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Teología, religión y religiosidad en «Los trabajos de Persiles y Sigismunda»
Theology, Religion and Religiosity in Los trabajos de Persiles y Sigismunda

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 7, núm. 1, 2019

Instituto de Estudios Auriseculares

Mariapia Lamberti

Universidad Nacional Autónoma de México MÉXICO , México

Fecha de recepción: 10 Mayo 2018

Fecha de aprobación: 20 Junio 2018

Resumen: En una lectura inmediata del Persiles, es claro que tiene una temática religiosa muy evidente; se notan con más fuerza las insistentes afirmaciones ortodoxas de fe y la enunciación de los principios tridentinos, que las manifestaciones realmente religiosas. Pero el debate entre ortodoxia obligada y religión sincera en esta obra no ha sido resuelto por la crítica. El mundo religioso de Cervantes en esta novela se presenta constantemente, y con todo detalle. Pero presenta características peculiares, revela contradicciones, y sobre todo se trenza insistentemente con el mundo fantástico y aventurero que guía la novela.

Palabras clave: Cervantes, Persiles, religiosidad, cristianismo, catolicismo, Trento.

Abstract: An immediate reading of the Persiles, makes clear that the novel has an evident religious thematic. The strongest manifestations are the insistent orthodox affirmations of faith and the enunciation of the principles of the Council of Trent, more than really religious manifestations. The article highlights that the critical discussion concerning the obligatory orthodox and sincere religion in Cervantes’ last novel is awaiting a decision. Cervantes’ religious world is constantly present in this novel, but it presents particular characteristics, reveals contradictions, and is above all constantly related with the fantastic and adventure world that guides the novel.

Keywords: Cervantes, Persiles, Religiosity, Christianism, Catholicism, Council of Trent.

La última obra de Miguel de Cervantes (postrera, se podría decir con palabra de Miguel Hernández), que él mismo dio por terminada pocos días antes de su muerte —pero que a una primera lectura revela de inmediato en su última parte elementos temáticos poco desarrollados y una escritura no exenta de pequeñas incongruencias, contradiciendo la afirmación del autor— ha dado mucho de qué pensar y discutir a los analistas cervantinos.

El primer problema que se ha enfrentado ha sido el de las fechas de redacción. Las diferencias entre los dos primeros libros y los segundos, especialmente el cuarto y final, se hacen notar en muchos aspectos; y la teoría de las dos fechas de composición, a distancia de una decena de años, se ha estudiado y comprobado con suficiente credibilidad, aun sin acuerdo preciso entre los diferentes estudiosos del tema 1 .

El segundo problema, si así se puede definir, es el de una estructura sorpresivamente compleja. En 1534 se había publicado en griego, y en 1554 en versión castellana, la obra de Heliodoro, Etiópicas, recién descubierta, con los amores de Teágenes y Cariclea. La novela tuvo éxito inmediato, como bien se sabe, y tuvo imitadores, o seguidores de estilo narrativo, en varias lenguas. Puede ser que también nuestro autor deba algo de su última obra 2 , novela rica en aventuras y desaventuras de dos amantes, al prestigio de este antecedente alejandrino y de sus seguidores italianos y españoles. Pero lo que inicialmente impresiona al lector ingenuo que toma en sus manos el libro por primera vez, es el increíble trenzado de novelas que se cuentan enlazadas la una en la otra, que interrumpen o enriquecen la novela central, y sobre todo, impresiona el modo con que dicha multiplicidad de relatos se presenta y se narra.

Si consideramos el pasado de este género narrativo, el cuento, o novela corta, obviamente el nombre que nos viene a la mente primero es el de Boccaccio, si no creador, sí estabilizador de una dinámica narrativa que quedaría modélica durante siglos. Boccaccio establece una estructura matemática y geométricamente perfecta en su obra. La subdivisión y multiplicación por 10; la narración de acontecimientos y personajes a través de otros personajes, a su vez protagonistas, sino de historias personales desarrolladas mas solo sugeridas a veces con delicadeza, sí de una situación articulada y precisa, la sola descrita con palabras del narrador (el así llamado marco), que ha antepuesto a esta estructura precisa y equilibrada, unas cuantas páginas en voz propia, dedicando su composición narrativa a las mujeres, y describiendo la peste que arrasaba en sus años de escritura y la infelicidad de los hombres; para luego dedicar 91 de sus 100 cuentos a aventuras agradables y exitosas, cuando no provocadoras de risas y sonrisas.

No extraña entonces, considerando esta prodigiosa construcción, que las cien novelas hayan sido modelo de muchos narradores después de Boccaccio, aunque varios hayan coleccionado sus cuentos sin la geometría y los dos precisos niveles narrativos del florentino. Cervantes se proclamó como el Boccaccio español, por sus Novelas ejemplares; y en su caso, este término de novela se puede entender con el significado actual, pues sus 12 extraordinarios relatos son, realmente, más que cuentos, novelas cortas, con toda la dinámica estructural de una novela de amplio desarrollo.

