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Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 6, núm. 1, 2018

Instituto de Estudios Auriseculares

Wolfram Aichinger

Institut für Romanistik, Austria

Universität Wien, Austria

Una publicación reciente, muy festejada por los medios de comunicación austríacos, ha vaticinado el final de los vínculos de sangre entre padres e hijos: todo parentesco, nos dice la autora, será parentesco social 1 . Es cierto, el parentesco no siempre implica, nunca implicó, necesariamente, la intimidad y comunión entre padres, especialmente madres, e hijos, a pesar de las 40 semanas de embarazo, del trance del parto, del sentir el contacto con su piel, del olor, del pecho de una madre (sabemos muy bien que entre las élites el pecho justamente no fue el de la madre), o de un padre natural como primer contacto con el mundo. Los hijos adoptivos, las amas de cría, los hermanos de leche, fueron también formas de parentesco habituales en las culturas del pasado, por no hablar de las comadres, madrinas y padrinos con quienes la nueva criatura establecía un parentesco espiritual sancionado por la legislación.

¿Podemos deducir de ello que la maternidad como tal, la “biológica”, ha dejado de tener importancia? ¿Que es una variante más entre otras de igual peso y profundidad histórica? ¿Que se puede eliminar sin que se pierda nada importante, puesto que hoy en día constituye ya solo un extraño y extemporáneo atavismo? ¿Defender esta tesis no va en contra de una evidencia aplastante de formas culturales alrededor de una figura que parece que sí cobra su plenitud cuando está relacionada con la procreación? ¿Acaso madres e hijos, en cualquier parte del mundo, no siguen estableciendo unos vínculos sólidos y perennes?

No es nuestro propósito aquí entrar a fondo en estos complicados debates actuales 2 . Más bien queremos sentar unas bases y plantear preguntas como esta: ¿por qué será que el factor «biológico» —o la «shared substance» 3 —, pueden eliminarse tan fácilmente entre los ámbitos académicos más avanzados a base de plumazos discursivos y un tanto apodícticos? Tal vez tenga que ver también con el modo en que hoy se suele vivir la procreación en Occidente: esta se percibe como un trance por el cual hay que pasar lo más rápidamente posible (la sectio caesarea según fecha prefijada es ejemplo de ello) e incluso, si es posible, eludirla. El embarazo, el parto, la interacción con un recién nacido, la lactancia, apenas se perciben en la realidad virtual del mundo académico como experiencias enriquecedoras y que tienen valor como experiencia humana en sí. Es allí donde el estudio de las culturas del pasado o no europeas puede ampliar nuestra perspectiva, acaso incluso recordarnos valores olvidados.

En las fuentes del Siglo de Oro los testimonios sobre la procreación se multiplican. Se habla de embarazos y partos en los diarios y cartas personales de reyes y embajadores, en novelas y comedias, pero también en protocolos notariales, en procesos judiciales de muy variada casuística, en una documentación heterogénea. Tales documentos, tales textos, dan fe de tensiones, de conflictos y querellas, de las enormes angustias y esperanzas que suscitó la generación de la vida, de la transmisión de títulos y herencias, pero también de grandes fiestas y alegrías. Y el nacimiento de un nuevo ser se contempla no solo como actividad dirigida a la consecución de un «producto», es decir, una criatura sana, sino que se convierte en un hecho de trascendencia social, en donde afloran también los sentimientos, las emociones. Es más, el análisis del parto y todo el ritual que se forja a su alrededor nos permite acceder a los valores y complejidades más fundamentales de una época. En el parto la madre y el niño se volvían más vulnerables, fruto de los riesgos que ambos corrían en un trance que quedaba grabado en la memoria con gran precisión, con riqueza de detalles. Todo gesto importaba: recoger al recién nacido en las manos de una partera, ponerle en el pecho de la madre, bañarle, envolverle en pañales, cantar, rezar, colocar flores o imágenes de la Virgen o de los santos protectores, etcétera, etcétera. Es ahí donde entra la cultura: desde los comienzos del embarazo y en todas las fases que se siguen en este periodo de máxima aceleración en cuanto a las transformaciones a que están sometidos dos organismos humanos. Todo gesto, todo acto, por el mero hecho de su gran relevancia biológica, se carga de simbolismo y de cultura. Desde los primeros momentos de la generación de la vida, el entorno cultural imprime sus valores, expresa sus conceptos de la vida, del estatus de la mujer, establece jerarquías y relaciones de poder. Está siempre en juego un mensaje sobre la vida en su totalidad. Cervantes captó este hecho perfectamente cuando incluyó un breve comentario sobre los gitanos y su arte de partear en la novela El coloquio de los perros:

Todas ellas son parteras y en esto llevan ventaja a las nuestras, porque sin costa ni adherentes sacan sus partos a luz, y lavan las criaturas con agua fría en naciendo; y desde que nacen hasta que mueren se curten y muestran a sufrir las inclemencias y rigores del cielo; y así verás que todos son alentados, volteadores, corredores y bailadores. Cásanse siempre entre ellos […] 4 .

No podemos evaluar aquí el grado de realismo de estas apreciaciones 5 . Pero estamos de acuerdo en lo esencial: las diferentes culturas del parto crean identidad, ponen en escena los símbolos esenciales de una comunidad, establecen los vínculos más elementales entre el recién nacido y aquellos que lo acogen en el mundo. Prefiguran las grandes líneas de una vida. Es como si se aspirara a crear una representación en miniatura de lo que más importa para una sociedad, para una época, para un grupo étnico o para una clase social 6 .

Antes de dar al traste, pues, con todo concepto de maternidad y paternidad «natural» u otorgar nuestro aplauso incondicional a Marshall Sahlins y a Christina von Braun, deberíamos estudiar con más ahínco y en todos sus matices las formas históricas creadas por y alrededor de la experiencia del dar a luz y del nacer. Tal es el objetivo de este conjunto de artículos que ofrecemos al lector, desde una perspectiva multidisciplinar.

Notas

1 Braun, Christina von, Blutsbande. Verwandtschaft als Kulturgeschichte, Berlin, Aufbau, 2018, p. 492. Comparte su tesis central —todo parentesco es cultura y nada más que cultura— con Marshall Sahlins a quien cita en p. 27. Ver Marshall Sahlins, What kinship is — and is not, Chicago, University of Chicago Press, 2013.

2 Sobre el debate ver Andrew Shryock, «It’s this, not that. How Marshall Sahlins solves kinship», HAU: Journal of Ethnographic Theory, 3, 2, summer 2013, pp. 271-279, https://www.haujournal.org/index.php/hau/article/view/hau3.2.016.

3 Shryock, Andrew y Daniel Lord Smail, Deep History. The Architecture of Past and Present, Berkeley/ Los Angeles/ London, University of California Press, 2011.

4 Cervantes, Miguel de, El coloquio de los perros, en Novelas ejemplares II, ed. Harry Sieber, Madrid, Cátedra, 1989, p. 348.

5 Estudio cervantino que queda por hacer.

6 Para la sociedad moderna y su confianza casi ilimitada en la tecnología ver el debate iniciado por Robbie E. Davis-Floyd, «The technocratic body: American childbirth as cultural expression», Social Science & Medicine, 38.8, April 1994, pp. 1125-1140.

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