar siquiera una sugerencia sobre el carácter cósmico de la experiencia mística figura como herramienta poética insustituible en ambos autores. Son clásicas las estrofas decimotercera y decimocuarta del «Cántico espiritual» (p. 27), donde el alma se asemeja a un surtidor de nueve metáforas alusivas al Amado en relación asindética y con completa ausencia del verbo «ser». Huelga ejemplificar en Borges, cuyos protagonistas inmersos en la vivencia de la eternidad parecen explotar este recurso retórico, del cual ninguno compite con la inigualable visión del Aleph. Acerca de la revelación proferida por la voz infinita en «Mateo, XXV, 30», López-Baralt subraya la interesan­te omisión del verbo «ser» que comparte con las metáforas ontológicas del Amado en el «Cántico espiritual» (p. 160).

Con todo lo expuesto, ningún paralelismo entre san Juan y Borges parece más convincente que el de su predilección por la poesía a título de transmitir el fenó­meno extraordinario que uno llamó su Amado y el otro, sin mucho ahondamien­to, tildó de eternidad. A Gerardo Diego le debemos el estudio más concienzudo de la musicalidad en la poesía de san Juan de la Cruz, a quien epitetó «ruiseñor de Fontiveros» 14 por su espíritu diletante y su embeleso por el canto, así como le describió los versos como «música de ruiseñores» 15 . Diego parte del mismo léxico juancrucista, que estima como «los vocablos más bellos y musicales de nuestra lengua. Bellos por su sentido, por ser imágenes de bellezas de universo, y bellos musicalmente por su dulzura y armonía fonéticas» 16 . En cuanto al ritmo, nota que san Juan ha desterrado el endecasílabo sáfico por «un sistema exclusivo» que de­riva más de su intuición poética que de la tradicional normativa del arte 17 , con lo cual concluye que, de cada cinco endecasílabos de «nuestro arrebatado gorjeador», cuatro llevan una acentuación fija en segunda, sexta y décima sílabas por su equi­distancia 18 . Con un patrón rítmico dominante en todos los poemas, Diego cierra su comentario a la lírica del «serafín carmelita» con las claves estilísticas que permi­ten el acceso, desde esta ladera, a «una unidad indivisible de materia y espíritu, de místico conocimiento y concreta música, de naturaleza y de sueño, de inteligencia humana y de divino amor» 19 .

Borges no parece rezagado en este aspecto. Aun en los cuentos, los narradores borgeanos resultan poetas cuando precisan relatar el encuentro con la eternidad, pues la lectura audible de los elementos enumerados evidencia una armazón ca­denciosa que permitiría su debida segmentación en versos por la estratégica com­binación de pies en los patrones rítmicos que los constituyen. Va, en verso de tirada heterométrica 20 , el poema en prosa de la visión del Aleph 21 :