Ahora bien, la estructura del Persiles rompe con todos los esquemas anteriores. En el relato principal, de los amores de dos jóvenes que no tienen su cumplimiento —no porque no puedan 3 , sino por una decisión inicial que se revelará y precisará paulatinamente y que tendrá su desarrollo sucesivo— se mezclan, o sea se narran casi siempre en primera persona (contrariamente a lo que sucede en Boccaccio y la narrativa que en él se inspira, donde nunca hay cuentos autobiográficos), otras historias, de personajes que intervienen en el enredado trayecto de los dos jóvenes protagonistas; ellos también por momentos narran sus propias aventuras y desaventuras y episodios de los que fueron testigos o partícipes. Muchos protagonistas de estas narraciones secundarias desaparecen y reaparecen en el trayecto complicado de nuestros dos héroes, que por cierto en toda la novela (dicho sea aquí este término con el significado moderno) viven y se nos presentan con otros nombres, diferentes de los verdaderos, de los que tenemos solo un inquietante barrunto en el título; además de hacerse llamar y llamarse entre sí «hermanos» cuando sabemos de entrada que son toda otra cosa.

La impresión que se deriva de este entramado es de un conjunto de cuentos, sí, pero presentado de una forma totalmente distinta de la tradicional. Se tiene la misma impresión que se prueba, después de contemplar una estatua de Donatello, al observar una de Bernini. La complejidad formal, la mezcla entre figuras en mármol blanco, mármoles de color, bronces dorados y estructuras arquitectónicas; entre temática religiosa y sensualidad, son un tratado de estética barroca; todos elementos evidentes en el Éxtasis de Santa Teresa en Santa Maria della Vittoria en Roma.

La inquietud del lector aumenta, de hecho, cuando ve el modo en que en la narración principal —diríamos oficial—, se delinea una instancia religiosa, que sin embargo a menudo está arrollada, por así decirlo, y sobrepasada por las instancias novelísticas de corte alejandrino, como hemos visto, o sencillamente de fantasía novelesca.

Lo que llama de inmediato la atención es que a lo largo de todo el texto se afirman y se rebaten no tanto unos principios religiosos, éticos, sino más bien con con insistencia la pertenencia a una ortodoxia recién precisada y vuelta obligatoria bajo un control eclesiástico y estatal. Si seguimos el orden de lectura del texto, vemos que se manifiesta «cristiano», o sea se afirma como tal, nuestro hermoso Periandro en el primer capítulo; pero, en tierra de bárbaros, es una afirmación que se puede entender, casi una declaración de superioridad, pues tradicionalmente la cristiandad se ligaba con la superioridad europea.

Pero otra cosa es la declaración que hace Cloelia, en el capítulo 5, en punto de muerte:

Yo quisiera que mi vida durara hasta que la tuya se viera en el sosiego que merece; pero si no lo permite el cielo, mi voluntad se ajusta con la suya, y de la mejor que es en mi mano le ofrezco mi vida. Lo que te ruego es, señora mía, que, cuando la buena suerte quisiere —que sí querrá— que te veas en tu estado, y mis padres aún fueren vivos, o alguno de mis parientes, les digas cómo yo muero cristiana en la fe de Jesucristo, y en la que tiene, que es la misma, la santa Iglesia católica romana. Y no te digo más, porque no puedo (I, 5, p. 54) 4 .

Ahora bien, remitirse a la voluntad de Dios, proclamar que la fe en Dios que uno tiene es la que deriva de Jesucristo, pueden ser actitudes comprensibles para prepararse al encuentro con Dios. Pero la mujer quiere que esto se sepa, no le basta que lo sepa Dios, y además especifica que su fe cristiana es «la que tiene, que es la misma, la santa Iglesia católica romana». Esta es una afirmación que en boca de una moribunda no puede no sorprender. Menciona no solo su fe, sino la Iglesia a la que pertenece que define santa y, sobre todo, romana. Lo que en sustancia proclama la moribunda, es que la fe que deriva de las enseñanzas de Jesucristo es válida solo si sigue las formalidades dogmáticas y estructurales de Roma.

Roma tiene en la novela un papel preponderante. Nuestros dos pretendidos hermanos enfrentan, como sabremos, un viaje larguísimo, complicado y lleno de percances, para, desde su natal Última Tule, dirigirse a Roma. Roma de hecho domina el lineamiento oficial de la intriga. Los novios-hermanos se dirigen allí por deseo de ella, aceptado por él, con la finalidad de reforzar su fe en la sede del papado, ya que en sus tierras del norte no andaba bien salda. Y otros personajes de los que constelan la historia también tienen Roma como meta.

Ahora bien, la tierra del Norte de la que vienen los amantes-hermanosperegrinos, había pasado al luteranismo en 1537, mucho antes de que Carlos V con la paz de Augsburgo proclamara el principio de cuius regio eius et religio en 1555 5 . Cristiano III de Dinamarca fue el que impuso con autoridad, después de esta fecha y de la difusión de estos principios, la religión que de todos modos ya se había difundido, persiguiendo a los que habían quedado fieles a la religión original. Es obvio entonces que nuestros dos protagonistas sintieran que había necesidad de un reforzamiento y mayor conocimiento de la religión —o confesión— que se define romana. Y he aquí que, conociera o no esta situación de Noruega, Cervantes organiza una intriga prodigiosamente compleja, narrativamente apasionante y variadísima, donde se distinga un filo rosso, como se dice en Italia, un trazado sutil y continuo de una tesis o un argumento; y este hilo rojo es el peregrinaje a Roma.

