Secciones
Referencias
Resumen
Fuente
Cómo citar
Buscar
El predicador, comediante a lo divino. La teatralización del discurso religioso en el Barroco
The Preacher, a Divine Comedian. The Theatricalization of Religious Discourse in the Baroque

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 7, núm. 2, 2019

Instituto de Estudios Auriseculares

Rafael Massanet Rodríguez

Instituto de Estudios Hispánicos en la Modernidad, Universitat de les Illes Balears, ESPAÑA, España

Fecha de recepción: 15 Junio 2018

Fecha de aprobación: 22 Agosto 2018

Resumen: La predicación sagrada española sufre durante el siglo XVII un proceso de “teatralización”. Debido a la gran influencia que el mundo del mundo del teatro ejerce sobre la sociedad española del momento, los predicadores insertan en su discurso toda una serie de habilidades y elementos que, poco a poco, convierten un discurso serio y razonado en torno a la religión católica en un espectáculo que atrae a un gran número de fieles al templo. Para los moralistas, este proceso supone una decadencia de la labor del predicador, la cual asienta sus bases en las preceptivas retóricas clásicas.

Palabras clave: Teatro, predicación sagrada, predicador, actor, puesta en escena, siglo XVII.

Abstract: The Spanish sacred preaching suffers during the seventeenth century a process of “dramatization”. Due to the great influence that the theater has on the Spanish society, preachers insert in their discourse a whole series of skills and elements that, little by little, convert a serious and reasoned discourse around religion in a show that attracts a large number of faithful to the temple. For the moralists, this process supposes a decay of the work of the preacher, which bases its foundations on the prescriptive classical rhetoric.

Keywords: Theater, Sacred preaching, Preacher, Actor, staging, XVIIthcentury.

«Tal vez de los hechos sociales en que la literatura tiene intervención, los dos más importantes de aquellos siglos son el teatro y la oratoria sagrada» 1 . Dámaso Alonso expone con estas palabras la gran importancia que durante el siglo XVII el teatro y la predicación alcanzaron entre la sociedad. Por ello, ambos géneros comenzaron a experimentar un proceso de simbiosis que interconectó las características de ambos. No debemos mencionar tan solo aspectos literarios propios, sino también paratextuales, como los espacios de representación o los movimientos kinésicos. Actor y predicador, tablas y púlpito llegan a confundirse ante los ojos de un público que asiste a estos eventos más motivado por el entretenimiento que la moral o el mensaje cristiano: «Así, muchas gentes acudían al sermón no por puros móviles religiosos, ni con actitud de devoto que quiere ser convencido y adoctrinado en las verdades de la fe, sino con la disposición del que quiere ser divertido y emocionado como si asistiera a una representación» 2 .

La predicación llegó con el tiempo a adquirir tal consideración entre las distintas clases sociales que se pudo llegar a considerar un «espectáculo de masas» 3 . El público asistente establece un fuerte paralelismo entre las figuras del comediante y el predicador, propiciado también por la adquisición de dejes y maneras entre ellos a fin de captar de manera más eficaz la atención de su auditorio:

[El asistente al sermón] se siente en actitud análoga a la que adopta en el teatro, especialmente cuando el predicador actúa como el gran actor en la comedia, con la sugestión de su voz, gestos y ademanes exaltados que dan especial realce al sermón concebido con la misma o superior riqueza de artificios retóricos que los versos de la comedia. El predicador –como el comediante– busca una comunicación viva y directa para conmover y apasionar y ello estimuló una afanosa indagación de novedades que sorprendieran y atrajeran a los fieles espectadores como a un espectáculo 4 .

Los lugares en los que estos eventos se llevan a cabo llegan a converger en el ideario de la sociedad como uno solo, un espacio de reunión: «El templo era el hogar colectivo donde sublimar el sacrificio de la vida cotidiana, distraer el ocio y hallar consuelo en las aflicciones. Además, el púlpito era la escuela gratuita del pueblo llano, que no conocía más horizonte cultural que el constituido por las verdades religiosas» 5 . Junto a ello, se añade el fenómeno espectacular: «El templo se concibe con sentido paralelo a la escena para cumplir, a lo divino, la función social que en lo mundano realiza el teatro» 6 .

