Secciones
Referencias
Resumen
Fuente
Cómo citar
Buscar
Paul Valéry y lo “místico”: la lectura valeriana de san Juan de la Cruz
Paul Valery and the ‘Mystic’: the Valerian Reading of Saint John of the Cross

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 6, núm. 2, 2018

Instituto de Estudios Auriseculares

Diego Honorato

Universidad de los Andes, Chile



Fecha de recepción: 18 Octubre 2017

Fecha de aprobación: 18 Enero 2018

Resumen: El artículo examina la particular recepción que Valéry realizó de la poesía de san Juan de la Cruz, la concepción valeriana de lo “místico” y de la expre­sión «místico sin Dios». La tesis principal del artículo sostiene que la crisis amorosa que Valéry vivió en la llamada Noche de Génova (1892) es decisiva para compren­der tanto su lectura de la poesía de san Juan de la Cruz como su propia concepción de lo místico. El artículo se estructura en tres partes: en primer lugar, se analiza la lectura que Valéry hizo de la poesía de san Juan de La Cruz; en segundo lugar, si­guiendo la interpretación de Charles Moeller, se propone que la llamada «Noche de Génova» constituye una clave de lectura fundamental para comprender la posible limitación que exhibe su recepción del místico español, así como su propia con­cepción de lo místico; por último, se intenta precisar cómo debe comprenderse la famosa afirmación valeriana «mystique sans Dieu», místico sin Dios.

Palabras clave: Paul Valéry, san Juan de la Cruz, misticismo, amor.

Abstract: The article examines the particular reception Valéry made from the poetry of Saint John of the Cross, the Valerian conception of the “mystic” and the expression «Mystic without God». The main thesis of the article argues that the love crisis that Valéry lived in the so-called “Night of Genoa” (1892) is decisive for understanding both his reading of the poetry of Saint John of the Cross and his own conception of the mystic. The article is structured in three parts: first, we analize the reading that Valéry made of the poetry of Saint John of the Cross; second, following Charles Moeller’ s interpretation, it is proposed that the so-called “Night of Genoa” is a key element to understand the possible limitation that shows his reception of the Spanish mystic, as well as his own conception of the mystic. Finally, an attempt is made to clarify how is to be understood the famous valerian affirmation «mys­tique sans Dieu», mystic without God.

Keywords: Paul Valéry, Saint John of the Cross, Mysticism, Love.

Paul Valéry publicó en 1941 un ensayo en la Revue des Deux Mondes titulado «Un poète inconnu: le Pére Cyprien», el cual luego apareció ese mismo año como prefacio a la segunda reedición de «Las obras espirituales del beato padre Juan de la Cruz», al conmemorarse trescientos años de la traducción realizada en 1641 por el monje carmelita francés R. P. Cyprien. El ensayo en cuestión, que luego sería reimpreso en Varieté V (1944), constituye un encomio doble: por una parte elogia la traducción del padre Cyprien al grado de proponerlo «como uno de los más perfec­tos poetas de Francia» 1 , y por otra, realiza un comentario breve, pero de enorme in­terés —que será aquí el objeto de nuestro análisis—, sobre la poesía de san Juan de la Cruz. No carece de importancia consignar que este no fue, sin embargo, el primer encuentro de Valéry con la obra del poeta y místico carmelita, puesto que tal como él mismo lo señala en la introducción del referido ensayo, Valéry había descubierto la poesía de san Juan unos treinta años antes (en 1911 si hacemos caso de su noticia) en un viejo y grueso volumen en cuarto, que —así nos lo advierte el mismo poeta— «no era de los que yo suelo leer o suelo tener necesidad de consultar» 2 . Es verdad, sin embargo, tal como lo ha advertido Livni 3 , que Valéry fue en algunos periodos de su vida un asiduo lector de autores místicos, aunque nada indica que haya tenido una predilección particular por los místicos cristianos ni por la fe que subyace en sus experiencias. Lo que le atraía, en cambio, era que la obra de estos autores reflejaba —a ojos del poeta— una exploración sin par de los secretos de la interioridad del espíritu humano. Y fue esta dimensión en particular del verso de san Juan la que deslumbró a Valéry. En lo que sigue intentaremos dar cuenta de es­tas cuestiones en tres pasos sucesivos. En primer lugar, analizaremos la recepción que Valéry hizo de la poesía de san Juan de La Cruz; en segundo lugar, siguiendo la lectura de Charles Moeller, propondremos que la llamada «Noche de Génova» constituye una clave de lectura fundamental para comprender tanto la posible li­mitación que exhibe su recepción del místico español como su propia concepción de lo místico; por último, intentaremos precisar brevemente cómo, a nuestro juicio, debe comprenderse la famosa afirmación valeriana «mystique sans Dieu» 4 , místico sin Dios, que Valéry aplicó a Monsieur Teste, un alter ego de sí mismo.

1. La lectura valeriana de San Juan de la cruz 5

Parece indudable que Valéry vio en el estilo de los versos desnudos de san Juan un precursor de la poesía pura y del simbolismo. Quizá por eso mismo el análisis de Valéry se detiene principalmente en aspectos lingüísticos, de estilo, y en ciertos alcances psicológicos, aunque omite completamente pronunciarse sobre la expe­riencia vital que subyace en la poesía de san Juan, es decir, sobre aquello que Hatz­feld ha llamado el motivo de toda poesía mística 6 . Es verdad, con todo, que mani­fiesta no poca sensatez de parte de Valéry el que ya desde el comienzo del ensayo confiese su propia limitación como lector de obras místicas: «Me da la impresión de que hay que estar en la vía que tales obras trazan y jalonan, muy adentrado en esa vía incluso, para dar todo su sentido a una lectura que no sea “corriente”, una lectu­ra que solo puede valer si hay una penetración profunda, ilimitada en cierto sentido, de sus efectos» 7 . Valéry no pretende entender «de materias tan elevadas», porque eso supondría poseer una participación vital en lo místico; en cambio, se interesa vivamente en los recursos poéticos y psicológicos que configuran la “lengua” y la “mente” de san Juan.

El primer motivo sobre el que Valéry se detiene es el de la «Noche oscura», di­mensión que el poeta francés denomina «el tema favorito de san Juan de la Cruz» 8 . En un sintético párrafo se nos describe la necesidad de pasar por la noche de los sentidos y la noche del espíritu como medios para conducir al alma desde el estado de meditación al estado de contemplación. Se trata, señala Valéry, de mantenerse en esa oscuridad esencial de modo que el alma, rechazando toda claridad sensi­ble, imaginativa o intelectual, alcance la íntima unión con Dios en la perfección del «vacío místico». Y es en este momento, después de señalar que en esta doctrina mística comparece algo irreductible a cualquier filosofía basada en una experien­cia verificable, cuando Valéry esboza brevemente una primera consideración, de orden psicológico, que estimamos de particular valor para nuestra lectura. Valéry señala lo siguiente:

Pese a todo, el muy imperfecto lector que era yo de estas páginas sublimes pudo maravillarse de las observaciones sobre las voces interiores y sobre la me­moria, que encontró en los Tratados de la Subida al Monte Carmelo y de La Noche oscura del alma. Se encuentran allí testimonios de una conciencia de sí y de un poder de descripción de las cosas no sensibles, como rara vez llega a ofrecer la literatura, ni siquiera la más especialmente dedicada a la “psicología” 9 .