Y viene la segunda sorpresa. Al familiarizarse los protagonistas —y el lector— al inicio de la narración con unos personajes que se volverán principales, a los que se les define como «bárbaros» (aunque el jefe de familia sea por nacimiento español), es la mujer bárbara, Ricla, la que enuncia unos principios de la fe a la que ha sido convertida por su marido. Primero, nótese, enuncia que aprendió la lengua castellana, que le permite comunicar. Y nombra esto en primera instancia: «Hame enseñado su lengua, y yo a él la mía, y en ella ansimismo me enseñó la ley católica cristiana» (I, 6, p. 69). Empezamos a notar que el término católico, que debería ser un adjetivo de especificación, precede el término cristiano, adjetivo propiamente definitorio de la fe que deriva de Cristo, y por ende debería tener mayor relieve 6 .

Sigue nuestra bárbara enumerando los principales dogmas y los principales elementos de fe, aunque no dogmáticos, que distinguen la vertiente cristiana tradicional. He aquí los dogmas: «Creo en la Santísima Trinidad, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, tres personas distintas, y que todas tres son un solo Dios verdadero, y que, aunque es Dios el Padre, y Dios el Hijo, y Dios el Espíritu Santo, no son tres dioses distintos y apartados, sino un solo Dios verdadero». Siguen los principios distintivos de la confesión tradicional, afirmados con la fórmula del Catequismo que siguió en uso hasta el Concilio Vaticano II: «Finalmente, creo todo lo que tiene y cree la santa Iglesia católica romana», lo cual es una síntesis que no admite discusión; pero nuestra Bárbara detalla y especifica: «regida por el Espíritu Santo y gobernada por el Sumo Pontífice, vicario y visorrey de Dios en la tierra, sucesor legítimo de San Pedro, su primer pastor después de Jesucristo, primero y universal pastor de su esposa la Iglesia». No se está hablando de religión, se está hablando de pertenencia a una específica confesión. Un elemento de fe sigue en la retahíla de nuestra Bárbara, y es la mención aquí también, de algo que había sido centro de discusiones acendradas de los reformadores: «Díjome grandezas de la siempre Virgen María, reina de los cielos y señora de los ángeles y nuestra, tesoro del Padre, relicario del Hijo y amor del Espíritu Santo, amparo y refugio de los pecadores». Y termina su discurso otra vez con aquella inversión de términos que hemos notado antes: «Con éstas me ha enseñado otras cosas, que no las digo por parecerme que las dichas bastan para que entendáis que soy católica cristiana» (I, 6, p. 69).

El Concilio de Trento había terminado en 1564. Habían pasado más de 40 años, si aceptamos que la primera redacción del Persiles se ubique en los últimos años de 1500 y primeros años del siglo siguiente. El adjetivo calificativo católico significa en griego para todos, es decir, universal. Esta calificación la adoptó la Iglesia cristiana, la de Oriente como la de Occidente, en los primeros siglos (cuando la lengua oficial de la nueva religión era el griego), a partir de la afirmación paulina de la universalidad de la enseñanza cristiana para todos los pueblos. Era una afirmación ya implícita en el mandato de Cristo a sus apóstoles en su última aparición después de la Resurrección, de predicar a todas las gentes, no solo a los hebreos. Esta definición había cambiado, a partir de la época de Cervantes, de dimensión, de significado. Iglesia católica ahora significa la vertiente cristiana que se queda ligada a la estructura papal romana. Que es la que se defiende y reafirma en Trento contra el principio reformado, de Lutero como de Calvino, que la Iglesia es solo el conjunto de los fieles, sin necesidad de una estructura sacerdotal 7 . Pero uno de los principios que afirmaba el luteranismo además era la invalidez de toda creencia nacida desde la fe del pueblo cristiano, y aceptada y certificada con la autoridad de la Iglesia sacerdotal. Los reformistas cancelan, por lo tanto, básicamente, la creencia en el Purgatorio, y en la Comunión de los santos. No hay méritos en los humanos que tengan validez frente a Dios, ni por lo tanto estos méritos pueden constituir una riqueza común utilizable para la salvación de los hombres que recurran a ella. Y en la Iglesia tradicional la primera y más difundida forma de veneración de los santos como intercesores es la veneración a la Madre de Dios.

He aquí que nuestro autor pone en boca de sus personajes afirmaciones de los más destacados elementos de contradicción con las doctrinas reformadas, sin nombrarlas nunca, sin nombrar estos contrastes, pero insistiendo sobre estos términos y estas afirmaciones polémicas. Baste el detalle de que, en esta profesión de fe, se subraya que María es «siempre virgen», otro de los elementos denegados por los reformadores.