El teatro barroco hunde sus raíces en la tradición medieval, fuertemente vinculada a las representaciones religiosas, como pudieron ser los autos sacramentales. Estas se basan en interpretaciones dramáticas de textos y tradiciones cristianas, las cuales llegan al gran público a través de la labor que ejercen los predicadores desde el púlpito. Su traslado a las tablas permite una mayor difusión ante un público iletrado del contenido doctrinal de la religión católica y, además, ofrece un divertimento espectacular sin dejar de lado el mensaje. Es por ello por lo que durante el Barroco la relación entre teatro y predicación se vuelve tan íntima:

Asimismo esta, en simétrica contrapartida, cobró, durante este periodo, una especialísima fisonomía en razón de la exacerbación del componente teatralizante que, en tanto que género oratorio, le era consustancial. En el Barroco, ambos géneros se interinfluyen e imbrican tan íntimamente que no es posible comprender cabalmente uno sin la recurrencia del otro 7 .

Por tanto nos encontramos con los binomios predicación frente a declamación teatral, templo frente a teatro. Estos conceptos no pueden ser entendidos en la época por separado, pues entre ellos se establece una simbiosis que permite que uno y otro se nutran de diferentes técnicas. Es por ello que nuestra atención se centrará en los recursos teatrales que se introducen en el ámbito de la predicación y como se adaptan a las necesidades que reclama el púlpito. No podemos olvidar que, a fin de cuentas, el origen de ambas figuras lo encontramos en un lugar común como es el periodo clásico.

1. La evolución del predicador-actor

Desde la Antigüedad la figura del predicador sagrado y la del orador profano se han ido desarrollando simultáneamente. Pese a las distintas finalidades que su discurso pretendía conseguir, podemos encontrar numerosas similitudes en cuanto a los métodos empleados. Tanto orador como actor pretenden conmover a su auditorio, despertar sensaciones, agitarlo y, en resumidas cuentas, convencerles de un mensaje, el cual será de distinto calado dependiendo de su finalidad. Por descontado, el moveré no es el único objetivo de la retórica clásica pero sí que es fundamental para que el mensaje transmitido tenga un impacto sobre el receptor. Las preceptivas retóricas clásicas aluden a esta necesidad en el discurso. Quintiliano, al igual que Horacio, establece que la «tarea [del orador] se halla contenida en tres puntos: enseñar, mover y deleitar» 8 . Estas ideas serán ampliamente recogidas por las preceptivas literarias y se verán también en las dedicadas a la predicación y retórica sacra: «La misión del predicador […] parece evidente. Se le atribuye un triple cometido: enseñar, deleitar y mover. Enseñar popularmente siendo conscientes del grado cultural de la masa a la que se dirige. Deleitar porque es preciso no aburrir y hacer huir, sino atraer para llevar a cabo el tercer cometido: mover, que es el objetivo central que persigue» 9 .

Grandes preceptistas clásicos, como el mencionado Quintiliano o Cicerón, resaltan que la clave de la oratoria reside en la actio, ya que las palabras adquieren mayor valor y fuerza gracias al acompañamiento de recursos gestuales y a la modulación de la propia voz. Sin embargo, aclaran que este ámbito es propio del actor, no del orador, por lo cual debe acercarse a él con medida. Es innegable, no obstante, que el orador acabe siendo partícipe del mismo, ya que la misma estructura discursiva emplea ambos. Por descontado, con estos antecedentes no pretendemos plantear que el predicador sea heredero directo del orador forense de la Antigüedad, pero sí debemos señalarlo como la piedra angular sobre la que la figura del predicador cristiano comienza a formarse. Un ejemplo incontestable de esto es la gran cantidad de autoridades clásicas que insertan en su discurso, tanto directa como indirectamente.

Ya en el siglo XVII, López Pinciano hace referencia a esta simbiosis entre orador cristiano y actor, y cómo los primeros aprendían las técnicas de los segundos para reforzar su discurso:

Los oradores antiguos aprendían [de los actores griegos y latinos], para, en el tiempo de sus oraciones públicas, mover los afectos y ademanes con el movimiento del cuerpo, piernas, brazos, ojos, boca y cabeza, porque, según el afecto que se pretende, es diferente el movimiento que enseña la misma naturaleza y costumbre; y, en suma, así como el poeta con su concepto declara la cosa, y con la palabra, el concepto, el actor, con el movimiento de su persona, debe declarar y manifestar y dar fuerza a la palabra del poeta. Los oradores discípulos de los representantes 10 .

