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Reseña de González Sánchez, Carlos Alberto El espíritu de la imagen. Arte y religión en el mundo hispánico de la Contrarreforma, Madrid, Cátedra, 2017, 362 pp., ISBN 978-84-376-3703-7

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 6, núm. 1, 2018

Instituto de Estudios Auriseculares

Ofelia Rey Castelao

Universidad de Santiago de Compostela, España

Fecha de recepción: 01 Octubre 2017

Fecha de aprobación: 30 Octubre 2017

El autor del libro que comentamos es una referencia en la historia de la cultura escrita, con una extensa y bien conocida obra que lo avala. Ahora da un paso más, hacia la historia de la cultura visual, incorporando la iconografía a la interpretación de una época en la que imagen y palabra iban de la mano para imponer un orden religioso, el del Concilio de Trento. La clave del libro es «la digresión de unos discursos religiosos, y otros laicos en la misma dirección, que justificaron y predispusieron determinadas tipologías iconográficas y artísticas, las garantes de la tradición e ideología de los poderes civiles y eclesiásticos, en una coyuntura de cambios y novedades imprevisibles» (pp. 21-22). Así lo manifiesta el autor en un prefacio que constituye menos una justificación del libro que una declaración metodológica y teórica basada en la reflexión y en la experiencia propia, así como en una interpretación crítica de la evolución historiográfica que se ha producido en los últimos años en los campos vinculados en esta obra, el textual y el icónico.

La base documental en la que se fundamenta Carlos Alberto González Sánchez reúne más de ciento sesenta textos de literatura espiritual de la Contarreforma, en su mayoría de los siglos XVI a XVIII, pero esa cifra oculta colecciones y obras en varios volúmenes, y otra documentación complementaria, lo que junto a una bibliografía numerosa y de variada procedencia —en buena medida, anglosajona—, hace muy útil el índice onomástico final, por cuanto obras y autores aparecen y reaparecen a lo largo del texto. En el complejo análisis que el autor nos ofrece de la relación entre lo textual y lo visual, las imágenes que salpican el libro son algo más que un complemento: forman parte de la argumentación, de ahí la selección que se ha hecho y que, salvo excepciones, no salieron de la mano de grandes artistas del Barroco, sino que son imágenes impresas en libros o folletos, estampas sueltas, pequeños fragmentos de pinturas murales, cuadros de casas particulares, tímpanos de iglesias, pequeñas piezas escultóricas, etc., no solo hispánicas sino también extra-europeas.

La obra se organiza en torno a siete capítulos en los que se resuelve la contradicción entre una idea dominante en la Contrarreforma —«el desprecio intelectual y la representación plástica del libro y el arte como símbolos de un saber caduco y profano, emblema de una perniciosa avaricia de sabiduría, manjar de la presunción» (p. 320)— y la desatada ola de publicaciones y la proliferación de imágenes que la jerarquía católica propició como vehículo para la «movilización de los valores apostólicos de una Iglesia militante», encontrando la solución en una «artillería censoria, didáctica y moralizante» que mantuvo atada en corto a la imaginación y la invención, «válvulas de escape compensatorias de una época convulsa y transida de complejos y decisivos avatares existenciales» (p. 326). Las palabras de Carlos Alberto González Sánchez definen de forma clara la esencia de su libro, pero los lectores comprobarán que para llegar ahí, recorre un complejo hilo argumentativo mediante el empleo cruzado de la tratadística ascética y espiritual, con las imágenes —y las teorías iconográficas de la época—, alcanzando una enorme profundidad de análisis.

La relación entre el texto y la imagen se desarrolla de forma hilvanada. Se inicia, en primer lugar, con una presentación de los libros e impresos como soporte imprescindible de la literatura de la Contrarreforma, producto en su mayoría de escritores religiosos, y buscando las pistas o indicios de su difusión, la que los autores buscaban —de ahí la importancia de los paratextos— y encontraban —lectores e intérpretes, oradores que los sintetizaban o utilizaban, o los discutían—, teniendo siempre en cuenta que la inmensa mayor parte de la población era analfabeta. En segundo lugar se analizan las imágenes sagradas, «recurso básico de la enseñanza, la memoria y la devoción de la fe católica», como reacción frente a la iconoclastia de la Reforma protestante; imágenes depuradas, decentes, honestas, pedagógicas; imágenes que «solo tienen razón de ser si cumplen una función específica» (p. 51); imágenes santas que se entendían como «un libro abierto y la crónica general de la fe, la devoción y las buenas costumbres, frente al desacato de la norma cristiana, lo obsceno e indecente de la creatividad artística» (p. 71), y como el complemento esencial de la predicación y la enseñanza de la doctrina.