Vi el populoso mar,
vi el alba y la tarde,
vi las muchedumbres de América,
vi una plateada telaraña
en el centro de una negra pirámide,
vi un laberinto roto (era Londres),
vi interminables ojos inmediatos
escrutándose en mí
como en un espejo,
vi todos los espejos del planeta
y ninguno me reflejó,
vi en un traspatio de la calle Soler
las mismas baldosas
que hace treinta años
vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos,
vi racimos, nieve, tabaco,
vetas de metal, vapor de agua,
vi convexos desiertos ecuatoriales
y cada uno de sus granos de arena,
vi en Inverness a una mujer
que no olvidaré,
vi la violenta cabellera,
el altivo cuerpo,
vi un cáncer en el pecho,
vi un círculo de tierra seca
en una vereda,
donde antes hubo un árbol,
vi una quinta de Adrogué, un ejemplar
de la primera versión inglesa
de Plinio, la de Philemon Holland,
vi a un tiempo cada letra de cada página
(de chico, yo solía maravillarme
de que las letras de un volumen cerrado
no se mezclaran y perdieran
en el decurso de la noche),
vi la noche y el día contemporáneo,
vi un poniente en Querétaro
que parecía reflejar
el color de una rosa en Bengala,
vi mi dormitorio sin nadie,
vi en un gabinete de Alkmaar
un globo terráqueo entre dos espejos
que lo multiplican sin fin,
vi caballos de crin
arremolinada
en una playa del Mar Caspio en el alba,
vi la delicada osatura
de una mano,
vi a los sobrevivientes de una batalla,
enviando tarjetas postales,
vi en un escaparate de Mirzapur
una baraja española,
vi las sombras oblicuas de unos helechos
en el suelo de un invernáculo,
vi tigres, émbolos, bisontes,
marejadas y ejércitos,
vi todas las hormigas que hay en la tierra,
vi un astrolabio persa
vi en un cajón del escritorio
(y la letra me hizo temblar)
cartas obscenas, increíbles, precisas,
que Beatriz había dirigido
a Carlos Argentino,
vi un adorado monumento
en la Chacarita,
vi la reliquia atroz
de lo que deliciosamente
había sido Beatriz Viterbo,
vi la circulación
de mi oscura sangre,
vi el engranaje del amor
y la modificación de la muerte,
vi el Aleph, desde todos los puntos,
vi en el Aleph la tierra,
y en la tierra otra vez el Aleph
y en el Aleph la tierra,
vi mi cara y mis vísceras,
vi tu cara,
y sentí vértigo y lloré,
porque mis ojos habían visto
ese objeto secreto
y conjetural,
cuyo nombre usurpan los hombres,
pero que ningún hombre ha mirado:
el inconcebible universo (pp. 625-626).

Fuente:

A sabiendas de que Borges descreía de las distinciones entre la prosa y el verso, la versificación de ese extensísimo enunciado con treinta y siete «vi» anafóricos admite la siguiente combinación aleatoria de versos y de patrones rítmicos, cuyas tónicas incluiré entre paréntesis, a la luz del clásico de Tomás Navarro Tomás 22 :

1. Dos tetrasílabos (primera y tercera: óo óo): de una mano, / vi tu cara 23 ,

2. Once hexasílabos

• Cinco trocaicos (primera, tercera y quinta: óo óo óo): como en un espejo, / que hace treinta años / el altivo cuerpo, / de mi oscura sangre, / y conjetural,

• Seis dactílicos (segunda y quinta: o óoo óo): vi el alba y la tarde, / las mismas baldosas / que no olvidaré, / en una vereda, / arremolinada / en la Chacarita,

3. Quince heptasílabos

• Tres trocaicos (segunda, cuarta y sexta: o óo óo óo): vi un cáncer en el pecho, / donde antes hubo un árbol, / a Carlos Argentino,

• Seis dactílicos (tercera y sexta: oo ó oo óo): escrutándose en mí / vi un poniente en Querétaro / vi caballos de crin / marejadas y ejércitos, / vi mi cara y mis vísceras, / ese objeto secreto

• Seis mixtos (primera, cuarta y sexta: óoo óo óo): Vi el populoso mar, / vi un astrolabio persa / vi la reliquia atroz / vi la circulación / vi en el Aleph la tierra, / y en el Aleph la tierra,

4. Dos octosílabos 24

• Uno mixto (b) 25 (segunda, quinta y séptima: o óoo óo óo): vi en un gabinete de Alkmaar

• Uno dactílico (primera, cuarta y séptima: óoo óoo óo): una baraja española,

5. Veinticinco eneasílabos

• Nueve trocaicos (cuarta, sexta y octava: ooo óo óo óo): vi una plateada telaraña / vi la violenta cabellera, / no se mezclaran y perdieran / en el decurso de la noche), / que parecía reflejar / vi en un cajón del escritorio / vi un adorado monumento / vi el engranaje del amor / y sentí vértigo y lloré,

• Diez dactílicos (segunda, quinta y octava: o óoo óoo óo): vi las muchedumbres de América, / vetas de metal, vapor de agua, / vi en Inverness a una mujer / vi mi dormitorio sin nadie, / que lo multiplican sin fin, / vi la delicada osatura / enviando tarjetas postales, / vi tigres, émbolos, bisontes, / (y la letra me hizo temblar) / el inconcebible universo.