Este razonamiento pretendía contestar a aquellos que criticaban duramente la mala influencia que la gente del teatro, con su histrionismo y excentricidades, ejercía sobre la sociedad. Conocido por todos es que la figura del actor no era precisamente del agrado de los moralistas del momento, pues encarnaban en parte los vicios y pecados de una vida licenciosa que podía acabar influenciando negativamente a la sociedad. Además, se oponían abiertamente a que representaran papeles de figuras religiosas, tales como mártires, vírgenes o santos, pues consideraban que era indecoroso e incompatible que una persona de vida liberada llevara a las tablas a un personaje puro. Sobre todo, porque el público podía malinterpretar la situación, confundiendo realidad frente a ficción. A este respecto podemos ver la contestación que el padre Puente remite a las palabras del padre Guerra acerca de la devoción de las comedias y los sermones y cómo estas son indecorosas:

Saca lágrimas a los ojos la comedianta que hace un papel penitente, y al mismo tiempo que lloran con devoción hipócrita los ojos por ventura se abrasa con deseos lascivos de la misma comedianta el corazón. Es la devoción que causan las comedias devoción propia del teatro, que es en la apariencia verdadera y en la realidad representada. En el teatro una mujer liviana y profana representando los efectos de una santa virgen muestra compuesta en las acciones, modestia en el semblante, castos sentimientos en las palabras, y a veces lágrimas en los ojos, quedándose con su profana liviandad en el alma. Así los que asisten a las comedias se engañan en lo que lloran y en la devoción que a su parecer experimentan. No son lágrimas verdaderas: no es en la realidad devoción eficaz cristiana. Todo es una pura representación falsa y engañosa, porque se queda en los términos de una insusistente veleidad que se compone amigable y dulcemente con todo lo apasionado del corazón 11 .

No obstante, pese a oponerse de tal manera a este colectivo, no niegan el poder del dominio de la palabra que estos encarnaban, capaces de avivar a un público entregado. Por ello, pese a ser maestros de la actio su discurso estaba carente de contenido, aspecto que los predicadores consideran que solventarían desde el púlpito. Así lo refiere el padre jesuita Tamayo:

Hicieron los oradores antiguos tanto aprecio de esta perfección de las acciones, que entregaban a sus hijos al magisterio de los histriones o comediantes para que de ellos la aprendiesen. […] Aquel grande orador Demóstenes mil veces fue echado con ignominia del teatro por lo ridículo de sus acciones con que afeaba lo admirable de su elocuencia, y se vio obligado (como dice Focio) para enmendar este defecto a tomar por maestro un histrión que le enseñase a condecorar sus acciones. Sin entregar la juventud al peligroso magisterio de los farsantes, puede aprender todos los primores de la representación y, ejercitándose en ella, quedará habilitado para perorar seriamente, sirviéndole de ensayo este honesto entretenimiento 12 .

Los preceptores de la retórica clásica antes mencionados, así mismo, advierten de los peligros de las excentricidades de los cómicos, pues el uso de acciones histriónicas puede llegar a desvirtuar el contenido del discurso y, por tanto, se consideraría inapropiado. Se potenciaría, por tanto, la forma sobre el contenido, por lo que las habilidades discursivas que construyen el argumento no tendrían razón de ser. No obstante, no por ello quiere decir que esta influencia no se diera y que incluso triunfara ante el público que la pudiera presenciar. Queda patente que los oradores de las distintas órdenes supieron aprovechar e incluir en sus discursos habilidades cómicas, histriónicas o elementos exagerados, no limitándose a recursos kinésicos tales como el movimiento o la gesticulación, sino también aplicándolas a la oralidad, la pronunciación y la proyección. Así, el foro pasaba a convertirse en un escenario sobre el que el predicador proyectaba sus proclamas, encendiendo o exacerbando a un público entregado, que tenía, por supuesto, a sus oradores predilectos. Partiendo de esta base, por tanto, debemos trasladar la situación clásica grecorromana al siglo XVII español, con sus púlpitos y altares.

