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Algunos referentes del Siglo de Oro en la narrativa de García Márquez*
Some Golden Age References in García Márquez’s Narrative

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 8, núm. 2,

Instituto de Estudios Auriseculares

Hugo Hernán Ramírez

Universidad de los Andes, Colombia

Recibido: 02 Mayo 2020

Aceptado: 20 Julio 2020

Resumen: Este artículo estudia la obra narrativa de Gabriel García Márquez y de su relación con la literatura del Siglo de Oro español. Este tema ya ha sido estudiado por la crítica y acá se analizan algunos casos puntuales como la relación de Cien años de soledad con el Quijote de Cervantes, El otoño del patriarca con los cronistas de Indias, el cuento «La cándida Eréndira» con la novela ejemplar La gitanilla. Al final se hace un comentario sobre los arcaísmos léxicos de García Márquez y su origen áureo.

Palabras clave: García Márquez, narrativa, Siglo de Oro, Colombia, Boom Latinoamericano.

Abstract: This article examines the narrative works of Gabriel García Márquez and his relationship with the Spanish Golden Age’s Literature. This issue has been studied by critics and here some specific cases such as the relationship of One Hundred Years of Solitude with Cervantes’ Don Quixote, The Autumn of the Patriarch with the chroniclers, the short story «Candida Eréndira» with the exemplary novel analyzes The Little Gypsy Girl. Finally, a comment about lexical archaisms Garcia Marquez and his origin is Golden Age.

Keywords: García Márquez, Narrative, Golden Age, Colombia, Latin American Boom.

Me ocuparé de la obra narrativa de Gabriel García Márquez y de su relación con la literatura del Siglo de Oro español. Lo primero es señalar que soy consciente de la ambición de la propuesta y de las enormes implicaciones de ésta al menos en los niveles temático, léxico-sintáctico y narrativo. En efecto, los temas, las formas y varios de los personajes del Nobel colombiano parecen hacer guiño a lo que de manera amplia llamo aquí Siglo de Oro, pero también podría llamar barroco o podría llamar literatura de los siglos XVI, XVII y parte del XVIII. Al poner expresamente esta indeterminación quiero señalar que no creo que haya un barroco del siglo XX al cual pueda circunscribir la narrativa de García Márquez, pero tampoco niego que niveles como el léxico o el narrativo estén muy afectados por el estilo, los motivos o las formas que ocuparon a autores del periodo áureo.

En la primera parte de este trabajo señalaré algunos antecedentes críticos de la relación entre la narrativa de García Márquez y el Siglo de Oro español. En la segunda parte, ilustraré mi hipótesis de trabajo tomando como base distintas obras narrativas y dejando de lado la prosa periodística, las entrevistas, el teatro y los poemas que le son atribuidos.

1. ALGUNOS ANTECEDENTES DE UNA LÍNEA CRÍTICA

La relación de García Márquez con la literatura áurea ha sido estudiada desde hace décadas, de hecho, fue comentada por García Márquez en varios pasajes de su autobiografía Vivir para contarla al aludir, por ejemplo, a su paso por el colegio de Zipaquirá, por la Universidad Nacional de Colombia y sus orígenes como escritor en Bogotá:

Acababa de abandonar la facultad de derecho al cabo de seis semestres, dedicados más que nada a leer lo que me cayera en las manos y recitar de memoria la poesía irrepetible del Siglo de Oro español. Había leído ya, traducidos y en ediciones prestadas, todos los libros que me habrían bastado para aprender la técnica de novelar, y había publicado seis cuentos en suplementos de periódicos, que merecieron el entusiasmo de mis amigos y la atención de algunos críticos (García Márquez, 2014, p. 10).

Las tempranas lecturas de los poetas del Siglo de Oro también fueron referidas por los biógrafos de García Márquez; por ejemplo, en la biografía escrita por Gerald Martin se señalan varias anécdotas de lecturas e imitación de poemas áureos e incluso se ironiza que el joven lector/escritor «no estaba interesado en pertenecer a la raza que estos “pobres” escritores del siglo XX podían representar, alejada de la estirpe de los ganadores natos: ¡en el fondo de su joven corazón deseaba ser Dante o Cervantes!» (Martin, 2009, pp. 119-120). Del mismo tono satírico será el comentario hecho por Dasso Saldívar al señalar que el García Márquez de ese momento estaba «enajenado por la poesía, seguía atesorando versos de Petrarca, Dante, Garcilaso, Quevedo, Rubén Darío y Neruda, mientras fingía que estudiaba Derecho en la Universidad Nacional de Bogotá» (Saldívar, 2014, p. 140).

