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«Chatarra por oro y oro por chatarra»: Francisco Umbral y Baltasar Gracián
«Scrap for gold and gold for scrap»: Francisco Umbral and Baltasar Gracián

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 9, núm. 1,

Instituto de Estudios Auriseculares

Emilio Blanco

Universidad Complutense, España

Recibido: 05 Noviembre 2020

Aceptado: 30 Marzo 2021

Resumen: Se analiza la huella y la influencia de la prosa graciana en la obra de Umbral. Este último, a quien siempre gustó definirse como barroco, prefirió siempre a otros autores del siglo XVII (con Quevedo por encima de todos ellos). Conocedor de la obra del jesuita desde bien pronto, como demuestra la lectura de sus primeros libros, tal vez lo rechazó en un principio por el fuerte aprecio que los primeros años de la dictadura franquista testimoniaron al jesuita. Hay que esperar al cambio de régimen, primero, para que Umbral vaya olvidándose de Gracián (cuyo intelectualismo y seriedad condicen poco con la alegría de vivir de la movida y los años ochenta), y esperar la rehabilitación que del belmontino lleva a cabo parte de la academia en los años 90: solo después de aquellos momentos, Umbral vuelve a Gracián con una nueva lente, tal vez la gruesa gafa de concha de su amigo, el profesor Aranguren.

Palabras clave: Francisco Umbral, Baltasar Gracián, Barroco, campo literario.

Abstract: The trace and influence of Gracián’s prose on the work of Umbral are analyzed. The latter, who always liked to define himself as a Baroque author, always preferred other 17th Century writers (Quevedo above all of them). Aware of the work of the Jesuit from a very early age, as the reading of his first books shows, he rejected it at first perhaps because of the strong appreciation that the early years of the Franco dictatorship bore witness to the Jesuit. We must wait for the regime change, first, so that Umbral will forget about Gracián (whose intellectualism and seriousness make little difference to the joy of living of the Movida and the eighties), and wait for the Gracián’s rehabilitation that is carrying out part of the academy in the 90s: only after those moments did Umbral return to Gracián with a new lens, perhaps the thick shell glasses of his friend, Professor López Aranguren.

Keywords: Francisco Umbral, Baltasar Gracián, Baroque, literary field.

Francisco Umbral es un escritor que se considera a sí mismo barroco. Así se define en varios lugares. Por ejemplo, en la entrevista que acompaña a Carta abierta a una chica progre , donde el periodista, Miguel Ángel de Rus, amparándose en que un crítico señaló la presencia de «carnalidades barrocas» en su prosa, le pregunta: «¿Es usted barroco?», a lo que Umbral responde: «Sí, por supuesto. Por la influencia de un autor como Heráclito, que era barroco mucho antes de que llegara el barroco, de Francisco de Quevedo, de Ramón del Valle-Inclán, de escritores franceses como Cocteau…» 1 . La cita 2 permite ya intuir a un Umbral partidario del barroco cíclico. Con todo, no hace falta recurrir a entrevistas, donde tal vez el autor buscaba epatar a sus lectores ocasionales. Desde las declaraciones dubitativas objetivables en algunos de sus libros hasta las asunciones claras de la etiqueta, la especie reaparece frecuentemente en sus textos. Así, si en Diario de un escritor burgués reconoce ser «supuestamente barroco» con matices 3 , en sus Memorias eróticas afirma que le apasiona la forma, que es un esteticista, e «incluso un barroco» y que eso no es malo 4 .