Lo que llama nuestra atención en estas líneas es la particular valoración que Valéry realiza de las facultades y sentidos internos que estarían operando en san Juan de la Cruz y en los que Valéry descubre «un poder de descripción de las cosas no sensibles» sin paralelo en la historia de la literatura. Es decir, Valéry lee a san Juan apropiándose con total naturalidad de aquello que le resultaba más afín a su propio espíritu, aunque, como veremos en la segunda parte de este trabajo, deja completamente de lado aquello que no cae dentro de los límites de su estricta ins­pección racional. De este modo, Valéry es cautivado por «las voces internas», por «la memoria», por la «conciencia de sí», facultades que, extremadas por la noche oscura del alma, se vuelven en el poeta san Juan un poderoso organon de conoci­miento de lo suprasensible. A nuestro juicio hay aquí una clave fundamental para entender la indudable atracción que generó la poesía mística del santo carmelita en Valéry: se trataría de ampliar y afinar los poderes cognoscitivos del espíritu hasta sus límites 10 . De este modo en las ultimidades del espíritu la experiencia mística de san Juan se le presenta a Valéry, arquetipo perfecto del Fausto 11 , como un modelo excepcional en el que las dimensiones psicológica y lingüística, acrisoladas por el ardor y el silencio de la noche, adquieren el poder de revelar las regiones ignotas del yo puro (Moi pur) 12 . No queremos decir con esto que Valéry haya pasado por alto que estos poemas hablan esencialmente sobre el amor y que detrás de la semblan­za del amor pastoril se esconde «una profundidad de pasión sobrenatural y un misterio infinitamente más precioso que cualquier amor humano que pueda albergar el corazón» 13 ; sin embargo, resulta evidente, particularmente en el contexto de su obra general y de su biografía, que ese motivo, si bien correctamente identificado (pero que solo ocupa unas cuantas líneas del ensayo), no constituye el centro de su análisis. En cambio, sí lo hace su reflexión en torno al «estilo puro» 14 del lenguaje de san Juan, que es el segundo aspecto, además del psicológico ya apuntado, al cual nos referiremos a continuación.

Valéry admira una obra poética si transmite un «sentimiento de perfección», valor que para el poeta francés está íntimamente ligado a su perfección formal. El autor de Charmes, en efecto, comprendía la poesía como un lenguaje al inte­rior del lenguaje, según lo cual el poema, mediante una determinada combinación de palabras (sonidos), tendría como finalidad producir en quien las escucha una emoción poética. Más específicamente ellas tendrían la capacidad de lograr que el mundo ordinario se transfigure o transmute —cambie de signo— adquiriendo un nuevo sentido completamente ajeno frente al corriente u ordinario. Las palabras, de este modo, atraídas entre sí, suplantan la realidad y dejan de estar al servicio del referente. Por eso, si recitamos una y otra vez en nuestro interior (o vocalmente) un poema, no es primariamente porque no hayamos comprendido qué es lo que sus palabras designan, sino porque deseamos simplemente escucharlas otra vez, ha­ciéndolas resonar libremente en el aire como notas musicales autónomas. Habría que añadir que Valéry, al igual que Mallarmé, buscaba la palabra esencial y recha­zaba el exceso de adornos y figuras retóricas propias del decadentismo modernista de fines del siglo XIX. En otros términos, para Valéry, hay mayor perfección poética mientras menos palabras disponga el poeta para lograr su efecto. Pues bien, a la luz de esta breve descripción del ideal de poesía pura 15 volvámonos sobre los atributos del lenguaje de la poesía de san Juan que tan gran impresión causaron en el escritor francés. Son dos las cualidades principales que Valéry destaca en su ensayo. En primer lugar, el esencialismo poético, según el cual san Juan nos habla de una experiencia inefable sin utilizar «grandes efectos» ni «imágenes y epítetos maravillosamente forzados y determinados a sorprender al lector», recursos to­dos —piensa Valéry— que tienen como propósito llevar «a admirar al autor y a sus recursos, antes que a la obra en sí» 16 . La obra poética de san Juan de la Cruz, en cambio, sería un ejemplo sobresaliente de aquello que con toda precisión podemos nosotros calificar de ascetismo lingüístico y poético, es decir de sobriedad poética. Valéry enuncia esta idea en un párrafo insuperable:

Me parece a mí que el alma, cuando está a solas consigo misma, cuando,de tiempo en tiempo se habla entre dos silencios absolutos, no emplea nuncamás que un reducido número de palabras, y ninguna extraordinaria. Entonces escuando se advierte en qué hay alma, cuando se experimenta también la sensaciónde que todo lo demás (todo aquello que exigiría un vocabulario más vasto) no esnada más que simplemente posible… Prefiero, pues, los poemas que produzcan […]sus bellezas como deliciosos frutos de su flujo aparentemente natural, produccióncasi necesariamente seguida de su unidad o de la idea de perfección que es susavia y su sustancia (cursivas en el original) 17 .

De estas consideraciones se sigue una segunda observación, aunque íntima­mente entrelazada con la primera. En orden a lograr este esencialismo o ascetismo lingüístico se requiere no solo la purificación de la lengua poética, sino también la purificación del hablante lírico. Esto significa que, según la concepción de perfec­ción de Valéry, la lengua debe estar dispuesta con total naturalidad en el poema, evitando todo artificio lingüístico, de modo que incluso la noción misma de autor tienda a desaparecer o invisibilizarse. En otras palabras, tan natural ha de ser la unión entre el sentido y las palabras en el poema que, capturados por esa perfec­ción sonora, todas las cuestiones relativas al autor (por ejemplo, a su personalidad lírica o a aspectos biográficos) dejarán de inquietarnos, es decir, pasarán inadver­tidas, como inadvertidas, también, pasan las raíces o el tronco delante del fruto (el poema) que admiramos. De esta manera, piensa Valéry, mientras más perfecto sea un poema, menos huellas del hablante hemos de encontrar en él:

Pero tal apariencia de prodigio no puede conseguirse sin haber aplicado en ella el más arduo de los trabajos, tanto más sostenido cuanto que para alcanzar su término debe entregarse a la eliminación de toda posible huella de sí mismo. El genio más puro se revela únicamente en la reflexión; no proyecta en su obra ni la más leve sombra de la laboriosidad o del exceso de nadie. Lo que yo llamo Perfección elimina la persona del autor; y por ese lado, no deja de resonar cierto eco místico, como sucede en toda búsqueda en que se coloque deliberadamente el término “hasta el infinito”. 18 (cursivas y mayúsculas en el original)

Es importante aclarar, sin embargo, que el «eco místico» al que se refiere aquí Valéry no debe ser equiparado al anonadamiento o vaciamiento (kénosis) de la voluntad que se verifica en la experiencia mística, sino a una purificación del yo entendida únicamente en clave lingüística. Ascesis, sí, pero ascesis de la lengua y de aquello que los lingüistas denominan «yo enunciante». De este modo, podemos concluir parcialmente señalando que Valéry descubre en el estilo puro [style pur] de san Juan un precursor de su propia poesía pura.