Ya en el terreno de la crítica será el mexicano Carlos Fuentes uno de los primeros en asociar formalmente a García Márquez con el Siglo de Oro. En efecto, meses antes de que fuera publicada Cien años de soledad, y después de leer el manuscrito completo, Fuentes le escribió una carta a Julio Cortázar en donde advertía la vinculación de García Márquez con Miguel de Cervantes:

Te escribo impulsado por la necesidad imperiosa de compartir un entusiasmo. Acabo de leer Cien años de soledad: una crónica exaltante y triste, una prosa sin desmayos, una imaginación liberadora. Me siento nuevo después de leer este libro, como si les hubiese dado la mano a todos mis amigos. He leído el Quijote americano, un Quijote capturado entre las montañas y la selva, privado de llanuras, un Quijote enclaustrado que por eso debe inventar el mundo a partir de cuatro paredes derrumbadas. ¡Qué maravillosa recreación del universo inventado y reinventado! ¡Qué prodigiosa imagen cervantina de la existencia convertida en discurso literario, en pasaje continuo e imperceptible de lo real a lo divino y a lo imaginario! (Fuentes, 2007, p. XXII) 1 .

Si Carlos Fuentes vinculó Cien años de soledad con el Quijote, Mario Vargas Llosa no tardó mucho en asociar la novela del colombiano con el Amadís y los libros de caballería. En efecto, la Revista Amaru de la Universidad Nacional de Ingeniería de Lima 2 publicó en julio de 1967 un artículo de Vargas Llosa titulado «Cien años de soledad. Amadís de América», en donde señala:

Desde que Cervantes —como enseñan los profesores de literatura— clavó un puñal a las novelas de caballería y las mató de ridículo, los novelistas habían aprendido a sujetar su fantasía, a elegir una zona de la realidad como asiento de sus fábulas con exclusión de las otras, a ser modestos y medidos con sus empresas. Y he aquí que un colombiano trotamundos, agresivamente simpático, con una risueña cara de turco, alza sus espaldas desdeñosas, manda a paseo cuatro siglos de pudor narrativo, y hace suyo el ambicioso designio de los anónimos brujos medievales que fundaron el género: competir con la realidad de igual a igual, incorporar a la novela cuanto existe en la conducta, la memoria, la fantasía o las pesadillas de los hombres, hacer de la narración un objeto verbal que refleja el mundo tal y como es: múltiple y oceánico […] Como en los territorios encantados donde cabalgaron y rompieron lanzas el Amadís, el Tirante, el Caballero Cifar, el Esplandián y Florisel de Nisea, en Macondo han volado en pedazos las fronteras mezquinas que separan la realidad y la irrealidad, lo posible y lo imposible. Todo puede ocurrir aquí: la desmesura y el exceso constituyen la norma cotidiana, la maravilla y el milagro alimentan la vida humana y son tan veraces y carnales como la guerra y el hambre. […] Pero, atención, es preciso que nadie se engañe: Macondo es Brocelandia y no lo es, el coronel Aureliano Buendía se parece al Amadís, pero es memorable porque no es él (Vargas Llosa, 1967, pp. 20-21).

Los tempranos comentarios de Fuentes y Vargas Llosa bien pueden hacer parte de la campaña publicitaria que precedió a Cien años de soledad , pero de ningún modo pueden tomarse como únicos o irrelevantes, sino que de hecho dieron origen a una línea de lectura que la crítica suele olvidar y que incluso puede rastrearse en obras previas y posteriores a Cien años de soledad . García Márquez reconocía la importancia de esa línea crítica y fue el primero en promoverla; en un artículo publicado en España en el Nuevo Diario el 29 de marzo de 1968, ante la pregunta por la influencia de la poesía de la Generación del 98, García Márquez respondía:

Las lecturas en lengua castellana que me resultan obsesivas son mucho más antiguas: las novelas de caballería, el romancero anónimo, el Lazarillo de Tormes, que tengo como una de las grandes novelas de siempre, y los poetas del Siglo de Oro. Una de las grandes y gratas sorpresas de mi vida me la dio Mario Vargas Llosa, que es tan buen crítico como novelista, cuando señaló con gran lucidez algunas coincidencias entre Cien años de Soledad y Amadís de Gaula. En verdad, yo leí este libro con verdadera pasión. La observación de Vargas Llosa me ha puesto a pensar seriamente en la labor callada que pueden hacer ciertos libros en el subconsciente de un escritor (Algazel, 1968).

En la colección documental de Gabriel García Márquez guardada en el Harry Ransom Center de la Universidad de Texas en Austin se custodian varios álbumes de recortes coleccionados por el novelista en donde podemos encontrar artículos críticos y periodísticos que proponían lecturas similares a las inauguradas por Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa solo que menos llenas de emoción y compromiso, mucho más detalladas y por lo mismo mucho más eruditas. Por ejemplo, hablando de la construcción narrativa, una temprana reseña de Alfonso Calderón publicada en la revista Ercilla en Santiago de Chile señaló: «No quisiéramos ser majaderos doctrinales ni juzgadores excluyentes, pero nos parece que Cien años de soledad es novela que opera, al mismo tiempo, sobre la carne viva de América y sobre los cabos sueltos que dejara, en varios siglos de narración, la obra magna de Cervantes […] También en Cervantes la confluencia efectiva de los planos concedía la radical unidad» (Calderón, 1967, p. 29) y unos meses después, en julio de 1968, un artículo de Raúl Silva-Cáceres advierte que «la novela se acerca a un Hamlet espectador de Hamlet, o a los personajes del Quijote que son lectores de las hazañas realizadas en la primera parte, creando esa particular concepción del “espejo hablado” o “representado” que tiende a afirmar la infinitud de la obra de arte, tanto como su autonomía […]» (Silva-Cáceres, 1968, p. 58) 3 .