• Cuatro mixtos (a) (tercera, quinta y octava: oo óo óoo óo): y ninguno me reflejó, / vi racimos, nieve, tabaco, / en el suelo de un invernáculo, / cuyo nombre usurpan los hombres,

• Dos mixtos (c) (segunda, sexta y octava: o óooo óo óo): vi un círculo de tierra seca / de lo que deliciosamente

6. Siete decasílabos

• Dos trocaicos compuestos (dos pentasílabos trocaicos con acentos en segunda y cuarta de cada hemistiquio: o óo óo : o óo óo): de la primera versión inglesa / porque mis ojos habían visto

• Cuatro dactílicos simples (tercera, sexta y novena: oo óoo óoo óo): el color de una rosa en Bengala, / vi el Aleph, desde todos los puntos, / y en la tierra otra vez el Aleph / pero que ningún hombre ha mirado:

• Uno mixto (segunda, sexta y novena: o óooo óoo óo): vi en un escaparate de Mirzapur 26

7. Once endecasílabos

• Dos heroicos (segunda, sexta y décima: o óo oo óo oo óo): vi todos los espejos del planeta / y la modificación de la muerte,

• Cuatro melódicos (tercera, sexta y décima: o ó oo óo oo óo): en el centro de una negra pirámide, / vi una quinta de Adrogué, un ejemplar / de Plinio, la de Philemon Holland, / (de chico, yo solía maravillarme

• Uno sáfico (cuarta, octava y décima: ooo ó ooo óo óo): había sido Beatriz Viterbo,

• Uno dactílico (primera, cuarta, séptima y décima: óoo óoo óoo óo): vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos,

• Tres a la francesa (cuarta, sexta y décima: ooo ó o ó o oo óo): vi un laberinto roto / (era Londres), / vi interminables ojos inmediatos / que Beatriz había dirigido 27

8. Catorce dodecasílabos

• Uno trocaico (dos hexasílabos trocaicos: óo oo óo : óo oo óo): un globo terráqueo entre dos espejos 28

• Seis de 5-7 (formado por dos heterostiquios, un pentasílabo dactílico y un heptasílabo trocaico generalmente: óoo óo : o óo óo óo): vi en un traspatio de la calle Soler / y cada uno de sus granos de arena, / vi a un tiempo cada letra de cada página / de que las letras de un volumen cerrado / en una playa del Mar Caspio en el alba, / cartas obscenas, increíbles, precisas

• Siete de 7-5 (formado por heterostiquios, un heptasílabo y un pentasílabo polirrítmicos): vi convexos desiertos ecuatoriales / y cada uno de sus granos de arena, / vi la noche y el día contemporáneo, / vi la noche y el día contemporáneo, / vi a los sobrevivientes de una batalla, / vi las sombras oblicuas de unos helechos / vi todas las hormigas que hay en la tierra.

Queda comprobado el vínculo inquebrantable del verso y del ritmo, incluso en calidad definitoria de la prosa poética, sobre todo si se entienden como caras inse­parables de una misma moneda. Kurt Spang ya lo había afirmado con una certeza diamantina: «Nadie niega que el ritmo es el centro, el motor y corazón de la lírica» 29 . Semejante combinación heterométrica contribuye a que el lector perciba una pal­pitación lírica genuina, allende la razón de los conceptos que entrelaza y que difícil­mente deja indiferente a quien concluye su irresistible lectura cadenciosa.