Pero no deja de sorprendernos que esta afirmación de fe tan teológicamente precisa, esté en boca de una bárbara recién convertida por obra de un hombre lejano de toda congregación humana propia, que es su marido no sacramental, sino solo voluntario…

Los principios tridentinos se afirman también en otros aspectos. Cuando nuestros héroes llegan en el hermoso sur después de sus aventuras en el hermoso norte, se manifiesta entre ellos el ansia —o el deleite, si queremos— de visitar santuarios. Es otra de las costumbres piadosas que se ha manifestado paulatinamente en los siglos en que el cristianismo se ha difundido entre los bárbaros invasores del Imperio, que la Iglesia primitiva ha aceptado y validado, y que los reformadores han rechazado 8 .

Estamos ya en el tercer libro, aquel, como el cuarto, en que nuestro lector puede notar un aumento de las menciones religiosas, que nosotros preferimos definir confesionales. Dice el no tan bárbaro Antonio el español a su esposa, llegando a Portugal:

Agora sabrás, bárbara mía, del modo que has de servir a Dios, con otra relación más copiosa, aunque no diferente, de la que yo te he hecho; agora verás los ricos templos en que es adorado; verás juntamente las católicas ceremonias con que se sirve, y notarás cómo la caridad cristiana está en su punto (III, 1, p. 271).

En esta alocución oímos mencionar, por primera vez la «caridad cristiana», y es debido abrir un paréntesis en nuestra intención de hablar de los lugares de peregrinación. Uno de los puntos de la reforma, coherente con la negación de la posibilidad para los seres humanos de tener méritos frente a Dios 9 , es la negación de las obras de misericordia, que se habían establecido en las siete obras espirituales y las siete corporales. Para reafirmarlas, la Iglesia había favorecido y favorecería siempre, sobre todo a partir de Trento, la formación de nuevas órdenes religiosas dedicadas específicamente a algunas de estas obras. Las hubo de sepultureros («sepultar a los muertos») así como de vigilantes en las cárceles («visitar a los encarcelados»), hasta tiempos cercanos a nosotros; pero las que todos conocemos son las órdenes religiosas dedicadas a la educación («enseñar a los ignorantes») ya a la asistencia a los enfermos («visitar a los enfermos»). Así explica nuestro Antonio, en palabras siguientes a las mencionadas, en qué consiste la perfección de la caridad cristiana:

Aquí, en esta ciudad, verás cómo son verdugos de la enfermedad muchos hospitales que la destruyen, y el que en ellos pierde la vida, envuelto en la eficacia de infinitas indulgencias, gana la del cielo (p. 272).

Como vemos, junto con la salud del cuerpo se menciona la del alma, gracias a las controversiales indulgencias; las que son objeto de una disposición mencionada en los últimos días del Concilio, el segundo día de la sesión antes mencionada (XXV, 3-4 diciembre 1562), en la que se reafirma el derecho de la Iglesia en dispensar las indulgencias, pero se determina con toda claridad la supresión de cualquier manejo corrupto de las mismas.

Pero en nuestro texto sigue, o mejor dicho empieza, la peregrinación, ya que hemos entrado en tierras católicas. Este es el primer puerto:

Llegó el navío a la ribera de la ciudad, y en la de Belén se desembarcaron, porque quiso Auristela, enamorada y devota de la fama de aquel santo monasterio, visitarle primero, y adorar en él al verdadero Dios libre y desembarazadamente, sin las torcidas ceremonias de su tierra (p. 272).

La última frase es inquietante, porque sugiere que la religión siga, en el extremo norte, siendo la misma, y que solo las formas de culto se hayan modificado. Parece nuestro Autor no conocer muy claramente el contenido de la Reforma luterana; pero al mismo tiempo parece saber cuáles son los puntos contrarios sobre los que es necesario (¿obligatorio?) insistir.

Más adelante se insiste sobre este recorrido piadoso: «Diez días estuvieron en Lisboa, todos los cuales gastaron en visitar los templos y en encaminar sus almas por la derecha senda de su salvación» (III, 1, p. 276). Otra vez, la senda derecha de la salvación se deja intuir, pero no se dan datos de la senda torcida.

Más adelante se encuentra otro santuario más célebre y más importante, el de la Virgen de Guadalupe:

Allí llegó la admiración a su punto cuando vieron el grande y suntuoso monasterio, cuyas murallas encierran la santísima imagen de la emperadora de los cielos; la santísima imagen que es libertad de los cautivos, lima de sus hierros y alivio de sus pasiones; la santísima imagen que es salud de las enfermedades, consuelo de los afligidos, madre de los huérfanos y reparo de las desgracias (III, 5, p. 300).

Es la última polémica abierta y rematada contra los reformadores. Aquí no solo se admite el uso y la veneración de las imágenes, reafirmada en la Iglesia de Occidente desde el siglo VIII en contra del movimiento iconoclasta de la Iglesia de Oriente, uso y veneración que Lutero y Calvino rechazan tajantemente, sino que se le da a la imagen misma carácter de santidad y valores milagrosos, propio del personaje sagrado que la imagen representa; contrariamente, nótese, a cuanto establecido con precisión teológica en las Actas del Concilio tridentino.

