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El padre ante el parto en la España de los siglos XVI y XVII 1
Fathers and Childbirth in 16th and 17th Century Spain

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 6, núm. 1, 2018

Instituto de Estudios Auriseculares

Jesús M. Usunáriz

Universidad de Navarra, España

Fecha de recepción: 04 Febrero 2018

Fecha de aprobación: 16 Marzo 2018

Resumen: El parto, sobre todo desde que el antropólogo Van Gennep sistematizara el estudio de los ritos de paso, ha sido objeto de atención desde diferentes disciplinas (antropología, historia de la medicina, sociología, demografía, psicología, literatura, historia social…), con una especial y lógica atención hacia la madre y hacia la experiencia de la maternidad. Estos estudios han demostrado cómo se desarrolló en la modernidad temprana un ritual propio de la cultura femenina en torno al parto. Este artículo pretende abordar el tema desde otra perspectiva, analizando la presencia, participación, actitudes y funciones del padre durante el embarazo, en el parto y tras el alumbramiento, a través de los testimonios proporcionados, fundamentalmente, por moralistas de la España de los siglos XVI y XVII, así como por testimonios documentales.

Palabras clave: Embarazo, parto, padre, débito conyugal, puerperio, bautizo, Ritos de paso, moralistas, siglos XVI y XVII, Siglo de Oro español.

Abstract: Delivery, especially since the anthropologist Van Gennep systematized the study of rites of passage, has been subject of attention and debate from different disciplines (anthropology, medical history, sociology, demography, psychology, literature, cultural and social history…), with a special and logical attention to mothers and towards the idea of motherhood. These studies have demonstrated how, in Early Modernity, a female culture was developed around childbirth. This article tries to approach the subject from another perspective, analyzing the presence, participation, attitudes and functions of fathers during the pregnancy, in the childbirth and immediatly after birth, through the testimonies provided, fundamentally, by Spanish moralists and theologians in XVIth and XVIIth, and other historical documents (old chronicles, lawsuits…).

Keywords: Delivery, Childbirth, Pregnancy, Fathers, Conjugal Duty, Postpartum period (lying in), Baptism, Rites of Passage, Moralists, XVIth and XVIth Centuries, Spanish Golden Age.

Hoy en día hablamos de la existencia de nuevas formas de entender la paternidad, especialmente en el momento del embarazo y del parto, hasta ahora abordado casi en exclusiva desde la óptica médica y psicológica de la madre. Hoy los hombres, en su mayoría, no quedan fuera de las salas de los hospitales o de los espacios hogareños preparados para el acontecimiento, comparten el momento y son importantes para la mujer, pues se considera que su presencia es un apoyo emocional necesario. Sin embargo, en tiempos anteriores a la realidad presente, el padre raras veces ha sido estudiado como «hombre de familia» 2 .

En efecto, desde la antropología, la sociología, la literatura o la historia, el papel del padre ante un momento trascendental como es el nacimiento de una criatura ha quedado, en gran medida, al margen de su interés. Quizás porque se ha seguido a rajatabla la apreciación de la antropóloga Margaret Mead al considerar que el padre «era una necesidad biológica pero un accidente social»; o de Clelland Ford, para quien los hombres, casi universalmente, han sido excluidos de la escena del parto» 3 , o de los historiadores, que han considerado el acontecimiento y su ritual como un ámbito exclusivo de desarrollo de la historia de las mujeres y de la historia de género.

Esta exclusión masculina del ritual del parto ha tenido, además, otras consecuencias en relación con los estudios sobre la paternidad. En el año 2004 la profesora Rachel Fuchs apuntaba aspectos de gran interés: en la cultura social y en la historia académica los padres, de acuerdo con la creencia popular y el dictado institucional, eran los patriarcas dominantes y poderosos, a cuyo cargo estaba el mantenimiento de la ley y el orden en la familia, de su subsistencia material, y su influencia era escasa en la vida moral y emocional diaria de sus miembros, competencia de la madre. En efecto, los historiadores han abundado en la imagen cierta de unos siglos XVI y XVII en donde el orden social era patriarcal: cuando las autoridades intervenían en la vida familiar, actuaban generalmente para proteger y apoyar el poder de los padres, especialmente en lo que se refiere a su prepoderancia legal en el matrimonio, en los hijos y en la propiedad. Un padre, no obstante, y quizás como consecuencia de lo anterior, que se manifestaba alejado de muestras de afecto, de cualquier implicación en la formación sentimental de su progenie. Sin embargo, artículos recientes han ido más allá y han analizado los límites de ese poder patriarcal. Los estudios clásicos sobre la infancia de Pollock (1993) o Cunningham (1995) (especialmente a través de egodocumentos como diarios y autobiografías), vienen a resaltar esa función paterna en el moldeo de los sentimientos y educación de sus hijos.

«Pero, ¿qué hace el padre en el parto?» según se preguntaba Jacques Gélis 4 . Adrian Wilson ha constatado que el padre quedaba excluido de un ritual de nacimiento 5 . Los estudios de cultura comparada han querido demostrar que raras veces los padres han tenido un papel activo en el ritual del parto y que no ha existido una «cultura» de participación directa 6 . Los testimonios etnográficos recientes confirman también este casi-monopolio femenino, por ejemplo, en el mundo rural vasco-navarro 7 . El giro en las actitudes sociales no nacería hasta el siglo XIX. Para Johansen, que se ocupa de este tema en las clases medias de Estados Unidos antes de la guerra civil, sería en este momento cuando el nacimiento de un hijo cobra un nuevo interés, hasta entonces contemplado solo como fruto y resultado de sus deberes bíblicos de procreación y como complemento a las necesidades económicas familiares, necesitadas de brazos para el trabajo. Era un hombre que solo respondía a los impulsos de la «masculinidad, la creencia religiosa y las expectativas de clase». Solo a partir de entonces, en el ámbito de las clases medias, la implicación del marido fue mayor; solo entonces comenzaron a aflorar en el padre sentimientos de «alegría, dolor, felicidad, ansiedad, orgullo e incluso apatía», cuando no ambivalencia derivada del peligro real de la muerte de la criatura 8 . Hasta entonces todo apunta a que el hombre carecía de sentimientos, su alma estaba vetada al acceso a cualquier atisbo de emoción.