Una última admisión del mismo Borges lo homologa al reformador carmelita: la experiencia mística. El propio maestro porteño atestiguó haber vivido dos fenó­menos místicos —así los calificó sin más— y los detalles de uno de ellos quedaron grabados e impresos en la importante entrevista de Barnstone y Oclander que he citado. Hecho inusitado y unánimemente desatendido por la crítica, fue tomado como otro malabarismo, otra peripecia audaz de ficcionalización del Borges oral.

López-Baralt ha destacado la importancia del componente místico —superada la exclusiva actitud lúdica del autor ante el lenguaje— en el cuento «El Zahir» 30 . Es un hecho: el maestro agnóstico —además de no considerarse filósofo, tampoco se tuvo nunca por místico 31 — había vivido lo Indecible de tal modo que sus palabras, misteriosamente, delataban la certeza monolítica e inamovible que suele primar en los testimonios de los místicos bona fide. Fue así como, en 1991, López-Baralt y quien escribe entrevistamos a María Kodama de Borges a fin de explorar más a fondo los testimonios del propio autor sobre sus experiencias de tipo místico, que solía compartir con ella, y el trasvase de estas en su obra literaria 32 . Conviene, aho­ra, conocerlos según Borges los relató a Barnstone:

In my life I only had two mystical experiences and I can’t tell them because what happened is not to put into words, since words, after all, stand for a shared experience. And if you have not had the experience you can’t share it—as if you were to talk about the taste of coffee, and have never tried coffee. Twice in my life I had a feeling, a feeling rather agreeable than otherwise. It was astonishing, astounding. I was overwhelmed, taken aback. I had the feeling of living not in time but outside time. I don’t know how long that feeling last, since I was outside time. It may have been a minute or so, it may have been longer. But I know I had that feeling in Buenos Aires, twice in my life. Once I had it on the South side, near the railroad station Constitución. Somehow the feeling came over me that I was living beyond time, and I did my best to capture it, but it came and went. I wrote poems about it, but they are normal poems and do not tell the experience. I cannot tell it to you, since I cannot retell it to myself, but I had that experience, and I had it twice over, and maybe it will be granted me to have it one more time before I die 33 .

Desafortunadamente, no tuvo —que se sepa— otra oportunidad sobre la Tierra para vivir por tercera vez lo Absoluto trascendente ni para consumar su proyectada reflexión de un año en Kiotto sobre las dos que vivió y compartió con un monje budista amigo suyo 34 . No obstante, estas dos experiencias le importaron tanto que, sin ningún pudor, el poeta argentino las describe a Barnstone con el calificativo de «místicas». Han sido dos y lo repite cuatro veces en su turno. Convencidos —aun­que sea por fuerza de las repeticiones— de la sinceridad del entrevistado, procede preguntar qué vivió Jorge Luis Borges en esos dos instantes.

Siendo consciente de que Borges, a diferencia de los místicos de las tradiciones religiosas, no fue un creyente formal ni mucho menos usurpó para sí el epíteto de místico 35 , reconozco que su «agnosticismo» infranqueable le concedió la capacidad de instalarse cómodamente en las coordenadas de las tradiciones de espiritualidad más diversas y contrarias en el momento de evocar las imágenes que prodigaron los místicos —en general— con el propósito de abordar «el inconcebible universo». En vista de la omisión de fechas que exhibe el relato borgeano sobre sus dos ex­periencias místicas reveladas a Barnstone, estimo prudente establecer la datación de ambas tomando como punto de referencia la fecha de edición de los dos textos medulares que las recrean: «Sentirse en muerte» (1928) y «Mateo, XXV, 30» (1953).