Ahora bien, esta aproximación por parte de Valéry hacia la poesía mística de san Juan no solo nos permite advertir lo que tienen en común ambos poetas, sus respectivas formas de poesía pura, sino también las enormes diferencias que los separan. Helmut Hatzfeld, comentando precisamente la lectura de Valéry del mís­tico español, lo expresa sin ambages: «Valéry guarda silencio sobre tres elemen­tos, que faltan ciertamente en su propia poesía, pero se funden inseparablemente con la visión poética de san Juan de la Cruz: pureza ascética, reverencia religiosa y amor de caridad. Estas cualidades están ausentes de la poesía de Valéry y en cambio predominan en ella una sensualidad consciente, una angustia trágica y una desesperación sin amor» 19 .

El interés de Valéry por san Juan es poético y lingüístico, incluso psicológico, pero no espiritual, al menos si por espiritual nos referimos al sujeto último de la fe, de la vida de piedad y la caridad cristiana. Por ello la purificación que Valéry admira ante todo es la purificación del lenguaje, no la del alma. Esta constatación, anuncia­da por lo demás por el mismo Valéry al distinguir entre una «simple comprensión del texto» y la necesidad de contar con una «participación vital» a la hora de poder «dar todo su sentido a una lectura que no sea “corriente”» 20 , deja, no obstante, en el aire algunas preguntas fundamentales. Dado que Valéry mismo defiende una poética donde el principio distintivo de la poesía, frente al de la prosa, es la inextri­cable unidad entre sentido y palabra, entre sentido y sonoridad, ¿no habría acaso que atender cuidadosamente al motivo central del amor unitivo del alma por Dios (el sentido místico del poema) para así comprender adecuadamente la particular pureza lingüística del poema? ¿No habrá razones para sostener, a la luz de los mis­mos principios valerianos, que la “ascética lingüística” —en san Juan— es el reverso de su “ascética amorosa”? ¿Que la adecuada comprensión de la primera exige o demanda una interiorización —hasta donde eso es posible— de la segunda? Valéry, es cierto, no ha negado nada de esto, pero ha guardado un significativo silencio sobre el motivo amoroso, apenas justificado por una breve indicación sobre cierta «profundidad de pasión sobrenatural» y por el reconocimiento de su incompeten­cia para juzgar sobre la experiencia mística en sí misma. Por razonable y sensata que esta posición pueda parecernos, intentaremos mostrar en la segunda parte del artículo que el tipo de aproximación efectuada por Valéry, que consideramos emi­nentemente lingüística y psicológica, no solo determina su lectura del fenómeno del misticismo en san Juan de la Cruz (o del misticismo en general), sino que tam­bién es determinante para comprender el particular sentido que posee la expresión «mystique sans Dieu» aplicada al mismo Valéry. Siguiendo la lectura de Charles Moeller sostendremos que en la base de ambas cuestiones (de su omisión respec­to de la dimensión amorosa-espiritual en san Juan y de su singular concepción de lo místico), estaría la así llamada «Noche de Génova», experiencia padecida en su juventud que le llevó a maldecir el amor.

2. Valéry y la noche de Génova

Valéry tenía inconfundiblemente rasgos juveniles de misoginia. No deja de ser sorprendente que un joven Valéry de apenas 19 años, en una carta escrita a Albert Dugrip en noviembre de 1890, señale con cierta excesiva presunción: “Todo lo malo que proclamo de las mujeres y de la vida cotidiana, lo pienso y lo pensaré siempre”. El mismo año, un poco antes de esa carta, le confesaba a su gran amigo Pierre Louÿs, hablando en tercera persona acerca de sí mismo: “Las mujeres son para él [Valéry] graciosos animalitos que han tenido la perversa habilidad de desviar hacia sí la atención de demasiados espíritus. Se las pone en lo más alto de los altares del arte, y, por desgracia, nuestros elegantes psicólogos saben mejor anotar sus en­furruñamientos de perras, sus arañazos de gatas, que desmontar el difícil cerebro de un Ampère, de un Delacroix, de un Edgar Poe” 21 . Estos singulares exabruptos del joven poeta parecen explicarse por el temor —expresamente admitido por Va­léry 22 — de que su inmensa potencialidad poética e intelectual se vería menguada en sus fuerzas creativas por el desgaste y las preocupaciones que la pulsión erótica trae normalmente consigo. Sin embargo, sería un error suponer que la figura de la mujer se le presentaba únicamente al joven Valéry como objeto problemático de un deseo carnal. El poeta también se refiere en otras cartas al amor puro e ideali­zado con el que se permitía fantasear románticamente de vez en cuando, aunque ese amor le parecía precisamente un imposible, una idealización o ensoñación que por su propio impulso imaginativo creía necesario contener dentro de rigurosos límites intelectuales. De este modo la realidad del Amor, entendido como un que­rer ejercitado por la voluntad, se le escapaba a este veinteañero Valéry o bien por defecto o bien por exceso. Por defecto, porque él creía encontrar en la realidad dos tipos de mujeres: la prostituta y la “pequeña burguesa espantosamente tonta”, es decir, en ambos casos una criatura inferior y degradada respecto de lo que ella es.

Por exceso, en cambio, cuando la idealizaba como la enamorada “prerrafaelista” al modo de una ensoñación de la imaginación y un modelo superior de virtudes, aunque aparentemente imposible de hallar en la realidad. Ahora bien, esta aproxi­mación psicológica revela un punto central que afecta no solo la forma en que el joven Valéry experimenta el amor humano, sino que nos permite también adelantar ciertas consecuencias que se harán visibles en su relación poética-intelectual con cualquier otro, incluyendo, por cierto, el Otro divino 23 . Valéry se ve escindido en sus poderes anímicos sin poder reconciliar, por una parte, las pulsiones sensibles, cuya necesidad de satisfacer con moderación el comprende y acepta, y por otra, las fa­cultades para él esenciales de la imaginación y del entendimiento, que lo jalan en el sentido contrario. Es decir, habría aquí una tensión entre dos polos: el carnal (sensi­ble) y el espiritual (intelectual) que Valéry, en mi opinión, padeció no solo durante su juventud, sino que de diversas formas durante toda su vida. Desde esta perspectiva Valéry parece situarse más acá del amor o más allá de éste, pero en todo caso sin ser capaz de comprenderlo ni de vivenciarlo. Arriesgándonos un poco cabría sos­tener que el talante y la sensibilidad intelectual de Valery es una que le hizo inca­paz de experienciar vitalmente aquello que primero no hubiese comprendido cons­cientemente. En este sentido Charles Moeller dice muy acertadamente que «Valéry sueña con un amor que sea conocimiento, en el sentido de posesión, de un acto, y no arrancamiento de sí mismo» 24 . Es decir, amar —tal como lo entendería Valéry— sería una forma de conocer, de asimilación y dominio cognoscitivo del otro.