Mas ¿fueron siempre los padres poderosos y distantes que se nos ha transmitido? ¿Fueron tan desapegados y fríos hacia sus esposas embarazadas y hacia futuros hijos? Quizás sea necesario disociar la imagen colectiva, apartar los prejuicios, y analizar no solo las leyes, no solo algunos y determinados tratadistas, sino también manuales de confesores y otras fuentes especialmente interesantes para dar una imagen más real de los padres de la modernidad, y cuya función iba más allá de la de meros proveedores.

1. El padre durante el embarazo

El fin del matrimonio era la procreación y la descendencia, como recogían los moralistas y teólogos y a este fin debían supeditarse hombre y mujer durante el embarazo. Así, al quedar la mujer embarazada, el padre tenía unas obligaciones materiales, pero también una misión más delicada como era la de atender a las nuevas condiciones emocionales de su esposa, para, ante todo, evitar que se malograse la criatura 9 . En efecto, como señalan publicaciones recientes, el feto no solo está inmerso en líquido amniótico, «sino también en un “recipiente emocional” de la mente de su madre y de su padre, el cual puede ser más o menos favorable para un desarrollo óptimo y saludable» 10 .

Este era uno de los fines de los consejos que diferentes tratados dirigieron a los padres: que la incomprensión, el desapego o la indiferencia del hombre no contribuyeran a la pérdida de un nuevo ser. Es decir, suponía, por parte del padre, un compromiso y una responsabilidad en el proceso 11 . En la obra del obispo Guevara, en el diálogo que mantenían el emperador Octavio y su consejero, el filósofo Pisto, el emperador solicitaba el siguiente consejo:

Di Pisto, ¿qué harán los hombres con sus mujeres preñadas para que no aborten las criaturas? Respondió el filósofo: «No hay en el mundo cosa más peligrosa que tener el hombre cargo de una mujer preñada, porque si el marido la sirve, tiene trabajo, y si acaso la descontenta, ella corre peligro» 12 .

Opinión que se repetiría en años posteriores. En el capítulo XXX de la obra de Antonio Solís, titulado «Cómo los buenos casados tienen trabajos y persecuciones en el mundo, de los malos y perdidos», da el siguiente consejo a los maridos:

Ten gran cuidado de regalar y servir a tu mujer cuando estuviere preñada, porque entonces se echan mucho de ver los buenos casados, y también no sabes si parirá a algún siervo de Dios o profeta o predicador que sea muy importante a la Iglesia y a los fieles 13.

De esta forma, ella debía convertirse en su centro de atención, pues el «servicio» que prestaba la mujer con su embarazo, que albergase en su seno y pudiera traer al mundo un hijo, era mucho mayor de cualquier otro que él pudiera dispensarle. Según esto, el hombre tenía tres misiones durante los meses de la gestación. Las dos primeras eran evitar el trabajo excesivo de la mujer durante su preñez y proveerla de lo necesario:

Para que el hombre vea el fruto de bendición que desea, y la mujer preñada se vea bien alumbrada, debe el marido quitar a la mujer de ocuparla en mucho trabajo y la mujer débese guardar del demasiado regalo, porque en las preñadas es ya regla general que el mucho trabajo las hace mal parir y el mucho regalo las hace peligrar. Crudo es y inhumano el hombre que quiere que trabaje tanto su mujer después de preñada, como trabajaba estando sencilla, porque el hombre vestido no puede correr como el que está desnudo. Dice Aristóteles, lib. vii De animalibus, que cuando el león tiene a la leona preñada, no solo caza para sí y para ella, pero aun de noche y de día anda en torno della por guardarla; quiero decir, que las princesas y grandes señoras, después que están preñadas, muy justo es sean de sus maridos servidas y regaladas, porque no puede él a ella hacer tan gran servicio ante el parto como ella hace a él cuando le pare a un hijo. Considerando el peligro que tiene la mujer en parir y considerando el trabajo que tiene el marido en la servir, sin comparación es más lo que ella pasa que no lo que él sufre, porque al fin la mujer en parir hace la triste más de lo que puede y el marido, por bien que la sirva, hace menos de lo que debe 14 .

Además, el hombre debía evitar en todo momento contribuir a la ansiedad de la preñada, estaba obligado a atender sus deseos y peticiones (antojos 15 ), ante un momento en el que la inseguridad y el miedo, pero también la esperanza, en definitiva, un sentimiento de ambivalencia, rodeaba la vida de la mujer. De esta forma, el citado Pisto en la obra de Guevara ofrecía siete consejos a las mujeres para sobrellevar adecuadamente su preñez, pero el último iba dirigido a los hombres:

Lo séptimo, guárdese el marido que tuviere mujer preñada no niegue a su mujer cuando le pidiere alguna cosa honesta, porque en concedérselo puede ir poco, y en negárselo puede recrecer en daño. Y no sería justo que, pues ella con su parto honra y aumenta la república de Roma, Roma consintiese que ninguna mujer preñada recibiese afrenta 16 .

Ella, por tanto, debía convertirse en el principal objeto de las preocupaciones del marido durante los meses de gestación, servirla, atenderla, comprenderla:

El hombre generoso y virtuoso y aun piadoso, desde el tiempo que sintiese estar su mujer preñada, hora ni momento se había de apartar della, porque en ley de buen marido cabe que emplee los ojos en mirarla, las manos en servirla, la hacienda en regalarla y el corazón en contentarla. No se les haga trabajoso ni difícil a los hombres servir y regalar a sus mujeres preñadas, ca el trabajo de ellos consiste en fuerzas, más el trabajo dellas está en las entrañas, y lo que es mayor lástima que cuando las tristes quieren dar con la carga en tierra dan consigo mismos en la sepultura.

[…]

Deben asimismo trabajar mucho los maridos de no hacer enojo a sus mujeres después que las sienten que están preñadas, porque a la verdad más mujeres malparen por los enojos que les hacen otras, que no por los manjares que comen ellas. Caso que la mujer en el tiempo del preñado haga algún enojo a su marido, el marido, como hombre cuerdo debe disimularlo, teniendo el respeto al hijo de que está preñada, y no a la injuria o negligencia cometida, que al fin, no puede tener la madre tan gran culpa que no tenga el hijo muy mayor inocencia 17 .

Juan Estevan repetiría los argumentos de Guevara, con nuevos ejemplos y advertencias a los casados:

Es a cargo del marido sobrellevar a su mujer y no darle enojos cuando la sintiere preñada, ni darle ocasión por donde venga a echa la criatura y perder una ánima. Y no es mucho que un hombre cristiano haga esto, pues vemos que los animales irracionales lo hacen. […] Establescimiento muy guardado era entre los romanos, en el tiempo que Roma floresció, que el marido no negase a la mujer preñada cualquiera cosa que se le antojase. Pues si tanta vigilancia tenía en esto una gente que no tenía el entendimiento que ahora tenemos, justo es que ahora los maridos les hagan ventaja, pues son cristianos y tienen la fe, que es lumbre del entendimiento.