La relación de García Márquez con la cultura del barroco se puede ver también, por ejemplo, en uno de sus textos ensayísticos. En 1960, García Márquez hablaba de la historia de la literatura colombiana como «un fraude a la nación» y señalaba que nuestra historia literaria era la expresión de «una literatura de hombres cansados» (1960, p. 44). En lo que hace al barroco, García Márquez decía que la literatura nacional tenía en Hernando Domínguez Camargo a uno de sus pilares más desconocidos 4 y agregó que en la literatura colombiana tuvimos que esperar doscientos años para que apareciera un segundo poeta, Rafael Pombo y después de Pombo, Silva. «La conclusión —dice García Márquez— podría parecer superficial, pero es perfectamente demostrable: sólo los malos novelistas colombianos han escrito más de una novela. De manera que quienes estaban capacitados para estructurar una obra sólida, que contribuyera a enriquecer con valores reales la literatura nacional, se han quedado en la anunciación, mientras que el gran torrente novelístico se ha nutrido de la mediocridad» (García Márquez, 1960, p. 47).

Desde esa perspectiva, la narrativa de García Márquez pareciera ser entonces contrapeso a esa desoladora conclusión, al menos si se advierte que varias de sus obras se han constituido en cumbres del género que aluden, citan o refieren obras o autores centrales del Siglo de Oro.

2. EJEMPLOS DE FORMAS, MOTIVOS O TÓPICOS ÁUREOS EN LA NARRATIVA DE GARCÍA MÁRQUEZ

Comencemos por la obra más universalmente reconocida: en Cien años de soledad se evoca la historia de un pueblo, una casa y una familia que a cada paso son recuerdo de los siglos XVI y XVII: los orígenes de Macondo son evocados como parte de la constitución de un pueblo arcádico, utópico, paradisiaco; Macondo, dice la novela, «era en verdad una aldea feliz donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto» (p. 93). Esa idea de pueblo utópico es ratificada con la evocación constante de la figura del corsario inglés Francis Drake, de sus asedios sobre Cartagena de Indias e incluso de la aparición del cadáver insepulto de un galeón español que será evocado tanto en Cien años de soledad , como en los cuentos de 1972 «El último viaje del buque fantasma» y en «La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada». La misma evocación del corsario sirve de manera estructural para construir la perspectiva de una historia cíclica que se expresa en Cien años de soledad , por ejemplo, al señalar que «años después, durante la segunda guerra civil, el coronel Aureliano Buendía, trató de hacer la misma ruta para tomarse a Rioacha por sorpresa, y a los seis días de viaje comprendió que era una locura» (p. 111).

Si la evocación de los siglos XVI y XVII es evidente en los personajes protagonistas, no lo es menos en los personajes que podríamos calificar como de segundo orden. En algunos de ellos el mero nombre es ya en sí mismo una evocación del periodo áureo; así Gerineldo Márquez o Fernanda del Carpio son en primer lugar expresión de un medievalismo de los nombres asociado con la tradición oral y los cantares de gesta. Gerineldo es un nombre que se asocia con un romance de tema carolingio ampliamente documentado en Colombia que en sus primeros versos canta: «—Gerineldo, Gerineldo, paje del rey más querido, / quién te tuviera esta noche en mi jardín florecido. / Válgame Dios, Gerineldo, cuerpo que tienes tan lindo. / —Como soy vuestro criado, señora, burláis conmigo. / —No me burlo, Gerineldo, que de veras te lo digo» (Alvar, 1987, pp. 197-204).

Fernanda del Carpio, por su parte, es portadora de un nombre cuya mera enunciación evoca la cultura hispánica, asunto que se ratifica al ser puesta como hija de Renata Argote y Fernando del Carpio que en Cien años de soledad es presentado como «un santo varón, un cristiano de los grandes, caballero de la Orden del santo sepulcro, de esos que reciben directamente de Dios el privilegio de conservarse intactos en la tumba, con la piel tersa como raso de novia y los ojos vivos y diáfanos como las esmeraldas» (p. 444). Sobre este punto dice Carmen Arnau que en Fernanda del Carpio: «hay un evidente contraste entre la pomposidad de esa cultura [la hispánica que encarna Fernanda] y sus resultados prácticos, ya que en resumidas cuentas solo le permite a Fernanda “tejer palmas fúnebres”. Todo en ella está deformado, su catolicismo exacerbado, ha hecho de ella una mujer perdida para el mundo y causante de muchas desgracias por su rigidez e inflexibilidad» (Arnau, 1971, p. 80). La aspiración de prolongar esa cultura será la oportunidad que usa el narrador para mostrar simultáneamente un rasgo áureo en uno de sus personajes, la valoración que de esa cultura hacen los otros personajes y el anuncio de que esa cultura será quebrada. Dice Cien años de soledad:

Meme había terminado sus estudios. El diploma que la acreditaba como concertista de clavicordio fue ratificado por el virtuosismo con que ejecutó temas populares del siglo XVII en la fiesta organizada para celebrar la culminación de sus estudios, y con la cual se puso término al duelo. Los invitados admiraron, más que su arte, su rara dualidad. Su carácter frívolo y hasta un poco infantil no parecía adecuado para ninguna actividad seria, pero cuando se sentaba al clavicordio se transformaba en una muchacha diferente, cuya madurez imprevista le daba un aire de adulto (p. 384).

