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Del Adaja al Almendares. Santa Teresa de Jesús 1 y Dulce María Loynaz 2 : versos compartidos. Del misticismo renacentista al pietismo barroco y al panteísmo tropical
From the Adaja to the Almendares. St Teresa de Jesús and Dulce María Loynaz: Shared Verses. From Renaissance Mysticism to Baroque Pietism and Tropical Pantheism

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 6, núm. 1, 2018

Instituto de Estudios Auriseculares

Alejandro González Acosta

Universidad Nacional Autónoma de México, México

Fecha de recepción: 25 Septiembre 2017

Fecha de aprobación: 16 Octubre 2017

Resumen: Este estudio intenta una comparación entre dos autoras geográfica y cronológicamente distantes, como la española Santa Teresa de Jesús (siglo XVI) y la cubana Dulce María Loynaz (siglo XX) en cuanto a un motivo poético dentro de una antigua tradición, en dos variantes, la divina y la profana: «la muerte es vida».

Palabras clave: Poesía española, Poesía cubana, Siglo de Oro, Modernismo, Santa Teresa de Jesús, Dulce María Loynaz.

Abstract: This essay makes a comparison between two female authors, geographically and historically distant: Spanish Santa Teresa de Jesús (16th Century) and Cuban Dulce María Loynaz (20th Century). Both wrote about a traditional literary theme, «death as life», using a dual approach: the sacred and the profane (secular).

Keywords: Spanish Poetry, Cuban Poetry, Spanish Golden Age, Modernism, Santa Teresa de Jesús, Dulce María Loynaz.

Vidas paralelas y para-leerlas:

El meticuloso Felipe II tuvo que lidiar, entre muchas otras, con dos personalidades muy fuertes de su época: por un lado, «la inquieta y andariega» monja, Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, y por la otra, con el polémico y activo fray Bartolomé de las Casas. Lo que uno hacía para América, la otra lo hacía para España: ambos, reformadores. Ambos, sujetos contradictorios. Ambos, seres complejos.

A Teresa —por su inquieto y activo carácter— casi la deportan a América, presumiblemente al Perú, donde ya vivían varios familiares suyos, y algunos biógrafos también mencionan como destino posible de su destierro el Soconusco, hoy Chiapas. 3 Pero finalmente triunfó de sus detractores.

Del otro lado del mar y cuatro siglos después, hubo una escritora cubana llamada Dulce María Loynaz que, como la carmelita, fue escritora, y también como ella, con ese carácter llamado “difícil”.

A Dulce —por su actitud distante y desdeñosa con el poder “revolucionario”— casi logran desterrarla a los Estados Unidos, pero tercamente se negó, a pesar de las numerosas “indicaciones” y “sugerencias” 4 para ello que recibió. Ella también prevaleció sobre sus adversarios. Decidió quedarse en su tierra, contra todo viento y cualquier marea, por poderosos y constantes que estos fueran.

Ambas fueron mujeres guerreras, hembras intensas y recias, aunque revestidas de una aparente y engañosa suavidad.

Teresa fue una mística tardía —a los 42 años comenzó con sus visiones y experiencias sobrenaturales— y Dulce fue desde muy temprano poetisa, pero renunció a los versos ya madura. Como que en estos términos las vidas de ambas se invierten, pues donde comienza una termina la otra.

Si Teresa trató con deferencia escritores como fray Luis de León y San Juan de la Cruz, y recibió la admiración de Cervantes, Lope, Góngora y Quevedo, Dulce en cambio frecuentó a Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca, a Carmen Conde y Concha Espina. Si Teresa sufrió la incomprensión de otra mujer, como la vanidosa Ana de Mendoza y de la Cerda, la muy poderosa Princesa de Éboli, quien la denunció por El libro de su vida, Dulce, en cambio, experimentó un tremendo choque con otra mujer terrible y difícil, la chilena Gabriela Mistral, aquella de «la lengua de bronce», aunque disfrutó el trato y la obra de otras congéneres coetáneas como Juana de Ibarbourou, Delmira Agostini y Alfonsina Storni.

El receloso sistema dictatorial cubano, no perdió de vista a la inquietante poetisa que se negaba a dejar su patria y permanecía, muda e inmóvil, pero no muerta, en su casa habanera, objeto de espionaje y de agresiones durante mucho tiempo 5 , como el taciturno constructor de El Escorial hizo con la incontrolable abulense, siempre preocupado por su insólita hiperactividad y algo desconcertado, aunque eso no restaba —auténtico príncipe renacentista— para que la admirara, sostuvieran una nutrida correspondencia y hasta compartieran el confesor (fray Martín de Yepes). Resulta incontrovertible que ambas mujeres vivieron siempre “bajo sospecha”, observadas por el ojo receloso del Poder, pendientes de alguna “herejía”, ya fuera religiosa o ideológica.

No hay dos tierras tan diferentes como la adusta Ávila con sus murallas medievales, en lo más severo de la meseta castellana, y la adormilada Habana, con su exultante profusión tropical. Sin embargo, algo poseen en común y es que ambas son ciudades femeninas y tienen dos mujeres que, a través de los siglos, mantienen un vínculo sorprendente en la comunidad universal del idioma: Santa Teresa de Jesús y Dulce María Loynaz. Ambas, andariegas; ambas, inquietas; ambas, de dolida entraña femenina, de hembras suaves, pero también terribles y, en ocasiones, furibundas. Ambas, a la vez, terrenales y etéreas. La cubana, asidua lectora de la española. Las dos mujeres, nativas vecinas de ríos, pero muy diferentes entre ellos: el Adaja abulense y el Almendares habanero.

Las raíces de Dulce María se hunden en la tierra española, desde aquel San Martín de la Ascensión que fue Mártir del Japón, hasta los próceres que forjaron e hicieron posible la independencia cubana. Las de Teresa se funden en la oscuridad de un origen modesto e incierto. La cubana nace en cuna de oro y la española en una de humilde madera. La primera recorrió medio mundo antes de ocultarse en su casa como su último refugio, «lejos del mundanal ruïdo»: cabalgó camellos en Egipto, landós en Canarias y veloces Panhard-Levassor en Cuba. La segunda vive su juventud en la aldea y después recorre incansablemente —las más de las veces a pie— los caminos de España, fundando conventos y dejando a su paso obras de piedad. Así, pues, por su origen, por su destino y por su órbita, eran tan diferentes como una castaña y una piña. En síntesis, los únicos puntos comunes eran que ambas fueron mujeres y escritoras.

En ambas viven «el águila y la paloma», como dijo de la española su contemporáneo inglés Crashaw 6 , pero también perfectamente aplicable a la cubana.

Así como Teresa ha sido reconocida Doctora de la Iglesia (en 1970, junto con la italiana Santa Catalina de Siena y la francesa Santa Teresita del Niño Jesús), la galardonada Dulce María es hoy la “protectora” laica de las poetisas cubanas, quienes la procuraron insistentemente en su voluntario “carmelo” 7 .