No obstante, este apartamiento o rechazo voluntario del género femenino no le hizo inmune a su influjo. Como es sabido, la femme fatale hizo su aparición en junio del año 1891. Valéry en su correspondencia la llamaba Madame de R., una baronesa casada 10 o 15 años mayor que él, de origen catalana, con la cual nunca cruzó ni siquiera una palabra, y a quien viera en tres o cuatro ocasiones sin que ja­más ella supiera nada de él. Madame de R. se transformó en una obsesión hiriente, en un fantasma idolátrico, aunque desprovisto de deseo carnal, que le subyugó por entero, llevándolo, quizá por su excesiva sensibilidad, al borde del suicidio en tres ocasiones 25 . Así, aquel brillante muchacho acostumbrado a ejercer el autoexamen de sí mismo, de su conciencia creadora y de su arte, se veía ahora exiliado de sí y extrañamente desfigurado, destronado por una pasión idealizada sobre la que no parecía tener control alguno. Esta circunstancia, tan inusitada en el poeta, se exten­dió a lo largo de casi dos años canalizando y potenciando un estado de alienación interior que lo condujo a la oscura noche de relámpagos de Génova. A este res­pecto existe un acuerdo generalizado entre los estudiosos 26 de Valéry, refrendado en innumerables referencias por el mismo poeta tanto en los Cahiers como en su correspondencia personal, acerca de que este acontecimiento —su luminosa noche oscura— vino a sellar o ratificar una convicción (moción) interior que definiría toda su posterior actividad creadora filosófica y poética. Los eventos en cuestión a los que nos referimos fueron los siguientes: Valéry vio por última vez a su ilusoria amante el 14 de septiembre de 1892, justo el día antes de partir a Génova, donde pasaría las vacaciones en casa de unos tíos hasta el 26 de noviembre. Esa extraña coincidencia, el avistamiento de Madame de R., volvió otra vez a sumir su ánimo en una abrumadora pesantez que le acompañó hasta la noche del 5 de octubre cuando se desató una terrible tormenta. Valéry, sin duda, bajo el fuerte influjo de los acontecimientos antes descritos vivió esa noche como absolutamente decisiva. La pasó en su habitación, sentado en su lecho, con la conciencia agudizada por los re­lámpagos eléctricos sabiendo —así él lo expresa— que todo se jugaba en su cabeza:

Noche espantosa. La paso sentado en el lecho. Tormenta por todas partes. Mi habitación, deslumbrada a cada relámpago. Y toda mi suerte se jugaba en mi cabeza. Estoy entre yo y yo.

Noche infinita. CRÍTICA. Quizá efecto de esta tensión del aire y del espíritu. Yestos reventones violentos, redoblados desde el cielo; estas iluminaciones bruscas,entrecortadas, entre las limpias paredes de cal desnuda.

Me siento OTRO esta mañana. Pero —sentirse Otro— esto no puede durar. Ya sea que uno vuelva a ser, y que triunfe el primero; o que el nuevo hombre absorba y anule al primero. (OC, II, 1435)

Esta noche, conocida como la Noche de Génova en la literatura valeriana, ha sido comparada por Moeller a la experiencia de conversión de Claudel o a la noche de fuego divino de Pascal, pero con una diferencia esencial. Cito a Moeller: «La noche de Valéry no fue ni de amor humano ni de amor divino; no fue “sentimiento desgarrador” de la inefable infancia de Dios, ni siquiera sentimiento de presencia de cualquier clase: fue espanto, descubrimiento de la vanidad radical de toda su vida anterior. Noche mística, pero bajo el signo de la nada» 27 .

En nuestra opinión, sin embargo, Moeller se excede al usar la expresión «noche mística» para referirse a esta espantosa noche de relámpagos. No se trata aquí de misticismo, ni siquiera «bajo el signo de la nada», sino de la lucha interior entre su dos yoes. Por eso dice enigmáticamente «estoy entre yo y yo» [Je suis entre moi et moi]. Valéry, por cierto, no aclara exactamente cuáles son estos yoes, aunque pare­ce evidente —tal como se deja entrever al final del referido pasaje— que se trata del yo viejo y el yo nuevo. Es como si la tormenta de relámpagos hubiera producido en él una kátharsis de insospechada magnitud intelectual («toda mi suerte se jugaba en mi cabeza»); una purgación o expulsión pasional que le permitió descubrir que llevaba dos años poseído por un imagen falsa e idolátrica, un ídolo fabricado por una imaginación descontrolada y desprovista del dominio de su auténtico Yo. Dos yoes, por tanto. Uno, el yo viejo que había sucumbido frente a ídolos extranjeros, haciéndose esclavo de una pasión idealizada, pero fútil; el otro, su yo nuevo, su yo autentico y solitario, pero en completa posesión de sí. Esta elección racional, que fue también una elección por la autodeterminación, le condujo a una cosmovisión estética y racional, cuyo centro consistió en una verdadera práctica ascética de auto-observación del propio ego (y más tarde también de la propia corporalidad) al modo de un “verse viéndose”. De esta manera Valéry maldijo el amor en 1892 desarrollando una particular forma de egotismo 28 .

Tal como intentaremos mostrar en la tercera parte del artículo, el hecho de que Valéry haya abjurado del amor tuvo enormes consecuencias respecto de su apro­ximación al problema de Dios, de su misma lectura de san Juan de la Cruz y del fenómeno del misticismo en general. En otras palabras, asumiremos como clave de lectura para acercarnos a las cuestiones tratadas, una hermenéutica del desa­mor o del amor ausente.

3. Valéry: ¿un místico sin dios?

Es sabido que Valéry, un pensador eminentemente agnóstico o ateo, utilizó con inusitada frecuencia las expresiones místico y misticismo a lo largo de sus escri­tos. Y esto no solo en los ensayos en que trató directamente sobre el misticismo de san Juan de la Cruz o el de Svedenborg 29 ; pues son numerosas las entradas de los Cahiers donde Valéry, a propósito de temas muy variados y en sentidos también muy diversos, se refiere a lo místico 30 . Una de esas referencias, y sin duda la más famosa, es la que encontramos en Monsieur Teste donde Madame Émilie Teste conversa con un sacerdote acerca de su marido. El diálogo contiene muchos de los rasgos centrales de la personalidad de Valéry (a través de su alter ego Monsieur Tes­te), al tiempo que abre una “posibilidad” —la de una inhabitación extraña en su interior— que ya tempranamente, recordemos que el diálogo fue escrito en 1896, deja en­trever el conflicto interior que desvive a Valéry. El pasaje, en cuestión, es el siguiente:

Hay en él no sé qué aterradora pureza, un desapego, una fuerza y una claridad innegable. Nunca he observado tal ausencia de confusión ni dudas en un entendi­miento tan profundamente inquieto. ¡Él es terriblemente tranquilo! No se le puede atribuir ningún malestar de alma ni oscuridades internas… ni nada, por otra parte, que derive de los instintos del temor o del deseo… Y nada que se dirija hacia la Caridad [Charité]. Su corazón es una isla desierta […] «Paciencia, querida señora. Tal vez algún día encuentre una huella en la arena [empreinte sur le sable] […] Qué dichoso y sagrado terror, qué saludable temor cuando él reconozca en ese puro vestigio de la gracia [pur vestige de la grâce] que su isla está misteriosamente habitada [mystérieusement habitée]!…» Entonces le dije al Padre que mi marido a menudo me hacía pensar en un místico sin Dios [mystique sans Dieu]. «¡Qué des­tello! —dijo el Padre—» […] Pero de inmediato replicó, para sí mismo: «¡Místico sin Dios!… ¡Brillante tontería! […] Una claridad que no lo es… Un místico sin Dios, seño­ra, pero no es posible concebir un movimiento que no tenga dirección y sentido, y que no llegue finalmente a algún lugar! ¡Místico sin Dios! ¿Por qué no un Hipogrifo, un Centauro?» (C, II, pp. 33-34, la traducción es nuestra).