Con el asentamiento del cristianismo dentro de la sociedad europea surge una nueva figura, la del orador sagrado o predicador. Es de vital importancia para comprender la evolución de esta figura, pues supone una escisión con las labores que desempeñaba hasta el momento. Ahora el tono religioso impregna todo el discurso y las habilidades oratorias tienen como finalidad la difusión del mensaje evangélico, tanto para reforzar los dogmas católicos como para atraer a nuevos fieles. La predicación es ahora una herramienta que no se encuentra destinada a cambiar posturas, sino a asentar unos cimientos ideológicos y religiosos sobre los que la Iglesia construirá su templo y reunirá a sus fieles. No obstante, durante el siglo XVII surgen dos escuelas de oratoria sagrada con claras diferencias en su modo de proceder, representadas por dos jesuitas, Céspedes y Ormaza. La primera acoge el corte tradicional de la oratoria, prescindiendo de ornatos vacuos y alejándose de la tendencia teatralizante; por otro lado, la segunda, se muestra a favor de tomar prestados ciertos elementos de las habilidades discursivas de los actores, pues son más favorables para captar la atención del público y atraer a más fieles a los altares.

Ormaza, en su Censura contra la elocuencia esgrime su pluma contra la grave teatralización que ha ido impregnando la predicación de su tiempo, la cual se vale de recursos altamente llamativos pero que presenta un discurso vacío: «cruje la honda, y truena el estallido y ondean las mangas del orador, y que ya desenvaina David, y anda el zipizape…» 13 . Para Ormaza, los predicadores que hacen uso de estos recursos propios del teatro no son más que farsantes. En esta misma corriente se inscribe fray Agustín Salucio quien aboga por la seriedad y el rigor que el púlpito merece, dejando los recursos impresionables para el mundo de la farándula:

Cuan diferente es el trato de la iglesia del de la sacristía, tanto lo es el predicador del representante de la comedia y tan diferente la una representación de la otra; aun cuando la del representante fuese la que debe, que no se ve en los que se usan, fuera a lo más de aquellos que representan personas que mueven a risa, que en esto algunos aciertan más en Castilla que en Italia. Pero esto muy fuera es de lo que el púlpito demanda, que es todo grave y cuerdo y fuera de burla 14 .

Céspedes responde a la postura de su compañero de Orden en su obra Trece por docena. Censura censurae. En ella defiende la teatralización del púlpito, pues considera que los recursos y habilidades propios del ámbito teatral no restan al discurso evangélico, pues consiguen aquello que solo la palabra no puede alcanzar, logrando «su máxima eficacia perlocutiva —por expresarlo en términos pragmalingüísticos—, asegurando la conmoción afectiva del feligrés» 15 . Para Céspedes, el predicador es:

Un representante a lo divino, y sólo se distingue del farsante en las materias que trata; en la forma, muy poco. […]; mudando materia, nadie puede dudar que esos farsantes, dándose a la virtud, al estudio, fueran aventajadísimos predicadores. ¿Quién oyó a Arias representar a San Francisco que no vertiera lágrimas?, aunque su vida no estaba acorde con esto, y otro día hacía el lascivo o el bandolero. La farsa permite lo festivo, lo juglar, y aun lo indecente; la del predicador ha de ser siempre grave y decorosa 16 .

El propio autor aclara en su obra que «era competencia de los predicadores discernir qué índole de acciones histriónicas quedaban fuera de su campo de actuación, al resultar impropias de la autoridad moral y de la unción sobrenatural que revestía el mensaje espiritual proclamado desde el púlpito» 17 . No obstante, este discernimiento se va dispersando lentamente, apostando cada vez más por la vertiente teatral. Ello provoca que la oratoria sagrada se contamine de espectáculo y magnificencia vacua, en un intento de arrebatar o, mejor planteado, competir contra el propio mundo del teatro, el cual arrastraba de manera constante ingentes cantidades de público que se amontonaban ante sus tablas.