El universo geográfico de Teresa se reduce al estrecho espacio de una porción de la meseta castellana y algo de Andalucía, pero sólo puede conjeturarse —sin pruebas contundentes— que alguna vez haya podido contemplar la grandeza del mar, a pesar de la presencia constante del agua en sus textos 8 . Lo mismo Ávila, que Toledo, Palencia, Sevilla, Madrid, Valladolid, Salamanca, Segovia, Burgos, Burgo de Osma y Alba de Tormes conocieron de su paso, siempre afanoso y apresurado.

Dulce, en cambio, hija de otra época, es viajera del mundo desde temprano, cuando adolescente se lanza con sus hermanos a ver la tumba recién descubierta del joven faraón Tuk, al que le dedica una carta de amor imposible, y recorre Palestina, Turquía y gran parte de Europa. Viaja por España con la misma soltura que por América del Norte, del Centro y del Sur. Pero en 1959 detiene su andar… Permanece aislada en su casa (isla dentro de otra isla), reclusa voluntaria, separada de un mundo nuevo que no le agrada, viendo desaparecer el suyo propio en medio de una tormenta atroz. La mansión de El Vedado es su claustro desde entonces hasta 1992, cuando rompe la reclusión, y parte de nuevo a su querida España, para recibir el Premio «Miguel de Cervantes» 9 de manos del propio rey Juan Carlos, en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. En su regreso consagratorio a España, llega atada ya a su silla de ruedas de virtual inválida, y allí recibe, como venido de otros tiempos idos, el galano beso en la mano de un monarca caballeroso, quien la nombra «La Dama de América».

Hembras profundamente intensas, Teresa y Dulce, ambas católicas hasta la médula, tienen sin embargo distintas formas de ver y sentir a Dios. La abulense sufre visiones, raptos y transverberaciones. La habanera —hija de otro tiempo y otro clima— no es llamada por ese camino, pero siente la divinidad a su manera, sobre todo en el paisaje que la circunda. Aunque distantes de cualquier heterodoxia, Teresa sometía sus textos a la autoridad eclesiástica, y Dulce, me consta, no daba a conocer ningún escrito sin antes ponerlo a la consideración de sus amigos sacerdotes —y poetas— como Aurelio Boza Masvidal y Ángel María Gaztelu y Gorriti.

Si la abulense tenía un mirador bautizado como «Los Cuatro Postes», aún levantados en la margen izquierda del Adaja, a donde se escapó —apenas de doce años— con su hermano Rodrigo en 1527, para intentar piadosos juegos como fingir que «eran martirizados por los moros» —extraña diversión infantil, pero muy propia de la época— y allí la encontró su desesperado tío Francisco de Cepeda; en cambio, Dulce, en su casona juvenil de El Vedado cubano, se iba a un cenador en la parte trasera de su amplio jardín —que dio nombre a su novela más famosa, y espacio para que en él, al pie de un almendro, la niña Bárbara sembrara los fragmentos de la luna desprendida del cielo— a asomarse con sus hermanos al océano que lamía el límite de su casa, «antes que les robaran el mar», como se quejó en otro de sus versos. Dulce no podía recordar cuándo lo conoció, porque prácticamente nació junto a él.

Santa Teresa, desde niña, cruzaba el antiguo puente romano y medieval sobre el Adaja, para ir a orar en la ermita románica de San Lázaro, presidida por una imagen de la Virgen de la Caridad.

A miles de kilómetros de allí, en una isla del Caribe, también un puente cruzaba un río, y muy cerca había también una Virgen de la Caridad y un nicho con otro San Lázaro, resucitado, a cuya sorprendida novia dedicó un intenso poema juvenil una mujer de ojos soñadores.

Pero ambos ríos eran y son muy diferentes: el Adaja, gélido, discurre arrebatado sobre el fondo de piedras y con un torrente que suele ser poderoso en época de lluvias: es un río fuerte y austero, de márgenes ásperas; en cambio el Almendares, rodeado por una vegetación concupiscente, transcurre plácido y tiene una vida tan corta como su cauce antes de confundirse con el cercano mar de una isla estrecha: es voluptuoso y sereno. Hoy lo cruzan dos puentes y dos túneles subfluviales, pero el más antiguo es el llamado «Puente de Hierro» que une El Vedado con Miramar.

Ambas mujeres han dejado su huella en la toponimia de varios sitios: a Teresa la nombraron (sin necesidad de hacer campaña política) Alcaldesa Honoraria perpetua de Alba de Tormes desde 1963; pero Dulce María le brinda su nombre a una calle y un paseo en La Orotava, de donde provenía su segundo y más querido esposo, Pablo Álvarez de Cañas. Y si la niña Teresa tenía su torre junto al Adaja, el mirador de la atalaya del Hotel Taoro en Santa Cruz de Tenerife, ahora marca con un busto de la cubana su presencia allí, como Hija Adoptiva del Puerto de la Cruz (1951).

«De Dulce sólo tiene el nombre», le decía yo en las charlas que sosteníamos en su sitio preferido, en su iluminada cocina, mientras la otra hermana, Flor, y su gran amiga Angelina Busquet Miranda, asentían sonrientes, coincidiendo conmigo. Después de meditarlo en momento, Dulce confesaba: «Tienes toda la razón».

Amante de las porcelanas y las opalinas («no hay nada más inútil, pero tampoco más bello que las opalinas, pues no se pueden ni tocar: ¿por qué pedirle utilidad a lo bello más allá de ser en sí mismo bello?», me preguntaba) en la superficie de sus vidas poco podía vincular a la patricia cubana («mis abuelos inventaron, no fundaron, inventaron este país» y era verdad 10 ), con la austerísima Teresa de Ávila. La mansión de El Vedado era exactamente lo opuesto de una celda carmelitana, con sus colecciones de marfiles y porcelanas asiáticas, sus muebles de maderas preciosas, y hasta un plato donde realizó su última comida el Emperador Maximiliano de México. 11 Sin dudas Dulce María, de haber estado allí para esa época, en la Granada que visitó la reformadora Teresa, habría sido una de las que se fugaron nocturnamente para fundar las «carmelitas calzadas», a unos pasos de las «descalzas» en el barrio del Realejo, junto a la reubicada Casa del Gran Capitán, y a la sombra de la Alhambra prodigiosa.

Una, la monja, viajó por casi toda España, incansable. Y escribió Las Moradas y su Autobiografía. La otra, la dama criolla, desde una isla, viajó al exótico Egipto para enamorarse de un joven faraón muerto milenios atrás. Si la monja montaba en mula, la cubana lo hacía en camellos. Ambas siempre ávidas de horizontes.

Teresa es una mujer de acción y su palabra sólo es pronunciada para apoyar aquella. En el lado opuesto, Dulce es la mujer pasiva y contemplativa, pero no inactiva. Una, estéril por decisión de los votos; la otra, por implacable e inapelable biología. Sin embargo, tuvieron sus hijos: conventos, la una; poemas, la otra.