Pese a ese carácter barroco, la apuesta por la modernidad umbraliana se centra siempre en autores posteriores al Romanticismo. Exagerando un poco, podría decirse que la literatura para él comienza en Larra, y que a partir de allí se puede empezar a construir la historia literaria. Al menos, la que a él le interesa. Eso sí, con dos o tres excepciones, que deja claras desde los primeros libros y que reaparecerán con frecuencia en sus textos. Heráclito, Quevedo y Torres Villarroel representan la triada que Umbral salva a priori de la quema. El caso de Heráclito es claro: le fascina porque «en su fragmentarismo encontraba un hombre vivo, y en su pensamiento poético, hecho de agua y fuego, una metáfora actual y eterna del mundo» 5 . La fascinación por Heráclito se percibe ya en el Umbral de la década de los 70 6 . Y será a comienzos del siguiente decenio cuando dé cuenta de su interés quevedesco. Lo hace en El hijo de Greta Garbo, donde al hilo de un endecasílabo del señor de la Torre de Juan Abad, «tudescos moscos de los sorbos finos», apostillará: «aún no lo había escrito el barroco/manierista, en su XVII, porque aún yo no lo había leído, y me faltaban siglos por leerlo» 7 . Todo pasa por Umbral, hasta Quevedo, que no existe hasta que lo lee tiempo más tarde: «Padre, padre Quevedo, maestro que sí entendía, lumbre de palabras que me incendiaba los ojos y las ganas, al leer o recordar, allí estuvo Quevedo, y allí, prima tarde, se me apareció el clásico, el barroco» 8 . El poeta barroco comparte con el filósofo de Éfeso la lumbre, el fuego, y esa característica lo sitúa en su Olimpo literario. Tal vez por ello, Quevedo es una presencia continua en la prosa umbraliana, a través de citas y referencias cruzadas 9 .

Después de ese descubrimiento juvenil, la gracia, para Umbral, pasa por ser barroco. A partir de cierto momento, «barroco» es etiqueta ponderativa que Umbral aplica a todos los buenos escritores, aquellos que le interesan. Cela, por ejemplo, será «ese gran barroco que sabe “ahilarse” en la sencillez de los libros de viajes» 10 . Se ve bien en su libro sobre Miguel Delibes, que es un escritor naturalista, demostrativo, no barroco, a diferencia de los Quevedo, Goya, Valle-Inclán o el citado Camilo José Cela. Valle y Cela, dice Umbral, se salvan de naturalistas por barroquismo; Delibes, no 11 . Y así tantos otros.

Parece, pues, que el barroquismo es un fulcro, la piedra de toque que permite apreciar la prosa de un autor, lo que le lleva a elegir este tipo de escritores y artistas, «barrocos», «acumulativos» y «deformantes» como los citados, frente a los más apolíneos, al estilo de Delibes. Tal vez por ello en Madrid, tribu urbana asevera Umbral que todos sus clásicos son románticos o barrocos 12 . Así, y para comprobarlo, basta con acercarse al discurso pronunciado en 1998, con motivo de la concesión del Premio Nacional de las Letras Españolas. El título de la pieza no puede ser más claro: «Elogio del barroco» 13 . Sin embargo, el barroco de Umbral se centra en torno a Quevedo, con dos menciones puntuales de Góngora y Gracián, y otras dos de San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. Descontando esas mínimas referencias, y la consabida de Torres Villarroel, la laudatio umbraliana, trufada de intertextos contemporáneos, hace pasar como barroca a toda una pléyade de autores del siglo XIX, pero sobre todo del XX. Algunos son habituales en sus listas, como ValleInclán, Juan Ramón Jiménez, Gabriel Miró, Ramón Gómez de la Serna, Camilo José Cela, Jorge Luis Borges… Otros aparecen solo aquí (o casi solo aquí): entre los franceses, Mallarmé, Víctor Hugo, Paul Eluard o Jean Cocteau; ingleses como Joyce o Eliot; una parte del 27 (Gerardo Diego, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén o Pedro Salinas…); hispanoamericanos como Rubén Darío, Gabriel García Márquez o Pablo Neruda…; vienen después Ortega, Bergamín y los prosistas de la Falange… Todos ellos son muestras, para el autor de Mortal y rosa, del barroquismo de la literatura española. El elogio del barroco umbraliano se convierte así en una reivindación de los contemporáneos, al aceptar Umbral, a pies juntillas, la teoría de Eugenio D’Ors sobre lo barroco, un barroco cíclico que se repite en forma de eones, una constante histórica, como reconoce en Un ser de lejanías 14 y prueban de manera fehaciente los textos ya citados.

Pero no era mi objetivo hablar de lo barroco en Umbral, asunto que merecería un tratamiento más detallado. Si me he detenido en ello, ha sido solo para señalar el escaso interés del autor madrileño por cualquier tipo de literatura anterior al romanticismo, salvo las excepciones citadas. Umbral diseña en su juventud, como hemos visto, su canon literario, que es de algún modo una utopía, una selección personal entre los más grandes. Y la pregunta es si la peculiar prosa graciana, claramente barroca, forma parte de ese Parnaso umbraliano. La respuesta es contradictoria, sí y no, porque la estimación del jesuita cambiará a lo largo de la vida de Umbral. Veámoslo brevemente.