Ya estuvieran a favor o en contra, lo que está claro es que los clérigos acudían al teatro. Asistían por gusto, para aprender, pero también los había quienes acudían por obligación moral:

Ya en 1591, el obispo de Barcelona hizo al teatro una especie de proceso, enviando a varios clérigos a ver las representaciones y recogiendo cuidadosamente lo observado por todos ellos. Los consejeros y demás escritores de capa y espada que, claro es, asistían a los teatros, prodúcense exactamente igual que los frailes y los jesuitas, que tampoco repugnaron asistir a ellos para obtener argumentos 18 .

Cual fuere el caso, era innegable que, solo por su constante contacto, acabarían por adquirir dejes teatrales en sus discursos. Los predicadores observaban directamente la pericia de los actores sobre el escenario, fijándose en las destrezas de los más afamados comediantes. Así se refiere el padre José Alcázar respecto al comediante Damián Arias Peñafiel:

Arias fue gran representante. Tenía la voz clara y pura y la memoria firme, la acción viva. Dijera lo que dijera, en cada movimiento de la lengua parece que tenía las gracias y en cada movimiento de la mano la musa. Concurrían a oírle excelentísimos predicadores para aprender la perfección de la pronunciación y de la acción 19 .

Respecto a este actor hay que señalar que, con una edad más avanzada, quiso ingresar en una orden religiosa, pero se desconoce si los motivos fueron por vocación o arrepentimiento de su anterior vida. Por lo visto no fue un caso aislado, pues un gran número de comediantes acabarían abandonando el escenario para acoger el hábito. También se daba el caso inverso, en el cual los propios religiosos buscaban atraer a los comediantes a ingresar en sus órdenes, principalmente por dos motivos. Por un lado, los alejaban de una desviada vida licenciosa, inclinada claramente hacia el pecado; por otro, lograban que esa habilidad conmovedora fuera usada para una buena causa, como era la difusión del mensaje evangélico. Así lo expone Terrones del Caño en su Instrucción de predicadores:

Así digo yo que, para predicar bien, es menester salir un hombre del vientre de su madre con don de predicador, y si no, toda esta arte ni cuantas hay escritas le pueden hacer buen oficial; pero al que naciere con ella le harán mejor, y al que no, menos malo. [...] Estos tales habían de ser buscados y, aunque les pesase, hacerlos predicadores; que es lastimosa cosa ver lindos naturales mal empleados, como los de algunos representantes perdidos en aquella burlería 20 .

Pero no podemos dejar de señalar que, en el caso de los conventos, en ocasiones señaladas, tales como las fiestas del Corpus, compañías teatrales eran contratadas para representar autos sacramentales u obras hagiográficas dentro de aquellos muros. De esta manera, el teatro llegaba a infiltrarse incluso en espacios religiosos aparentemente vedados:

Muchas religiones, así Calzadas como Descalzas de Madrid, para tomar algún breve alivio de su continuo rigor y aspereza suelen los días de Pascua de Navidad llamar comediantes para que les representen una u dos comedias y se las pagan, y demás desto los regalan. Pudiera señalar muchas; pero vaya una en mi estimación por todas; la gravísima, santísima y doctísima religión de la Compañía de Jesús. Bien sabrá lo que es pecado o no lo es; pues esta comunidad doctísima del Colegio Imperial los suele llevar para los días de entre Pascuas dos veces, y por cada una les da 250 reales, que en las dos montan 500. Esto a los comediantes se da y a los comediantes de estos tiempos 21 .

El jesuita Pedro Guzmán defiende la opinión de que «los teatros son escuelas de vicios» 22 , resaltando el componente negativo de la influencia del actor sobre la figura del predicador:

Con estos discursos que por todo el reino estas compañías hacen, se hacen comunes las invenciones profanas de trajes y galas, cantares y bailes. Y así vemos que el mismo deshonesto baile, el mismo cantar lascivo, el mismo profano traje que en una parte del reino se usa, pasa en un punto luego a otra, sirviendo de portador y correo de esta. Y apenas hay ciudad ni villa ni aldea que no imite algún baile o algún donaire en el andar, en el hablar deprendido en esta escuela. Y llora con razón el otro devoto religioso (Critana), que cunde este mal aun hasta el lugar sagrado, y sube hasta los púlpitos adonde las acciones y razones tomadas del teatro se suelen imitar 23 .