Pero muy dignos son de reprehension el día de hoy todos los mas que debiendo con mayor razón sobrellevar a sus mujeres preñadas, maldita la cuenta tienen con esto, ni tienen respeto a ello, sino así las hacen trabajar y así les riñen y dan y así las llevan a jugar a los juegos y toros y en coches y carros y en barcos por el río, etc., como si no estuvieran preñadas. A los cuales, de parte de Dios les encargo tengan mucho cuidado de aquí adelante con ello 18 .

Bien es cierto que no había que caer en la demasía, había que evitar el «excesivo regalo» que llevase a las mujeres a una ociosidad perjudicial que también podía ser causante de un «mal parto». De ahí que Guevara alabase a la labradora «que toma medianamente el trabajo», y no a las «señoras regaladas», que peligraban más, «porque el mediano ejercicio ocasión es de buen parto» 19 . De hecho, no faltaron en la literatura popular, las burlas y sátiras sobre las ansiedades de las parturientas y sus maridos sojuzgados por ellas como aparecen en las Coplas divertidas de Juan Lanas, del hombre que volvió del campo y encontró a su mujer muy cercana al parto 20 .

A esto había que añadir otra preocupación. ¿Era conveniente o lícito que se mantuvieran relaciones sexuales durante el embarazo? 21 La cuestión de la cópula durante la gravidez fue un tema reiterado entre los moralistas 22 . La actividad sexual en el periodo gestacional estaba en relación con la cuestión del débito conyugal. En efecto, si el fin del matrimonio era la procreación, el acto conyugal era lícito, pero no solo por eso. En palabras del jesuita Tomás Sánchez en su obra De Sacrosancto Matrimonii Sacramento (1601-1602): «El acto conyugal es lícito cuando se ejerce con el fin de tener prole, de guardarse mutua fidelidad o de pagarse mutuamente el débito» 23 . Un débito que afectaba a ambos, marido y mujer, y al que, como sostenía el padre Estevan, «ninguno dellos es obligado a pedir», pero sí obligado «siéndole pedido» 24 .

Ahora bien, ¿hasta qué punto era lícito solicitar el débito durante la gestación? ¿Podían durante esos meses la mujer, o el hombre, negarse a cumplirlo? En líneas generales, todos consideraron que el tal débito no era de obligado cumplimiento en el caso de que la criatura corriese peligro, algo, por otra parte, bastante común según los tratadistas médicos del momento 25 . Así, según Francisco de Osuna en su Norte de estados, entre los casos en los que se podía negar el débito conyugal, esta precisamente este: «El tercero caso es cuando se presume que por el ayuntamiento carnal perescerá la criatura si acaso está preñada la mujer» 26 . Busembaum en uno de los artículos de su obra titulado «Si el acto conyugal es de precepto y debido», consideraba que ante el preñado de la mujer, y si en «pagar el débito hay probable peligro de que muera la criatura ya concebida u de abortarlas», «entonces es claro que no es lícito pedirlo ni pagarlo» 27 . Y lo mismo sentenció Salazar en el apartado «Del débito conyugal», en donde el este deja de serlo cuando «la mujer estuviese tan próxima al parto que del acceso se siguiese morir la criatura» 28 . Queda claro, en estas circunstancias, que la mujer podía negarse. En todo caso, la actitud generosa del marido debía pasar, por tanto, por la abstinencia, como recomendaba Guevara:

No hay necesidad de leerlo en los libros, sino mirarlo con los ojos en que todos o los más de los animales después que las hembras están preñadas, ni ellos las toman, ni ellas más consienten ser tomadas, quiero decir, que los hombres generosos y de altos estados, después que ya sus mujeres estuviesen muy preñadas debrían por su honestidad apartarse dellas y, en este caso, el que lo hiciere más temprano aquel ternemos por más virtuoso. No digo esto a fin que esto sea obligatorio, de manera que no hacerlo sea pecado, sino que a los hombres virtuosos lo doy por consejo, porque unas cosas se han de hacer por necesidad y otras por honestidad 29 .

Una abstinencia amparada en la comprensión y el amor hacia la esposa y hacia el futuro retoño, como apuntaba delicadamente Vicente Mejía en su Instrucción, cuando refería los casos en los que la mujer y el marido podían negarse a cumplir con el débito:

Una es cuando la mujer estuviese tan preñada que no podría cumplir lo que le piden sin gran perjuicio de su persona o sin peligro de la criatura, mayormente si tuviese experiencia que esto le era causa de mal parir o de mover. Que en tal caso debía de ser el marido tan bien mirado que aunque su mujer por contentarle se quisiese poner a todo lo que le pudiese venir, él, como varón prudente debría agradescerle su buena voluntad y estorbarlo por su parte cuanto fuese posible, pues el daño que desto podía venir a su mujer, en ley de verdadero amor y de buena crianza, lo había de tener por suyo proprio, cuanto más sigún ley de matrimonio que es obligado a guardar como casado. […] Luego que mucho es que el marido posponga su proprio contentamiento por no hacer agravio a la salud y vida de su mujer cuanto tiene sospecha que lo recibiría por su causa si en lo que pide le hubiese de obedescer. Porque si los amigos suelen hacer por sus amigos, aunque en ello resciban alguna pena, el amor que el marido es obligado a tener a su mujer vence toda otra amistad, y el cuidado que ha de tener de mirar por ella a todo cualquier otro miramiento de cortesía que puedan tener los hombres unos con otros 30 .

2. El padre en el parto

Si bien el padre tenía unas responsabilidades durante el embarazo de la mujer, su presencia o su importancia, casi desaparece en el momento del parto. No hablamos ahora de la presencia masculina, de médicos o cirujanos, y de su evolución, de la que ya hemos hecho referencia en otros trabajos 31 , sino la del mismo padre como asistente o colaborador en el alumbramiento.