No sería arriesgado ubicar la primera experiencia mística de Borges en la nota anecdótica de su texto «Sentirse en muerte» 36 , presente en tres libros diferentes: El idioma de los argentinos (1928), Historia de la eternidad (1936) y Otras inquisi­ciones (1952). El valor místico de esta experiencia es cautelosamente reconocido por escasos estudiosos, como Juan Arana cuando afirma: «exaltaba su espíritu con vivencias cuasi místicas, como la que relata en Sentirse en muerte» 37 ; pero, mucho más adelante, Arana coloca en justa perspectiva la relevancia de esta prosa extática: «El texto capital que anuncia su hallazgo [la eternidad], en el que se recon­cilian lo universal (lo eterno) y lo concreto (Buenos Aires), “Sentirse en muerte” tiene todos los rasgos de una experiencia iniciática, una vivencia extraordinaria en que por primera vez las consignas mil veces repetidas se convierten al fin en verdad vi­vida, en gozosa posesión de una evidencia tangible» 38 . Todavía más, Arana remata la cuestión con admirable claridad: «Así pues, hacia 1928 y en las perdidas afueras de Buenos Aires, Borges consiguió tener, o creyó haber tenido, una genuina experiencia de eternidad»; por último, refiriéndose a la inclusión posterior de este texto en Historia de la eternidad (1936), Arana arguye: «El hecho de que no tuviera entonces nada que añadir a lo escrito ocho años antes confirma que no estamos ante un tanteo más, sino ante un episodio en el que cristaliza definitivamente el espíritu del autor» 39 . Es una merecida defensa del misticismo borgeano desde la cátedra de la filosofía que, por fortuna, no cruzó al nuevo milenio sin haberse publicado.

«Sentirse en muerte» exhibe los rasgos de una auténtica experiencia de aliena­tio mentis en la cual se le hace realidad la dimensión entonces intuida de la eterni­dad. El sujeto expositivo es arrastrado de golpe hacia la eternidad, acaecida en su conciencia dilatada con desafío total de la capacidad de sus límites. La abolición del tiempo le detona el contenido de su memoria inmediata, en la cual ha registrado los últimos sonidos percibidos antes de ser habitado por el silencio pleno y vertigi­noso. La experiencia lo instala en un pretérito genésico que el autor identifica con el de su concepción materna: «Estoy en mil ochocientos y tantos», para, finalmente, ingresar en la categoría del yo cognitivo en retorsión metacognitiva:

Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo; indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber re­montado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad (p. 765).

Como instalado en la otra orilla, fuera de las categorías locativas y tempora­les físicas, el autor asocia la expansión de su conciencia al infinito con la muerte momentánea de su ser finito y humano. Es evidente el carácter sobrenatural de lo vivido: hay presencia del temor ante el nuevo conocimiento revelado que, por mos­trarse con toda la fisonomía del mysterium tremendum ottoniano o de la hierofanía eladiana, lo subyuga; además —y con derecho propio—, se sabe «poseedor del sen­tido» de la eternidad. Entonces, ¿qué significa para Borges «sentirse en muerte»? El paralelismo de su lenguaje impecable da la respuesta: «Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto». A tono con el budismo, la experiencia mística de Borges le hace sugerir una extinción —de metafórica abstracción— de su ego no unido a divi­nidad alguna, sino al cosmos de lo Absoluto trascendente. Hay en este título para­dójico, asimismo, una referencia a la naturaleza del rapto con pérdida gradual de la conciencia, ya que el autor se siente a sí mismo a la vez que muere a su identidad material y recupera la metafísica. Es, ciertamente, uno de los títulos más potentes de la prosa borgeana, porque obedece a la imposición de la Realidad sobrenatural en el raptado que, vencido al fin, se vuelve cómplice.

El segundo rapto místico de Borges subyace en los versos del enigmático poema «Mateo, XXV, 30», de su libro El otro, el mismo (1964). Conviene precisar que la segun­da experiencia mística le ocurrió entre 1951 40 y 1953, año de composición del poema.