La cultura del barroco en Cien años de soledad también aparece en pasajes en donde las formas áureas son reelaboradas con unos propósitos estéticos similares a los que inspiraban a los poetas del XVII. Así, en el más detallado nivel textual es posible encontrar en Cien años de soledad ecos del Quijote como sucede en uno de los pasajes en donde el nombre de Remedios es enunciado repetidamente por Aureliano:

La casa se llenó de amor. Aureliano lo expresó en versos que no tenían principio ni fin. Los escribía en los ásperos pergaminos que le regalaba Melquíades, en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y en todos aparecía Remedios transfigurada: Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre (pp. 160-161).

La forma en que es evocado el nombre de Remedios tiene una clara vinculación con el pasaje del Quijote en donde el nombre de la pastora Leandra se repite sin cesar en el contexto de un cuento pastoril intercalado en el capítulo 51 de la primera parte de la novela de Cervantes:

No hay hueco de peña, ni margen de arroyo, ni sombra de árbol que no esté ocupada de algún pastor que sus desventuras a los aires cuente; el eco repite el nombre de Leandra dondequiera que pueda formarse: «Leandra» resuenan los montes, «Leandra» murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene a todos suspensos y encantados, esperando sin esperanza y temiendo sin saber de qué tememos (I, 51).

No es que García Márquez refiera directamente el pasaje de Cervantes, lo que refiere es la forma de enunciación que del nombre de la amada hace un amado adolorido, forma de enunciación poética que ya había sido recuperada en Quijote, pero que tiene también un referente pastoril y antiguo en donde el mundo hace eco al nombre de la amada, tópico literario que encontramos por ejemplo en la estrofa 31 de la «Égloga tercera» de Garcilaso:

Elisa soy, en cuyo nombre suena

y se lamenta el monte cavernoso,

testigo del dolor y grave pena

en que por mí se aflige Nemoroso

y llama «Elisa»; «Elisa» a boca llena

responde el Tajo, y lleva presuroso

al mar de Lusitania el nombre mío,

donde será escuchado, yo lo fío (Garcilaso, Poesía completa, pp. 142-143).

Esa misma línea de análisis es la que sigue Diógenes Fajardo cuando advierte que el Quijote es el germen de Cien años de soledad al menos porque «Mito, historia y literatura son los ejes que ponen a funcionar toda la máquina ficticia en ambas obras. Los pergaminos de Melquíades nos recuerdan los cartapacios de Cide Hamete Benengeli encontrados fortuitamente en Toledo» (Fajardo Valenzuela, 2005, pp. 110-111).

Si en Cien años de soledad encontramos pasajes que evocan la cultura del barroco, en la novela de 1975 El otoño del patriarca esas evocaciones se disparan. Aquí ya no solo está nombrado Francis Drake y el cascarón de su nave, sino que encontramos las lombardas de William Dampier, el ritmo de la prosa del barroco y al final del primer capítulo vemos llegar las carabelas de Cristóbal Colón en una narración que claramente cita, tergiversa y juega con el Diario de navegación de Cristóbal Colón. Cito en extenso el texto de la novela:

[…] y nosotros no entendíamos por qué carajo nos hacían tanta burla mi general si estábamos tan naturales como nuestras madres nos parieron y en cambio ellos estaban vestidos como la sota de bastos a pesar del calor, que ellos dicen la calor como los contrabandistas holandeses, y tienen el pelo arreglado como mujeres aunque todos son hombres, que dellas no vimos ninguna, y gritaban que no entendíamos en lengua de cristianos cuando eran ellos los que no entendían lo que gritábamos, y después vinieron hacia nosotros con sus cayucos que ellos llaman almadías, como dicho tenemos, y se admiraban de que nuestros arpones tuvieran en la punta una espina de sábalo que ellos llaman diente de pece, y nos cambiaban todo lo que teníamos por estos bonetes colorados y estas sartas de pepitas de vidrio que nos colgábamos en el pescuezo por hacerles gracia, y también por estas sonajas de latón de las que valen un maravedí y por bacinetas y espejuelos y otras mercerías de Flandes, de las más baratas mi general, y como vimos que eran buenos servidores y de buen ingenio nos los fuimos llevando hacia la playa sin que se dieran cuenta, pero la vaina fue que entre el cámbieme esto por aquello y le cambio esto por esto otro se formó un cambalache de la puta madre y al cabo rato todo el mundo estaba cambalachando sus loros, su tabaco, sus bolas de chocolate, sus huevos de iguana, cuanto Dios crió, pues de todo tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad, y hasta querían cambiar a uno de nosotros por un jubón de terciopelo para mostrarnos en las Europas, imagínese usted mi general, que despelote, pero él estaba tan confundido que no acertó a comprender si aquel asunto de lunáticos era de la incumbencia de su gobierno, de modo que volvió al dormitorio, abrió la ventana del mar por si acaso descubría una luz nueva para entender el embrollo que le habían contado, y vio el acorazado de siempre que los infantes de marina habían abandonado en el muelle, y más allá del acorazado, fondeadas en el mar tenebroso, vio las tres carabelas (pp. 42-43).