Esta aparición del padre sí parecía necesaria en algunos casos concretos. En este sentido los testimonios recogidos por Haas para la Florencia del XVI, son oportunos 32 . A pesar de que en la iconografía u otras fuentes el padre quedaba fuera de la habitación o incluso estaba lejos por su trabajo, según afirma, «en el mundo premoderno los maridos estaban presentes durante el proceso del nacimiento» 33 . El autor sostiene esta afirmación a partir de la obra de Ozment cuando analiza las apreciaciones del pastor Coler en la Alemania del Seiscientos, que recomendaba que el padre estuviera presente o, al menos, cerca, por si era necesario su auxilio, por la gran ayuda que suponía que el marido tomase su mano y la animara 34 . Similar es la opinión de Rublack para la cual los maridos también compartían con sus esposas el proceso de gestación y de parto, atendiendo a sus necesidades, confortándolas 35 . Para ello sirven de ejemplo las impresiones anotadas por la partera Louise Borgeois sobre nacimiento de Luis XIII: un monarca, Enrique iv, que está junto al lecho de su esposa durante las contracciones, que se muestra ansioso, triste, o emocionado… 36

Para España hay testimonios que también constatan el papel de los maridos en la protección, auxilio y favor de la parturienta. Así, hay que hacer notar la presencia masculina que en casos de posible infidelidad, engaño o parto fingido, o en aquellos que pudiera haber dudas de la paternidad, como en los ejemplos recogidos por García Herrero 37 . De hecho, el cronista Zurita dio cuenta de la llegada a la corte aragonesa de la noticia del nacimiento de Juana de Trastámara y Avis, la conocida como «Beltraneja», fruto de la unión de Enrique IV y su segunda esposa, Juana de Portugal, en 1462:

Y este mismo día recibió una carta de la reina su sobrina de Madrid en que le escribía que había parido una hija. Fue este parto tan público y con tanta solenidad, por la duda de la impotencia del rey, que era muy general, que según Diego Enríquez del Castillo lo escribe, tuvieron en medio puestos por su orden a la reina, a la hora del parir, de una parte el rey, su marido, el marqués de Villena, Gonzalo de Saavedra y Alvar Gómez, secretario del rey, y de la otra el arzobispo de Toledo, Juan Fernández Galindo y el licenciado Andrés de la Cadena, como si las gentes tuvieran duda si la reina podía concebir y no hubieran visto el divorcio del rey, siendo príncipe, y de la princesa doña Blanca, su mujer. Y las fiestas fueron tales y tantas como si naciera el reparo y remedio de aquellos reinos 38 .

Salvo casos especiales como los descritos, la presencia del padre en el espacio ritual del parto se nos dice que no fue corriente. Mas sí se aprecia en determinados textos la proximidad necesaria del padre. Pedro Enrique Pastor anotó los consejos de «una gran señora» a sus hijos, y entre ellos a su hija mayor» en el apartado titulado «En el estado de casada»:

La principal prevención para vuestros partos (que asegura el buen suceso) sean novenas, misas y limosnas. No consintáis se hallen presentes hombres, y menos a teneros en aquel trance, sino vuestro marido o padre. Haced os digan entre tanto que durare los maitines de Navidad 39 .

Francisco Osuna llegó a reseñar, incluso, las labores que debía realizar el padre a la llegada de la criatura. En cuanto la madre sintiera los dolores del parto, él «haga limosna suplicando al Señor tenga el por bien de lo salvar de todo peligro». El siguiente paso era buscar una comadre: «Lo segundo que habéis de hacer al niño es buscalle buena partera, que tenga gracia en su oficio y sea persona devota y que sepa bien las palabras del baptismo». Además, aquel hombre debía contribuir a ese espacio ritual trayendo a la casa a «personas conoscidas por muy siervas de Dios, para que le supliquen por la salud del parto», además de procurar reliquias que acompañaran su mujer 40 .

El ejemplo de Osuna para incentivar la asistencia del padre en aquel momento era San José, presente, en medio de todo tipo de dificultades, en el parto de su esposa, la Virgen María, y ejemplo por su auxilio, amor y virtud para el resto de los padres:

…me paresce ser necesario que el marido se desempache de todos los otros negocios y trabaje de se hallar presente al parto de su mujer, porque ella, en viendo, lo pierda la solicitud que podía tener de algunas cosas, y porque descansa cualquier persona viendo a quien tiene verdadero deseo de la servir y agradar en todo. Este ejemplo dio a todos los casados aquel soberano patriarca Joseph, que no pudo dejar a Nuestra Señora, su esposa, según el deseo que tenía de la servir, sino que la llevó consigo a Bethleen dende Nazareth, dado que sin ella pudiera más libremente ir a pagar el tributo a César; mas no quiso, porque Nuestra Señora no pariese, entre tanto, sin él. Por menor inconveniente tuvo el Sancto Joseph que Nuestra Señora pariese como peregrina fuera de su casa, que en su casa sin él. Y, de hecho, era menos inconveniente, porque donde están los que se aman del todo en Dios, con tener al que los hace amarse y a así mismos están satisfechos, ca ninguna necesidad ni fatiga puede traer la fortuna que no la desbarate y [des…] el que del todo ama. Este summo deseo de se hallar presente al parto divino fue allí bien pagado al sancto Joseph, porque según he leído allí rescibió más gracia que jamás 41 .

Aunque todavía es difícil constatar esto, hay otros datos aislados, descritos, por ejemplo, en vidas de santos y sus milagros, que hacen referencia al padre presente, o al menos en los aledaños, en el espacio de la parturienta, quien, preocupado ante un alumbramiento dificultoso, que ponía en peligro la vida de su mujer y de la criatura, buscaba el amparo de un santo. Es el caso, por ejemplo, de la labor intercesora de San Francisco de Javier:

Después de mucho tiempo de gravísimos dolores de parto, no se hallaba remedio para que una mujer de la comarca acabase de sacar la luz la criatura, con que estaba ya a punto de espirar. En este extremo la encomendó el marido al santo apóstol potamiense y al momento parió un niño muy lindo, que vive sano, como también la madre lo quedó, y el marido corrió luego a Pótamo a hacer decir una misa al santo Xavier en acción de gracias 42 .

Muy interesante al respecto es uno de los milagros obrados por Nuestra Señora de Valvanera, pues en la descripción del caso se menciona la presencia del padre. María de Benito, casada con Juan Benito en el lugar de Palazuelos, se puso de parto de una niña, «tan cruel, riguroso y largo, que vino a llegar al postrero lance de la vida». La atendía su madre, «que tenía por oficio ayudar a las mujeres en semejantes trances» y al ver que era imposible sacar a la criatura con vida, «se determinó de sacarla la criatura con el cabo de una cuchara de hierro, a pedazos»:

Lo cual oído por Juan Benito, que tenía a su mujer, viéndola en tan mortal peligro y que para sacar del vientre tomaban un medio tan riguroso, pidió a un vecino suyo que se quedase con ella, ayudándola, y saliéndose a otro aposento, puesto de rodillas, derramando tiernas lágrimas de dolor y sentimiento, suplicó a Nuestra Señora de Valvanera socorriese y librase a su mujer de un peligro tan grande» 43 .