Teresa es una gran escritora, pero como poetisa nunca alcanza las alturas que logra en sus prosas. Dulce es una gran prosista (una novela, un libro de viajes, unas memorias y muchos artículos y conferencias dan fe de ello), pero su camino es rotundamente el de la poesía. Teresa es poetisa un tanto menor, de «estilo ermitaño» (como lo llamó Menéndez Pidal); logra «una poesía no desdeñable, sino discreta» (Luis María Anson). Coetánea de San Juan de la Cruz, el autor de «La noche espiritual» no le dejó espacio en su desbordante grandeza que llega hasta hoy, cuando hasta dos poetas comunistas como Pablo Neruda y Rafael Alberti lo reconocen como lo más alto de la poesía española. La abulense es «la escritora de la lengua en pedazos», según describe, tajante y preciso, Anson.

Sin embargo, ambas son mujeres y hembras intensas, nada feministas 12 sino femeninas, y coinciden en una nota, que no le es original, pues la heredan de una antigua tradición, y pertenece a algo así como un «arquetipo del inconsciente colectivo» incrustado en el sentimiento religioso universal. No obstante ser tan distintas entre ellas, esta radical diferencia se atenúa y se vierte en un vaso común, cuando en algún momento enfrentan la terrible relación con la Eternidad. A pesar de todas las diferencias anteriores, las dos estaban tocadas por algo muy profundo en sus corazones: la presencia divina. Ascética la una y hedonista la otra; mortificada la primera y sibarítica la segunda, empero guardaban en sus pechos un idéntico soplo divino con la convicción de una esperada trascendencia más allá de la muerte.

Versos en la historia

En el siglo XVI un enigmático Joan Escrivá 13 compone aquellos versos por los que más se le conoce —o se le supone conocer—, vibrantes de dejación suprema:



Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta conmigo,
porque el gozo de contigo
no me torne a dar la vida.
Ven como rayo que hiere,
que hasta que ha herido
no se siente su ruido,
por mejor herir do quiere:
así sea tu venida;
si no, desde aquí me obligo
que el gozo que habré contigo
me dará de nuevo vida.

Fuente:

Es quizá esta la primera ocasión cuando aparece el tema en las letras hispanas, que luego se tornará tópico, desde que se anotaron las balbuceantes Glosas emilianenses, y que Gonzalo de Berceo pidiera «un vaso de bon vino». Después rebrotará con regularidad insistente, dando la medida del ser humano en el piadoso desespero para que su acercamiento a Dios sea completo, perfecto e inmediato.

Medio siglo después de Escrivá, quizá sin conocerlo, la abulense siente la misma voz. De los pocos que escribió, el poema más famoso de Santa Teresa es el de aquellos versos «Nacidos del fuego del amor de Dios que en sí tenía»:



Vivo sin vivir en mí,
Y tan alta vida espero,
Que muero porque no muero.
Glosa
Aquesta divina unión,
del amor con que yo vivo,
hace a Dios ser mi cautivo,
y libre mi corazón;
mas causa en mí tal pasión
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque no muero.

¡Ay! ¡Qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel y estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa un dolor tan fiero,
que muero porque no muero.

¡Ay! ¡Qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Y si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga;
quíteme Dios esta carga,
más pesada que de acero,
que muero porque no muero.

Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo el vivir
me asegura mi esperanza;
muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.

Mira que el amor es fuerte:
vida, no seas molesta;
mira que sólo te resta,
para ganarte, perderte;
venga ya la dulce muerte,
venga el morir muy ligero,
que muero porque no muero.

Aquella vida de arriba
es la vida verdadera:
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva:
muerte, no seas esquiva;
vivo muriendo primero,
que muero porque no muero.

Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios, que vive en mí
si no es perderte a ti,
para mejor a Él gozarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues a él solo es el que quiero,
que muero porque no muero.

Estando ausente de ti,
¿qué vida puedo tener,
sino muerte padecer
la mayor que nunca vi?
Lástima tengo de mí,
por ser mi mal tan entero,
que muero porque no muero.

Fuente:

En su blog «Ínsula Barañaria» (10 de abril de 2015), Carlos Mata Induráin cita al editor de Santa Teresa contemporáneo a nosotros, el Padre Tomás Álvarez, quien dice sobre este que es un:

Poema compuesto sobre la base de una letrilla vuelta a lo divino. Las estrofas glosan varios pensamientos o sentimientos «paulistas» que la Autora vive intensamente como propios. El poema es probablemente coetáneo del que compuso san Juan de la Cruz, inspirado en la misma letrilla (hacia 1572)… 14

Aunque subsiste una cierta duda bastante generalizada sobre la posible atribución a Santa Teresa de este poema —así como el de varios otros dentro de su escasa producción poética, pues su compilación no ocurrió hasta el siglo XVIII y se hizo ésta a partir de la tradición oral recogida en los conventos carmelitanos— no tiene reserva en afirmar que el sentimiento de la composición es perfectamente congruente con el sentir de la monja y no hay elementos sólidos para negar su autoría.

No se asombra al lector con un despliegue opulento de metáforas y conceptos finamente bordados en la composición teresiana; el lenguaje es sencillo, así como auténtico el sentimiento. El sujeto humano, no sólo ha sido fabricado por Dios «a su imagen y semejanza», sino que por recibir su “soplo” es también el recipiente de una fracción de la divinidad, y por tanto participa de igual sustancia permanente que su Creador. Y al dotarlo del poder para decidir su destino, el terrible don del «libre albedrío», le autoriza la impaciencia de pensamiento, no de obra, para poner fin y abreviar el camino donde restituirse a su principio generador.

Debe cumplir su destino, vivir pacientemente su vida (es su prueba y su acatamiento), hasta que llegue la hora señalada desde el origen de su recorrido; moderar su prisa, pero no por ello dejar de ansiar ese reencuentro donde todo comenzó y vuelve a él: se reintegra al Seno, del cual partió sólo para cumplir su tránsito de purificación y mortificación. Su centro no es estrictamente corporal y no se encuentra dentro, sino arriba; lo trasciende y supera: lo excede.

En realidad, la composición completa, más allá de su glosa y desglose obligado, gira y se resume en el quinto verso de la cuarta estrofa, cuando dice: «muerte do el vivir se alcanza». Esa es la idea central: la muerte no sólo libera de la prisión corporal, sino que a través de ella se logra la vida eterna, la verdadera, la auténtica. El resto, es ilusión y vanidad.

