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De La Florida de Escobedo al Teatro histórico de Urrutia: nombrar las cosas para definir lo cubano
From Escobedo’s La Florida to Urrutia’s Teatro histórico: Name Things to Define Cuban Identity

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 7, núm. 2, 2019

Instituto de Estudios Auriseculares

Yannelys Aparicio

Universidad Internacional de La Rioja, ESPAÑA, España

Fecha de recepción: 10 Junio 2019

Fecha de aprobación: 23 Julio 2019

Resumen: Desde las primeras manifestaciones literarias cubanas, como La Florida de Escobedo y el Espejo de paciencia de Silvestre de Balboa, hasta el Teatro histórico de Ignacio de Urrutia en el siglo XVIII y la poesía prerromántica y del primer romanticismo, los autores cubanos combinan, en su proyecto identitario, la nominación de los frutos naturales de la tierra con la genealogía histórica que puede conferir prestigio a la nacionalidad cubana y justificar su grandeza. Esa actitud será utilizada después por los poetas de Orígenes para acercarse a los comienzos de la cultura cubana y hacerse depositarios del legado de los primeros vates insulares, uniendo poesía e historia y llevando a su culminación la costumbre de nombrar las cosas en la literatura.

Palabras clave: Poesía cubana, Alonso de Escobedo, Silvestre de Balboa, Ignacio de Urrutia, identidad cubana, grupo Orígenes .

Abstract: From the first Cuban literary manifestations, such as La Florida by Escobedo and Espejo de paciencia by Silvestre de Balboa through Teatro histórico by Ignacio de Urrutia in the 18th Century and the pre-romantic poetry, as well as the first romanticism, the Cuban authors combine, in their identitarian project, the nomination of the natural fruits from the earth with the historical genealogy that may provide prestige to the Cuban nationality and justify its greatness. This perspective will be utilized later by the poets of Orígenes to approach the beginnings of Cuban culture and become the keepers of the first insular authors´s legacy, which integrates poetry and history, arriving to the culmination of the habit of naming things in Literature.

Keywords: Cuban Poetry, Alonso de Escobedo, Silvestre de Balboa, Ignacio de Urrutia, Cuban identity, Orígenes Group.

Los poetas de Orígenes se sintieron herederos de una larga tradición literaria cubana y depositarios de ese tesoro de la palabra para resumir el tiempo cubano y eternizarlo con su obra literaria. Lezama unía la poesía al comienzo del «tiempo cubano», engarzando la historia de la isla y sus comienzos con el verbo. Vitier trataba de establecer en Lo cubano en la poesía las bases para el estudio de las raíces y el comportamiento de la literatura insular, y Eliseo Diego titulaba el conjunto de su obra Nombrar las cosas. En esta mirada de conjunto, había dos aspectos primordiales: el elemento poético de la identidad cubana y la importancia de decir lo que somos a través de las cosas que tenemos y con las que nos identificamos. Por ejemplo, cuando Lezama analizaba en la década de los sesenta el que por entonces se conocía como el primer poema cubano, el Espejo de paciencia, de 1608, atribuía a Balboa «el nacimiento de modos y maneras cubanas» 1 , y cuando quería concretar algunos de esos modos y maneras, se refería a «sus referencias a paisajes y ríos, o a la belleza de las frutas», lo que «revela su honda raíz cubana» 2 . Con estas contribuciones de los origenistas se completaba la teorización sobre «lo cubano» que ya había comenzado a producirse en Jorge Mañach (1928), Juan Marinello (1939) o Fernando Ortiz (1940) y que sería actualizada más adelante por críticos como González Echevarría (1987).

El problema que se plantea cuando se trata de demostrar esa supuesta cubanidad de toda la literatura insular, que identifica historia y poesía, es precisamente que el primer punto de apoyo es dudoso en su procedencia y adscripción temporal. En la época en que Lezama realizaba su antología, todavía no circulaban las teorías sobre la posible invención del poema atribuido a Silvestre de Balboa, por parte de Del Monte, Echeverría y su círculo para, precisamente, poner fecha inicial a la cubanía. Ahora bien, sea o no una obra original de comienzos del siglo XVII, el descubrimiento posterior a la antología de Lezama y la publicación en 2002 de la parte cubana de La Florida de Escobedo, han refrendado las tesis de los origenistas, que pueden extenderse desde finales del xvi hasta los comienzos de los procesos de independencia americanos, cuando nombrar las cosas adquiere una gran relevancia política e identitaria.