El segundo capítulo, titulado «Imago eloquens», desarrolla en sus primeras páginas el potencial multiplicador de la imprenta y la capacidad de sus productos para reunir imágenes con texto, combinándose para la mutua comprensión aunque la calidad de lo iconográfico fuera de escaso valor artístico, ya que su verdadera utilidad no era el placer visual, sino la manipulación psicológica, la mentalización y la sensibilización del individuo. Carlos Alberto González Sánchez aporta constantemente comentarios de variada extracción que le permiten fundamentar su argumentación en las opiniones de la época, no siempre unánimes y a veces contradictorias. Los sub-capítulos dedicados a «retóricas paradigmáticas» y a la teatralidad barroca —a las «parafernalias desbordantes en su sentido escatológico, visual y conceptual» (p. 111)— ponen al lector ante la efectividad del utillaje piadoso, empleado magistralmente por la Compañía de Jesús en sus misiones y campañas de evangelización interior. La aparición de los jesuitas en estas páginas anuncia la importancia que sus obras, autores y textos tienen a lo largo de este libro, no sin razón, claro está.

«La oración: ascética y mística de la imagen» es el título del capítulo tercero, en el que no hay, como pudiera parecer, un estudio sobre la literatura religiosa, sino algo más innovador, ya que se detiene en la importancia que esa literatura otorgaba a las imágenes, en especial las referidas a la muerte, no en vano era el elemento crucial de la religión contrarreformista. La esencia de esta parte es el predominio que en el Barroco alcanzó «un discurso apocalíptico e instrumental, asociado a la retórica y las artes» como contrapeso «de una atmósfera decadente necesitada de esperanzas» (p. 151) y, por esto mismo, escenificado y articulado de forma tal que pudiese ser asequible en el púlpito, el teatro o las fiestas religiosas para su necesaria generalización entre el pueblo.

Los capítulos siguientes, titulados «Creer es ver» y «Los mirabilia», tienen mucho en común. El primero incide de modo especial en la imagen real que, a través de la vista, era «un cauce de la fe» que «presuponía un tipo de devoción sufragánea de los recursos iconográficos atrayentes», y a la imagen mental, que, claro está, procedía de la anterior, a través del recuerdo pero también de la fantasía. De ahí que en el segundo el autor analice el otro lado del espejo: la derivación hacia lo mágico o hacia lo oculto y lo fraudulento o falso; hacia las visiones y revelaciones, o hacia la valoración supersticiosa de la imagen, otorgándole poderes curativos o salvíficos. En fin «la misma fuerza de lo maravilloso hace que se convierta en interrogante oculto e insondable» (p. 219), propio de un mundo en el que la ignorancia popular seguía siendo una limitación y un campo minado en la medida en que mediatizaba y podía distorsionar la interpretación del mensaje ortodoxo.

La imagen y la imaginación, objeto de controversias de fuerte calado en los siglos XVI y XVII, es el tema del capítulo sexto —Anima mundi es su título—. La imitación y las vivencias imaginarias eran —y son— ingredientes sustanciales del arte, que actuaban sobre el imaginario colectivo, de ahí que la Iglesia católica pusiera al arte y los artistas bajo vigilancia, para evitar fantasías perversas que generasen confusión entre la gente común. Por esa misma razón, la relación entre imagen e imaginación fue motivo de debate entre autores religiosos —de nuevo, los jesuitas tienen aquí un notable protagonismo—, pero también entre artistas e intelectuales: la creatividad artística convertida en «fantasía desenfrenada» podía ser «una de las claves sintomáticas de aquella enfermedad cultural, mental-imaginativa, extravagante y nociva» (p. 250).

El extenso capítulo final lleva por título «Nuevos mundos de la imagen», y en sus páginas se aborda el protagonismo que la escritura y la imagen tuvieron en la aculturación u occidentalización de los espacios descubiertos a comienzos de la Edad Moderna. Carlos Alberto González desarrolló en obras anteriores la difusión de los productos de la imprenta en América, pero ahora afronta otra faceta, la evangelizadora y misional, no en sí misma sino atendiendo al instrumental gráfico e iconográfico que permitieron avanzar por encima de las resistencias de las sociedades receptoras y salvar los problemas de la comunicación verbal. Los «artificios de virtudes piadosas», la hagiografía, los repertorios biográficos de mártires, la oratoria adaptada a la realidad de aquellas sociedades, las imágenes impresas —estampas de Cristo, de la Virgen, de los santos—, la «pacotilla piadosa» —rosarios, crucifijos, agnusdéis, etc.—, se utilizaron por parte de las órdenes religiosas y por el clero secular para hacer efectiva una evangelización que en el siglo XVI era más teórica que real, y que en el XVII se consolidó y avanzó territorialmente hacia Oriente, mediante las misiones jesuíticas en China y en Japón, que ocupan las últimas páginas de este capítulo.

Un interesante epílogo pone fin a la obra, no un capítulo de conclusiones convencional por cuanto la estructura del libro no lo exige. En definitiva, este nuevo libro de Carlos Alberto González Sánchez consolida una línea en la que había hecho aportaciones parciales en época reciente y que se fundamenta sobre la experiencia de sus libros anteriores. Pero es sin duda una apuesta más arriesgada y ambiciosa, que solventa con éxito gracias a un enorme esfuerzo de recopilación crítica de textos y de elementos gráficos, y al dominio metodológico de la dificultosa combinación entre ambos tipos de testimonios. Para finalizar, sintetizamos los valores de esta obra: su coherencia argumental, la complejidad de su planteamiento y su perspectiva innovadora.

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