Y cuenta, además, como una áurea espuela eucarística, con la promesa firme de la auténtica Vida. En la cárcel de su corazón se encuentra, preso de su amor, reo de su propio sacrificio, el Bien mayor, por la transustanciación que convierte al pan y el vino, en el cuerpo y la sangre del Amado. Así pues, la existencia es el penoso alejamiento del origen, pero al cumplirse su ciclo en el ejercicio de la paciencia y la entrega, se regresa a la fuente originaria. La idea es perfecta, impecable y conmovedora, muy distante al pensar y sentir hedonista de los tiempos actuales, pero explica su rápida difusión y plena aceptación en contextos muy diferentes y resulta, más que un poema, una oración entrañable: concebida especialmente para celebrar el momento de santificación posterior al rito de la comunión. Esta composición marca un hito en la forma de relacionarse con Dios en el acto supremo de la ingestión de su carne y sangre rituales.

El tópico de la muerte anhelada por amor de Dios, es anterior a Teresa (Escrivá es sólo una muestra 15 ) y tiene, al menos, un asombroso puente entre ella y Dulce María, pero no en las letras españolas, sino en las alemanas, como parte de un extendido corpus poético ancilar europeo:

Cuando Johan Sebastian Bach concibe en 1736 su obra «Komm, süßer Tod» («Ven, dulce muerte») (BWV 478) utiliza el libro de composiciones editado por Georg Christian Schemelli 16 , donde se reunían 69 canciones sacras así como algunas arias. Además de estas obras, que contaban en cada caso con una melodía y la indicación de un bajo figurado, se incluían 900 himnos más, que formaban el llamado Schemelli Gesangbuch (Himnario o Libro de Cánticos), pero sin duda la pieza musicalizada por Bach es la más atractiva del conjunto; se supone que la canción de cinco versos fue escrita especialmente para el Himnario. Bach percibe el carácter dramático y piadoso del ruego de un poeta para obtener la gracia de una muerte rápida y apacible, y de esta forma poder llevar su canto a los cielos, donde gozará en la contemplación del rostro del Redentor. El compositor emplea este poema, ubicado alrededor del año 1724:



Komm, süßer Tod, Komm selge Ruh!
Komm Führe mich in Friede,
Weilich der Welt bin müde,
Ach Komm! Ich wart auf dich,
Komm bald und führe mich,
drück mir die Augenzu.
Konne, selge Ruh!

¡Ven, dulce Muerte, ven, bendito descanso!
Ven a conducirme hacia la paz
porque estoy agotado del mundo,
¡Oh, ven! Te espero.
Ven pronto y condúceme,
cierra mis ojos
¡Ven, bendito descanso!

Fuente:

El letrista y el compositor coinciden en asumir la Muerte como un descanso, pero más como culminación y acceso al bien supremo, que es la reintegración a lo divino, en la comunión perfecta y eterna. La pieza es un aria y se incluye en un conjunto textual que vinculaba los libros de himnos de aliento luterano y de carácter y sentido pietista 17 . El pietismo, enlazado estrechamente con el protestantismo y el anabaptismo, resaltaba la experiencia religiosa personal sobre el formalismo ritual, y promovía el estudio y comentario de los textos sagrados, apoyando una proyección al misionerismo. Las comunidades de lecturas sagradas difundidas por Spener, llamadas Collegia pietatis, rebasaron Alemania y se extendieron hasta Inglaterra, y de ahí pasaron con los peregrinos emigrantes a las Colonias Inglesas en América. La esencia del pietismo negaba la separación radical entre lo secular y lo espiritual, y defendía una participación más activa de los laicos en la vida de la Iglesia como institución. Así no debe resultar extraño que los ecos de Santa Teresa, a través de un probable receptor alemán, se difundieran en este universo geográfico, llegaran hasta las riberas del Hudson en el temprano siglo XVII, y se fundieran allí con un acento original propio del misticismo puritano.

400 años después de Santa Teresa y 200 de Bach, Dulce María Loynaz escribe uno de sus «Poemas dispersos» 18 de 1958:

«La hija pródiga»

¿Qué me queda por dar, dada mi vida?
Si semilla, aventada a otro surco,
Si linfa, derramada en todo suelo,
si llama, en todo tenebrario ardida.

¿Qué me queda por dar, dada mi muerte
también? En cada sueño, en cada día;
mi muerte vertical, mi sorda muerte
que nadie me la sabe todavía.

¿Qué me queda por dar, si por dar doy
—y porque es cosa mía, y desde ahora
si Dios no me sujeta o no me corta
las manos torpes— mi resurrección!…

Fuente:

Se trata de uno de los últimos poemas escritos por Dulce María, pues después sólo escribió escasamente prosa. Ella me confesó en alguna oportunidad que «la poesía era un asunto para mujeres jóvenes. Eso de ver una mujer anciana componiendo poemas de amor resulta trágico, casi grotesco» 19 . En plena madurez, apenas a los 57 años, ella se distancia de la poesía.

Es un poema que, aunque difundido, no ha recibido demasiada atención de la crítica. Que conozca, sólo un estudioso lo ha considerado 20 . El crítico Humberto López Cruz ha realizado incisivas precisiones de la pieza, que apuntan hacia un descubrimiento de la composición como un caso significativo dentro de la producción de la poetisa:

Esta es la culminación del desarrollo del yo-íntimo loynaciano; la voz poética ha dado todo de sí, ahora insiste en ofrecer su resurrección. No solamente ha sugerido la presencia de un Ser superior de quien va a acatar sus mandatos sino que ahora acepta sin cuestionamiento el milagro de la resurrección. La hija pródiga bíblica permanece en el seno hogareño dando todo: vida, muerte y resurrección […] ahora es una voz poética que sublima el instante y ofrece su resurrección como máximo sacrificio.

El estudioso percibe un vínculo estrecho y progresivo con otros dos poemas que le sirven de preámbulo, formando así un trío composicional de intenciones consecutivas y progresivas, observación que me parece muy acertada.

Por mi parte, apoyado en este juicio de López Cruz, me gustaría intentar una relectura de «La hija pródiga», pero teniendo en cuenta, además de su texto, el contexto donde se produce. Firmada en 1958, la pieza insinúa a mi modo de ver otra posible lectura, complementaria de la anterior. Ese año Cuba se debate en medio de una cruel guerra civil, con numerosos muertos y dolores sin límite. Dulce María regresa al país y decide permanecer en él y correr su suerte. Advierto que este hecho personal no ha sido percibido suficientemente: es su propio regreso como “hija pródiga” en un momento especialmente cruento de su país, y el poema entonces viene a ser una declaración de fe patriótica, acento muy poco frecuente en su poesía pero tampoco ausente por completo de ella.

Mi propuesta de interpretación consiste en reorientar el destinatario de la voz lírica: no es Dios, es Cuba. Ilustra la parábola del vástago extraviado que regresa al hogar, a la cuna, a la matria nutricia, después de un alejamiento hedonista, viajando por el mundo, gozando los placeres de una existencia cómoda, en una felicidad egoísta. Después de disfrutar otros horizontes, retorna al origen y la composición puede verse también como un mea culpa por su anterior olvido individualista. Es un acto de purificación, la expresión de una voluntad de expiación y asunción del martirio. Traza una vía purgativa, en una escala de perfección más que espiritual, de pertenencia a su origen. Ha cerrado un ciclo. La patria dolida llama a su puerta, la misma patria a la que su padre, soldado y poeta, dedicó su poema más memorable, que fue, por cierto, un himno de guerra. Se impone aquí abrir un paréntesis para reseñar la figura paterna en la vida de la Loynaz.