Esta vez, en el primer puente de la avenida Constitución, sobre la estación fe­rroviaria, Borges siente que el espacio «de súbito se le obnubila en un inesperado estado alterado de conciencia» expandida hasta el infinito 41 . Merece que destaque el acierto de López-Baralt al identificar la avenida Constitución como un «emblema místico privado» de Jorge Luis Borges; no hace sino coincidir con lo que Mircea Eliade proponía respecto al fundamento ontológico del mundo obrado por la mani­festación de lo sagrado. El antropólogo rumano lo explica así:

En la extensión homogénea e infinita, donde no hay posibilidad de hallar de­marcación alguna, en la que no se puede efectuar ninguna orientación, la hierofa­nía revela un «punto fijo» absoluto, un «centro».

[…]

[…] Subsisten lugares privilegiados, cualitativamente diferentes de los otros: el paisaje natal, el paraje de los primeros amores, una calle o un rincón de la primera ciudad extranjera visitada en la juventud. Todos estos lugares conservan, inclu­so para el hombre más declaradamente no religioso, una cualidad excepcional, «única»: son los «lugares santos» de su universo privado, tal como si este ser no religioso hubiera tenido la revelación de otra realidad distinta de la que participa su existencia cotidiana 42 .

Es la nostalgia de vivir en el axis mundi de lo sagrado lo que provoca en Borges los paseos por Constitución; de hecho, no hay casualidad en que «El Aleph» —su cuento más famoso— comience en la plaza Constitución, o que el portador de la misteriosa moneda en «El Zahir» viaje en subterráneo a Constitución para desha­cerse de ella, o que, en «Mateo, XXV, 30», el emisor de los versos se haya deteni­do abruptamente en el primer puente de Constitución 43 . El protagonista lírico está, justamente, en un puente sobre la hierofánica avenida bonarense. Efectivamente, Constitución reviste la importancia de constituir —valga la redundancia— el espacio reconstituyente de la ontología de los protagonistas borgeanos en los textos que hasta ahora he comentado.

No deja de ser curioso, de otra parte, que Borges haya preferido codificar este segundo rapto en el imaginario de la mística teísta judeocristiana. Parece claro que, en poco más de dos décadas, no había podido comprender del todo aquel primer rapto que lo había encumbrado en la dichosa agonía de «sentirse en muer­te». Golpe sobre golpe, la experiencia sobrenatural de «Mateo, XXV, 30» lo sume en un asombro mayor, cuyas repercusiones lo instan a asumir el compromiso de sondear ambos fenómenos para tomar acción inmediata sobre ellos, como han hecho los místicos de las más diversas filiaciones culturales. Sin embargo, aunque nos consta que lo quiso hacer —no cabe el sarcasmo en planificar un año de retiro bajo la supervisión de un monje en un templo budista Zen en Kiotto—, le sirvió el sayo de los versos de Lope: «“Mañana le abriremos”, respondía, / para lo mismo responder mañana». Queda claro, de igual manera, lo consecuente que fue con su «agnosticismo» y la resistencia que su libre pensamiento le presentaría al verse precisado a abocar su contenido vivencial en alguna tradición religiosa con la única finalidad de comprender lo que, hasta 1928, había sido un serio filosofar con ánimo de acabar el juego al escondite con su ser bajo el tupido follaje de la metafísica ma­cedoniana. Quizá por eso armonizó más con el budismo ortodoxo, nota común en Arturo Schopenhauer, Macedonio Fernández y William James, entre otros autores de su predilección. Quizá por eso, también, dejó por escrito en «Mateo, XXV, 30» esa necesidad imperiosa que, a tenor de su formación cultural —la mística teísta ju­deocristiana— proclive al solipsismo sensacionalista de lo inefable, no tendría otra posibilidad que la de toparse con el dilema del nombre impronunciable, la Divinidad que la teología mística ha preferido zanjar con la seducción del silencio. Detrás de esta voz infinita que se dirige al protagonista poético está la censura punitiva de la teología apofática. De nuevo, lleva razón López-Baralt en que «Borges fue dema­siado duro consigo mismo», porque ni él «ni Whitman, ni Dante, ni Swedenborg, ni Ángelus Silesius, ni San Juan de la Cruz, ni ‘Attar de Nishapur» —ni William James, vale añadir— merecen ser arrojados a las tinieblas de afuera, donde reinan el llanto y el rechinar de dientes 44 . Sus experiencias sobrenaturales nos han legado obras que, de algún modo, nos aproximan a la certeza de una Presencia real en el ejerci­cio místico de retorsión hacia las profundidades del homo interior. Eso, en sí, no es poco y les reporta un mérito que tampoco se les debe negar.