En su Diccionario de literatura señalaba Umbral que, cuando él publicó su primera novela, Balada de gamberros (1965), don Francisco Ynduráin se interesó enseguida por él y le llevó a sus cursos, convirtiéndole en tema literario. Y agrega que, mientras los otros catedráticos, académicos, profesores, sabios, andaban cada uno con su clásico, «con su Lope, con su Gracián, con su Tirso, con su Cervantes, llevando el clásico a todas partes, como un maniquí de sastrería, para sentarlo al lado en las conferencias y los cursos», Ynduráin era el único que se ocupaba de los jóvenes 15 . Nótese que no menciona a Quevedo entre la lista de clásicos, tal vez porque es el único que sigue realmente vivo, mientras que los restantes son carne de museo para el autor de Amar en Madrid. El corolario no puede ser más claro: los profesores siempre le han tenido miedo —asegura Umbral— a la actualidad literaria, a lo que acaba de nacer, y ello por dos razones, porque por una parte les obliga a repensar las cosas y por otra porque no entienden las novedades: «De modo que prefieren amancebarse con un clásico, chulear al clásico, ser el chulo de Lope o de Góngora, como Morales Oliver, que era “el chulo de Santa Teresa”» 16 . De la cita del profesor Ynduráin (padre) se deducen dos conclusiones: una, que la academia presentaba para Umbral, durante el régimen dictatorial del general Franco, una gran atonía intelectual, con una Filología incapaz de percibir las novedades más allá de los clásicos antiguos y modernos; dos, que esa Filología, sin ser estrictamente literatura, es un discurso referido, un discurso secundario, modelado a partir de los clásicos, de cada uno de los clásicos que cada docente universitario adopta para chulear, para explotarlos, según la expresión umbraliana; y tres, y lo más importante, que solo los cráneos realmente privilegiados, como el del profesor Ynduráin (padre), son capaces de percibir la innovación literaria… Como por ejemplo, claro, lo novedoso que hay en la obra de Umbral (ponga aquí el lector toda la entonación irónica que desee). Evidentemente, el autor de Las respetuosas respira en esta ocasión por la herida, por su herida, y la mención del jesuita no tiene aquí mayor interés que las de Lope, Tirso o Cervantes, sobre todo porque don Francisco Ynduráin también fue uno de los profesores que paseó a Gracián bajo el brazo 17 . Creo que la referencia en este texto tiene que ver con la intención umbraliana de listar un elenco de autores clásicos aptos para ser utilizados convenientemente como muñecos de feria por distintos miembros relevantes de la academia de la época, que se pueden reconocer sin excesivo esfuerzo, pues algunos de ellos fueron profesores en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense 18 .

A la altura de 1971, en su libro sobre Lola Flores, Gracián parece seguir siendo una adherencia del régimen franquista. Allí cita Umbral un artículo de mediados de los años 50 sobre la artista, firmado por Leocadio Mejías. La noticia es que la ciudad de Madrid homenajeó a la Faraona, y que hizo la ofrenda el académico Federico García Sanchiz, charlista, españoleador y uno de los máximos valores de la intelectualidad de la época 19 . El plumilla pone en boca del académico la siguiente definición de la artista: «sus repentes y ¿quién nos diría, Lola, que para definir tu genialidad sería un jesuita del siglo [X]VII, el inmortal Gracián, quien nos daría la palabra exacta, que él emplea tanto: “repentes”, es decir, disparos sin cálculo ni aviso?» 20 . Recordemos que repente vale en Gracián por un “pronto”, «un movimiento o suceso súbito o no previsto», según el Diccionario de Autoridades, y que tal vez el recurso al concepto no es malo cuando se trata de un arte tan visceral e improvisado como el de la bailaora flamenca, sobre todo porque el repentizar fue arte habitual y muy alabado en los saraos y fiestas cortesanas de los siglos XVI y XVII 21 . Sin embargo, Umbral despedaza el texto de García Sanchiz frase por frase, desautorizando al académico, y negando a su vez que el arte flamenco de la gaditana pueda ser etiquetado como «repentes»: «Lo que él [García Sanchiz] y Gracián llaman el repente es lo que nosotros hemos llamado el lerele, con terminología de la propia Lola» 22 . Una vez más, la vida y la literatura (el arte de la gaditana y la prosa del madrileño) se oponen a la rancidez de la academia oficial. Umbral renuncia, pues, al uso de la peculiar terminología graciana para calificar el arte de Lola Flores. Lo cierto es que la discusión tiene, para la intención de hoy, una importancia relativa, pero demuestra claramente que en los primeros momentos compositivos de Umbral, la figura de Gracián (a diferencia del otro modelo barroco, Quevedo) forma parte de la academia, de lo caduco, del museo de cera en que se ha convertido la España del régimen de Franco en los años 50 y 60.