Monsieur Teste o Valéry —para efectos prácticos los identificamos— ha he­cho una rigurosa ciencia de sí mismo en busca del rigor y la precisión conceptual, evitando toda pasión o afección involuntaria (pathos) que pueda tomar posesión de su yo y lo reduzca a un estado de pasividad, trátese de un temor paralizante, del deseo sexual o del compromiso con el otro que supone el amor de Caridad (mayúsculas en el original). Así, Valéry, tras la noche de Génova, se ha vuelto una «isla desierta». Sin embargo, es en ese momento cuando comprendemos, como si se tratara de una admonición puesta por Valéry en boca de un sacerdote, que las raíces de esta isla se extienden hacia las fronteras últimas de la conciencia 31 , pues es precisamente allí donde el poeta vislumbra una enigmática posibilidad que configura el más hondo sentido de su actividad creadora y reflexiva. Esta posibili­dad —que siempre mantiene un carácter potencial o desiderativo— consiste en la apertura a un encuentro con lo absolutamente inesperado, y quizá, por eso, con lo absolutamente Otro; un vestigio puro de la gracia (pur vestige de la grâce) que lo sitúa frente a la huella (empreinte) de una presencia ajena y misteriosa en medio de su inexpugnable soledad. Pero, ¿qué es esta huella?, ¿a quién pertenece?, ¿quién es este enigmático “otro”? Paul Gifford en su excelente estudio «Self and Other: Valéry’s Lost Object of Desire» (1998) sostiene que la figura del otro se presen­ta en Valéry de tres modos. O bien bajo la forma de la dualidad “yo—mi mismo” [Je et Moi] que subyacería en el diálogo interno que toda conciencia individual tie­ne consigo misma; o bien como diálogo frente al “otro yo” que se presenta en la amistad o en la posibilidad (ideal) del amor con el otro femenino 32 ; o bien en tercer lugar, bajo la forma de una unión particular, nunca completamente excluida por Valéry, con un “Otro metafísico”, con la otredad absoluta que sería Dios mismo, aunque —debe advertirse— Valéry siempre parece haberlo experimentado al modo de una negatividad, es decir, como una presencia-ausente. Pues bien, en nuestra opinión la misteriosa huella en la arena, ese vestigio de la gracia, debe interpretarse en este último sentido. No es casual que sea precisamente en ese momento que Madame Teste se refiera a su marido como un mystique sans Dieu. La paradoja contenida en esa expresión —tal como lo enfatiza irónicamente el sacerdote— es manifiesta 33 y concuerda plenamente con ese otro notable oxímoron, «misticismo sin objeto» 34 , expresión que Valéry también utilizó para intentar dar cuenta de un deseo en estado puro dirigido hacia un objeto que nunca se experimenta como tal. Desde esta perspectiva nos parece acertada la comparación hecha por Gifford 35 con la noción freudiana de «objeto perdido del deseo» y con lo que Lacan también llama, siguiendo a Freud, objeto a 36 (a, de autre, con minúsculas, para diferenciarlo del objeto A, con mayúsculas, que es el otro capaz de apersonarse), que equivale a un otro o alteridad que tiene la particularidad de que nunca se presenta como una cosa visible (algo o alguien) ante nuestra experiencia, ya que, en último tér­mino, se identifica con la causa que pone en movimiento el deseo, pero sin jamás comparecer como algo ahí-delante del sujeto. Es, por tanto, un objeto paradójico, inobjetivable e irrepresentable, puesto que en él —e igual cosa sucede en Valéry— solo se descubren las huellas de una carencia, es decir, de un vacío que nos remiten hacia algo perdido 37 .

Ahora bien, es aquí donde reside la clave decisiva para entender en qué sentido restrictivo (si lo comparamos con san Juan de La Cruz) debe entenderse la expre­sión «mystique sans Dieu», y por extensión, la cuestión del “misticismo” en Valéry. Lo místico, bajo esta lectura, adopta la forma de una prosecución de lo infinito o de lo extremo 38 , que el poeta y filósofo descubre como un punto ciego en su espíritu, en su yo puro, y al cual es conducido por un movimiento de doble faz: intelectual y erótico (deseo). De este modo, en el confín último de su conciencia (Fausto) y en el confín último de la pulsión erótica (Lust), Valéry descubre la infinitud del espíritu humano como una frontera misteriosamente habitada [mystérieusement habitée] por un Otro ausente que, en términos psicoanalíticos se corresponde con el objeto perdido de un deseo de raigambre metafísica. Este objeto perdido, sin embargo, solo se le presenta a Valéry bajo la advocación del conocimiento y del deseo, pero tal como hemos venido argumentado, no parece que lo haya hecho por la vía as­cética y purgativa del amor de caridad. ¿Habrá que afirmar, entonces, que la vía ex­celsa de la Caridad [Charité], como virtud teológica, quedó completamente cegada para Valéry después de 1892? ¿Selló efectivamente el poeta esa puerta de su alma? Por razones de extensión no podemos profundizar aquí en esta delicada cuestión, pero pienso que Moeller y Gifford 39 están en lo correcto al señalar que Valéry, par­ticularmente desde los años 20, comienza a ponderar cada vez más las razones del corazón 40 , y que su enorme recelo, en ocasiones abierta oposición frente al cristianismo, comenzaba a abrirse a una consideración más serena del misterio central de esta religión; la única, en opinión del poeta, que estaba ligada indiso­ciablemente al amor. En efecto, la última entrada de los Cahiers, escrita con letra temblorosa en junio o julio de 1945, señala escuetamente: «La palabra Amor sólo se ha visto asociada al nombre de Dios desde Cristo» (C, XXIX, p. 911) 41 . No se tra­ta, por cierto, de sostener que Valéry al final de su vida experimenta un proceso de conversión religiosa. La evidencia textual que conocemos apunta, más bien, a una conversión desde su agudo cartesianismo y anti-romanticismo hacia una posición más equilibrada donde la matemática del espíritu y los sentimientos (incluyendo, posiblemente ahora, el amor), concurren con igual autoridad en la búsqueda del otro que Valéry descubre tanto en sí mismo, en el otro deseado (¿amado?), como en la otredad absoluta de Dios.