Enrique Loynaz del Castillo nació en Santo Domingo en 1871, durante el exilio político de sus padres; su padre, Enrique Loynaz Arteaga, fue un Capitán del Ejército Libertador en 1868, dueño y capitán de la goleta Galvanic, donde transportó armas para la guerra y este fue de hecho el primer navío de la flota independentista cubana. Siguiendo este ejemplo, el joven Enrique se alistó como soldado a los 15 años y en su brillante ejecutoria militar participó en 88 combates durante la contienda emancipadora de 1895. Terminó la guerra con el grado de General de Brigada del Ejército Libertador, y en 1906, reconociendo su heroica hoja de servicios al país, recibiría el máximo grado como Mayor General del Ejército de la República de Cuba. Fue un buen amigo de José Martí, Máximo Gómez y de Antonio Maceo (a quien sirvió como ayudante personal); tuvo también una cierta actividad literaria, pues era poeta como muchos jóvenes ilustrados de la época, y participó en 1893 en la fundación del semanario separatista El guajiro, y más tarde, en Costa Rica, dirigió la revista Prensa libre. Era el asistente del General Serafín Sánchez y estaba a su lado al ser este herido mortalmente, y rescata su cadáver siendo gravemente lesionado, cuando aquel cae en la Batalla del Paso de las Damas, suceso que relata conmovedoramente en sus Memorias de la guerra 21 . Fue uno de los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente de la República en Armas en Jimaguayú, de donde brota la legislación provisional de la guerra libertadora; y al acampar con la tropa de Antonio Maceo en la Finca «La Matilde», cerca del poblado de Najasa, en el Camagüey caballeresco y heroico de sus antepasados, encuentra en una ventana de la casa señorial que pertenecía al suegro del héroe Ignacio Agramonte, unos oprobiosos versos anónimos de aliento hispanófilo, pues el ejército español la había ocupado antes. El 15 de noviembre de 1895, como él mismo cuenta, sintió la inspiración para responder esos versos infamantes, pero a los que se negó fueran borrados, pues «las letras y las artes, bajo cualquier bandera, son patrimonio universal, ajeno a los conflictos de los hombres» 22 , y en la otra hoja de la ventana dibujó una bandera cubana, y bajo ella escribió de un tirón en un arranque de febril inspiración, esta composición que primero quiso titular «Himno a Antonio Maceo», pero el propio homenajeado declinó y prefirió el nombre que le quedó:

«Himno invasor»

¡A las Villas, valientes cubanos,
a Occidente nos llama el deber,
de la Patria a arrojar los tiranos!
¡A la carga: a morir o vencer!
De Martí la memoria adorada
nuestras vidas ofrenda al honor,
y nos guía la fúlgida espada
de Maceo, el Caudillo Invasor.
Alzó Gómez su acero de gloria,
y trazada la ruta triunfal,
cada marcha será una victoria:
la victoria del Bien sobre el Mal.
¡Orientales heroicos, al frente;
Camagüey legendaria avanzad:
Villareños de honor, a Occidente,
por la Patria, por la Libertad!
De la guerra la antorcha sublime
en pavesas convierta el hogar;
porque Cuba se acaba, o redime,
incendiada de un mar a otro mar.
A la carga, escuadrones volemos,
que a degüello el clarín ordenó;
los machetes furiosos alcemos,
¡Muera el vil que a la Patria ultrajó!

Fuente:

Prudente y político en tiempos de paz, el autor reflexionó sobre la carga emocional de su himno y la atemperó, pues «alguna que otra estrofa, innecesaria, escrita en aquella ventana, fue por mí suprimida, o modificada durante la campaña, por no avivar innecesarios odios» 23 .

Loynaz, guerrero libertario, no terminó sus servicios a la patria al culminar la independencia. Combatió los intentos reeleccionistas como buen republicano demócrata, comprometido y convencido, de sucesivos presidentes como Tomás Estrada Palma, Mario García Menocal y Gerardo Machado. Y hasta a Rafael Leónidas Trujillo, dictador dominicano, se opuso con valentía.

Este «Himno invasor» sería el que acompañaría la campaña definitiva de independencia de 1895 a 1898, y se convertiría de hecho y por derecho propio, en “el otro” Himno Nacional de Cuba durante muchos años. Al morir en Cuba el 10 de febrero de 1963, el venerable Mayor General, el héroe de cien batallas, el fiel servidor de la República, el intachable guerrero de la patria, fue enterrado sin honores militares y ni siquiera apareció la noticia de su muerte en la prensa ya dominada por el gobierno de Castro. Dulce María y sus hermanos llevaron en silencio el cadáver del padre a la Necrópolis de Colón, sin una bandera que cubriera sus restos, carencia especialmente oprobiosa para él que la defendió en los campos de batalla siempre con honor y valentía. Dulce me confió que ese fue el día más triste de su vida, no sólo por la muerte del padre, sino por el doloroso agravio de su entierro. Se marchaba, en ominoso e ingrato silencio, aquel que fue aclamado como «El Coloso de la Independencia» cubana, el último general mambí.

Muchos años después, el biógrafo de Dulce María, Aldo Martínez Malo, al prologar el libro Fe de vida (1993), aludiría velada y discretamente a esos años terribles en la vida de la poetisa, al señalar que «las décadas de los 60 y 70 fueron lamentables» para ella, por la pérdida de sus padres y el esposo, pero no menciona nada de las circunstancias del entierro del General.

En «La hija pródiga» se expresa la queja por la insatisfacción ante el sacrificio, cuando todo se ha entregado a la perentoria demanda de abandono. Nada queda por dar y aún continúa la exigencia.

No obstante, además del conflicto individual representado, advierto la posibilidad de cierta intertextualidad del poema, pero con una pieza dramática de otro autor, conocido por Dulce María y amigo cercano de su familia: Enrique José Varona, el gran filósofo y educador cubano, siendo muy joven (21 años) publica en 1870 una obra de teatro de carácter alegórico, reprochando el reciente levantamiento independentista, de la cual abjuraría posteriormente, al grado de llegar a ser Vicepresidente de la República de Cuba, durante el mandato del General Mario García Menocal (1913-1917). El joven, horrorizado ante la lucha fratricida y la muerte desatada, repele la violencia y hace un llamado a la conciliación y la paz. Esta obrilla, de aliento integrista y propósito conciliador y exculpatorio, es también una confesión de culpas y un pedido de absolución, que la crítica tradicional ha preferido olvidar y apenas es mencionada. Pero en sus tímidos y vacilantes versos juveniles, el poeta-filósofo exculpa la insurrección como la rebeldía de la joven inexperta, frente a la madre severa pero comprensiva y que perdona todo: la difícil relación entre Cuba y España. No puedo afirmar, pero tampoco dudo, que Dulce María tuviera alguna referencia sobre esta pieza de Varona, quizá recibida de su mismo padre, el General Loynaz del Castillo, cercanísimo a Varona y su coterráneo además. Luego entonces, al escribir su poema de 1958, es probable que fluyera a ella el vago recuerdo del título de aquella obra perdida en la memoria de sus lecturas de juventud.