Y otras imágenes se mencionan como meta de pensamientos religiosos y peregrinajes: la anciana (¡y fea!) peregrina que encuentran nuestros protagonistas cerca de Talavera (III, 6, pp. 309-311) enumera varias metas devotas, iglesias o imágenes. Pero el venir estas profesiones de boca de tan extraño personaje, suena un poco como contraste irónico, como la profesión dogmática de la Bárbara Ricla al inicio de la novela. Y aquí estamos ya cerca del final.

Pero antes de acercarnos a nuestro cuarto libro, tan inquietante también desde el punto de vista de estas profesiones de ortodoxia que constelan toda la narración, tenemos que considerar qué elementos propiamente religiosos, de fe, de moral, y no solo doctrinarios y estatutarios encontramos en el texto.

En forma constante desde el inicio y hasta el final, en boca de todos los protagonistas de la narración, se menciona la voluntad divina —«Dios» o el «cielo»— para guiar o decidir las circunstancias, los desarrollos o los desenlaces de las vicisitudes humanas 10 . Es un tópico y como tal suena; como una elegancia del discurso que no compromete propiamente una visión providencial de la vida. Sin embargo, esta constante no excluye una visión diferente, que es la de la voluntad humana, su capacidad, y la presencia de la Fortuna. En el cuarto capítulo del tercer libro es la misma Auristela que a Periandro (al que llama «hermano mío») teje las cualidades y los poderes de la Fortuna: «Ésta que llaman Fortuna, de quien yo he oído hablar algunas veces, de la cual se dice que quita y da los bienes cuando, como y a quien quiere…» (III, 4, p. 291). Es la visión medieval de la Fortuna; pero antes, Periandro, narrando a Sinforosa sus aventuras y desaventuras nos había dado la visión renacentista: «nosotros mismos nos fabricamos nuestra ventura» 11 (II, 12, p. 216).

Finalmente, en algunos momentos, se menciona la moral cristiana del perdón, la caridad y la misericordia. No son muchos momentos, y se acompañan con los principios de la justicia, de la honra y de la venganza también: principios paralelos, pero no religiosos, o decididamente antitéticos. Véase por ejemplo la historia de Ruperta y Rubicón (III, 16, pp. 385-387). Muerto el esposo por venganza del despreciado Rubicón («las venganzas de los que bien se han querido sobre pujan a las ofensas hechas» comenta el narrador de los hechos, p. 386), Ruperta jura vengarse del vengador. Y llama «justo, si no cristiano» (p. 387) su deseo impostergable de venganza. Es la ley tradicional y caballeresca. Como lo es la de los duelos, a cuya prohibición el Concilio de Trento dedica un capítulo (el 19) de la Reforma General, al final de las Actas 12 . Esto bien parece saberlo nuestro Autor; pues en el segundo libro, Renato cuenta cómo quiso defender con las armas la honra de Eusebia. Pero «no quiso el rey darnos campo en ninguna tierra de su reino, por no ir contra la ley católica que lo prohíbe» (II, 19, p. 256). Sin embargo, el duelo se lleva a cabo, con todos los rituales consagrados por la tradición, y el reconocimiento social. Renato se salva la vida y prolonga sus aventuras, así como Ruperta que, queriendo continuar su venganza en el hijo de su ofensor, termina enamorándose de él: las necesidades narrativas de la intriga novelesca superan y dejan sin otra función que la formal (¿obligada?) las declaraciones fideístas.

Pero antes de cerrar esta breve panorámica de las visiones y menciones de la religión en este último trabajo (y dicho sea este término con el sentido que tiene en el título de la obra que nos ocupa) de Cervantes, es indispensable acercarnos, como nuestros protagonistas, a Roma.

He aquí cómo se comportan a la vista de la Urbe: «llegando a la vista della, desde un alto montecillo la descubrieron, y, hincados de rodillas, como a cosa sacra, la adoraron» (IV, 3, p. 430). Nos llama la atención este verbo, expresamente prohibido por el catecismo tridentino para otros que no sea Dios, pues para santos y objetos sagrados, hay que usar el concepto de veneración 13 . Pero Cervantes lo usa liberalmente también para imágenes y lugares, como aquí por Roma. Pero Roma tenía también fama de ciudad llena de mujeres non sanctas y hombres claramente expertos en el arte de engañar al prójimo. Y de hecho nuestros protagonistas se topan de inmediato con especímenes de estas dos categorías. Ciudadanos modelo de la Ciudad objeto de adoración, no solo de veneración… El contraste se nota y suena fuertemente satírico.

En la Urbe, Auristela, ya al punto de volver a asumir su verdadero nombre, recibe de los padres penitenciarios la instrucción que pretendía, motivo de su viaje. Y, por cierto, es aquí donde se precisa su intención:

Todos sus pensamientos […] no se extendían a más que de enterarse en las verdades que a la salvación de su alma convenían; que, por haber nacido en partes tan remotas y en tierras a donde la verdadera fe católica no está en el punto tan perfecto como se requiere, tenía necesidad de acrisolarla en su verdadera oficina (IV, 5, p. 437).