Aquí la genialidad y la belleza del texto se evidencian en los cambios de nivel discursivo, en las alternancias del registro léxico, en la conciencia que el narrador tiene de que está cambiando de registro, en la superposición de planos narrativos, en la modificación de perspectiva del discurso histórico tradicional y el discurso ficcional, en la superposición de planos históricos-narrativos y ficcionales. Aquí la belleza se ve de manera innegable con el registro que queda del día 11 de octubre de 1492 en el diario de navegación. Dice Colón (recordemos que el texto fue editado por Bartolomé de las Casas):

En fin, todo tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad, mas que pareció que era gente muy pobre de todo. Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vi más de una harto moza, y todos los que yo vi eran todos mancebos, que ninguno vi de edad de más de treinta años: muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras, los cabellos gruesos casi como sedas de cola de caballos, y cortos. Los cabellos traen por encima de las cejas, salvo unos pocos detrás que traen largos, que jamás cortan. Dellos se pintan de prieto, y dellos son de la color de los canarios, ni negros ni blancos, y de ellos se pintan de blanco, y de ellos de colorado, y de ellos de lo que fallan. Y dellos se pintan las caras, y dellos todo el cuerpo, y de ellos solos los ojos, y de ellos solo la nariz. Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo, y se cortaban con ignorancia. No tienen algún hierro, sus azagayas son unas varas sin hierro, y algunas de ellas tienen al cabo un diente de pece, y otras de otras cosas. Ellos todos a una mano son de buena estatura de grandeza y buenos gestos, bien hechos. Yo vide algunos que tenían señales de heridas en sus cuerpos, y les hize señas qué era aquello, y ellos me mostraron cómo allí venían gente de otras islas que estaban cerca y los querían tomar y se defendían. Y yo creí y creo que aquí vienen de tierra firme a tomarlos por cautivos. Ellos deben ser buenos servidores y de buen ingenio, que veo que muy presto dicen todo lo que les decía. Y creo que ligeramente se harían cristianos, que me pareció que ninguna secta tenían (Colón, Diario de navegación, pp. 4-6).

En el pasaje de El otoño del patriarca estamos de nuevo frente a un texto que reconstruye una idea de la circularidad de la historia pero con ingredientes nuevos; aquí el relato del cronista del siglo XVI es reordenado en el texto ficcional de manera que las mismas frases son cambiadas de sitio y puestas en boca de unos protagonistas que tradicionalmente han sido silenciados por el discurso histórico oficial. Así, lo que en Colón es discurso directo del conquistador que se asocia con una arcadia encontrada, en el discurso del novelista es parodiado con la supuesta inocencia de los indígenas de la novela que advierten «nosotros no sabíamos por qué», los objetos de intercambio son los mismos pero mientras en Colón eran ellos quienes entregaban, en la novela éramos nosotros quieren recibíamos y la valoración de las acciones también se cambia, en Colón dice que nos íbamos acercando y en la novela dice que «los fuimos llevando hacia la playa». Uno de los puntos que más llama la atención es aquel en donde los términos mismos de la enunciación son puestos como parte de un discurso elaborado de manera no tradicional: «del calor, que ellos dicen la calor, como los contrabandistas holandeses» o más adelante señala que «se admiraban de que nuestros arpones tuvieran en la punta una espina de sábalo que ellos llaman diente de pece» o cuando la incomprensión del indígena es atribuida a los españoles que «gritaban que no entendíamos en lengua de cristianos cuando eran ellos los que no entendían». En fin, todo el orden del discurso histórico está trastocado, todo el orden está subvertido, y ese cambalache deviene en una construcción circular en donde junto a las tres carabelas fondearán los vestigios del acorazado que dejaron los infantes de marina.

Es claro, de entrada un estudioso tradicional de la literatura dirá que la novela reordena en discurso histórico, pero también un estudioso de la literatura preocupado por la historia podrá señalar que estamos frente a un pasaje que muestra que en realidad el discurso histórico es solo una forma de ficción en donde la “verdad histórica” tiene razón de ser en tanto que es una construcción textual, una construcción mediada por valores como la posesión de un tipo particular de cultura que tiene ínfulas de superior, de verdadera, de única.

Por la misma época en que García Márquez escribía El otoño del patriarca trabajaba en su colección de cuentos La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada , de hecho, según Gerald Martin, la novela estuvo largo tiempo postergada mientras los cuentos ganaban forma (Martin, 2009, pp. 399-400). En esa colección, que se publicó finalmente en 1972, hay varios asuntos que en términos de la literatura del Siglo de Oro merece la pena tener en cuenta; lo primero es que en el nivel temático varios relatos refieren a esa literatura, así por ejemplo, el cuento «Muerte constante más allá del amor» reelabora el título de un poema de Francisco de Quevedo «Amor constante más allá de la muerte», el cuento «El último viaje del buque fantasma» en palabras de García Márquez «es una sola frase sin más puntuación que las mínimas comas para respirar» (2000) y es relativamente fácil proponer un paralelo entre La gitanilla de Cervantes y el relato «La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada» de García Márquez.