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Notas

1. Agradezco a mi ayudante de investigación Sheila Yalizmar Torres Nazario su gentil revisión del texto para ajustarlo a la normativa de esta revista

2. Fray Luis de León, Obras completas castellanas, p. 748.

3. San Juan de la Cruz, Obras completas, pp. 32-33.

4. Es el orden que ocupa en el códice de Jaén, que corresponde a la segunda redacción del poema conocida como «Cántico B», al cual san Juan añade la undécima estrofa, así como le cambia el orden a otras a partir de la decimosexta.

5. San Juan de la Cruz, Obras completas, p. 27.

6. Barnstone y Oclander, 2013, p. 31

7. Barnstone y Oclander, 2013, p. 31.

8. Barnstone y Oclander, 2013, p. 31.

9. Barnstone y Oclander, 2013, p. 31.

10. Lévy, 1976, pp. 149-150.

11. López-Baralt, 1999c, p. 161.

12. Báez Rivera, 2017, p. 110.

13. Borges, 1974, p. 416.

14. Diego, 1942, p. 164.

15. Diego, 1942, p. 170.

16. Diego, 1942, p. 170.

17. Diego, 1942, p. 177.

18. Diego, 1942, p. 178.

19. Diego, 1942, p. 185.

20. El término es de Antomio Quilis (2007, p. 98), aunque aplicado a estrofas establecidas por la tradición y no a tiradas versolibristas.

21. Mercedes López-Baralt había anotado con justo acierto sobre este fragmento: «es un poema que nos deja sin aliento» (2011, p. 51), a propósito de concebir como poemas en prosa no pocos pasajes de Cien años de soledad, de García Márquez (en especial el capítulo vii, «García Márquez, poeta», pp. 93-103).

22. Navarro Tomás, 1975, pp. 40-56.

23. Intriga el uso exclusivo de dos tetrasílsabos: el primero, en la sinécdoque de la mano cuya «delicada osatura» alude, sin duda, a la amada de «Borges», aquejada por el cáncer; el segundo, a la cara del lector, segunda persona de gran estima al narrador en el cual se proyecta el autor del cuento.

24. Es curioso que escaseen los octosílabos en este poema en prosa. El primero resulta de la pronunciación bisílaba y paroxítona de /Álk-mar/ en neerlandés; sin embargo, los dos dactílicos del segundo parecen hacer repiquetear las castañuelas cónsonas con la mención del juego de azar.

25. Tomás Navarro Tomás divide en dos el octosílabo mixto que lo deriva del polirrítmico: el a con acentos en segunda, cuarta y séptima; el b, en segunda, quinta y séptima (pp. 45-46).

26. La pronunciación esdrújula de Mirzapur hace el verso decasílabo.

27. Los dos primeros ejemplos no cumplen con el rasgo de que la cuarta sílaba corresponda a una palabra aguda; pero esto se cumple con el nombre de Beatriz en el tercer endecasílabo.

28. No es un dodecasílabo trocaico en ambos hemistiquios, pues el primero es un hexasílabo dactílico (lleva sinéresis en la sílaba -queo, con lo cual no se le resta sílaba de término proparoxítono).

29. Spang, 2000, pp. 60-61.

30. Consúltese el denso estudio de López-Baralt, «Lo que había al otro lado de el Zahir» (pp. 90-109), con hermosas ilustraciones de la numismática árabe de la época; reeditado bajo el título de «Borges o la mística del silencio: lo que había del otro lado del Zahir» (pp. 29-70). Se trata de una valiosa interpretación del cuento borgeano desde la perspectiva del sufismo y la simbología que encierra el Zahir en este contexto.