Cuatrocientos años separan los poemas de la española y la cubana; sin embargo, a pesar de los cuatro siglos de distancia entre uno y otro, se cruza un vínculo entre ellos de fuerte soldadura. Aunque ambas mujeres se mueven en mundos muy diferentes, con un escenario radicalmente distinto uno del otro, se establece una secreta comunicación entre ambas.

Teresa expresa la devoción sublime, reclama el sacrificio, y ofrece la entrega absoluta; Dulce confiesa la suave entrega, el abandono, con algo de queja. Ambas le hablan al mismo Dios, pero con voces y sentimientos muy diferentes. Sin embargo, coinciden en ansiar un bien superior que se alcanza por el voluntario desprendimiento. Teresa es una mística integral; tiene raptos, levitaciones, arrebatos y transverberaciones asombrosas; Dulce es religiosa, pero su mundo sensorial es más atrayente y seductor. Lo que aquella ve como natural y necesario, esta lo acepta como posible.

Esta circunstancia compartida de un sentimiento que traspasa siglos y fronteras, llega en sus sorprendentes vueltas a anidar en un texto inesperado. Se ha comentado desde lejana fecha la similitud melódica del Himno Nacional cubano con aquella aria «Non più andrai» de la ópera Las bodas de Fígaro (1786) de Mozart 24 , tonada que repite al final de otra de sus obras, Don Giovanni. La letra de esta pieza de Perucho Figueredo 25 , según los testimonios, fue concebida apresuradamente por su autor mientras cabalgaba, apoyado en el arzón de su montura —como mismo dicen que Alonso de Ercilla escribió gran parte de su poema La Araucana— y constaba inicialmente de cuatro estrofas, de las cuales luego se suprimieron dos, pero de las dos que finalmente quedaron establecidas y forman parte actual del Himno Nacional de Cuba, se pueden apreciar en cuatro de sus versos un eco especialmente perceptible de aquel antiguo tópico proveniente desde Escrivá, y que pasa por Santa Teresa:



Al combate corred, bayameses,
que la patria os contempla orgullosa:
no temáis una muerte gloriosa
que morir por la patria en vivir.
En cadenas vivir, es vivir
en afrenta y oprobio sumidos:
del clarín escuchad el sonido,
a las armas valientes corred.

Fuente:

Además de la señalada contrafacta musical —de antigua solera— se puede advertir una «vuelta a lo profano» del tema de la muerte liberadora, pero en este caso específico de modo muy especial. Propiamente, más que una «vuelta a lo profano», deberíamos señalar una reconversión: pues es una «vuelta de lo sagrado religioso a lo sagrado civil», una suerte de laicización solemne de un tema sacro.

Basta realizar la operación de sustituir la Patria por Dios, las cadenas civiles por las ataduras corporales y entender la «muerte gloriosa» como aquella que permite el acceso a la inmortalidad, para percatarnos de la semejanza. Esto no debilita sino por el contrario, refuerza la sacralidad del himno patriótico. Si Escrivá solicitaba la muerte que le permitía el tránsito hacia una vida superior, el sentimiento en Teresa es más agónico, más “unamuniano” —si se me permite la extrapolación— de mayor angustia existencial, pues el deseo de realización completa y perfecta está impedida por una condición casi insalvable, entorpecida por la misma condición humana. Ambos autores —Escrivá y Teresa— provienen o son cercanos al sentir y pensar medieval, renacentista y barroco, en la austeridad esencial del alma castellana, y su cristianismo es original, sencillo y primigenio, sin afeites, adornos, excusas ni disimulos. En la composición alemana de Schemelli-Bach, el tópico adquiere ya su condición de himno, pero en la —intuitiva, casual o no— contrafacta de Figueredo, formado en el canon del que toman parte lo mismo Escrivá y Teresa que Mozart y Bach, se produce la derivación hacia un sentimiento terrenal, como es la noción de patria, y se trata ya de un autor ubicado en el romanticismo nacionalista, emancipador y libertario.

Dios es sustituido por la Patria, la Religión del más allá por la nueva Religión del acá y del ahora; una es la de la Obediencia, y la otra la de la Libertad: una lleva a la Gloria de los mártires, la otra conduce al Panteón de los héroes. Por Escrivá y Teresa han pasado ya Rousseau y Robespierre cuando le llegan a Figueredo y Loynaz. Pero en última instancia el precio del sacrificio es el mismo, y luego de él se recibe un premio: vida eterna en el seno de Dios para los primeros; vida eterna en el culto de la Patria en los otros. «La patria es ara, no pedestal», dirá otro gran místico, José Martí, lector devoto de los clásicos españoles, en especial de San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Santa Teresa de Ávila, Gracián, Saavedra Fajardo y los Argensola, de los grandes tratadistas morales del universo renacentista y barroco hispánico. Ese sustrato se transluce en el interés martiano por fijar y consagrar el texto de Perucho Figueredo como parte de una epopeya civil; ciudadana, ya no religiosa, o al menos donde lo religioso se remite no a una entidad divina extraterrenal, sino al nuevo culto de la patria.

Así el tópico original transitó de un asunto lírico a otro épico, la antigua canción de amor divino deviene canto de batalla y luego, se consagra como un himno nacional. El tropo se ha actualizado en su devenir histórico y ha adquirido una nueva connotación, acorde con los tiempos, lo cual es prueba de su perdurabilidad y eficacia poética, pues expresa el sentimiento humano universal de la trascendencia, representando el tránsito de la mística religiosa a la mística libertaria. Son otros tiempos históricos y espirituales, pero el sentimiento es equivalente, si no igual. Este joven exaltado que llega a sus escasos 22 años a tierra mexicana, figura como el nuevo sacerdote de un culto extraño y tremendo, el de la patria. Así dice:

El culto es una necesidad para los pueblos. El amor no es más que la necesidad de la creencia: hay una fuerza secreta que anhela siempre algo qué respetar y en qué creer […] Extinguido por ventura el culto irracional, el culto de la razón comienza ahora. No se cree ya en las imágenes de la religión, y el pueblo cree ahora en las imágenes de la patria. De culto a culto, el de todos los deberes es más hermoso que el de todas las sombras 26 .

Tánatos y Patria son elementos fatalmente indisolubles en el discurso político y sentimental cubano, con esa suerte de pulsión suicida a la cual se refirió Guillermo Cabrera Infante y que expresa como nadie el propio José Martí, obsesionado con una permanente voluntad de aniquilación y trascendencia: «Morir es vivir, morir es sembrar».