La verdad de la religión romana está rematada, y solo insinuada la poca «perfección» de la verdadera fe en su tierra natal. Otra vez nos sorprende la nula mención de la religión cristiana alternativa que ya estaba regularmente aceptada y codificada en varias partes de Europa (y en Noruega), cuya confutación había sido el objetivo principal del Concilio de Trento. Auristela refiere al recto conocimiento de los principios teológicos su salvación: «enterarse de las verdades» 14 . No precisamente comportarse según los principios morales. «La verdadera fe católica no está en el punto tan perfecto como se requiere»: de hecho, en su patria hay otra forma de cristianismo como religión oficial obligatoria, y los católicos no son aceptados —cuando no perseguidos.

Se enumeran las enseñanzas recibidas, que apuntan entonces a las «verdades», a los misterios de la fe. Pero otra vez tenemos la sorpresa de ver que, después de la enunciación de la caída de Lucifer y de los ángeles rebeldes, la creación del hombre dotado de alma libre y el misterio de la Trinidad, se enuncia con extrema precisión el axioma del que se sirvió Lutero para negar la posibilidad del hombre para hacer obras de valor moral y capaces de servir de penitencia, con un valor aplicable a otros fieles: la Comunión de los santos:

Contaron cómo convino que la segunda persona de las tres, que es la del Hijo, se hiciese hombre, para que, como hombre, Dios pagase por el hombre, y Dios pudiese pagar como Dios, cuya unión hipostática sólo podía ser bastante para dejar a Dios satisfecho de la culpa infinita cometida, que Dios infinitamente se había de satisfacer, y el hombre, finito por sí, no podía, y Dios, en sí solo, era incapaz de padecer; pero juntos los dos, llegó el caudal a ser infinito, y así lo fue la paga (IV, 5, p. 441

Aquí, el misterio de la Encarnación es enunciado con toda precisión teológica —y elegancia—, pero sin dar consecuencias ni en un sentido (el luterano: los méritos del hombre no cuentan y solo los de Cristo salvan) ni en el otro (el ortodoxo: los méritos del hombre se unen a los de Cristo y pueden aplicarse a quien los necesite). Y sin mencionar a Lutero.

Los sacramentos también (cuya validez Lutero niega casi en su totalidad, admitiendo solo el bautizo, y no claramente como tal la consagración y comunión, que más bien termina proclamando como ritual) se detallan como parte de la enseñanza a nuestra heroína; pero el verbo que usa Cervantes nos sorprende: «Exageráronle la fuerza y eficacia de los sacramentos […]»; por supuesto se termina la instrucción hablando de la penitencia, y de la Iglesia, y el Sumo Pontífice «visorrey de Dios» como ya lo había definido la bárbara Ricla en su profesión de fe.

Y en los ámbitos sacramentales, además de mencionar en varias ocasiones confesión y comunión, tan discutidos por Lutero, también se define sacramentalmente al matrimonio; aunque en esta novela hay ejemplos de matrimonios fundamentados únicamente sobre la promesa recíproca de los contrayentes: es el caso también del matrimonio de Dorotea y Fernando en el primer Quijote. Pero en Trento se había precisado que, aunque los celebrantes y ministros del sacramento son los contrayentes, estos han de hacer su promesa sacramental frente a un sacerdote y con dos testigos más. En nuestro autor, todavía no se respetan completamente estas reglas, como vemos en el caso de Antonio y Ricla y de los dos amantes-ermitaños. Estos últimos escogen la castidad al interior de su matrimonio, volviéndolo análogo a un voto monástico. La legitimidad religiosa de la vida monástica fue, como sabemos, lo primero que quiso destruir Lutero, que renegó de su estado, y se casó también con una monja que dejó los hábitos 15 .

En nuestra inquietante novela, encontramos a este propósito la última contradicción que vamos a examinar: Auristela/Sigismunda, como sabemos, tiene al final de sus trabajosas aventuras la intención, afortunadamente superada, de dejar a Periandro/Persiles para entregarse a Dios. Este tema está tratado con toda brevedad en los últimos capítulos: pero Sigismunda está gravemente enferma y por eso solamente nos resulta aceptable pensar que quiera prepararse de la mejor forma espiritualmente. No lo hará, pues el hechizo que la mantiene a punto de muerte se acaba, y recupera su fuerza y sus proyectos de vida; pero hay en la novela otro caso análogo, que realmente termina con el matrimonio con Dios de la prometida en lugar del matrimonio con el amado, que ha tardado en regresar a cumplir su promesa. Y esta decisión final de Leonora, que reafirma católicamente la reconocida sacralidad de los votos religiosos y que ha de granjear la salud del alma de la mujer, causa la muerte de su novio Manuel de Sosa: muerte por amor, como es característico, nos dice el autor, entre portugueses, pero muerte al fin, y no sabemos bien si voluntaria 16 (lo que perdería su alma).

Como hemos visto, el mundo religioso de Cervantes en esta novela se presenta constantemente, y con todo detalle. Pero presenta características peculiares, revela contradicciones, y sobre todo se trenza insistentemente con el mundo fantástico y aventurero de la novela, pero con rigidez: las afirmaciones fideístas suenan a menudo —al lector ingenuo, que lee esta historia por primera vez, y que ha sido el protagonista ideal de este breve resumen analítico— como un cliché obligado, como un ritornello sin mayores profundidades, que puntúa la narración. Y los aspectos propiamente religiosos, de observancia de los preceptos de Cristo, faltan casi por completo. Pero todo este panorama inquietante ha atraído el análisis de los críticos más destacados, que han dado visiones contrastantes del problema, aunque fundamentadas y convincentes cada una.