31. López-Baralt toma nota del mismo incidente incómodo que le sucedió a William James a la luz de su libro The Varieties of Religious Experience: «No es pues de extrañar que un día le clavaran al maestro argentino la pregunta indiscreta: “¿Borges, es usted místico?”. A lo que Borges ripostó rápidamente, como para atajar el diálogo: “¿Místico yo? Si yo no soy nada más que un argentino”» (López-Baralt, 1999b, pp. 223). Estoy de acuerdo con que, detrás del sarcasmo de Borges, se oculta lo genuino de algo que no se quiere compartir y se defiende tras la máscara del cinismo. Viene en apoyo la confirmación por parte de Kodama de un hecho que reviste una seriedad de dimensiones innegables: Borges, ya viejo, había discutido sus experiencias con un monje budista de un templo Zen en Kiotto, advirtiendo que ambos «habían tenido el mismo tipo de iluminación, que en japonés se denomina satori»; de ahí que planificara con Kodama una estadía de un año en aquel monasterio para explorar a fondo sus experiencias (López- Baralt, 1999b, pp. 225-226).

32. Esta entrevista constituyó el único apéndice de mi tesina para el Programa de Estudios de Honor de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras (Báez Rivera, 1991), a cuya defensa Kodama asistió. Cinco años después, estando en misiones de evangelización en Guatemala, recibí una notificación espléndida de López-Baralt: había publicado la entrevista con nuevo título bajo el sello de la prestigiosa editorial Trotta (López-Baralt y Báez Rivera, 1996). De otra parte, una revisión del primer capítulo de esta tesina del PREH, titulado «Del éxtasis a la palabra: retórica y hermetismo del discurso místico literario», obtuvo el Premio de Investigación Literaria de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, entidad que lo ha publicado (Báez Rivera, 1999). Finalmente, una ampliación considerable del corpus principal y del marco teórico motivó el trabajo de investigación con el cual concluí mis estudios doctorales en la Universidad de Sevilla (Báez Rivera, 2003).

33. Barnstone y Oclander, 2013, pp. 31-32.

34. Léanse los detalles de esta anécdota en mi reciente libro (Báez Rivera, 2017, pp. 90-91).

35. Dejó diáfano que tampoco se consideraba místico, como cuando completó el pensamiento de Barnstone en la citada entrevista: «Barnstone: You have been interested in the mystics— Borges: At the same time I am no mystic myself» (Barnstone y Oclander, 2013, pp. 30-31).

36. Manejo la versión que incluyó en su ensayo «Nueva refutación del tiempo», A-II, de Otras inquisiciones, en Borges, 1974, pp. 764-766.

37. Arana, 2000, p. 54, énfasis mío.

38. Arana, 2000, pp. 110-111.

39. Arana, 2000, p. 111.

40. El hecho que sirve de base para datar esta experiencia es —según López-Baralt— «el proceso de una profunda depresión emocional» que le había sobrevenido a Borges por una desilusión amorosa, posiblemente atribuible a Estela Canto, «con quien Borges mantuvo una agridulce relación sentimen tal» (López-Baralt, 1999a, p. 55 y la nota al pie 49). Asimismo, ha reiterado el dato al que añade que la misma Canto ha dado fe de que «Borges se había enamorado de ella en aquella época precisa de su juventud en la que escribe “El Aleph” y “El Zahir”» (López-Baralt, 1999c, pp. 164 y la nota al pie 14). Efectivamente, Canto fue novia de Borges «desde sus cuarenta y cinco hasta sus cincuenta y dos años» (Canto, 1989, p. 14).

41. López-Baralt, 1999c, p. 154.

42. Eliade, 1998, pp. 22-23.

43. López-Baralt, 1999c, p. 153.

44. López-Baralt, 1999c, p. 168.

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