A pesar de que la literatura cubana es casi inexistente entre los textos iniciáticos de Escobedo y Balboa, y las últimas décadas del siglo XVIII, podemos observar una evolución en cuanto a la función que cumple la descripción de los elementos naturales y la exposición directa de sus nombres. En los escritores de la colonia, los frutos y flores, los alimentos y los ingredientes del paisaje son parte del mito, la imagen, la utopía. Cuando Lezama hace referencia a los descubridores, observa en Colón y en Pedro Mártir de Anglería, «la tendencia a tener una perspectiva mitológica, aun en la realidad de lo que le rodea, paisaje, flora, fauna» 3 . Es parte del impacto que tiene en el europeo la grandeza de un entorno natural tan diferente, maravilloso, que motiva la reedición, trasplantada de los tópicos anteriores, de origen antiguo (bíblico, clásico) sobre el Edén.

En los autores del final del periodo colonial, justo cuando el debate sobre la naturaleza del indígena americano se polariza entre quienes defienden su bondad natural y los que lo consideran un bárbaro degenerado, la naturaleza americana, también la cubana, con sus productos más característicos, cobra un realismo absoluto, se aleja del mito y define lo que es una tierra que necesita ser respetada en su identidad. El ejemplo más claro es Bello quien, en su «Silva a la agricultura de la zona tórrida», se detiene en valorar las realidades físicas concretas, y nombra las «granadas espigas», la «purpúrea fruta, o roja, o gualda», las «florestas bellas», la «caña hermosa», el «carmín viviente» de los nopales y un montón de frutas y alimentos como la yuca, la patata, el maíz, el banano, etc. 4 El matiz que Bello, en 1826, cuando ya se han consumado las independencias continentales, elabora en su silva, pasa por la consideración de esa naturaleza como un elenco identitario que tiene también un sentido histórico. En Cuba, como sabemos, la situación fue distinta a la del continente. Sin embargo, las exigencias de la constatación autoctonista ligada al entorno natural circularon en las últimas décadas del siglo XVIII, como reconocimiento físico y real a las bellezas de la isla y también como modelo de particularidades ligadas a un proyecto histórico. Es decir, la isla no solo tendría evidentes maravillas, constatables, sino que entroncaría con un pasado desde el que se pudiera proponer una tradición. Quizá por eso los románticos cubanos pudieron inventar el Espejo y darle ciertas características, adecuadas a la ideología que el romanticismo imponía. Sobre la base de una historia particular, el secuestro del obispo y su posterior rescate, en un contexto bélico y heroico, justificado además por su comparación con los sucesos de Troya 5 o lo relatado por Barahona de Soto en Las lágrimas de Angélica, el Espejo se explaya en la nominación y descripción de los elementos naturales. Bayamo, por ejemplo, es una «villa generosa / Abundante de frutos y ganado / Por sus flores alegre y deleitosa» 6 , y cuando rescatan al obispo y vuelve a su ciudad, todos salen a recibirlo y le ofrecen «frutas con graciosos ritos, / Guanábanas, gegiras y caimitos», y las ninfas de los bosques o napeas le traen numerosas bateas con «flores olorosas de navaco […], / Mameyes, piñas, tunas y aguacates» 7 .

El procedimiento que utiliza el autor del Espejo es claro y reiterado: combina discurso mitológico occidental, aplicado a los actores o protagonistas que manejan los productos, que son abstractos e ideales, con objetos reales, insertos en la naturaleza, con sus características físicas, muy específicas del entorno natural de la isla. Después de las napeas son las hamadríades, otras ninfas de los bosques, las que llegan con «frutas de siguapas y macaguas» 8 , y más adelante varias diosas, náyades, efedríades, etc. Se trata de un reconocimiento especular en una tradición que obvia el mundo precolombino y encaja en un contexto europeo antiguo, occidental, que confiere prestigio y estabilidad identitaria. Por eso, Lezama y los origenistas conectaban historia y poesía y planteaban la identidad desde el epicentro cristiano y mediterráneo. El escollo fundamental para la tesis del grupo de Lezama estriba en que, si la obra de Balboa fuera una superchería, esa tradición tan bien cimentada carecería de las pruebas y los principios que la configuraran textualmente. Por eso, el descubrimiento y la publicación de La Florida de Escobedo supuso un hito en la historia de la literatura cubana.