Como así lo hizo, quedando sanas la madre y la hija. Santos y vírgenes como Santo Domingo de Soriano, San Ignacio de Loyola, San Andrés Avelino, Nuestra Señora de la Salud, y un largo etcétera 44 recibieron las oraciones de padres desesperados ante el parto de sus esposas 45 . En este sentido, como bien señala Haas, aunque el varón quedase excluido del espacio de la parturienta no era solo un espectador, sino que tenía su propia función: buscar la ayuda divina 46 .

3. Después del parto: ¿Cómo se reconoce a un padre?

Tras el parto, tras escapar del parto, según expresión recogida en la citada obra de Guevara, los padres debían ofrecer la criatura a Dios. Pero, al margen, cabe preguntarse varias cuestiones que afectaban a la figura del padre 47 y que nos permiten hablar de determinados paralelismos, no contrapuestos, sino complementarios en los actos rituales de hombres y mujeres, de padres y madres, ante el alumbramiento.

La primera aborda el tema de las relaciones entre marido y mujer, pues hay un cambio: en expresión de Guevara, la mujer entraba en nuevo estadio en su matrimonio, «porque la mujer hasta que ha parido, parece que más tiene al hombre por amigo que por marido» 48 . De nuevo sale a colación la cuestión de las relaciones sexuales de la pareja. El puerperio de la madre daba inicio a un periodo en el que esta tenía un proceso de recuperación, variable en el tiempo, que finalizaría con la celebración de la misa de purificación, entendida como un acto de acción de gracias por haber salido indemne de un peligroso trance 49 . Su práctica era común. Tras narrar el origen del rito de purificación de las paridas según el Levítico, Polidoro Virgilio advertía:

es costumbre de nuestro tiempo, que por causa de la honestidad, hasta que un mes se cumpla, no suelen las mujeres salir de casa, y después, acompañándolas algunas dueñas, va a la Iglesia, y en lugar del cordero y de la paloma o tórtola que ofrecían las hebreas, ofrecen ellas también una vela cera y dan su limosna para el sacrificio 50 .

No puede entenderse este periodo, sin embargo, al menos así lo hacen otros tratadistas de la época, como tránsito necesario en el que la mujer, impura, no podía salir de su hogar por honestidad, ni siquiera a los divinos oficios, pues siempre se instó a que ella tardase el menor tiempo posible en volver a cumplir con sus deberes como cristiana. Curiosamente, sí fue visto como un necesario lapso de tiempo de recuperación en el que el marido debía respetarla, eludir el débito: «se le manda al marido que por unos días se le olvide que lo es». Es decir, es un tiempo concebido como una «tregua» en el estado del matrimonio, en interpretación del obispo de Otranto, el portugués López de Andrade: el puerperio, no representa a la mujer impura ―la impureza es una excusa falsa, un pretexto―, es el espacio temporal necesario para preservar la salud de la mujer, apartando al marido, además, de la concupiscencia:

aun durante el matrimonio se duele Dios del trabajo de las casadas y ordena que haya treguas en aquel estado. Notolo Teodoreto en la cuestión décima cuarta, sobre el Levítico, declarando la razón de aquella ley en que Dios embarga el tributo del matrimonio, cuando por cuarenta días, cuando por ochenta, declarando por inmunda cuarenta días a la que pariere hijo y a la que hija, ochenta. Llamola inmunda la ley para que el horror de la inmundicia apartase della al marido, que por dicha no se abstuviera tantos días, si la ley mandara sencillamente que no la tocase […] De suerte que atrevesó allí la ley aquella palabra de impuridad para apagar en el marido las llamas de la concupiscencia […] Y esto a fin de que la mujer tuviese aquellos días de treguas, feriada del servicio de su estado y de los trabajos de la preñez y del parto […] 51 .

En efecto, quizás lo más sencillo sea interpretar la misa de purificación como una imposición masculina y eclesiástica. Pero, considero que, como muestran los testimonios recogidos, hay que contextualizar el rito. El papel de sumisión de la mujer al marido sostenido por las leyes, procuraba romperse durante ese período desde el parto a la purificación, el lying-in según la expresión anglosajona, y liberaba a la esposa del marido, del trabajo y de las relaciones sexuales, sacada de un mundo patriarcal, lo que acentuaba el carácter de cultura femenina del ritual del nacimiento 52 .

Otra cuestión interesante que puede advertirse tras el parto es cómo era percibido el padre como tal ante la comunidad. ¿Qué es lo que hacía a un padre parecerlo ante sus vecinos? Esto se puede advertir muy bien en los procesos de reconocimiento de paternidad, es decir, en aquellos pleitos planteados por mujeres que, víctimas del estupro, habían quedado embarazadas y dado a luz, y exigían responsabilidades dotales a aquel hombre que había tenido acceso a ellas en virtud de vanas y falsas promesas matrimoniales. Era en los tribunales en donde los testigos venían a coincidir a la hora de reconocer a un padre tras el parto según cumplieran o no determinadas condiciones: además de la evidencia, más o menos cierta, de que había mantenido relaciones con la mujer, lo que le significaba como tal eran cuatro características: la contribución material al mantenimiento de la criatura; el ser presentado al bautismo en su nombre; el posible parecido físico; y, por último, las muestras de afecto y cercanía hacia el fruto de su relación.