Salucio hace especial hincapié en lo concerniente a la pronunciatio y cómo el tono jocoso propio de los teatros puede hacer perder valor a la palabra sagrada: «Hay quien, de frecuentar la comedia, se le ha pegado el tonillo de los farsantes, que es muy desautorizado y, para el púlpito, desconvenientísimo, donde se habla de veras» 24 . La oratoria más tradicional aconseja, por tanto, moderación y naturalidad:

No menee el cuerpo, como hay muchos que cuelgan y meten todo el cuerpo en el púlpito, y hacen grandes visajes y gestos que hacen huir a quien los mira. Las manos y los brazos ha de menear, y podrá volverse a una parte y a otra del auditorio, y al Sacramento cuando habla con Dios. Así debe tener gravedad, religión y autoridad necesaria a un oficio de tanto peso 25 .

En contraste, los militantes del otro bando pretendían encontrar en el teatro una especie de escuela para los nuevos predicadores, donde aprendieran aquellos métodos que atrajeran de nuevo al pueblo. Así lo refiere un anónimo defensor del teatro que en 1681 solicita la reapertura de los corrales de comedias:

Miren la bien distribuida planta de los corrales y en las separaciones de sus bien prevenidos repartimientos hallarán colocada la grandeza en los aposentos, en los desvanes los cortesanos, con muchos religiosos que no escrupulizan por doctos y virtuosos el verla; que no desaliña la comedia a los que regentan las cátedras evangélicas las frases y locuciones de las coplas y lo accionado de la natural retórica de los grandes representantes, para mejoras de imitaciones en las sonoras cadencias de sus voces 26 .

Ahora bien, los predicadores trabajaban en un espacio en el cual tenían a su alcance un gran número de recursos visuales que podían serle de ayuda para reforzar su discurso. Las capillas adornadas de cuadros, pinturas, retablos o reliquias servían de estímulo visual para el fiel que recreaba en la imaginación sensitiva las palabras pronunciadas desde el púlpito.

Pero si queréis desengañar y ver la mudanza y sucesión de ojos, quitad de ahí los ojos y poneldos en la tierra y veris o que pasa. Llegaos a ese sagrario y hallareis cuatro o cinco arzobispos, ya secos y marchitos. Pasad por aquella capilla de la Antigua y contareis centenarios de prebendados, y los más de ellos, que se cayeron de este árbol en la flor de la edad. Dad una vuelta a esas capillas e iglesias de Granada y hallareis sus sepulcros y bóvedas llenas de jueces y regidores de esta ciudad: ahí os desengañareis y veréis de estos árboles, que tanto estima el mundo. Pues si esto es así, alma, ¿qué esperas?, ¿a cuándo aguardas?, ¿cómo no tratas de asegurar tu salvación?, ¿cómo no te provienes de buenas obras para la hora de la muerte? 27

No obstante, en ocasiones, el predicador podía apoyarse en ellos en demasía, rozando el histrionismo. A ello refiere el padre Vieira en una carta en relación a fray Antonio de Chagas:

Habrá dos o tres años comenzó a predicar apostólicamente, exhortando a penitencia, mas con ceremonias no usadas de los apóstoles, como mostrar desde el púlpito una calavera, tocar una campana, triar muchas veces un Cristo, darse bofetadas; y otras demostraciones semejantes, con las cuales, y con opinión de santo, se lleva tras de sí a toda Lisboa 28 .

El propio Viera no se libraba tampoco de este ornato superfluo que había calado entre los predicadores de su época. Dentro de sus propios sermones encontramos toda una serie de acotaciones implícitas que sirven de ayuda para recrear la representación que debía realizar ante su audiencia, ayudándose de pinturas y retablos que adornaban las paredes del templo:

Córrese en este caso una cortina, aparece la imagen del Ecce-Homo, y veis aquí a todos postrados por tierra, veis a todos herirse los pechos, aquí las lágrimas, aquí los gritos, aquí los alaridos, aquí las bofetadas… Todo lo descubrió aquella cortina lo había dicho el predicador. Pues si esto entonces no hizo estruendo alguno, ¿cómo hace ahora tanto? Porque antes era Ecce-Homo oído y ahora es Ecce-Homo visto 29 .