Escobedo escribió en los últimos años del siglo XVI su poema La Florida, con casi mil versos dedicados a Cuba. Aunque Menéndez Pelayo y otros críticos citaron en ocasiones el poema de Escobedo, el manuscrito 187 de la Biblioteca Nacional de Madrid no fue estudiado hasta la tesis doctoral de Alexandra Sununu. Después, en 2002 se publicó por primera vez la parte cubana del poema, en la Antología de la poesía cubana que recogía los volúmenes de la de Lezama de 1965, con el añadido de La Florida en el comienzo del primer tomo y un cuarto volumen con más de cien poetas del siglo XX. Esta publicación tuvo su eco en la Isla, que enseguida ofreció una réplica a cargo de Luis Suardíaz. Finalmente, en 2015, la Academia Norteamericana de la Lengua Española llevó a las prensas la tesis de Sununu.

Fray Alonso nombra a la isla «La Dorada» en varias ocasiones, y describe Baracoa hasta desembocar en las plantas y los productos naturales. Compara la grandeza de sus palmeras con las escuálidas que pueden encontrarse en la Península, y pasa enseguida a describir las maravillas de los frutos propios: la guayaba, con «su comer dulcísimo y sabroso»; plátanos maduros «que tienen el sabor maravilloso»; piñas «que quien las come queda tan gustoso»; naranjas, limas, cidras, toronjas, mameyes, papayas, etc. 9 El eje identitario no descansa aquí sobre la tradición clásica, sino sobre la naturalidad de su inmersión en el acervo del cristianismo, que introduce al lugar y a sus gentes en la historia y en el espacio cultural de Occidente. Escobedo explica costumbres y sucesos en un contexto y un tono providenciales, como compete a los principios de la conquista y la colonización, y establece dos tipos de comparaciones entre la metrópoli y la isla, en relación inversa: Europa rige sobre Indias en la configuración ideológica, Indias rige sobre Europa en cuanto a la belleza de sus paisajes y la calidad de los productos agrícolas, flora y fauna. Con

esa perspectiva se consigue el mismo efecto que en el Espejo: Cuba entra en la historia por la puerta grande, sin necesidad de preocuparse por aclimatar, adaptar, arraigar o acomodar una tradición secular lenta, que deje poso, pero lo hace exponiendo sus valores naturales en el escaparate de las civilizaciones y culturas. Las palmitas españolas nunca serán como las bellas e impresionantes palmas cubanas, pero los indígenas han asimilado las costumbres cristianas: ellos adoraban a numerosos dioses, «locura grande de tan ciega gente; / mas los indios de agora están contritos, / y guardan la doctrina refulgente / de la iglesia de Dios con gran respeto, / tiniéndola en el alma por objeto» 10 .

Todo esto nos lleva a pensar que, o bien los dos textos fundacionales de la literatura cubana respondían a los mismos presupuestos y tensiones, o bien los románticos cubanos que supuestamente inventaron el Espejo, y que desconocían la existencia de La Florida, sabían con exactitud lo que necesitaban para establecer una tradición inexistente, pero no solo posible o probable sino acertada y adecuada a los contextos históricos. Lo cierto es que con este episodio se cierra un capítulo, el primero y esencial, pero corto e insuficiente, del relato de una futura nación cuyos gérmenes y bases, según los origenistas, estaban ya anunciados en la nominación, descripción y valoración de la naturaleza en sus cosas concretas.

La literatura cubana apenas acogió referencias escritas desde ese momento hasta bien entrado el siglo XVIII. La producción literaria y cultural de la isla estuvo ligada sobre todo a las décimas, romances y coplas que cantaban guajiros glosando las composiciones más conocidas de los poetas del Siglo de Oro peninsular, o bien a ciertas versiones del teatro español: loas, autos sacramentales y adaptaciones de teatro profano y popular 11 . Uno de los más interesantes difusores de toda esta veta popularizante en la cultura cubana colonial fue José Surí (1696-1762), pero su orientación estuvo todavía ligada a los modelos barrocos españoles, sin asomo de criollismo. Sus versos están cargados de alusiones a productos concretos, pero nunca hacen referencia a lo cubano, sino más bien al ámbito de una localización ambigua e ideal.