Todavía en 1977 Umbral afirma que, dada su afición por el barroco, Gracián debiera gustarle, pero que no es así. Lo reconoce paladinamente y de esa manera («Gracián debiera gustarme, pero no») en la obra maestra que es La noche que llegué al Café Gijón, donde el laconismo aplicado al jesuita lo cataloga como un escritor muerto, por oposición a la vivacidad del autor de El Buscón: «Quevedo sí está vivo, aporta grandes y pequeñas verdades personales, que se han tomado por verdades absolutas y eternas con una prevaricación cultural a favor que es muy frecuente» 23 . Es curioso, pero el texto allí predicado de Quevedo podría servir a la perfección para el Oráculo manual del jesuita, a excepción de la modernidad lingüística de Quevedo, de cuya inercia asegura Umbral que todavía vivimos. Pocas páginas después, el escritor reconoce una vez más que su cultura es fundamentalmente moderna, de Larra y el 98 hacia adelante, con la excepción de Heráclito y Quevedo: «En mi interior galería juvenil lucían unos cuantos nombres como hogueras cordiales, indelebles y arbitrarias: Heráclito, Quevedo, Proust, Juan Ramón, Baudelaire, Neruda, Gómez de la Serna y pocos más. […] [añade Valle-Inclán, Larra y Lorca junto con algunos extranjeros como Henry Miller y Carlo Emilio Gadda, para concluir:] Con esta docena escasa de prosistas y poetas puedo decir que se ha molturado casi todo lo que he escrito» 24 . Ni rastro, pues, de Gracián, como modelo estilístico, que no le gusta. Antes de llegar al Romanticismo, solo se salvan, pues, Heráclito y Quevedo, que incluyen en sus textos todos los fuegos, el fuego.

Sin embargo, a comienzos de la década de los 80, e incluso tal vez algo antes, la percepción que de Gracián tiene Umbral va a cambiar. En sus diarios comienza a servirse de la figura del jesuita para parangonar la prosa de otros autores. En fecha tan temprana como 1979, en Diario de un escritor burgués, cuenta Umbral que ha presentado un libro de Azaña, de quien dice es uno de los grandes prosistas españoles, a quien hay que alinear con «Quevedo, Vélez de Guevara, Gracián, Torres Villarroel, Larra, Valle, Juan Ramón, Miró, Ortega, D’Ors y por ahí» 25 . Si no me equivoco, esta es la primera vez que Umbral sitúa al jesuita en esa línea del tiempo literario que tanto le gusta.

A la altura de 1982, la percepción umbraliana de Gracián ha cambiado ya totalmente. Una mención circunstancial en El hijo de Greta Garbo identifica a Quevedo y Gracián como autores barrocos y conceptistas, ambos, con la diferencia de que «el castellano fluye fácil por el primero y difícil por Gracián» 26 . Una vez más el jesuita pierde la partida frente al señor de la Torre de Juan Abad. Tal vez eso explique la inicial renuencia umbraliana: frente a un Quevedo conceptista cuyos procedimientos de agudeza son más fácilmente interpretables (con toda su dificultad también, por cierto), la agudeza graciana —como la gongorina— requiere mayor glosa, interpretación y exégesis, pues el jesuita vehiculó su pensamiento a través de complejas formulaciones y del recurso a términos de distintas tradiciones (filosófica, escolástica, jesuítica) que en ocasiones se cargan de significado propio, solo aplicable a los textos del bilbilitano. Eso explicaría la relativa facilidad de Quevedo frente a la dificultad conceptista de Gracián, un autor tal vez inasequible para un novelista autodidacta que no ha pasado por la universidad y que carece, quizá, de la preparación necesaria para comprender y entender la original propuesta del jesuita.