José de Esparza, en 1691, tuvo un hijo de sus relaciones con Isabel de Iriarte, ambos vecinos de la villa de Larraga. Tanto Isabel como sus testigos confirmaron que Esparza les había asistido «con algunas cantidades para sus alimentos y vestuario», «debajo de manga», y que solía ser, según una testigo «robos de trigo, lana y dinero». La noche que Isabel dio a luz, al enterarse, Esparza envió una mujer con algunas cantidades de dinero; y en otra ocasión «habiéndose hecho quebrado el dicho niño, acudió [José] a su curación pagando él mismo el trabajo a los capadores» 53 . María Martín de Arruiz, vecina de Pamplona, había dado a luz una hija de sus relaciones con Juan Pérez de Maya. Había testigos «de vista» de que Juan «durmió con ella una noche en una cama», y otros testigos sabían «que se juntaban muchas veces en lugares secretos y que otras veces ha parido» del mismo Juan Pérez. Él se negó en todo momento a correr con los gastos de manutención de la criatura, pues «los alimentos se deben de derecho en los primeros dos años de leche a las creaturas, por la madre», aunque el procurador de María Martín sostuvo que «cuando la madre es pobre, el padre es obligado de alimentar al hijo y a la madre y no es obligada ella a darle la leche y alimento al hijo en gracia si no tiene la madre de qué sustentarse», y así se le obligó a hacerlo 54 . En 1575, Gonzalo de Urniza, despensero del virrey Vespasiano Gonzaga, «siguió de amores» a Catalina de Leoz, «y con palabras lisonjeras y ofreciendo que se casaría con ella y no con otra mujer mientras ella viviese, la persuadió, desobró u engañó y tuvo muchas veces con ella acceso y cópula carnal». Como resultado ella parió un hijo y se lo hizo saber a Gonzalo. Durante los tres últimos meses «de su preñado» y «los dos años que después dio [de] mamar», Gonzalo la mantuvo, aunque nunca le pagó lo mismo que se pagaba a las nodrizas 55 .

A esto había que sumar el reconocimiento público que suponía la celebración del bautizo. Si las recién paridas, como tales, eran agasajadas y celebradas por sus convecinas y parientes durante su puerperio, en una fiesta de la que parece ser excluido el marido, este, sin embargo, contaba con la celebración del bautizo para significarse como tal padre 56 . De hecho, podemos aventurar que el supuesto y mitificado rito de la covada no era útil ni necesario, si es que llegó a existir 57 , en las sociedades cristianas europeas, pues el bautizo, celebrado pocos días después del parto 58 , tenía como uno de sus protagonistas al padre, que utilizaba el mismo para dar legitimidad y reconocimiento a la criatura y para fortalecer las relaciones de parentesco y de amistad en el seno de su comunidad, a pesar de las leyes que intentaron limitar el número de invitados. En 1562, en las localidades navarras de Sumbilla y Elizondo al padre y al padrino por haber invitado al bautismo de una criatura, en contra de lo dispuesto por las ordenanzas de 1556 en Navarra, a veintiún personas que no eran parientes, «entre ellos un tamborín —llamado Bernart— con su atambor y flauta tocando y todos ellos o los más armados con espadas blancas, rodelas, ballestas, puñales y otras armas y todos juntos fueron a la dicha iglesia a bautizar la dicha creatura y después de bautizado fueron a una con la comadre y su compañía a casa [del padre] donde todos juntos comieron y bebieron dándoles lo necesario» 59 . La niña nacida de los amores entre María Martín de Arruiz y Juan Pérez de Maya fue inscrita en el libro de bautizados de la iglesia de San Nicolás en nombre de su padre 60 . Cuando Catalina de Leoz avisó a Gonzalo de Urniza del nacimiento de un hijo, este, inmediatamente, «convidó a los padrinos para que lo batizasen y fue bautizado» con el mismo nombre que el padre 61 . Aun cuando en el «asiento de bautizados» de Juan José de Esparza, se ocultó el nombre del padre «por las repetidas instancias que sobre ello hizo» José, cuando el obispo visitó la villa para la confirmación, el niño fue presentado como su hijo 62 . El hijo de Martín de Beruete «fue batizado en nombre» de su padre y «por tal ha sido y es públicamente y conocido» 63 .

En todos los casos narrados los testigos destacaban el parecido con sus progenitores: «en el semblante de la casa se parece mucho en las facciones» 64 ; el niño «en su aspecto y fisonomía y gesto parece y semeja mucho al dicho Martín de Beruete, su padre, como hijo que es dél, aunque él lo quiera negar» 65 ; la criatura «paresce mucho en el gesto» a su padre 66 … Pero, sobre todo, los testigos destacaban los lazos afectivos entre el padre y el hijo. García Herrero nos recuerda que el humanista Alberti había aconsejado a sus compatriotas dejar testimonio escrito sobre el nacimiento de la criatura (día y hora). Y así el notario de Zaragoza Francisco Vilanova escribió en 1492 en un protocolo: «Jhesus Christus, Marie Filius. En este anyo, el día de Nadal, entre las tres y las cuatro del alva, me nacio un hun fijo, al qual pusse mi nombre: Francisco». Como señala la autora: «No hay frialdad en la nota del padre […] hay calor, cercanía, posesión» 67 . En efecto, incluso en los casos de ilegitimidad, el afecto del padre al recién nacido era la prueba ante los vecinos de los lazos entre ambos. José de Esparza había reconocido a su hijo, «disponiendo se le llevasen con cautela y secreto para verle y divertirse con él», o bien, «para dormir y entretenerse con él». De hecho uno de los testigos vio como en casa de una vecina José estaba con el niño y «le hacía muchas fiestas, besándolo y teniéndolo en los brazos» 68 . Todos los vecinos sabían que Martín Beruete era el padre de Joanes, «y por ello le han puesto sobrenombre “aitaco”, que quiere decir “padrecito”», apelativo cariñoso en vascuence 69 .

A modo de primera conclusión

«Ya sé… Ya sé, lo que son estos casos, puesto que he asistido a muchos y yo tengo hijos. Nosotros, los maridos, somos en estos momentos la gente más torpe, Ïlor. El marido de una de mis clientes, habitualmente, durante el parto de su esposa corre a refugiarse en la cuadra» (Lev Nikolaevich Tolstoï, Anna Karenina, Santa Fe, El Cid, 2004, p. 1476).

Las palabras del doctor Pedro Dmitrievitch dirigidas a un ansioso y angustiado Lyuva (Levin) durante el dificultoso parto de su esposa Kitty, exponen una imagen tradicional del hombre ante el nacimiento de una criatura. El padre, en el ritual que rodeaba al parto, apenas era un personaje secundario, a veces era, incluso, un bufón, torpe e inseguro, con apenas texto que representar, frente a la gran actriz del drama, que era y debía ser la madre parturienta. No obstante, su aparente pasividad, su aturdimiento, su torpeza, no hacían del padre un ser indiferente, frío y displicente 70 .