Si bien Surí repara en las bellezas físicas pero las canaliza a través de recipientes idealizados, imposibles de ser asociados al contexto cubano, la poesía de Félix Veranés es algo más autoctonista, aunque permanece todavía en el radio de acción de ciertos cánones del Siglo Oro por sus referencias a tópicos clásicos y elementos de la mitología grecolatina, mezclados con datos relacionados con la religión católica. Su obra nombra ciertas maravillas vinculadas al campo cubano pero su poema fundamental, el «Sueño del doctor don Félix Veranés», parte de una percepción no física, un sueño, en el que el poeta se ve «pacíficamente / a otra región transportado» 12 en una verde campiña, en la que hay productos naturales concretos, como flores, jazmines, azucenas, lirios, frutas (sin especificar cuáles), etc., cuya presencia dentro del sueño nos acerca al tópico del locus amoenus y a los ambientes pastoriles. Veranés se va acercando a lo que Escobedo y Balboa configuraron, pero sin aludir claramente a una raíz cubana.

Habría que aludir, entonces, a Zequeira y Arango o a Rubalcava para retomar esa tradición en el exacto sentido que tuvo ya en los autores del XVI-XVII e incluso para superar sus propósitos. Pero en estos autores ya no es un aspecto novedoso ni original, pues su obra entra de lleno en el siglo XIX y se asimila al tipo de discurso del que Bello hizo gala. La oda «A la piña» de Zequeira tiene todos los ingredientes de los que hemos hablado, y combina el neoclasicismo propio de la época con el espíritu libre y autoctonista del romanticismo. Son alusiones a la época clásica grecolatina para vincular el fruto al prestigio de las culturas antiguas, e incluirlo en los cánones de la mitología sagrada, que llega hasta el mandato de Venus a fin de que ese fruto se cultive, después de haber probado el «lúbrico placer» 13 , para concluir: «¡Salve, suelo feliz, donde prodiga / Madre naturaleza en abundancia / La odorífera planta fumigable! / ¡Salve, feliz Habana» 14 .

Ahora bien, esa cubanía tiene todavía un conato de dependencia: la piña se ha cubanizado en Zequeira pero su origen no es americano, caribeño, porque ya los dioses griegos la conocían y disfrutaban. Se ha ganado en profundidad diacrónica, pero se ha cedido protagonismo identitario. Rubalcava, en cambio, prepara una exhibición portentosa de los frutos de la tierra, sobre todo de los absolutamente autóctonos, en su «Silva cubana». El título refleja la simbiosis integradora que elude la sumisión o la dependencia. Es una silva, un metro clásico universal, pero es cubana, y no se trata de la culminación de un camino de silvas sino de la constatación de lo cubano, utilizando un metro identificable por una comunidad amplia. Lo mismo que Bello, cuando decide que su obra cumbre sea otra silva, esta vez «A la agricultura de la zona tórrida».

Comienza el texto de Rubalcava con una declaración de intenciones: «Más suave que la pera / En Cuba es la gratísima guayaba» 15 , lo que da a entender que las magníficas frutas que se encuentran por todo el mundo, como la pera, o la piña de Zequeira, son superadas por las específicas de la tierra, como la guayaba. Tal es la superioridad de la fruta cubana en relación con las tradicionales o universales, que bien pueden compararse a algo que ya en el acervo clásico se consideraba como sublime o superior. Por ejemplo, el caimito, «Cuyo tronco lozano / Ofrece en cada hoja un busto a Jano» 16 ; el tamarindo, del que se extrae un licor tan maravilloso, «que fermenta, / Al másico mejor que Horacio mienta» 17 o el anón, que es «el Argos de las frutas», «que a Juno ha consagrado, / Fruto tan delicado» 18 . Por cierto, la piña, en Rubalcava, produce «No Atis en fruta que prodiga el pino / […] Sino la piña con sabor divino» 19 , lo que significa que ya no es la culminación de una historia evolutiva sino un salto de calidad infinito, de lo terrenal a lo sagrado. Rubalcava constituye un punto de llegada en la declaración de autoctonía sin parangón en la época.

