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Reseña de Lope de Vega, El peregrino en su patria, ed. Julián González-Barrera, Madrid, Cátedra, 2016, 665 pp., ISBN 978-84-376-3541-5

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 6, núm. 1, 2018

Instituto de Estudios Auriseculares

Ignacio Arellano

Universidad de Navarra, España

Fecha de recepción: 20 Febrero 2018

Fecha de aprobación: 27 Febrero 2018

Libro multifacético, misceláneo, exhibicionista de numerosa erudición, rico en materiales de todo tipo, en géneros y subgéneros literarios (poéticos, narrativos, metaliterarios…), El peregrino en su patria de Lope de Vega es sin duda un reto de no poca entidad para cualquier editor que se atreva a abordarlo. González-Barrera, ya lo avanzo, no solo se ha atrevido con un texto extraordinariamente complejo, sino que ha hecho la mejor edición con que hasta la fecha contamos de esta obra, edición excelente, medida y erudita sin perjuicio de la sindéresis (algo que a muchos editores de textos clásicos les resulta a menudo difícil compaginar).

González-Barrera abre su trabajo con el estudio preliminar, en el que se plantea las cuestiones fundamentales en torno al Peregrino. Las ochenta páginas que el editor ha redactado constituyen una adecuada presentación, escrita con indiscutible dominio de la materia. Examina González-Barrera la génesis de la obra, las posibles intenciones de Lope, la reescritura del modelo de la novela griega, el género, técnicas, motivos, etc. en unas páginas muy útiles, generalmente certeras. Una de las cuestiones planteadas por la crítica sin mucha necesidad lleva quizá al editor a preguntarse por las intenciones de Lope —difíciles de averiguar— y proponer que con El peregrino pretende alejarse de la fama popular que le daban las comedias para lograr otro nivel de fama erudita y de mayor categoría, virando su carrera «hacia una consagración definitiva» (p. 12). Creo que puede aceptarse que todas las operaciones literarias lopianas pretendían (aunque en el teatro proclamara su mero interés crematístico) acumular fama y prestigio como creador. Pero no creo que en el Peregrino se advierta una contraposición con el ámbito teatral del que quisiera alejarse para entrar en un terreno de superior cultura («deseoso de desprenderse de aquel halo de poeta de corrales […] buscaba el reconocimiento general como poeta culto», p. 13). El libro se abre significativamente con una lista de las comedias de Lope (evidente reivindicación de su labor teatral), y no es exactamente una obra que se pueda colocar en el terreno de la literatura de prestigio más o menos épico, sublime o culto (frente a la calidad popular de las comedias). Constituye más bien otro tipo de literatura bastante popular (en el mismo universo de la novela pastoril o la materia caballeresca, que el propio editor menciona en p. 13). No hay que buscar muchos recovecos a las intenciones de Lope en este sentido.

Del conocimiento y la competencia general del editor basta a dar muestra el excelente comentario de la portada (pp. 18-19), que sirve como síntesis de varios aspectos interesantes. No cabe discutir la colocación del libro en el género bizantino, pero sí quizá la insistencia en las dimensiones moralizantes y hasta cristianas de la modulación barroca del género, que llevarían al extremo, por ejemplo, Avalle-Arce y secuaces a propósito del Persiles cervantino, sin mayor fundamento. González-Barrera mantiene (p. 55) demasiado respeto quizá hacia la postura de Avalle-Arce en este punto (después de discutirle otras interpretaciones con buenos argumentos).