Los rituales reflejan unas realidades sociales y han contribuido y contribuyen a asignar a cada uno un determinado rol. El hombre en el parto en los siglos modernos, también tuvo su cometido. Así, el padre, durante el parto y la gestación debía cumplir unas normas comúmente aceptadas: el apoyo material y espiritual, la comprensión, el amor hacia su esposa, la búsqueda de la intermediación divina, que ese personaje secundario debía representar con acierto si quería ser considerado un hombre virtuoso. Las emociones, la ansiedad, la preocupación, la esperanza no fueron sentimientos ajenos a su papel, aunque los espectadores apenas los percibamos. Durante la gestación y parto el padre recitaba apenas unas líneas de guion de ese texto dramático, permanecía casi oculto, si no ignorado, entre las sombras de un escenario que centraba sus focos en la auténtica y gran protagonista, acompañada de otras intérpretes, la partera, sus acompañantes, que lo eclipsaban. Podía y debía, no obstante, contribuir, conforme a tales normas, a la construcción del espacio ritual, podía permanecer, incluso, como acompañante amoroso y necesario a la vera de la madre mientras esta experimentaba los dolores y realizaba el esfuerzo, a veces agónico, de tener un hijo. Pero, al llegar al último acto, tras el alumbramiento, mientras la mujer seguía siendo festejada y atendida, el hombre salía de su escondite, de la penumbra, y recuperaba, de nuevo, su protagonismo en el momento en el que la criatura era bautizada, y en aquel rito toda la comunidad ponía sus ojos en él y le reconocía como padre. En definitiva, ¿por qué no deberíamos contemplar también el parto en los siglos modernos, como un rito de paso hacia la paternidad? 71

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Notas

1 Este trabajo se inserta en las actividades del proyecto «Universos discursivos e identidad femenina: élites y cultura popular (1600-1850)» [HAR2017-84615-P], financiado por el Ministerio de Economía, Industria y Competitividad del Gobierno de España.

2 Reed, 2005, p. 2.

3 Como apunta Hewlett, 2014.

4 Foisil, 1990, pp. 183-189.

5 Wilson, 1995, p. 25. Gelis, 1988, p. 104. Para España, García-Herrero, 2005, p. 25.

6 Hewlett, 2014, p. 61; Heggenhougen, 1980, p. 21. Si bien el propio Heggenhougen, 1980, p. 22 recoge el resultado de algunos estudios antropológicos de culturas en donde el padre sí tenía una participación más activa.

7 Atlas etnográfico de Vasconia, 1998, IX, pp. 86 y ss. Si bien se narran algunos casos en los cuales el marido actuaba como ayudante (p. 92), o bien los hombes de la casa ayudaban a calentar agua. También era el marido el encargado de enterrar la placenta (p. 96).

8 Johansen, 2001, cap. II.

9 Es Cressy, en el caso inglés, quien ha resumido las recomendaciones dadas a los maridos para cuidar a la esposa embarazada y proveerla de lo que fuera necesario con testimonios, muy similares a los que se apuntaban en las obras españolas. Cressy, 1997, pp. 44 y ss.

10 Maldonado-Durán, Sauceda-García y Lartigue, 2008, p. 7.

11 El rol del padre como respaldo de su mujer embarazada, como apoyo emocional y su comportamiento psicológico, que se advierte en la obra de los tratadistas citados, es recogido en trabajos recientes que analizan los sentimientos de los padres contemporáneos durante el embarazo y el parto de la madre. Por ejemplo, por Nieri, 2012.

12 Guevara, Libro áureo, fols. 132v-133r.

13 Solís, Consuelo de los estados, fol. 143r.

14 Guevara, Libro áureo, fols. 130v-131v.

15 «Los apetitos de las preñadas» según definición de Aldrete, Del origen y principio de la lengua castellana, fol. 242r.

16 Guevara, Libro áureo, fols. 132v-133r.

17 Guevara, Libro áureo, fols. 130v-131v. Un texto similar se recoge en Pedro de Luján, Coloquios matrimoniales, fols. 130v y ss.

18 Esteban, Juan, Orden de bien casar, fol. 315r-315v.

19 Guevara, Libro áureo, fols. 130v-131v.

20 Gomis Coloma, 2008. Crítica que también apuntaba Guevara, Libro áureo, p. 110: «Buen achaque os tenéis las mujeres preñadas. So color que habéis de reventar, queréis que todos vuestros apetitos hayamos de cumplir». Ver también algunos testimonios en el artículo de este monográfico de Nina B. Kremmel.

21 Un interesante repaso a las diveras aportaciones médicas contemporáneas sobre esta cuestión en Valdez, 2003.

22 Como también, al menos en Inglaterra, en los manuales médicos, que recomendaban limitar la actividad sexual, Cressy, 1997, pp. 44-46.

23 Cit. por Candau, 2009, p. 9.

24 Candau, 2003, p. 329.

25 Alonso de los Ruices de Fontecha, Diez previlegios, fols. 75r y ss. recoge las opiniones al respecto que parecen unánimes al responsabilizar a la cópula durante el embarazo de posibles abortos, y critica el «acto venéreo» como perjudicial tanto para la criatura, para la madre, y para la virtud de todos. Las críticas a las relaciones durante el embarazo aparecen también en otras obras como la de Cabranes, Hábito y armadura espiritual, fol. 268v. Otros autores, basándose en la obra de Teodoreto, al reflexionar sobre el débito de la parida y de la preñada llegan a estimar que si la ley, el Levítico, ordenaba «que el marido deje descansar la parida», cuando podía tener hijos, con más razón se debían excluir las relaciónes en estado de gravidez. López de Andrade, Primera parte de los tratados, fol. 168r-168v.

26 Osuna, Norte de estados, fol. 54v. Pero, desde luego, no quedaban excluidas. De hecho, cuando Osuna habla de las «cuatro maneras» que «puede y suele el casado tener acceso con su mujer», el debate sobre si era pecado mortal o no «si lo hace por detrás», estimaba que, si lo hacía porque la esposa «tiene crescido el vientre y teme de empescer su preñado, no es pecado mortal» (fol. 55v).

27 Busembaum, Medula de la teología, p. 451.

28 Salazar, Promptuario de materias morales, p. 219.

29 Guevara, Libro áureo, fols. 130v-131v. Un texto similar se recoge en Pedro de Luján, Coloquios matrimoniales, fols. 130v y ss.