Jaume Garau, el estudioso entre los consultados que con más amplitud enfrenta este problema, en su «Predicación y ortodoxia en el Persiles» hace una panorámica de las opiniones contrastantes que sobre este aspecto han tenido los analistas cervantinos, y específicamente los que se han dedicado al Persiles. El debate ha versado sobre el dilema de si Cervantes (cuyas simpatías erasmistas también han sido reconocidas y acentuadas en el transcurso de la crítica cervantina) ha manifestado, en esta como en otras obras, una real postura de fe, o se haya solo sometido a una obligación post-tridentina, que como sabemos era ya controlada para la autorización de la publicación en sus años. Pone el acento el estudioso sobre la obligación, reafirmada en Trento, de la predicación de las verdades de fe para el verdadero cristiano, y acentúa este elemento en la figura de Periandro: «El protagonista del Persiles se muestra en algunos pasajes del texto como un predicador» 17 . Y lo demuestra con la defensa que hace del matrimonio sacramental, y su obra de persuasión al polaco vengativo para que siga el precepto de la misericordia divina, y no el de la «justicia» humana 18 . Este estudio, nacido de la consulta de, prácticamente, todos los que enfrentaron este tema, no resuelve, solo detalla la panorámica crítica de la inquietud que nace al leer esta obra con respecto a la religión.

Hemos solamente querido agregar una visión inicial, retratar las impresiones que, en este tema, causa la primera lectura: la de una presencia innegable de la ortodoxia tridentina, que el trono y el altar, aliados en los países que habían optado por la fe tradicional, imponían, y cuya aplicación y profesión vigilaban estrictamente. Una presencia, una insistencia que, a los ojos de quien esto escribe, supera con creces el elemento profunda y sinceramente religioso.

Bibliografía

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Rey Hazas, Antonio, «La palabra católico: cronología y afanes cortesanos en la obra última de Cervantes», en Tus obras los rincones de la tierra descubren. Actas del VI Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas. Alcalá de Henares, 13 a 16 de diciembre de 2006, ed. Alexia Dotras Bravo, José Manuel Lucía Megías, Elizabet Magro García y José Montero Reguera, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 2008, pp. 87-133.

Notas

1. En su «Introducción» a Los trabajos de Persiles y Sigismunda en la edición de las Obras completas cervantinas por ellos cuidada, Antonio Rey Hazas y Florencio Sevilla Arroyo reportan la hipótesis, ahora comúnmente aceptada, de Avalle-Arce, de que la primera parte de la obra (libros I y II) se redactó entre 1599 y 1605, y la segunda (libros III y IV) entre 1612 y 1616. También en su amplia, minuciosa y documentada nota introductora a la edición cervantina por él cuidada, Carlos Romero se inclina a favor de esta última hipótesis. Sin embargo, los estudiosos relatan también otras, comprobables con detalles textuales y con analogías con otros textos y con menciones históricas. Las citas del Persiles se harán a partir de la edición de Rey Hazas y Sevilla Arroyo.

2. Ver por ejemplo el análisis de «Los modelos y las fuentes» en el mencionado estudio introductor de Romero Muñoz al Persiles, pp. 37-42. También Isabel Lozano-Renieblas dedica la primera parte y una extensa nota en su estudio «Los relatos orales del Persiles» a los antecedentes de la novela griega a los cual se apega Cervantes: «Los relatos orales de Persiles y Sigismunda […] se inscriben en los parámetros retóricos del género de la novela griega […].» (p. 123); y su estudio se centra en las modalidades narrativas en primera persona de los varios personajes que relatan sus aventuras.

3. Como sabemos, Sigismunda está prometida al hermano de Persiles no por voluntad propia, sino de sus padres. Ambos entonces son hijos de rey y bien podría ella pretender cambiar de novio… Pero prefiere con él emprender un viaje de fuga y peregrinaje a la vez. Si no, no tendríamos novela…

4. Todos los relieves de palabras o frases en las citas se entiende que son míos.

5. La sentencia propiamente fue acuñada en esta forma en 1582, pero el principio por el cual cada gobernante debía escoger la religión y hacerla obligatoria para sus ciudadanos (luterana o católica, únicamente: excluyendo a los calvinistas) se proclamó cuando se firmó la paz entre el Emperador y la Liga de Esmalcalda.

6. Imprescindible, a este respecto, el amplio artículo de Rey Hazas «La palabra católico: cronología y afanes cortesanos en la obra última de Cervantes» (2008). Aunque en el título se pone en relieve nuestro texto en examen, el estudio se amplía no solo a toda la obra de Cervantes, sino también a la literatura de su época. Esta progresiva prevalencia del término católico está perfectamente evidenciada.

7. No olvidemos que también iglesia es palabra griega de los primeros tiempos, ecclesía, que significa reunión de personas, asamblea. Pronto cambió de significado, y después de Trento se reafirmó su sentido de congregación sacerdotal con jefatura única.