Así pues, teniendo en cuenta lo anteriormente expuesto, se puede apreciar que una idea caballeresca del temprano siglo XVI con Escrivá, convertida en tópico poético relevante a mediados del mismo XVI por Teresa de Ávila, quien la magnifica y fija con esmaltes misticistas, se traslada a la lengua alemana en el XVIII con sus resonancias pietistas y salta transoceánicamente hasta la Nueva Inglaterra de los pioneros peregrinos, en el XIX anida en dos himnos nacionales románticos, y desemboca en un poema de apariencia amorosa, pero con toda posibilidad simbólicamente patriótico de la Loynaz en 1958, entre los dolores de una violenta guerra civil.

Con todo este camino desde el siglo XVI hasta el XIX y una prolongación hasta mediados del XX, se demuestra una vez más que «en la cultura, lo que no es tradición, es plagio».

Bibliografía

Loynaz, Dulce María, Poemas escogidos, comp. Pedro Simón, Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, 1992 (Colección Premios Cervantes).

Parisi, Iván, «La verdadera identidad del Comendador Escrivá, poeta valenciano de la primera mitad del siglo XVI», Estudios Romànies, Institut d’Estudis Catalans, 31, 2009, pp. 141-162.

Riquer, Martín de, «Los escritores mossén Joan Escrivà y el Comendador Escrivá», Cultura neolatina, LIII, 1993, p. 85-113.

Sainz de Robles, Federico Carlos, Historia y antología de la poesía española (en lengua castellana). Del siglo XII al XX, 3.ª ed., Madrid, Aguilar, 1955.

Teresa de Jesús, Santa, Obras completas, ed. Tomás Álvarez, 16.ª ed., Burgos, Monte Carmelo, 2011.

Notas

1 Teresa [Sánchez] de Cepeda Dávila y Ahumada (Gotarrendura, Ávila, 28 de marzo de 1515-Alba de Tormes, 4 de octubre de 1582). Canonización: 12 de marzo de 1622 (por Gregorio XV). Fiesta: 15 de octubre. Aunque los autores señalan que la fiesta de Teresa se fijó el 15 de octubre por la reforma del calendario juliano al gregoriano, y el ajuste consiguiente, sospecho que también debió haber influido para que no coincidiera el 4 de octubre con la fiesta de San Francisco de Asís, y así no restar luces a ninguno de estos santos.

2 En realidad, su nombre era María de las Mercedes Loynaz Muñoz (La Habana, 10 de diciembre de 1902-27 de abril de 1999). Premio «Miguel de Cervantes» (1992).

3 Me gusta jugar mentalmente con la posibilidad de que, por los «renglones torcidos de Dios», pudieron haberse encontrado en tierras de Chiapas la díscola monja carmelita y un atribulado cobrador de impuestos que, por sus lesiones en el servicio de las armas, solicitó merced real, sin obtenerla, para ir allí a cultivar cacao: Miguel de Cervantes…

4 Entre ellos, además de la incautación de numerosos bienes raíces, los varios “registros” que la policía política realizó en su domicilio, buscando «dólares ilegales y joyas escondidas», cuando hasta forzaron una caja fuerte que finalmente se encontró estaba vacía, para frustración de los pesquisidores.

5 En sus conversaciones, Dulce María siempre se refería a Fidel Castro como el «Primer Ministro», añadiéndole pícaramente el pronombre posesivo su o tu (según con quién hablara). Nunca lo llamó «Presidente» y menos aún «Comandante». Ella estaba muy consciente de su condición como hija de un General mambí y su pertenencia social: «Aquí me llaman burguesa, y no es verdad: si algo soy, es aristócrata», me dijo en una oportunidad. No exageraba: por la línea materna de los Muñoz Sañudo estaba vinculada con el marquesado de Santa Olalla.

6 Richard Crashaw (1612-1649), «Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa».

7 Uno de los pocos contactos con el exterior que Dulce María aceptó recibir en su enclaustramiento, mucho antes de que con el Premio Cervantes la asediaran con homenajes tardíos y escatimados, fue el de un grupo de jóvenes poetisas cubanas, encabezadas por Raisa White.

8 Vid. María Andueza, Agua y luz en Santa Teresa. México, UNAM-Centro de Estudios Literarios, 1985.

9 El gobierno cubano no tuvo nada que ver con la candidatura de Dulce María Loynaz al Premio: ese año, las instituciones oficiales de la isla presentaron como SU candidato al gran poeta Eliseo Diego, según consta en las actas correspondientes. En realidad, la propuesta a favor de Dulce María partió de México, por el escritor, publicista y mecenas don Eulalio Ferrer, con el concurso de don Inocencio Arias, entonces Secretario de Estado para la Cooperación Iberoamericana.

10 Según la tradición familiar, Dulce María provenía de la línea de Silvestre de Balboa, el capitán canario autor del Espejo de paciencia (1608), primer monumento literario de la isla. Por otra parte, entroncaba con las más poderosas familias que iniciaron la primera Guerra de Independencia cubana en 1868: Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, Ignacio Agramonte y Loynaz, Salvador Cisneros Betancourt, Francisco Vicente Aguilera, y su propio padre, el General Enrique Loynaz y del Castillo.

11 Se trata de un plato grande, extendido, con las armas imperiales mexicanas estampadas en dorado, sobre un fondo cremoso, fileteado en oro. Al dorso, adherida, una nota manuscrita donde se leía: «En este plato hizo su última comida antes de ser fusilado en el Cerro de las Campanas de Santiago de Querétaro, Maximiliano de Habsburgo, llamado «Emperador de México». Lo obsequio como testimonio de mi amistad personal al Señor General Enrique Loynaz del Castillo, Embajador Plenipotenciario de la República de Cuba para las Fiestas del Centenario de la Independencia Mexicana». Firmado: «Porfirio Díaz Mori, Presidente». Dulce María me lo mostró una vez, pero no sé qué haya pasado con esta pieza después.