Este último asunto merece la pena ser atendido con algo de detalle: se trata de textos que superan por su extensión la longitud que tradicionalmente se le atribuye al cuento, pero no alcanzan la dimensión de lo que llamaríamos una novela en términos modernos. La extensión de La gitanilla y la de «La cándida Eréndira» parecen obedecer a la idea de novella en términos italianos del siglo XVI y tematizan la sensualidad de muchachas criadas por una pariente mayor que se presenta como abuela y que directa o indirectamente saca provecho económico de la joven. Cervantes dice que la vieja era

[…] Una, pues, desta nación, gitana vieja, que podía ser jubilada en la ciencia de Caco, crió una muchacha en nombre de nieta suya, a quien puso nombre Preciosa, y a quien enseñó todas sus gitanerías, y modos de embelecos y trazas de hurtar. Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el gitanismo, y la más hermosa y discreta que pudiera hallarse, no entre los gitanos, sino entre cuantas hermosas y discretas pudiera pregonar la fama (Cervantes, Novelas ejemplares, pp. 28-29 ).

La abuela del cuento de García Márquez plantea un orden que ella supone debe ser restablecido y la joven se encamina en la construcción de una vida propia y en una permanente búsqueda de la libertad que no se supedita a las contingencias del mundo material que busca la vieja y menos aún al mundo de la fantasía amorosa que le propone el enamorado Ulises. En la abuela del cuento de García Márquez vemos la nostalgia de un tiempo mejor, un tiempo feliz que ya se ha ido, en tanto la joven sigue pensando en la libertad del futuro que sabe un día llegará. Para el caso de la vieja, el pasado feliz se asocia con el recuerdo de Amadís, el hombre que la liberó del trabajo de prostituta en las Antillas, y de Amadís, el padre de Eréndira que un día abandonó a la niña en su casa. En el recuerdo de los Amadises la vieja encuentra la imagen de amor y solidaridad, de hecho los recuerda en sueños, carga sus restos en un baúl y se le aparecen en el momento de la muerte.

Otro punto en el que los textos de Cervantes y García Márquez pueden ser comparados es el que tiene que ver con la imagen del enamorado. Si en Cervantes encontramos a un Andrés preocupado por Preciosa, en la obra del Nobel colombiano será Ulises quien busca sacar a la muchacha de la explotación a la que está sometida. Ulises y Andrés son muchachos que pertenecen a familias que podría llamar hidalga en un caso o burguesa en el otro, y en ambos casos están decididos a sacrificar su condición social para alcanzar el amor. En la novela de Cervantes, Andrés asume la condición de gitano, en el texto de García Márquez Ulises no duda en robar a sus padres, llevarse una pistola inservible, escapar en una camioneta llena de pájaros, matar para defender el nombre de la muchacha; el Ulises de García Márquez es imagen de joven enamorado y aventurero que de nuevo recuerda al Andrés cervantino que en un momento advierte

Mira cuándo quieres que mude el traje, que yo querría que fuese luego; que con ocasión de ir a Flandes engañaré a mis padres y sacaré dineros para gastar algunos días, y serán hasta ocho los que podré tardar en acomodar mi partida. A los que fueren conmigo yo los sabré engañar de modo que salga con mi determinación. Lo que te pido es (si es que ya puedo tener atrevimiento de pedirte y suplicarte algo) que si no es hoy, donde te puedes informar de mi calidad y de la de mis padres, que no vayas más a Madrid; porque no querría que algunas de las demasiadas ocasiones que allí pueden ofrecerse me saltease la buena ventura que tanto me cuesta (Cervantes, Novelas ejemplares, p. 56).

En el cuento de García Márquez, la abuela piensa en Amadís, la joven en Ulises. La abuela piensa en las versiones idealizadas del amor, pero regenta y explota a una joven prostituta, la joven se dedica a proporcionar servicios amorosos, es objeto amoroso del joven Ulises pero no cede su aspiración a la libertad a algo tan elemental como enamorarse. Ninguna de las dos ve la situación presente como una condición permanente sino como un estado pasajero que se supera «exprimiendo las sábanas» en el caso de Eréndira, o que se supera organizando mejor la relación entre ingresos-egresos en el caso de la abuela desalmada.

Uno podría seguir hallando puntos de encuentro entre La gitanilla de Cervantes y el cuento de «La cándida Eréndira» de García Márquez: los gitanos de un lado serán guajiros en el otro, el corregidor de un lado será senador en el otro, en los dos casos se alude a una joya robada, en los dos casos los muchachos piden ocho días de plazo, en los dos casos las protagonistas tienen los ojos verdes, en los dos casos triunfa la libertad de la muchacha sobre la ingenuidad del joven, en los dos casos el idealismo del joven se enfrenta con una muchacha que no duda en decir «Estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo; pero no mi alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere» (Cervantes, Novelas ejemplares, p. 74), frase de Preciosa que bien podría aplicarse a Eréndira, al menos en el sentido en que el tema cervantino de la libertad individual del personaje femenino 5 pareciera ser evocado por las decisiones que al final de su relato toma Eréndira.