30 Mejía, Saludable instrución, fol. 135r.

31 Usunáriz, 2016.

32 Haas, 1998, p. 38.

33 Haas, 1998, p. 40.

34 Ozment, 1983, p. 115.

35 Rublack, 1996, pp. 85 y 98-99. También Pollock, 1990, pp. 52-53.

36 Foisil, 1990, pp. 183-189.

37 García Herrero, 2005.

38 Zurita, Los cinco libros postreros, fol. 109v.

39 Pastor, Nobleza virtuosa, p. 306. La cursiva es nuestra.

40 Osuna, Norte de estados, fol. 87r-87v. La reliquia de la camisa de San Carlos Borromeo que tenía Próspero Criuelo, salvó a su mujer en un durísimo parto al ponérsela sobre el cuerpo. Muñoz, Vida de San Carlos Borromeo, p. 801. Haas, 1998, p. 44 recoge también esta misión del padre en la elección de parteras y Ozment resume las «Instrucciones» a los padres para elegir una buena comadre en algunos manuales alemanes del siglo XVII, Ozment, 1983, p. 114. Sobre este aspecto ver también Usunáriz, 2016. Sobre los preparativos para el parto por parte del marido, ver Pollock, 1990, p. 53.

41 Osuna, Norte de estados, fol. 87r.

42 Peralta, El apostol de las Indias, p. 51.

43 Bravo de Sotomayor, Historia de la invención, fols. 123r-124r. La cursiva es nuestra.

44 Suñer, Vida y milagros de Santo Domingo de Soriano, pp. 606-607; García, Vida, virtudes y milagros de San Ignacio de Loyola, p. 611; Fernández Moreno, Vida, virtudes y milagros, p. 268; Prades, Historia de la adoración y uso de las santas imágenes, p. 489.

45 Ozment, 1983, p. 115.

46 Haas, 1998, pp. 40-41. Según Kuhn McGregor, 1996, p. 199 en el Boston colonial muchas de las plegarias recomendadas por los pastores para rezar durante el parto iban destinadas a los maridos.

47 «Lo que en fin debe hacer el marido o la mujer en acabando de parir es que siendo nascida la criatura y abrigada la tome en sus manos y la ofrezca al Señor diciendo: “Rescibe Señor Dios Nuestro el fructo que tú nos diste. Pedimostelo no para nosotros sino para tu servicio. Ten por bien de lo rescibir, y llegar a maduro, para que como varón perfecto busque no sus cosas sino las tuyas”» (Osuna, Norte de estados, fol. 87r).

48 Guevara, Libro áureo, fol. 147r.

49 Ver Usunáriz, 2016.

50 Virgilio, Los ocho libros, fol. 64r-64v.

51 López de Andrade, Primera parte de los tratados, fol. 168r-168v.

52 Wilson, 1990, p. 87.

53 AGN, Tribunales Reales. Procesos, núm. 031869. Isabel siguió pleito ante el tribunal diocesano y ante el tribunal real. En el tribunal real José Esparza fue absuelto. También lo fue ante el tribunal eclesiástico en cuanto a la palabra de matrimonio, pero fue condenado a pagar 30 ducados de plata, sin incluir los alimentos del niño y otros gastos.

54 AGN, Tribunales Reales. Procesos, núm. 066784. La primera sentencia del Corte condenó a Juan «a que reciba la dicha creatura y la críe y alimente como a hija suya y a que pague a la demandante los alimentos y el criar de la dicha creatura desde el tiempo que la demandante la cría y que así bien pague los alimentos de la demandante del tiempo que estuvo preynada a razón de veinticuatro florines por año».

55 AGN, Tribunales Reales. Procesos, núm. 119164. Según consta en Pamplona las nodrizas ganaban «comúmente viviendo en la casa de los padres de las creaturas que crían» seis reales al mes, los paños de cabeza, de tela, dos pares de mangas, dos «debantales» y «zapatos cuando rozaren». Fuera de Pamplona ganaban un ducado al mes, dos paños de cabeza, dos camisas, dos pares de mangas y dos «debantales» y «los zapatos que han menester».

56 A este respecto es interesante una de las disposiciones del Fuero de Vizcaya, la ley VII, tit. XXX, sobre la costumbre de «las mujeres ir a visitar otras mujeres cuando están paridas acompañadas y con presentes, llevando las mozas cargadas de presentes», a fin, precisamente de que «ninguna mujer ni moza sea osada de ir ni vaya pública ni secretamente a visitar ninguna mujer que esté parida con presentes públicos, llevando mozas cargadas con cestas ni en otra manera», pues resultaba «daño en la tierra». El Fuero, privilegios, franquezas, 1575, fol. 99v.

57 No vamos a hacer referencia aquí a la existencia del rito de la covada, pues los testimonios vienen a recoger más una tradición clásica y libresca de los pueblos antiguos, o de los pueblos «bárbaros», más que de una realidad. Así lo hace Jerónimo Román al hablar de los tártaros «Esto parece por lo que pasa en una provincia dicha Cordandan, adonde se usa que en pariendo la mujer se levanta y lava el hijo y empáñalo y el marido se acuesta en la cama en lugar de la parida, y allí está cuarenta días teniendo la criatura, y no se ha de levantar de allí en todo este tiempo; y todos le van a dar el parabién del parto y lo regocijan como si fuera la madre. Y la pobre mujer le sirve dándole torrijas y todos los regalos del mundo y ellas no tienen otro cargo de más que dar leche a la criatura. Y así anda todo al revés. Algo o de esto se usó algún tiempo en España, como lo nota Estrabón, por donde se ve que en todo el mundo hubo costumbres bárbaras en los antiguos tiempos», Román, Tercera parte de las repúblicas del mundo, fol. 198r-198v. De los «bárbaros en el Brasil» se mofará también Martínez de la Parra, por la misma razón. Martínez de la Parra, Luz de verdades católicas, 1705, p. 447.

58 El Concilio de Trento había establecido un plazo máximo de tres días para la celebración del sacramento del bautismo.

59 AGN, Tribunales Reales. Procesos, núm. 97186, fol. 1v.

60 AGN, Tribunales Reales. Procesos, núm. 066784.

61 AGN, Tribunales Reales. Procesos, núm. 119164.

62 AGN, Tribunales Reales. Procesos, núm. 031869.

63 AGN, Tribunales Reales. Procesos, núm. 066377. Tras varias sentencias, el pleito dura hasta 1558, Beruete fue condenado a pagar 76 ducados.

64 AGN [Archivo General de Navarra], Tribunales Reales. Procesos, núm. 031869.

65 AGN, Tribunales Reales. Procesos, núm. 066377.

66 AGN, Tribunales Reales. Procesos, núm. 066784.

67 García Herrero, 2005, p. 47.

68 AGN, Tribunales Reales. Procesos, núm. 031869.

69 AGN, Tribunales Reales. Procesos, núm. 066377.

70 Ver al respecto Rublack, 1996, p. 85.

71 Reeds, 2005.

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