Conclusión

La Noche de Génova imprimió en el joven poeta y filósofo Paul Valéry (aunque él prefería declararse anti-filósofo) una extraña determinación que lo condujo no solo a negarle un lugar al amor, sino a todo aquello que bajo la forma de un ídolo pudiera controlar o dominar, desde afuera, su propia intimidad. Esta verdadera obsesión por la autodeterminación y por la conquista de su yo puro [Moi pur], cuyo paradigma encontramos en Monsieur Teste, constituye el evento central que —tal ha sido la hipótesis de este trabajo— configura la matriz hermenéutica tanto de su lectura de san Juan como de su propia aproximación al fenómeno de lo místico. Desde esta perspectiva el certero diagnóstico de Hatzfeld 42 , acerca de que en la lectura valeriana de san Juan, y en su propia poesía, estarían básicamente ausentes la «pureza ascética, [la] reverencia religiosa y [el] amor de caridad» se ve, en lo esen­cial, ratificado por los aspectos psicológicos y biográficos examinados. Asimismo, el deseo de Valéry de hacer una ciencia de sí mismo al modo de una introspección de su espíritu, mediada por la apropiación consciente de las funciones del lenguaje, coincide plenamente con el interés que demuestra por las dimensiones psicoló­gicas y lingüísticas de la poesía de san Juan. Por otra parte, si bien es verdad que Valéry comprendió el valor ascético de la noche oscura juancruciana, así como la necesidad de abandonar toda imagen y concepto que lo atara a representaciones sensibles e intelectuales de la realidad —si había de alcanzar la cima de esa infi­nitud que él percibía con pasmosa claridad al interior de su propio yo—, en el caso del pensador francés tal búsqueda de lo absoluto, y el consiguiente vaciamiento de sí mismo al que su férrea disciplina le conducía, siempre fue algo por “hacer”, es decir, un poiein que él en primera persona debía realizar. «Qui es tu? Je suis ce que je puis, me dis-je» (OC, II, p. 1513), «¿Quién eres tú? Yo soy lo que yo puedo, me dije». De este modo, un estado que supusiera el abandono de sí (de su yo) le era completamente ajeno:

No me abandono jamás. No puedo. Huella definitiva, quizá, de un cuidado maternal…Todos los sentimientos, modificados en mí por este no-abandono…Másque ninguna otra cosa temo comprometerme —Sucede entonces que, si algunaimpresión demasiado fuerte quiere apoderarse de mí a toda costa, tengo que vencerlay la evito físicamente por desvanecimiento. Yo nos destruyo juntamente [sic] 43 .

Por eso, el vaciamiento de sí al que accede Valéry no es, no puede ser, la kénosis de los místicos cristianos, porque la purificación del alma en este último es reali­zada por Dios mismo a través del fuego del amor de caridad, amor que acrisola el alma sin destruirla y le hace entrar en unión íntima con el esposo. En los místicos cristianos es Dios quien obra en ella lo que ningún “hacer” del alma puede obrar. Pero Valéry nunca logró desprenderse realmente del ídolo de sí mismo, aunque hubo momentos, especialmente en su madurez, en que parece haberlo deseado. Así, Valéry fue un místico sin Dios, es decir, un místico sin Amor, puesto que des­cubrió la infinitud del espíritu humano, pero no la salvación que procede del Amor, aunque —pienso— quizá sería mejor dejar esa puerta abierta.

Bibliografía

Basket, Ned, «Towards a Biography of the Mind», en Paul Gifford and Brian Stimp­son, Reading Paul Valéry. Universe in Mind, Cambridge, Cambridge University Press, 1998.

Busset Bourbon, Jacques de, Paul Valéry ou le mystique sans Dieu, Paris, Plon, 1964.

Chiesa, Lorenzo, Subjectivity and Otherness: A Philosophical Reading of Lacan, Cambridge (MA), MIT Press, 2007.

Friedrich, Hugo, Estructura de la lírica moderna: de Baudelaire hasta nuestros días, trad. Juan Petit, Barcelona, Seix Barral, 1959.

Gifford, Paul, «Thinking-Writing Games of the Cahiers’», en Paul Gifford y Brian Stimpson, Reading Paul Valéry. Universe in Mind, Cambridge, Cambridge University Press, 1998a.

Gifford, Paul, «Self and Other: Valéry’s “Lost Objet of Desire”», en Paul Gifford y Brian Stimpson, Reading Paul Valéry. Universe in Mind, Cambridge, Cambridge Uni­versity Press, 1998b.

Gifford, Paul, y Stimpson, Brian, Reading Paul Valéry. Universe in Mind, Cambridge, Cambridge University Press, 1998.

Evans, Dylan, An Introductory Dictionary of Lacanian Psychoanalysis, London/New York, Routledge, 2006.

Hatzfeld, Helmut, «Los elementos constitutivos de la poesía mística (San Juan de la Cruz)», Nueva Revista de Filología Hispánica, 17.1-2, 1964, pp. 40-59.

Hatzfeld, Helmut, Estudios literarios sobre mística española, Madrid, Gredos, 1968.

Katz, Steven T. (ed.), Comparative Mysticism. An Anthology of Original Sources, Oxford, Oxford University Press, 2013.

Livni, Abraham, La Recherche du Dieu chez Paul Valéry, Paris, Editions Klincksieck, 1978.

Lowith, Karl, Paul Valéry. Rasgos centrales de su pensamiento filosófico, Buenos Aires, Katz Editores, 2009.

Moeller, Charles, Literatura del Siglo XX y Cristianismo, vol. V, Amores humanos, Madrid, Gredos, 1975.

Sánchez Benítez, Roberto, y Orejudo Pedrosa, Juan Carlos, «Valéry anti-moderno: de la “poesía pura” al yo posible», Eikasia, 209, julio 2012, pp. 209-244.

Valéry, Paul, Política del Espíritu, Buenos Aires, Losada, 1961.

Valéry, Paul, Estudios filosóficos, Madrid, La balsa de la Medusa, 1993.

Valéry, Paul, Mi Fausto. Diálogo del árbol, Madrid, La balsa de la Medusa, 2003.

Valéry, Paul, Teoría poética y estética, Madrid, La Balsa de la Medusa, 2009.

Valéry, Paul, Corona & coronilla (ed. Bilingüe), Madrid, Hiperión, 2009.

Valéry, Paul, Cahiers I y II, Paris, Gallimard, 2010.

Valéry, Paul, Œuvres I y II, Paris, Gallimard, 2010.

Notas

1. Valéry, 1995, p. 29.

2. Valéry, 1995, p. 29.

3. Livni, 1978, p. 43, señala que Valéry fue un gran lector de autores místicos desde su juventud. En efecto, Valéry se interesó por diversos autores que, en variados grados y formas, pueden considerarse místicos (tanto paganos como cristianos): Svedenborg, Hoene-Wronski, Pitágoras, Plotino, Catalina Emmerich, Ruysbroeck, y más tardíamente, san Ignacio, Tomás de Aquino y san Juan de la Cruz. Sin embargo, todo parece indicar que su interés por este tipo de obras era esporádico, guiado, más bien, por una curiosidad en parte azarosa, que por una investigación sistemática.

4. Esta expresión aparece en la obra de juventud Monsieur Teste (1896), donde la mujer de Monsieur Teste la utiliza refiriéndose a su marido. Sobre esta cuestión ver, por ejemplo, Busset Bourbon, 1964 y Gifford, 1998, pp. 48-49; para una lectura crítica acerca de la posibilidad de considerar a Valéry como un «místico ateo», ver el estudio de Lowith, 2009, pp. 139-140.