El cuento de «La cándida Eréndira» ocupa casi la mitad de la colección y viene precedido por otros relatos más breves que al final serán evocados en el texto más extenso: «Un señor muy viejo con unas alas enormes», «El mar del tiempo perdido», «El ahogado más hermoso del mundo», «El último viaje del buque fantasma», y «Blacamán el bueno, vendedor de milagros». Al estar al final del conjunto de textos, la lectura de «La cándida Eréndira» obliga a releer del conjunto completo, de la misma manera que en algunos pasajes del Coloquio de los perros se tiene la sensación de que es necesaria una relectura de la colección de Novelas ejemplares de Cervantes.

Si en Cien años de soledad se evoca la poesía pastoril y en El otoño del patriarca la prosa de los cronistas de Indias saca del sopor al dictador, en la novela de 1994 Del amor y otros demonios la cultura poética de García Márquez se inclina por la poesía italianizante del caballero del amor y de las armas don Garcilaso de la Vega. En la novela protagonizada por Sierva María de todos los Ángeles y Cayetano de Laura, los versos de Garcilaso pueblan las páginas y van como in crescendo, aumentando en intensidad hasta ocuparlo todo, de manera que Cayetano no invoca los evangelios sino los versos del poeta toledano, hasta el punto de que los versos italianizantes se convierten en discurso directo de los enamorados. En un primer momento, el cura se limita a mascullar versos de Garcilaso mientras intenta descifrar qué sucede en su corazón y qué es aquello que no le permite dormir tranquilo:

Desde el fondo del sueño oyó los tres nocturnos de los maitines del nuevo día en el santuario vecino. «Dios te salve María de Todos los Ángeles», dijo dormido. Su propia voz lo despertó de pronto, y vio a Sierva María con la bata de reclusa y la cabellera a fuego vivo sobre los hombros, que tiró el clavel viejo y puso un ramo de gardenias recién nacidas en el florero del mesón. Delaura, con Garcilaso, le dijo de voz ardiente: «Por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir y por vos muero». Sierva María sonrió sin mirarlo. Él cerró los ojos para estar seguro de que no era un engaño de las sombras. La visión se había desvanecido cuando los abrió, pero la biblioteca estaba saturada por el rastro de sus gardenias (p. 91).

Más tarde revela el secreto de la identidad de su poesía a quien es ya su amada:

Hasta entonces no había dejado de mirarla a los ojos y ella no daba muestras de rendirse. Él suspiró hondo, y recitó:

«Oh dulces prendas por mí mal halladas».

Ella no entendió.

«Es un verso del abuelo de mi tatarabuela», le explicó él. «Escribió tres églogas, dos elegías, cinco canciones y cuarenta sonetos. Y la mayoría por una portuguesa sin mayores gracias que nunca fue suya, primero porque él era casado, y después porque ella se casó con otro y murió antes que él».

«¿También era fraile?».

«Soldado», dijo él.

Algo se movió en el corazón de Sierva María, pues quiso oír el verso de nuevo. Él lo repitió, y esta vez siguió de largo, con voz intensa y bien articulada, hasta el último de los cuarenta sonetos del caballero de amor y de armas, don Garcilaso de la Vega, muerto en la flor de la edad por una pedrada de guerra (p. 126).

Cayetano, no solo conoce de memoria la poesía de Garcilaso de la Vega sino que, al visitar a Abrenuncio, se engolosina con una biblioteca que igual contiene ejemplares del Quijote, los cuatro libros de Amadís de Gaula, el Fray Gerundio e incluso una versión de las Cartas filosóficas en latín (pp. 115-116), confiesa leer al menos en seis idiomas y muestra poseer la cultura propia de lo que Lezama Lima llamó «diletantismo intuitivo» que caracterizó a los barrocos americanos (Lezama Lima, 1993, p. 98), barroco que se expresa en la novela al contrastar y poner en diálogo la cultura letrada de raíz hispánica del cura con la cultura oral de raíz africana que ostenta Sierva María.

También el léxico en la narrativa de García Márquez obliga a repensar en el barroco. Más arriba, al transcribir un extenso pasaje de El otoño del patriarca podíamos advertir el uso de la contracción «dellas», la proliferación de sustituciones de sustantivos «llamaban papagayos a las guacamayas, almadías a los cayucos y azagayas a los arpones» (p, 42), el uso de formas notariales áureas «como dicho tenemos» o incluso el uso de léxico especializado áureo como «maravedí». Algo similar ocurre con algunos usos léxicos con rasgos áureos que encontramos en la novela de 2004 Memoria de mis putas tristes en donde vemos un especial manejo del léxico áureo en casi todas las categorías gramaticales, así, por ejemplo, encontramos verbos como recordar en su acepción de despertarse («El día de mis noventa años había recordado, como siempre, a las cinco de la mañana»), honorar («para que me ayudara a honorar mi aniversario»), disturbar («se movía descalza para no disturbarme mientras escribía»), aguaitar («sin censor que aguaite lo que escribo por encima de mi hombro»). En cuanto a los sustantivos, encontramos mutandas como sinónimo de bragas («le bajé las mutandas hasta las rodillas»), camaján («desde el gobernador hasta el último camaján de alcaldía»), anjeo («con ventanas de anjeo para los zancudos»), estoperol («son diamantes de vidrio y estoperoles de hojalata»), frémito («casi me derribó por tierra el frémito de la muerte») 6 .