En esta vía el motivo de la castidad que se ha considerado como virtud cristiana definitoria en el Persiles, y que asoma también en este prólogo de El peregrino, me parece mucho menos relevante de lo que se suele decir. Pánfilo y Nise no pronuncian un voto de castidad (cfr. p. 57 con cierto exceso interpretativo) por motivos religiosos (como tampoco hay un motor religioso inicial en Persiles y Sigismunda): simplemente Nise exige a Pánfilo que respete su honra hasta que estén casados, nada fuera de las pretensiones más comunes. Creo que definiciones como la aducida de Lara Garrido (p. 30) sobre el peregrino como «alma religiosa que debe ser probada para dar testimonio de su unión con Dios» no funciona ni para el Persiles ni para el Peregrino. Tomando esos aspectos con excesivo entusiasmo se corre el peligro de interpretar estas novelas como obras religiosas, cuando son fundamentalmente textos de entretenimiento. El maestro José de Valdivielso, que algo sabía de religión y teología, en su aprobación del Persiles subraya significativamente la «apacible recreación», y apunta que de todos los libros de Cervantes ninguno es «más ingenioso, más culto ni más entretenido». Y en la dedicatoria al conde de Lemos en la segunda parte del Quijote, Cervantes presenta al Persiles como libro de entretenimiento («con esto me despido, ofreciendo a Vuestra Excelencia Los trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de cuatro meses, Deo volente, el cual ha de ser o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento»). El peregrino de Lope transita por esos mismos caminos. El hecho de que las piezas teatrales insertas (lo que confirma, dicho sea de paso, la arquitectura miscelánea del libro) sean autos sacramentales, no creo que obedezca a un motivo de inclinación religiosa, sino a la extensión de estas piezas, que hace posible incluirlas en un libro como El peregrino: publicar comedias enteras le hubiera dado al volumen unas dimensiones inabarcables. Una comparación con Deleitar aprovechando de Tirso (libro este sí de inclinación moralizante, por contraposición al profano Cigarrales de Toledo) podría ser interesante, pero no es ahora el momento. González-Barrera niega la condición de novela mosaico (p. 45) al Peregrino, y puede tener razón si de lo que se trata es de reivindicar su composición artística para evitar connotaciones peyorativas, pero quizá valga la pena apuntar que la construcción miscelánea obedece a ciertas ideas de la época sobre los requisitos del entretenimiento (sobre todo la variedad), y que además Lope desea (algo ingenuamente) exhibir muchas habilidades y erudiciones, lo que lleva a pensar que sí tiene algo de mosaico, aspecto, por cierto, que no se le escapa al editor como evidencian sus observaciones en pp. 45-46 a propósito de la variedad o el hibridismo (variedad e hibridismo que no consiste, como cree Vilanova, en insertar esquemas de la comedia capa y espada en la novela).

Con respecto a la calidad de la erudición lopiana en el Peregrino, que se asocia al prurito de cultura, baste poner el ejemplo de la poesía que empieza «Dios máximo creó el cielo y la tierra» (pp. 187-202): esta acumulación erudita no se relaciona con una verdadera alta cultura, sino con las retahílas de curiosidades que conforman muchas loas teatrales.

Pero no me compete aquí divagar sobre el género, su sentido, componentes, etc., sino glosar la tarea editora de González-Barrera y su resultado, que vuelvo a calificar de excelente y que sería a mi juicio más excelente aún si se podara —como ya he apuntado— de algunos entusiasmos sobre la dimensión religiosa, contrarreformista o tridentina (ver pp. 50, 55-56) de esta novela y de otras del género.

Si el estudio preliminar es digno de todo elogio, la edición y sobre todo el aparato de notas entran en el terreno de lo excepcional. Perseguir los motivos clásicos, las citas y alusiones antiguas que la desatada musa de Lope acumula para mostrar que él tenía su instrucción culta, es tarea hercúlea que González-Barrera desempeña con eficacia insuperable.

Los ámbitos de conocimiento requeridos para anotar un libro como este son muchos y diversos; no basta (ya sería mucho) con estar al tanto del mundo cultural de la antigüedad. La primera tarea relevante que se plantea al editor es, sin ir más lejos, la identificación y comentario de la lista de comedias que abre la novela: remito a las notas del editor que hablan por sí solas de la dificultad de este trabajo y la diligencia con que ha sido cumplido.

Notas bien hechas, útiles, eficaces son la práctica totalidad. Notas especialmente magníficas en información y pertinencia abundan: ver algunos ejemplos en pp. 153 (corsarios moriscos), 160 (toponimia clásica), 170 (leyendas cristianas primitivas), 172 (textos neolatinos), 265 (detalles de procesos inquisitoriales), 284 (alusiones emblemáticas)...

Es imposible determinar, sin embargo, cuántas han de ser las notas que un libro como el Peregrino solicita de un editor. Si resulta siempre difícil decidir qué se anota o deja de anotar en un texto de esta índole, nunca se puede llegar a una decisión indubitable. Lo cual da pie a que se propongan tales o cuales notas posibles, etc. Y esto es lo que me permitiré, dejando por delante bien sentada mi admiración por la excelencia del aparato crítico que ofrece González-Barrera. Tómense las siguientes sugerencias como posibles complementos de detalles menores para ediciones posteriores que, sin duda, tendrá esta del Peregrino.