Comoquiera que fuese, es innegable que a partir de las fechas indicadas Umbral ha leído más a Gracián, y que después de aquellos momentos aparece citado en distintos libros. Por ejemplo, en la Guía de pecadores, en el capítulo dedicado a Mercedes Milá, a quien Umbral identifica como fea —por oposición a las guapas de la televisión de la época, lo que se podría llamar “la belleza vacía”—. Y dentro del conjunto de las feas, Milá pertenece a un curioso subgrupo: el de las feas que tienen algo, «ese algo que tiene la fea cuando no es tan fea». Y agrega: «Ya lo dijo Gracián, nuestro gran pensador barroco: “Érase un gran río hasta que le encontraron un vado”» 27 . La cita pertenece al primer primor de El Héroe . Desde luego, para esta ocasión (un concepto fundamental en el jesuita, no lo olvidemos), habría sido mucho más aplicable aquello del aforismo 190 del Oráculo manual («Ventura de fea»), y especialmente el número 223, No ser muy individuado, que se explica de la siguiente manera: «Y así como algunos son muy conocidos por alguna singular fealdad en el rostro, así estos por algún exceso en el porte. No sirve el individuarse sino de nota, con una impertinente especialidad que conmueve alternativamente en unos la risa, en otros el enfado». La cita del río y el vado no se entiende sino difícilmente en el contexto en que la emplea Umbral, salvo si se carga de una malísima intención el pasaje sobre la conocida presentadora. Así entendido, la acotación umbraliana sobre Milá tiene visos de agudeza de pensamiento, al haber establecido un concepto de dudoso gusto y que hoy calificaríamos de políticamente incorrecto, y que por esa razón no explicitamos en este artículo, dejándolo a la intelección del lector, porque realmente el conocimiento que cuesta es más estimado, como enseñó en varias ocasiones el autor de El Criticón.

En cualquier caso, la cita concreta y exacta de algún texto graciano (como sucede en centenares de lugares con Quevedo) acredita la lectura umbraliana de forma fehaciente durante los años 80. Habría que preguntarse en este momento cuándo y cómo leyó Umbral a Gracián. Con respecto a la primera cuestión, es fuerza reconocer que comienza a mostrar auténtica familiaridad con los textos del jesuita a partir de comienzos de la década de los 80. Por lo que hace al cómo, tal vez lo leyó a partir de alguna edición de Planeta, su sello editorial, porque en Crónica de esa guapa gente, al defender a José Manuel Lara de algunas de las acusaciones de publicar autores comerciales comercialones (la calificación, obviamente, no es mía), «no se habla nunca de sus Borges, Saramago, Gracián, que también los saca él», esto es, Lara 28 . Hay que recordar, en este sentido, que la editorial Planeta había dado entrada a Gracián en su colección de Clásicos Universales en 1984, primero con una edición de los tratados breves, publicada ese mismo año y prologada por Raquel Asún, aunque el texto lo había establecido el periodista y escritor falangista Luis Santa Marina, y el año siguiente con la edición de El Criticón, preparada por Antonio Prieto. Estos datos explicarían algunas de las citas, y el posterior interés en Gracián que se aprecia en los textos umbralianos. No así otras, porque en 1981, en Los ángeles custodios, Umbral ya se refería, hablando del rey Juan Carlos, a la historia como madre/madrastra, en un contexto claramente barroco, pues se dice que quizá la vida sea un sueño, y que tal vez «cuando la historia, madre/madrastra, venga a despertarnos, todos hayamos desaparecido por el negro escotillón del exilio, la muerte, la cárcel o la nada» 29 . El desgarrón afectivo de la última línea es una actualización inequívoca de distintos versos barrocos, y la caracterización de la historia como madre y madrastra remite de forma clara a la que de Madrid había hecho el jesuita mediante los mismos términos geminados en la crisis XI de la primera parte de El Criticón.