5. Tal como anota el traductor al español del ensayo de Valéry, Juan Carlos Díaz de Atauri (ver Valéry, 1995, p. 31), Valéry, siguiendo al P. Cyprien, se refiere a los tres poemas mayores de san Juan de la Cruz como Cánticos espirituales (en plural), aunque, como es sabido, san Juan solo tituló Cántico espiritual al segundo de ellos, siendo el primero, Noche oscura, y el tercero, Llama de amor viva. Valéry también hace referencia al comentario en prosa Subida al monte Carmelo.

6. «El motivo de toda poesía mística es el amor abrasador del alma por Dios. Este amor, sin embargo, no se expresa abstractamente, sino en la perspectiva o en retrospección de un contacto experimental con el divino amado; por consiguiente se expresa, no de manera estática, sino dinámica» Hatzfeld, 1964, p. 41. Cursivas nuestras.

7. Valéry, 1995, p. 30.

8. Valéry, 1995, p. 30.

9. Valéry, 1995, p. 31.

10. El especialista de Valéry, Paul Gifford, ha sostenido esta misma idea: «The master-construct pursued is an agnostic, psychologist, technically operative appropiation of “the mystics” (Valéry has in mind a medley of essentialists and Catholics, the most significant being Plotinus, Ruysbroek, Loyola and John of the Cross), whom he views as pre-critical pioneers of the potential of the human psyche developed to its highest power». Gifford, 1998a, p. 48.

11. Al final del artículo precisaremos esta observación. Valéry posee atributos intelectuales que lo vuelven un alter ego de Fausto, arquetipo del ímpetu racional, pero también de Lust, arquetipo femenino del ímpetu erótico y del deseo tal como aparece en la última obra de Valéry Mi Fausto. Una adecuada comprensión de la labor creadora de Valéry requiere ponderar cuidadosamente ambos aspectos.

12. Conviene recordar en este punto la doctrina de Valéry según la cual es necesario que el “yo puro” se vuelva una “nada” en orden a identificarse con el “todo”: «Jamás me basé en otra cosa que no fuera mi yo puro, que entiendo como la conciencia absoluta, que es el único recurso, y siempre igual, para desprenderse automáticamente del todo, y en ese todo tiene su papel nuestra persona, con su historia, sus peculiaridades […] y sus vanidades (Cartas, p. 221)»; «El yo reducido a su esencia más general y peculiar (moi) no es más que lo que se opone al todo, lo que el todo necesita para ser pensado...Este yo está caracterizado por la ausencia del todo, pero lo contrario del todo es la nada…El todo tiene como condición una nada. El yo es la nada de un todo que consiste en lo que es en el momento (23, p. 270)» (cursivas en el original). Ambas citas están tomadas de Lowith, 2009, pp. 131; 133. Debe advertirse que el contexto inmediato en el que deben situarse estas referencias es el del idealismo trascendental y no el de un anonadamiento místico del yo. Con todo, estas citas me parecen muy significativas para comprender desde dónde lee Valéry a san Juan.

13. Valéry, 1995, p. 33.

14. Valéry contrasta la riqueza ornamental del Cantar de los cantares, excesivamente adornado con metáforas para su gusto más abstracto, con la obra de san Juan, de quien señala: «Je préfère le style pur de l’oeuvre dont je parle» (Valéry, 1995, p. 33, cursivas nuestras).

15. Por razones de extensión no podemos aquí más que referir al lector a los notables ensayos publicados en Théorie poétique et esthétique (en español Teoría poética y estética, La Balsa de la Medusa, 2009). Además de lo expuesto arriba es importante mantener en vista la distinción esencial que Valéry establece entre prosa y poesía. Así a la función referencial y denotativa del lenguaje en la prosa, Valéry opone el carácter “autoestante” y “autopresentante” del lenguaje en la poesía. En la poesía, significado y significante (sentido y sonido) son inseparables, y según la imagen del movimiento del péndulo de Valéry, se remiten uno al otro. Por esta razón, de haber un poema perfecto nada podría substraérsele o añadírsele, como tampoco podría su sentido ser explicado, es decir, transpuesto a un lenguaje referencial, ya que si lo hiciéramos —y mientras lo hiciéramos— dejaría de haber “poema”. Entre los muchos ensayos de Valéry sobre estas cuestiones, ver «Poesía y pensamiento abstracto» y «Palabras sobre la poesía», ambos en Teoría poética y estética. Respecto de la poesía pura en Valéry, ver Sánchez Benítez y Orejudo Pedrosa (2012) y el estudio sobre la estructura de la lírica moderna de Friedrich (1959, pp. 213 y ss.).

16. Valéry, 1995, p. 36.

17. Valéry, 1995, p. 37. Aunque Valéry no lo aclara, pensamos que esta afirmación, así como todo lo que hemos comentado arriba, se aplica tanto a la traducción del padre Cyprien (que es el primer objeto del análisis del ensayo), como al mismo san Juan de la Cruz.

18. Valéry, 1995, p. 37.

19. Hatzfeld, 1968, pp. 324-325. Hatzfeld en su ensayo «Los elementos constitutivos de la poesía mística (San Juan de la Cruz)» (1964), expresó esto mismo, aunque de manera más sencilla, señalando que es «en la dimensión espiritual donde radica la diferencia entre estos dos tipos de “poesía pura”». Una tesis similar es defendida por Moeller (1975, pp. 345 y ss.), cuya interpretación de Valéry retomaremos en la segunda parte de este trabajo.

20. Valéry, 1995, p. 30.

21. Ambas citas están tomadas de Moeller, 1975, p. 268.

22. En una carta fechada el 9 de diciembre de 1890, Valéry, en un tono íntimo y confesional, le abre su corazón a Pierre Louÿs: «Amigo mío, usted tiene veinte años. ¿Puede confiarme (y como un consejo) si ha resuelto el triste problema de la carne?... Yo me entiendo. ¿Cuál es su actitud frente a este mal casi inevitable y qué le parece que conviene y se debe hacer? Esto me atormenta cruelmente. Entregarme por completo al instinto es sufrir una maxima capitis diminutio, intolerable para quien, mínimamente, ha vislumbrado el arte. Abstenerse es no sólo prohibirse una cosa, sino enturbiar de continuo el curso límpido y consciente del trabajo propio con fiebres inestéticas…» (Moeller, 1975, p. 269).

23. Acerca de esta cuestión central remito al lector al excelente estudio de Paul Gifford, «Self and Other: Valéry’s “Lost Object of Desire”» (1998b), que explora en el contexto de la relación entre “sí mismo” y el “otro”, el problema del amor como deseo (eros) y la relativa ausencia del amor como don (Agape) en Valéry.

24. Moeller, 1975, p. 280.

25. Respecto de todo este episodio, de su amor idealizado por Madame de R., de sus intentos de suicidio y de su agonía interior, remito al lector a la cuidadosa reconstrucción hecha por Moeller, 1975, pp. 268 y ss.