Algunas de las retóricas de la época recogían y promovían el uso de estas herramientas como refuerzo discursivo. El jesuita Juan Bautista Escardó en su Retórica Cristiana instruye al predicador para el uso y empleo de los recursos visuales para conmover a su audiencia: «Cap. 76. Del modo como se sacan al púlpito imágenes devotas para mover a lágrimas» 30 .

La influencia del teatro se convierte en una fuerza imparable que llega a afectar incluso al propio espacio en el que el predicador desarrolla su labor. El púlpito y el altar se adornan con elementos visuales, luminosos e incluso odoríferos para crear un ambiente más propicio al tema que desarrollará en la homilía. Podemos imaginar la extravagancia que se llegaba a desplegar en el relato de Francisco Caus sobre una predicación de carácter espectacular:

Así nuestro representante evangélico mandaba cubrir con un velo negro el altar, ponía una calavera en medio, como titular de aquel espectáculo, asistida solo de dos imágenes, de Cristo crucificado y de la Virgen de los Dolores; y con las velas, que melancólicamente ardían, formaba un teatro propio de la muerte. Allí salía nuestro fervoroso ministro, y con tanta viveza representaba los sobresaltos del morir, y lo mucho que va en ganar o perder aquella hora, que parecían sus palabras o anzuelos que prendían o garfios que tiraban almas para Dios 31 .

Estos recursos visuales podían llegar incluso a extremos más impactantes, cuando la palabra desaparecía y en su lugar quedaba tan solo el poder de la imagen y un silencio profundo. Todo ello cobraba un simbolismo profundo que lograba conmover al público de maneras inefables. No podemos dejar de mencionar que el teatro, pese a ser un arte hablado principalmente, hace uso del silencio precisamente para, en complicidad con el auditorio, reforzar el mensaje que se quiere transmitir. Es de especial mención la puesta en escena que el padre Honorato Camús llevó a cabo, quien con aspecto «gigantesco, fogoso tonante, lograba imponer durante el curso de las misiones un silencio claustral y comparecía en el púlpito con una calavera, a la cual aplicaba, según el asunto, ahora una peluca de médico, ahora un birrete de juez, ahora un yelmo, ahora una corona» 32 .

El uso y abuso de elementos parateatrales fue usado por los detractores de la teatralización para atacar y ridiculizar a esta clase de predicadores. Salucio aconsejaba que «nunca recurramos a medios bastardos, a mostrar calaveras ni a sacar cruces, ni a apagar las luces, ni a buscar invenciones peregrinas, ni a hacer melodramas» 33 para mover al vulgo.

2. Conclusión

Tras este breve repaso a la evolución de la figura del predicador podemos tener por seguro que este conocía el teatro, sus métodos, sus técnicas y sus formas y era capaz de trasladar todo ello a un espacio distinto como es el templo, el cual, tras el Concilio de Trento adquiriría unas características que beneficiarían al culto al tiempo que permeabilizarían la influencia teatral dentro de sus muros. El estudio de la oratoria no se puede afrontar sin tener en cuenta que ambas esferas se encuentran siempre en perpetuo contacto, influyéndose mutuamente y, por tanto, formando parte una misma manifestación cultural, sin que le mensaje doctrinal que se pretende difundir se vea alterado. Tal como señala García Parra en su Manifiesto por los teatros españoles y sus actores:

¿Quién podrá conciliar conductas tan opuestas? El orador sagrado y profano merece el mayor aplauso; aquél cuando logra mover el corazón de sus oyentes de un modo que les hizo amable la virtud, y éste cuando persuadió con tanta vehemencia que los jueces se decidieron por la justicia de su causa 34 .

Bibliografía

Aguilar Piñal, Francisco, Historia de Sevilla. Siglo XVIII, Sevilla, Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1982.

Alonso, Dámaso, «Predicadores ensonetados. La oratoria sagrada, hecho social apasionante en el siglo XVII», en Del Siglo de Oro a este siglo de siglas, Madrid, Gredos, 1968, pp. 95-104.

Bautista Escardó, Juan, Retórica cristiana, Mallorca, Herederos de Gabriel Guasp, 1647.