En el Diccionario de literatura, la obra de Gracián sirve de piedra de toque para examinar un pequeño grupo de autores. Por ejemplo, a Federico Jiménez Losantos, a quien Umbral define como «un genio ambiguo, un ingenio aragonés sin la prosa de Gracián, pero con igual maquiavelismo de secarral» 30 ; a Máximo San Juan Arranz, el fallecido dibujante del diario ELPAÍS: Máximo, humorista y escritor de calidad rarísima, a quien Umbral define como pensador barroco, «un Gracián con la gracia que le faltaba a Gracián, y que encima no se propone demostrarnos nada» 31 . Máximo es también el Góngora del periodismo español: «Entre Góngora y el citado Gracián, la absoluta modernidad […] de Máximo está en su risa, la risa más intelectual de la prosa española de todos los tiempos» 32 . Parece que Umbral captó bien, en fin, los procedimientos lógicos del jesuita, y de ahí que equipare el humor intelectual del dibujante con los razonamientos gracianos. Con una peculiaridad: Gracián aún forma parte de la literatura que Umbral llama demostrativa, frente a la creadora y vivificante. Así parece atestiguarlo lo que de él dice en el Diario político y sentimental, con motivo de la concesión del premio citado: «Hay un barroquismo conceptuoso en Gracián, un decir las cosas del revés para que sean más verdad o más mentira» 33 .

Donde se aprecia bien el progresivo interés de Umbral por la prosa del belmontino es cuando se analiza su concepto de «calidad de página». Gracián no es —lo hemos visto— el prosista favorito de Umbral, pero sí lo cita con frecuencia cuando habla del concepto estilístico mencionado. Gracián aparece varias veces en la obra de Umbral, sobre todo cuando se trata de buscar un parangón clásico mediante el cual elevar a los altares al autor estudiado. Así ocurre al comienzo de su libro sobre Valle-Inclán (1997), cuando reflexiona sobre la prosa artística, un género que tiene mala prensa —dice Umbral— «entre los enterados, conocedores y literatos en general» 34 . Umbral define este género moderno como una «sutileza de entendidos», formulación que remite de forma literal al Tratado de la agudeza citado. La aclaración posterior insiste en el alambicamiento y recuerda claramente el soneto de Borges sobre el jesuita:

Prosa artística llamamos, en fin, a la infartada de bellezas premeditadas y excesivas. Prosa artística es la que solo quiere trabajar con palabras y cosas bellas. Prosista artístico es el que confunde la sintaxis con la joyería y el adjetivo con la lentejuela 35 .

Es evidente que se está oponiendo la prosa poética frente a la literatura de corte moral, lo moralmente bello, emanado del Romanticismo y sobre todo de la Generación del 98. Frente a esos escritores morales, Valle cultiva la prosa artística, que es «un rastrillo de vanidades suntuosas», y en esa corriente sitúa también Umbral a Quevedo, Gracián, Larra, Torres Villarroel, Valle, Miró etc. 36 , «una gran prosa de genios truhanes que nos dan chatarra por oro y oro por chatarra, llenos de picardía y generosidad».

También en su libro sobre Camilo José Cela, y con motivo de la polémica sobre el posible plagio de La cruz de San Andrés, la novela con la que el novelista gallego ganó el Premio Planeta, Umbral se pregunta si la demandante coruñesa habría sido capaz de entender que lo de menos es la historieta, el asunto: «Lo único importante es la calidad de página, como dijo Julián Marías, y esa calidad de página solo la tienen Quevedo, Cervantes, Gracián, Torres Villarroel, Valle-Inclán, Azorín, Ortega, Cela y pocos más» 37 . En 2002 Gracián se ha colado en la lista de los más grandes, pues los restantes citados aparecen con frecuencia en las nóminas confeccionadas en distintos momentos por el autor de Mortal y rosa. El estilo, verba, queda en todos ellos por encima de la materia, la res. Por esos mismos años, Umbral inserta en la serie de la prosa de arte, de la literatura creativa, a Baltasar Gracián. En Días felices en Argüelles, por ejemplo, publicado en 2005 pero con Copyright de 2003, asegura Umbral que en todos sus libros se plantea «el problema entre sonido y sentido» 38 . La prosa de arte de la que le hablaba Lázaro Carreter (a zaga del conocido estudio de E. Norden) ya no le acaba de encajar, y por ello Umbral indaga en qué cosa sea tener un estilo, que se resume no tanto en adornar la prosa, o el argumento, o la argumentación, como en utilizar siempre una lengua viva. Vuelve a oponer la literatura creativa, vivificadora, frente a la demostrativa. Una prosa viva que ilumina como el fuego el plano oculto de la realidad mediante el adjetivo, la metáfora o la imagen. Frente a la comparación estática del retablo, algo que es pictórico, fotográfico, sin movimiento, se trata ahora de echar a andar un río y dejarle fluir libremente. Casi puro cine, podría añadirse a lo dicho por Umbral, que escribe todo esto, según propia confesión, para responder a los críticos que no entienden su prosa, que no obedece al capricho, sino «a una profunda exigencia del metabolismo literario», en una serie que arranca ahora en Dante, y que sigue por Quevedo, Shakespeare, Gracián y Valle junto a todos los poetas que emplean el lenguaje como revelación 39 .