26. Ver Lowith, 2009, p. 11; Basket, 1998, p. 22; Moeller, 1975, 289; Livni, 1978, pp. 77 y ss.

27. Moeller, 1975, p. 291.

28. Lo cierto es que Valéry no solo rechazó el ídolo del amor, también arrojó fuera de sí los ídolos de la metafísica, de la religión y de la literatura (Valéry dejó de escribir poesía por unos 20 años). Respecto del ídolo del intelecto, sin embargo, es revelador lo que Valéry apunta en la segunda carta de La crisis del espíritu (1919): «Las cosas del mundo sólo me interesan en su relación con el intelecto: todo en relación con el intelecto. Bacon diría que ese intelecto es un Ídolo. Convengo en ello, pero no he encontrado otro mejor». Valéry, 1961, p. 30.

29. Ver el ensayo titulado «Svedenborg» en Valéry, 1993. Adviértase, allí, el tono psicológico con el que Valéry da cuenta del fenómeno místico: «El hecho capital (para el psicólogo) que todo esto abarca y propone para su estudio, es el siguiente. Alguien siente y se cerciora de que en su pensamiento pueda manifestarse algo más que su pensamiento mismo. El acontecimiento místico o espiritual por excelencia es la presunta introducción o intervención en el grupo de atribuciones de un Yo de cuasi fenómenos, de potencias impulsivas, de juicios, etc., que el Yo no reconoce como suyos, que solamente puede atribuir a Otro…en el ámbito en el que normalmente no hay Otro, el ámbito invisible del Mismo» (p. 123).

30. Valéry usa las palabras místico y misticismo en diversos sentidos según el contexto. No podemos realizar aquí un catastro detallado de sus usos y sus respectivas entradas en los Cahiers, pero es necesario tener presente que Valéry no siempre comprende directamente la expresión místico como una vía a lo “divino”. En algunas ocasiones la usa como sinónimo de metafísico (C, I, pp. 677, 759); otras veces para designar el ámbito “interior” de los “sentimientos” (C, II, p. 418); en otras ocasiones lo identifica con lo “oscuro”, lo “inefable”, o lo no controlable empíricamente (C, II, p. 461); con lo “infinito” o “extremo” en el espíritu (C, I, p. 1194); con “Eros” (C, II, p. 462). Esta cuestión, por cierto, requeriría un estudio separado.

31. En palabras de Madame Teste «tout son être qui était concentré sur un certain lieu des frontières de la conscience…» (C, II, p. 30).

32. Como es sabido, a pesar de la Nuit de Gênes, Valéry volvió con el tiempo a enamorarse. Estando ya casado Valéry tuvo una aventura amorosa (1920-1929) con la escritora y poeta Catherine Pozzi y al final de su vida un apasionado romance secreto con Jeanne Loviton (1938-1945), años en los que escribió encendidos poemas de amor recopilados y luego publicados póstumamente en Corona & Coronilla (hay traducción al español en Editorial Hiperión, 2009).

33. La paradoja es evidente para un misticismo de inspiración cristiana que remite a la noción de Dios o para cualquier misticismo de orientación teísta. Sin embargo, no lo es necesariamente para aquellas religiones que no tienen Dios (o una divinidad primera) como el Budismo Theravāda o el Taoísmo. Acerca del problema de los distintos tipos de misticismo y sus rasgos específicos, así como para una definición general del fenómeno místico, ver la introducción a la antología editada por Katz (2013).

34. «Ce mysticisme sans objet qui est MOI». Ver Cahiers V, p. 806.

35. Gifford, 1998b, pp. 287-298.

36. Lacan consideró el concepto “objeto a” como su más importante contribución al psicoanálisis, aunque lo que entendió por él fue modificándose en el tiempo. Para una visión sinóptica sobre este término ver la entrada correspondiente del diccionario de términos lacanianos en Evans (2006, pp. 128-129). Para un estudio sistemático acerca de la subjetividad y del otro (autre) en Lacan ver Chiesa, 2007; respecto del “objeto a”, pp. 161 y ss. Por último, téngase presente que Lacan leyó y comentó en sus seminarios a Valéry en muchas ocasiones.

37. En su obra inconclusa Mi Fausto es significativo que las últimas palabras de Lust, personaje que se identifica con el deseo (Lust en alemán es deseo) y con la contraparte femenina del entendimiento de Fausto, aludan a una oscura inclinación en su interior (un pondus como diría san Agustín) al que nada humano puede satisfacer: «Me llama humana, y si yo le dijera…que hay en mí algo que me resulta oscuro, algo a lo que nada, nada humano podría satisfacer…» (Valéry, 2003, 112-113).

38. En 1940 Valéry anotaba en sus Cahiers: «Hay un cierto “Infinito” [Infini] en el orden de la “sensibilidad”. Sonidos agudos insoportables — Extremos [Extrêmes]», y un poco más abajo, «en la mecánica erótica, la acción persigue la producción de un extremo, y sin duda [lo hace] en la búsqueda mística» (C, I, p. 1194; la traducción es nuestra). En palabras de Ned Basket: «The secret tenor of Valéry’s own “mystique sans Dieu” would thus have been affirmed in the grandiose and resonant idiom of myth: the need to touch some extreme, some fulguration, some ultimate “note” of the sensibility of desire; a mysticism invented by a sensibility with no respondent in the world, lacking a Transcendence […] and which had invested itself entirely in this alternative myth of the “Moi pur”» (Basket, en Gifford y Stimpson, 1998, p. 32).

39. Ver Moeller, 1975, pp. 379-390; Gifford, 1998b, pp. 292-294.

40. El 30 de mayo de 1945, meses antes de morir, escribía: «Conozco my heart también. Éste triunfa. Más fuerte que todo, que el espíritu, que la organización. Es un hecho. El más oscuro de los hechos. Más fuerte, pues, que el querer vivir y el querer comprender es este bendito [sacré] —C—», y agrega un poco más abajo: «El corazón consiste en depender» (C, XXIX, pp. 908-909, citado en Moeller, 1975, p. 386; cursivas en el original).

41. Una de las entradas más sorprendentes de los Cahiers, fechada el 6-16 de junio de 1922, sobre la posibilidad de la irrupción de Dios en su vida es la siguiente: «Solo. Si hubiera un Dios, me parece que visitaría mi soledad, y me hablaría familiarmente en medio de la noche. No me sentiría incómodo ante él, ni avergonzado — tan sólo me asombraría de sentir lo que tengo de más universal, ser un efecto particular… Dios no tendría necesidad de mis remilgos, de mis temores, de mis sacrificios, de mis arrebatos forzados. Y no se trataría de bien ni de mal, de amor, de compasión, de pecado, de contrición, de salvación ni de recompensa, sino tan sólo de ternura y de resplandores entre nosotros. Habría una confianza inmensa, no sólo de mí en Él, sino también de Él en mí, y yo me sentiría tan infinitamente comprendido y concebido por el absoluto, y, en suma, tan verdaderamente creado por esta Persona, que sería aceptable, aceptado” (C, VIII, pp. 707-708, citado en Moeller, 1975, pp. 319-320). Se trata, evidentemente, de una construcción en condicional contrafáctico, pero —acotemos— vaya qué contrafáctico.

42. Hatzfeld, 1968, p. 6.

43. Cahiers, IV, p. 351, citado por Moeller, 1975, p. 351

Buscar:
Ir a la Página
IR
APA
ISO 690-2
Harvard
powered by cygnusmind