Queda por tratar un texto fundamental, muy diferente en muchos aspectos a los discursos poéticos que hemos señalado, pero importante por su extensión, ambición narradora, y por el momento en que se escribió y publicó. Se trata del Teatro histórico, jurídico, político, militar de la Isla Fernandina de Cuba, de Ignacio José de Urrutia y Montoya (1789). Es, sin duda, el primer gran monumento textual dedicado a la isla, valiosísimo para estudios posteriores, tanto desde el punto de vista de los hechos acaecidos en Cuba desde la llegada de Colón hasta la segunda mitad del xviii, como por la descripción física, demográfica, social, territorial, etc., de la isla. Con el título se desea emular a Feijoo, cuyo Teatro crítico universal es también una magna obra, muy completa y erudita, de diversas materias, para corregir prejuicios, errores, supersticiones, etc. Las dos obras responden exactamente a lo que el término «teatro» significa en la época: un panorama general. La primera edición de Urrutia solo llegó hasta el capítulo 9 de la primera parte, no más de cien páginas entre las sucesivas introducciones y las algo más de sesenta de los nueve primeros capítulos. En el Papel Periódico de la Habana del 25 de agosto de 1791 se da la noticia de la publicación de esa parte del libro, «que siendo aprobado comenzó a imprimir en el año de 1789, y con motivo de sus ocupaciones y faltas de auxilio quedó en el capítulo 9» 20 .

Hemos consultado un ejemplar de esa edición, de la que no hay muchas copias, en la Biblioteca John Carter de la Universidad de Brown, y hemos comprobado que el texto llega hasta la página 64, capítulo IX, en el que «Continúa la Descripción de la Isla de Cuba, por lo respective [sic] a su longitud, latitud, y terreno; fertilidad, Montes, Frutos, Aves, y Animales» 21 . El resto de la primera parte y la totalidad de la voluminosa segunda parte quedaron sin publicar y pasaron de mano en mano hasta que, en 1876, Rafael Cowley publicó la primera parte completa, la única que llegó hasta él y que conocía bien, junto con las obras de Arrate y Valdés. La primera edición definitiva, con los dos tomos, fue publicada en 1931.

Es precisamente el capítulo nueve de la primera parte el que más nos interesa ahora, porque en él se describen pormenorizadamente las maravillas naturales de la isla. Vamos a citar por la edición de 2005, ya que la primera, de 1789, al menos el ejemplar que hemos consultado en la Universidad de Brown, solo recoge una sección de ese capítulo, y se corta abruptamente en la página 64, justo antes de comenzar a enumerar la flora y los frutos cubanos. El capítulo está dividido en diez largos párrafos numerados. Del quinto al octavo, Urrutia describe profusamente la flora y los frutos cubanos, y aunque su propósito es meramente científico, objetivo, como corresponde a un historiador, incurre constantemente en procedimientos propios de un escritor literario, a la vez que descubre su emoción, sus gustos y su pasión por la tierra que le pertenece, acercándose así a la actitud que hemos visto desde los primeros poetas de la colonia hasta los románticos del entorno de Bello, lo que concede a la obra de Urrutia, que es histórica, que está redactada en prosa y que es anterior a los procesos de independencia del continente, un estatuto muy singular en el proceso identitario que estamos describiendo.

El quinto párrafo comienza con una afirmación muy reveladora, para engarzar los comentarios acerca de la temperatura en la isla, el régimen de lluvias, etc., con los productos naturales: «Sus efectos no solo rinden fausto y hermosura a Flora, mas también tributan sazonados frutos a Pomona, dando dos cosechas al año como los campos regados del Indo» 22 . La objetividad del historiador se pierde por momentos cuando el autor ofrece algo más que datos. Flora y Pomona pertenecen a la mitología clásica, y rendirles pleitesía es señal de elevada calidad, ya que no se pueden ofrecer frutos mediocres a los dioses o a los seres mitológicos. Por otro lado, la referencia al río Indo coloca al contexto de la naturaleza cubana en un oportuno espacio de prestigio histórico y calidad contrastada. Después de describir varios cultivos y especies, o árboles y plantas medicinales que son autóctonos en su mayoría, llega el turno de los frutos, con los que Urrutia vuelve a perder la objetividad del dato empírico e imprime anotaciones de corte emocional o adjetivación superlativa generosa.