12 Dulce María siempre insistía que no la llamaran «La poeta», sino poetisa. El acento y el sentimiento que ponía una mujer en la poesía era muy distinto al de un hombre, aseguraba. Tenía además una interesante y sutil idea sobre el género de algunos adjetivos: sostenía que decir «hombre honesto» era un despropósito, pues la honestidad es virtud femenina, no masculina, y se muestra en el recato; el hombre es honrado, sobre todo, por la honestidad de su mujer, y nunca recatado. Así pensaba ella. Sospecho que la reflexión de Dulce sobre el género de algunos adjetivos viene muy bien para una época como la actual, en que se utilizan indiscriminada e impropiamente, sobre todo entre los políticos, quienes, olvidados de que «elogio en boca propia es vituperio», se definen ellos mismos como «honestos»…

13 Existen muchas dudas sobre la identidad del autor conocido como «Comendador Escrivá». Presuntamente fue un poeta valenciano de inicios del siglo XVI, algunas de cuyas coplas fueron incluidas por Hernando del Castillo (segoviano presumiblemente activo entre fines del siglo XV y principios del XVI, muerto antes de 1535) en su Cancionero general (Valencia, Cristóbal Koffman, 1511), y luego también reproducidas en el lusitano Cancionero de Elvas (1560-1570). Hasta el siglo XIX, varios autores coincidían (Milá y Fontanals, Menéndez y Pelayo y Michaëllis de Vasconcellos) en identificarlo con Mosén Joan Ram Escrivá, Maestre racional de Valencia. En un trabajo de 1993, «Los escritores mossén Joan Escrivà y el Comendador Escrivá», Martín de Riquer propone como personaje al arquitecto e ingeniero militar Pedro Luis Escrivà, el mismo que en 1537 había construido el Castillo de San Telmo en Nápoles. Pero más recientemente (2009), Iván Parisi sugiere a Baltasar Escrivá de Ramaní (m. 1547) en su estudio «La verdadera identidad del Comendador Escrivá, poeta valenciano de la primera mitad del siglo XVI». Sainz de Robles, por quien cito, propone ubicarlo en una «tercera escuela, llamémosla castellana» referido al Cancionero de Baena, junto con Sánchez de Talavera (o Calavera) y Martínez de Medina. Según este crítico, nació en Valencia y fue Embajador de los Reyes Católicos desde 1497 ante la Santa Sede, escribió indistintamente en castellano y valenciano, y lo considera un poeta de gran delicadeza y «muy íntimo». Refiere las citas de su famoso poema en el Quijote (II, 38), Calderón de la Barca en El mayor monstruo, los celos (3, II) y una glosa de Lope de Vega. Señala que también fue glosada su «Queja que da de su amiga ante el dios de Amor», e informa que en el Cancionero general (1511) fueron incluidas 28 composiciones de su autoría. Ver Sainz de Robles, 1955, pp. 41 y 495.

14 Santa Teresa de Jesús, Obras completas, ed. Tomás Álvarez, p. 1356, nota. Los famosos versos a los que se refiere el editor son aquellos que comienzan: «Vivo sin vivir en mí, / y de tal manera espero, / que muero porque no muero. // En mí yo no vivo ya / y sin Dios vivir no puedo, / pues sin él y sin mí quedo, / ¿este vivir qué será? / Mil muertes se me hará / pues mi misma vida espero, / muriendo, porque no muero…».

15 No sería quizá muy aventurado remontarse hasta sus orígenes en los «Textos de las Pirámides», la «Epopeya de Gilgamesh» y el «Libro de los Muertos», transcurriendo por las apoteosis de los héroes griegos y sus catasterizaciones divinizantes. La integración humana con la divinidad es un antiguo sentimiento latente desde las culturas más antiguas.

16 Georg Christian Schemelli (¿1676-1680?-1762). Cantor sacro y compositor. Su única publicación conocida es el Musicalisches Gesangbuch (Leipzig, 1736), donde reúne 954 himnos y otras composiciones.

17 El pietismo fue una corriente espiritual protestante, formulada por Philipp Jakob Spener (Alsacia, 1635-Berlín, 1705), fundamentalmente en su obra Deseos piadosos (1675).

18 Así nombrados por su compilador, Pedro Simón, en Dulce María Loynaz, Poemas escogidos, p. 185.

19 En 1984 trabajaba yo como periodista en la Dirección de Prensa y Divulgación del Ministerio de Cultura de Cuba, donde Senel Paz, otro amigo y yo hacíamos un suplemento cultural semanal llamado Cartelera. La encargada de la Dirección era Gilda Betancourt Roa, quien conociendo mi cercanía con ella, me pidió consiguiera de Dulce María unos poemas para publicar en la revista Revolución y Cultura (1985), dedicada a las poetisas cubanas. Y Dulce, cuando cumplí el pedido, accedió, pero antes me preguntó quiénes eran las otras convocadas para el número; le mencioné —entre varias— a Fina García Marruz, Cleva Solís y… Carilda Oliver Labra. Ahí Dulce tuvo un sobresalto y me dijo: «Te doy los poemas pero te pido por favor cuides que no aparezcamos en páginas contiguas Carilda y yo…». Le pregunté intrigado por qué, y me explicó con una suave sonrisa: «Es que ella y yo hacemos una poesía muy diferente…». Y a continuación me dijo lo que ya cité arriba. Los poemas que me entregó —manuscritos autógrafos— son los de Bestiarium, escritos en su adolescencia.

20 Humberto López Cruz, «El yo íntimo de Dulce María Loynaz en tres poemas desubicados», Romance Notes.

21 Muchos años más tarde, en 1989, Dulce María logró su sueño más querido: publicar estas Memorias de su padre, que ella misma transcribió y preparó. Después de recibir muchas promesas de distintos funcionarios cubanos, como ya he dicho en otras oportunidades, fue la gestión decisiva de Lucía Sardiñas la que hizo posible que Dulce viera convertido en realidad su deseo, y recibiera una gran felicidad: la hija del General había cumplido.

22 Conferencia el 12 de febrero de 1943, en la Sociedad de Artes y Letras de La Habana, ubicada entonces en la Casa de Maternidad y Beneficencia, donde ahora se levanta el Hospital «Hermanos Ameijeiras».

23 Conferencia ya citada.

24 El musicólogo Cristóbal Díaz Ayala (autor de Música cubana: del areíto a la Nueva Trova, 1981) señala como sus fuentes para mencionar este punto a Manuel Márquez Sterling (nieto del prócer) y Pedro Machado de Castro. A este asunto se refiere en detalle Roberto Ignacio Díaz en su estudio «El espíritu de Cuba y el espectro de la ópera», Revista Encuentro, Madrid, núms. 53-54, verano-otoño, 2004.

25 Pedro Felipe Figueredo y Cisneros, Perucho (18 de febrero, 1818-17 de agosto de 1871), es el autor de la letra y la música de la pieza que primero fue parte de un Te Deum interpretado en la Iglesia Mayor de San Salvador de Bayamo el 11 de junio de 1868, más tarde se conoció como «La Bayamesa», y finalmente fue consagrado como «Himno Nacional de Cuba», cantado por primera vez el 20 de octubre de 1868. Posteriormente tendría modificaciones de la letra, el arreglo musical y su orquestación, establecida definitiva y finalmente por el maestro Odilio Urfé en 1983.

26 En el primer artículo que publica José Martí en su primera estancia en México, aparecido en la Revista Universal con el seudónimo de Orestes, el 7 de mayo de 1875, relata los festejos cívico-patrióticos por la celebración de la batalla de Puebla contra el invasor francés, en el pueblo de Tlalpan, antiguamente conocido como San Agustín de las Cuevas, que además de un acto público en la plaza principal, incluyeron la inauguración del Panteón civil que primero llevó el nombre de «5 de Mayo» y hoy lleva el de «20 de Noviembre».

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