Al cerrar aludiendo al léxico quiero mostrar que para un estudioso de la prosa, la poesía o las tradiciones discursivas propias del Siglo de Oro español la obra narrativa de García Márquez es una fuente inagotable de la manera en que la prosa del siglo XX actualiza referentes áureos y que estos referentes son relativamente fáciles de identificar en buena medida porque el Nobel colombiano dejó, tanto en su biografía como en su prosa narrativa, testimonio expreso de su fascinación por la cultura áurea. Lo presentado acá es solo una muestra muy elemental de una veta de análisis de la obra de García Márquez que, en mi opinión, no ha sido suficientemente explorada, un filón que, por ejemplo, permitiría unir El general en su laberinto con la prosa de los viajeros o la poesía de Jorge Manrique, o vincular el espíritu de los personajes viejos y decadentes de García Márquez con la imagen de Alonso Quijano el Bueno, o con la del Caballero de la Triste Figura.

Bibliografía

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Notas

* Este artículo es un avance de un proyecto más amplio sobre literatura hispánica y tradiciones discursivas. En el proyecto se estudian corpus textuales en donde se evidencia la presencia de moldes normativos convencionalizados. El estudio de las Tradiciones Discursivas implica el análisis, por ejemplo, de la participación de textos literarios o no literarios en esquemas de transmisión que reproducen el discurso oral (por ejemplo, una carta privada) o que expresan un mayor grado de elaboración textual (por ejemplo, una décima, un soneto). Desde la perspectiva de las Tradiciones Discursivas analizar significa destacar los rasgos de “oralidad” o “escrituralidad” de los textos, considerar aquellos rasgos que expresan algún grado de distancia o cercanía entre emisor del texto y un potencial receptor, indagar si estamos frente a un autor culto o semiculto, evidenciar que un tipo textual (por ejemplo, un documento inquisitorial o un documento legal) recoge rasgos de otro tipo textual (por ejemplo, el cuento fantástico), determinar ―finalmente― si en el texto materia de análisis encontramos fórmulas, rasgos de estilo, características de algún tipo textual específico, propiedades de algún “género literario”, cruces de géneros, etc.

1 En 2011 Carlos Fuentes proponía una actualización de su asociación crítica entre Cien años de soledad y el Quijote. El ensayo «García Márquez. La segunda lectura» advierte: «A través de este desdoblamiento, Cien años de soledad se convierte en el Quijote de la literatura latinoamericana. Como el Caballero de la Triste Figura, los hombres y las mujeres de Macondo solo pueden acudir a una novela —esta novela— para comprobar que existen» (p. 267).

2 Es muy importante tener en cuenta que en enero de 1967 la Revista Amaru publicó un avance de Cien años de soledad y que otros avances de la novela también se publicaron en Colombia en El Espectador (mayo, 1966) y la Revista Eco (febrero, 1967), en México en la Revista Diálogos (abril, 1967), en Argentina en Primera Plana (mayo, 1967), en París en la Revista Mundo (agosto, 1966 y marzo, 1967). Sobre los avances y la relación entre estos y la versión definitiva de Cien años de soledad puede verse el libro de Álvaro Santana-Acuña (2020).

3 Como estudios mucho más recientes que vinculen la narrativa de García Márquez con las literaturas de los siglos XVI o XVII podría traer a cuento también los trabajos de Jacques Joset, «Autores traduttori traditori. Don Quijote Cien años de soledad (1995), y Julio Ortega, «Del amor y otras lecturas» (1995), en donde se estudia la influencia de Garcilaso de la Vega en Del amor y otros demonios.

4 El poeta bogotano vivió entre 1606 y 1659 exploró en el terreno de la épica las posibilidades del gongorismo formal sin salirse del esquema ideológico que le imponía su formación jesuita. Tal exploración le permitió a Domínguez moverse simultáneamente en varios niveles: de un lado, a través del Poema Heroico a San Ignacio de Loyola participó del programa pedagógico impuesto por la Compañía y allí inició los tanteos de versificación, quizá estimulado por sus formadores, pero progresivamente separándose de ellos. De otro lado, se propuso una transformación a lo divino de realidades textuales como los libros de caballería, los relatos de viajes y las vidas de santos, transformación que tenía un fin claramente propagandístico. Para las obras de Domínguez Camargo remito al volumen publicado por el Instituto Caro y Cuervo (1960). Algunas perspectivas críticas sobre este poeta pueden verse en los trabajos de Ramírez (2010 y 2012, entre otros).

5 Sobre este tema remito por ejemplo al trabajo de Fanny Rubio El «Quijote» en clave de mujer/es (2005) o incluso a mi artículo «Tres personajes femeninos en El Quijote» (2016).

6 Sobre el léxico en García Márquez remito a Zuluaga y Oliveira, 2014.

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