Enumerar todos los frutos de los que habla sería prolijo. Es el texto que más especies nombra y califica. Compara al mamey con el melocotón, «de diversa cáscara, pepita y olor pero semejante en la carne de suavísimo gusto» 23 . De los mamones y anones afirma, siguiendo a Herrera, que son similares al «manjar blanco» 24 . Urrutia proclama a la piña, nuevamente, como la mejor de las frutas, al anotar que está «coronada por el autor de la naturaleza para reina de todas» 25 , pero señala con contundencia que este fruto no fue llevado a la isla por los españoles sino que es de origen insular.

Esta visión, semejante a las edénicas de los comienzos de la colonización, se complementa con las declaraciones del autor al final del segundo volumen en el que, a modo de conclusión, deja caer el peso del sentimiento de pertenencia a una tierra en la que establece su marca de identidad. En la última sección del libro, «Noticias acerca de la Isla Fernandina de Cuba», se dirige al lector y ruega que le permita «dar un suspiro de lo más íntimo del corazón por el bien que deseo a mi patria» 26 . Después de una breve descripción de cada una de las ciudades más notorias, vuelve a la exaltación desde el punto de vista de la identidad personal y la autoctonía asociadas al reclamo de la historia con mayúsculas:

Esta es, lector carísimo, una breve idea y por mayor de lo que ha sido y es la Isla Fernandina de Cuba, mi cuna amada. Suspiro porque quiero que sea un reino, pues de tal la valorizan los extranjeros […]. Es la perla de más valor que la Cleopatra brindó a Marco Antonio […]. Necesita no solo hacerse independiente de otro que su soberano, sino también hacerse dependiente de ella todo lo que custodia a su soberano. Ha de reconocer solo su real mano para que como fiel can tanto le defienda de los extraños cuanto de los propios de quienes convenga, y en ausencia del dueño guarde su posesión de unos y otros, sin admitir que la llegue mano infiel, de quien haya mendigado el pan. Para serlo ha menester […] provisiones con que sustentarlas; medios para reponerlas y perpetuarlas, y habitantes que lo faciliten todo 27 .

En estas líneas se condensa, por fin, el motivo que ha llevado a Urrutia a dedicar varios años de su vida a esta hazaña verbal. Aunque las primeras líneas pudieran parecer un acercamiento a disquisiciones independentistas, a lo largo del párrafo se manifiesta claramente que lo que desea Urrutia es un crecimiento de un espacio unitario que ya es poderoso, pero que necesita mayor valoración y ayuda por parte de la monarquía que lo sustenta. De hecho, los dos tomos de esta historia están dedicados al rey Carlos III. Por eso, declara que su cometido, con esas líneas, es llamar la atención sobre las necesidades de la isla para seguir siendo la joya de la corona, y a la vez un territorio que sepa manejarse con autonomía, prestancia y laboriosidad para crecer en todos los sentidos:

Pero (¡oh, qué atrevimiento!), yo quiero ser el labrador que pida al soberano un poco de tiempo y de cultivo con esperanza de que retribuya a su real mano todo el útil que necesita. Me atreveré sobre esta idea y ventajas que ofrecen a la isla las sabias disposiciones del Real Reglamento de 12 de octubre de 1778 para su libre comercio a proponer reverentemente a S. M. los medios que comprendo conducen a aquel fin. Por ellos como legítimo soberano podará el árbol sin cortarlo, antes dándole mayor beneficio y frondosidad; como diestro negociante tomará los intereses dejando en aumento el principal. […] Esto será conciliar los intereses […] generales del Estado y reino con los particulares de la isla y uniformar la fidelidad a mi rey con el amor a mi patria. Tales son mis afectos 28 .