Muy menor es la corrección gráfica que convendría hacer en la palabra «escita» (pp. 100, 160), que produce versos largos, y que sería mejor imprimir directamente «cita» (si no se quiere «scita», que de todos modos se pronunciaría «cita»).

La bala enramada de la p. 167 es en realidad un tipo de bala dividida en dos mitades unidas por un alambre, o una unidad de dos balas unidas por alambre o cadenilla, que podían ser disparadas por cañones de gran calibre pero también por arcabuces, como muestra Pedrarias de Almesto en su relato de la jornada de Omagua, al ponderar el disparo del escopetero García de Arce que mata a varios indios («pelotas con alambre para que hiciesen más daño, que son desta manera: dos pelotas de plomo y asidas la una a la otra con un hilo de alambre, algo grueso, de largo de palmo y medio, en manera que no se pudiesen deshacer, y así tiradas van cortando y despedazando cuanto topan»). El mismo hecho narra Fray Pedro Simón: «En otra ocasión en que también se vieron apretados, con una bala enramada derribó seis indios» (CORDE).

El juego de p. 185 («hubo mil aleluyas / con ser misa de Pasión») debe anotarse con más precisión: porque no se cantan aleluyas hasta la Pascua de resurrección (ni tampoco el Gloria). Es una agudeza de contrariedad. No hay misa el viernes de Pasión ni aleluyas durante toda la cuaresma.

La referencia al panal entre los dientes del león muerto (p. 201), que se anota remitiendo a San Agustín, habría de precisarse igualmente, porque el pasaje citado del sermón 364 no le viene del todo bien. En el texto de Lope se identifica ese panal con el círculo divino (que no se refiere al retorno al Padre después de la muerte en la cruz, sino que alude a la hostia eucarística, de forma circular) y es emblema eucarístico que remite al pasaje del libro de los Jueces, donde se recoge el enigma que propone Sansón a los filisteos; lo comenta, por ejemplo, entre otros muchos Horozco, Emblemas morales, I, fol. 22v: «En lo del león muerto con el panal de miel y la letra tan admirable del que comía salió el manjar y de la fortaleza la dulzura, no pudo el mundo imaginarse empresa más galana para mostrar las grandezas de Dios y los regalos que Él hace a las almas en el convite celestial de su sagrado cuerpo».

Está bien anotado el juego de «Hola, que me lleva la ola» (p. 226), pero quizá conviniera añadir que es cita del cancionero tradicional («Hola, que me lleva la ola, / hola, que me lleva la mar»), lo mismo que la copla glosada en pp. 274-275, «Bien podéis, ojos, llorar, / no lo dejéis de vergüenza…», que pertenece a un romance (ver Romancero general de González Palencia, núm. 1188), y que Calderón cita varias veces en sus comedias (en No hay burlas con el amor, El médico de su honra…).

En la p. 373 González-Barrera resulta demasiado erudito y atribuye al Paladión el sentido original (estatua de la diosa Palas, etc.), pero en la recepción más vulgar, que es la pertinente al pasaje del Peregrino («Mira con qué descuido un hombre noble tenía en su casa otro Paladión griego, como la mísera Troya, que tal debía de ser el pecho de aquel mancebo lleno de armados pensamientos, que llegada la ejecución saliesen a poner fuego a nuestra honra»), se aplica al caballo de Troya, como era usual en el Siglo de Oro.

El «mes loco en la opinión» (p. 402) debe de ser febrero, como dice el refranero «En febrero el loco, ningún día se parece a otro», «Febrerillo el orate, cada día hace un disparate», «Febrerico el loco, sacó a su padre al sol, y después lo apedreó», etc.

El que por contemplar las estrellas se cae en un hoyo (p. 405) alude a la famosa anécdota que se aplica a Tales de Mileto (ver Luis Durán, «La caída de Tales», Catoblepas, 147, 2014, p. 10) y que se adapta en numerosas ocasiones, entre otras una fábula de Esopo.

Pero no hace al caso decir qué otros motivos pudieran llevar nota. González-Barrera ha hecho un trabajo encomiable y todas las sugerencias no afectarían a lo sustancial. Sí merecerían algunas palabras los encantos geóticos que se mencionan en el libro primero, pero las dejaré para otra ocasión, pues el asunto requiere alguna demora.

Por el momento valga felicitar y agradecer a tan competente editor que ha puesto a disposición de los lectores una edición espléndida de El peregrino en su patria.

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