8. En el texto final del Concilio de Trento hay un párrafo (en la sesión XXV, 3-4 diciembre 1562) expresamente destinado a estas formas de piedad religiosa: «De la invocación, de la veneración y de las reliquias de los santos y de las imágenes sacras». Obviamente se habla de veneración no de los lugares o las imágenes en sí, que es forma idolátrica, sino como indicadores de los que representan. El texto que consulté en italiano se encuentra en https://www.documentacatholicaomnia.eu/03d/1545-1563_Concilium_Tridentinum_Acta_EN.pdf

9. El razonamiento de Lutero era, se puede decir, matemático: la ofensa a Dios, multiplicándose por un ser infinito, se vuelve ofensa infinita, que el hombre, ser finito, no puede pagar: solo Cristo, ser infinito en cuanto Dios, lo puede. Y lo hará encarnándose y dejándose sacrificar. Más adelante, como veremos, Cervantes dará una perfecta definición de este principio, sin, obviamente, mencionar a Lutero, ni a las consecuencias que este principio conlleva, o sea que los méritos humanos se quedan en la finitud del hombre, y de nada valen.

10. Son tantas y tan constantes, y en boca de todos, que no ameritan selección para análisis. Baste decir que los personajes se remiten a la voluntad divina hasta cuando están por emprender alguna acción fuera de las reglas religiosas, como el duelo de que se hablará a continuación.

11. Unusquisque faber fortunae suae será el principio de todo el pensamiento renacentista: baste pensar en Machiavelli.

12. La costumbre de los duelos es definida como «introducida por el diablo»; a los que los permitan en sus tierras se conmina excomunión: «el emperador, los reyes, duques, marqueses, condes y los otros señores temporales, como sea que se les llame, que concedieran un lugar, en sus tierras, para estos singulares combates entre cristianos, que sean sin más excomulgados y privados de toda jurisdicción y dominio sobre aquella ciudad, castillo o lugar, en el cual o cerca del cual hayan permitido el duelo» (la traducción del italiano es mía, de la fuente antes señalada). Esto si la posesión la reciben de la Iglesia; si de forma feudal, que la devuelvan de inmediato a su Señor. Los duelistas y los padrinos, también quedan excomulgados automáticamente. No está de más recordar que, a pesar de esta prohibición tridentina, los duelos, a menudo mortales, se realizaron hasta el siglo XIX: baste leer a Pirandello…

13. Aunque no hemos encontrado en las Actas una mención explícita del uso de estos verbos, y de las circunstancias que lo ameriten, en este texto cervantino se usa correctamente el verbo «venerar». El uso de los dos verbos de todos modos, se enseña con rigor en las clases de catecismo, casi considerando blasfemia el uso de «adorar» en relación con otro que no sea Dios. En la misma época de Cervantes, en Italia para obtener el imprimatur, los poetas, por ejemplo, debían de justificar, antes de su texto, el uso de adorar como término amoroso, especificando que no era más que una metáfora, una licencia poética.

14. Juan Bautista Avalle-Arce, en su artículo «Persiles and Allegory», donde interpreta toda la novela como una alegoría de la vida humana (y la propia vida de Cervantes), como peregrinaje («Persiles is an extraordinary prose epic veritably Christianized in its meaning and ends», 1990, p. 13), considera que la asunción de los verdaderos nombres por parte de los protagonistas en Roma, significa un bautismo. Pero las palabras que citamos no hacen referencia a una entrada en la fe, sino solo en su perfeccionamiento ortodoxo.

15. No hay que olvidar que la vida monástica (de los solitarios anacoretas inicialmente, en el mítico desierto de la Tebaida, de los cenobitas luego con vida en común) nació por influencia de la mística oriental, precisamente en el oriente mediterráneo, en los primeros siglos después de Cristo (aunque ya San Pablo en su carta primera a los Corintios afirmaba la superioridad de la vida de celibato sobre la del matrimonio en lo que respecta el dedicarse a Dios). Las órdenes occidentales que dieron origen a el monaquismo posterior fueron creadas por Benedetto da Norcia (Benito de Nursia) en el siglo VI. Como todo lo que nació de la fe de la ecclesia y fue aceptado y certificado por la Iglesia, después de Cristo, el monaquismo fue puesto en duda y cancelado por Lutero.

16. Rey Hazas, en su estudio sobre el término católico en Cervantes, sí la define «muerte voluntaria en el lejano Septentrión» (2008, p. 121). Es la misma impresión que puede tener nuestro lector ingenuo: la que he tenido yo. El elemento novelístico, el deseo de suscitar emociones en el lector prevalecen sobre el rigor ortodoxo auto impuesto, en este como en otros momentos de la narración.

17. Garau, 2013, p. 246.

18. Queremos mencionar que Lozano-Renieblas también publica un estudio sobre «Religión e ideología en el Persiles de Cervantes», pero se ocupa mayoritariamente de la presencia en nuestra obra (y en otras de Cervantes) de personajes moriscos, y de la relación del autor con el problema de la expulsión de los mahometanos, y de los conversos.

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