Esos últimos años de la época colonial estuvieron signados por las negociaciones de virreinatos y capitanías para conseguir una mayor libertad interna, sin cuestionar la adhesión a la metrópoli. Urrutia fue uno de los primeros en plantear el problema, que en la etapa de las revoluciones por la independencia sería crucial. De hecho, alrededor de la actividad de las Cortes de Cádiz, muchos intelectuales de ambos lados del Atlántico elaboraron propuestas para equilibrar el protagonismo en el ejercicio del gobierno colonial, tratando de conferir más funciones a los súbditos americanos, sin poner en tela de juicio la unidad transatlántica. Uno de los primeros en ofrecer un marco de acción para los americanos fue Jovellanos, quien dejó un camino abierto al reconocimiento de libertades. Es conocida su huella en el pensamiento de Fray Servando Teresa de Mier u otros independentistas como Bustamante o Mora. De hecho, fue invocado al ser elaborada la constitución mexicana en 1824. Otro de los autores que se pronunció sobre el asunto americano fue Manuel José Quintana, uno de los primeros en declarar al rey Fernando VII que los territorios de ultramar no eran colonias, como las de otros reinos, sino parte esencial e integrante de la monarquía española. Muy diferente fue el punto de vista del escritor José María Blanco White, asiduo de la tertulia de Quintana mientras vivía en España. En su periódico El Español, se manifestaba como un audaz crítico de las autoridades españolas y favorable a la causa revolucionaria americana. De hecho, algunos de los principales próceres americanos que pasaron por Londres, como Bolívar, Bello, Francisco de Miranda o fray Servando fueron corresponsales americanos en el periódico de White.

La esperanza de la que habla Urrutia con respecto a las disposiciones del Real Reglamento de 12 de octubre de 1778 para el libre comercio de los pueblos americanos, sin un excesivo control de la metrópoli, fue un tema del que se comenzó a hablar entonces y que tuvo un protagonismo singular en las Cortes de Cádiz, veinte años más tarde. Al principio las Cortes favorecieron la igualación entre españoles peninsulares y americanos en relación con la facultad de comerciar con extranjeros, pero más tarde esa medida se revocó, algo que suscitó grandes controversias, porque a ese malestar se sumaba otro: de los 303 diputados de Cádiz, solo 66 eran americanos. Por eso, el texto de Urrutia adquiere una importancia visible, ya que está planteando unos temas que van a hacerse críticos dos décadas más tarde y, además, combina, como ya hicieron los primeros poetas cubanos y como harían más adelante los románticos, la alabanza a los productos naturales de la isla con la tradición histórica que da brillo y profundidad a la identidad cubana.

Bibliografía

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Lezama Lima, José, Esteban, Ángel, y Salvador, Álvaro, Antología de la poesía cubana, Madrid, Verbum, 2002, 4 vols.

Mañach, Jorge, Indagación del choteo, La Habana, Revista de Avance, 1928.

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Notas

1 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 10.

2 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 11.

3 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 3.

4 Bello, Poesías, pp. 63-64.

5 «Que nuestra Troya hoy es el Bayamo», dice el poeta al comienzo de la obra (Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 53)

6 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 54.

7 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 62.

8 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 63.

9 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. XVIII.

10 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. XXII.

11 Arrom, 1944.

12 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 184.

13 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 263.

14 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 264.

15 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 293.

16 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 294.

17 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 295.

18 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 295.

19 Lezama, Esteban y Salvador, Antología de la poesía cubana, vol. 1, p. 296.

20 Urrutia y Montoya, Primeros historiadores. Siglo XVIII, vol. I, p. III.

21 Urrutia Montoya, Teatro histórico, jurídico y político-militar…, tomo I, p. 63. Nótese, en la bibliografía final, que en la edición princeps de 1789 el apellido del autor no lleva la conjunción copulativa entre los dos apellidos, y el nombre aparece como Ignacio Jph. [=Joseph].

22 Urrutia y Montoya, Primeros historiadores. Siglo XVIII, vol. I, p. 56.

23 Urrutia y Montoya, Primeros historiadores. Siglo XVIII, vol. I, p. 58.

24 Urrutia y Montoya, Primeros historiadores. Siglo XVIII, vol. I, p. 58.

25 Urrutia y Montoya, Primeros historiadores. Siglo XVIII, vol. I, p. 58.

26 Urrutia y Montoya, Primeros historiadores. Siglo XVIII, vol. II, p. 251.

27 Urrutia y Montoya, Primeros historiadores. Siglo XVIII, vol. II, pp. 254-255.

28 Urrutia y Montoya, Primeros historiadores. Siglo XVIII, vol. II, pp. 255-256.

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