Caus, Francisco, Oración fúnebre en las exequias que el convento de San Sebastián, de la Ciudad de Xátiva, de la orden de san Agustín, consagró al Venerable y M. R. P. M. Fr. Agustín Antonio Pascual, de la misma orden, Valencia, Imprenta de Francisco Mestre, 1692.

Cotarelo y Mori, Emilio, Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en España, Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1904.

Estella, Diego de, Modo de predicar y «modus concionandi», ed. Pío Sagüés Azcona, Madrid, Instituto «Miguel de Cervantes», 1951.

Lara Garrido, José, «La predicación barroca, espectáculo denostado: textos y consideraciones para su estudio», Analecta malacitana, 6.1, 1983, pp. 381-387.

López Pinciano, Alonso, Philosophia antigua poética, Madrid, Tomás Iunti, 1596.

López Santos, Luis, «La oratoria sagrada en el seiscientos (Un libro inédito del padre Valentín Céspedes)», Revista de Filología Española, XXX, 1946, pp. 353-368.

Núñez Beltrán, Miguel Ángel, La oratoria sagrada en la época del Barroco, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2000.

Orozco Díaz, Emilio, Introducción al Barroco, vols. I y II, Granada, Universidad de Granada, 1988.

Quintiliano, Marco Fabio, Sobre la formación del orador. Doce libros, libro VIII, ed. Alfonso Ortega Carmona, Salamanca, Universidad Pontificia, 1977.

Salucio, Agustín, Avisos para los predicadores del Santo Evangelio, ed. Álvaro Huerga, Barcelona, Juan Flors editor, 1959.

Sánchez Escribano, Federico, y Porqueras Mayo, Alberto, Preceptiva dramática española del Renacimiento y el Barroco, Madrid, Gredos, 1972.

Sánchez Martínez, Francisco, «El predicador como representante a lo divino: un aspecto de la teatralización del púlpito en el Barroco», en Actas del IV Congreso de la Asociación Internacional Siglo de Oro (AISO), Alcalá de Henares, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alcalá, 1998, pp. 1455-1462.

Terrones del Caño, Francisco, Instrucción de predicadores, ed. Félix G. Olmedo, Madrid, Espasa-Calpe, 1946.

Notas

1 Alonso, 1962, p. 96.

2 Orozco, 1988, p. 274.

3 Lara Garrido, 1983, p. 381.

4 Orozco, 1980, p. 270.

5 Aguilar Piñal, 1982, p. 206.

6 Orozco, 1980, p. 171.

7 Sánchez Martínez, 1996, p. 1455.

8 Quintiliano, Sobre la formación del orador, p. 149.

9 Núñez Beltrán, 2000, p. 37.

10 López Pinciano, 1596, p. 526.

11 Cotarelo y Mori, 1904, p. 357.

12 Cotarelo y Mori, 1904, pp. 562-563.

13 López Santos, 1946, p. 356.

14 Salucio, 1959, p. 181.

15 Sánchez Martínez, 1996, p. 1548.

16 López Santos, 1946, p. 357.

17 Sánchez Martínez, 1996, p. 1459.

18 Cotarelo y Mori, 1904, p. 39.

19 Sánchez Escribano y Porqueras Mayo, 1972, p. 335.

20 Terrones del Caño, 1946, p. 163.

21 Cotarelo y Mori, 1904, p. 351.

22 Cotarelo y Mori, 1904, p. 348.

23 Cotarelo y Mori, 1904, p. 350.

24 Salucio, Avisos para los predicadores del Santo Evangelio, p. 195.

25 Estella, Modo de predicar y «modus concionandi», p. 161.

26 Cotarelo y Mori, 1904, p. 42.

27 Núñez Beltrán, 2000, p. 47.

28 Orozco, 1988, p. 287.

29 Orozco, 1988, pp. 287-288.

30 Bautista Escardó, Retórica cristiana, fol. 342.

31 Caus, Oración fúnebre, p. 78.

32 Orozco, 1988, p. 288.

33 Salucio, Avisos para los predicadores del Santo Evangelio, p. 96.

34 Cotarelo y Mori, 1904, p. 324.

Buscar:
Ir a la Página
IR
APA
ISO 690-2
Harvard
powered by cygnusmind