Esa consagración de Gracián como clásico se produce en uno de los textos recogidos en el último libro de Umbral, Amado siglo XX, publicado meses antes de su muerte. Se titula «Gracián, hoy», y pese a su generalidad, el título parece remitir indefectiblemente a un número monográfico de la revista Cuaderno Gris, editada durante años desde la Universidad Autónoma de Madrid. El número al que me refiero, coordinado por Alfonso Moraleja, salió publicado en el quicio de los años 1994-1995, un momento en el que Umbral acude continuamente a Gracián en su Diccionario de literatura, publicado a finales de 1995 a tenor de su número de depósito legal. El volumen lleva el título genérico de «Gracián Hoy», como el capítulo umbraliano, y es una antología de fragmentos críticos sobre el jesuita, la mayor parte debida a los grandes estudiosos del gracianismo internacional (Víctor Bouiller, Leo Spitzer, Paul Hazard, Benedetto Croce, D N. McGhee, Vladimir Jankelevitch, Hermann Iventosch y Máxime Chevalier), más unos apéndices debidos a Ignacio Gómez de Liaño, Rafael Lapesa, Jorge Ayala y el propio Moraleja 40 . Es importante señalar aquí que el prólogo le correspondió a José Luis López Aranguren, quien en dos páginas despachó con habilidad de maestro la modernidad de Gracián y su carácter de clásico. No parece descabellado pensar que, dada la familiaridad de Umbral con Aranguren en aquellos años, el filósofo le hubiese hecho llegar algún ejemplar del número de la revista. A poco que Umbral le dedicase cinco minutos a las dos páginas prologales, habría visto que el profesor abulense consideraba al jesuita un precursor («Gracián se adelanta con mucho a su tiempo»), pues vaticinó la concepción dramatúrgica descubierta por la sociología moderna a través del «teatro de sí mismo» que hay que representar en el mundo según Gracián. Añadía Aranguren algo importante para Umbral: que la estética literaria del jesuita era inseparable de su ética. Y que el número de la revista era «la prueba evidente de la constante actualidad del pensamiento gracianista» 41 .

Tal vez Umbral no conoció el citado número de la revista, aunque la coincidencia de títulos es evidente. Fuera como fuese, lo cierto es que Umbral, finalmente, percibió la importancia de Gracián en la serie literaria, y su artículo demuestra una lectura pausada: cita varios pasajes de distintas crisis de El Criticón (II, IV y III, IX), referidos a la importancia de una selecta biblioteca y a la cultura italiana (él, que también era muy selectivo en su biblioteca, cuando arrojaba a la piscina de su dacha los volúmenes que no le resultaban interesantes). La referencia a las tres jornadas en que se articula el vivir, último realce de El discreto, se dilata a lo largo de un párrafo, en el que tampoco falta la cita puntillosa del aforismo 133 del Oráculo manual. Umbral, en efecto, había leído finalmente a Gracián, y lo introduce en su olimpo de los clásicos: «Clásicos, hemos dicho. Séneca, Tácito, el propio Gracián» 42 . Pero la compañía de los dos autores latinos no debe hacer pensar en un clásico seco y avellanado, que escribe mirándose en el pasado y con escasa proyección hacia el presente. Es Gracián un clásico muy particular, conforme a esa visión de la literatura que es importante para Umbral: «Siempre estamos haciendo nuestro oficio quienes trabajamos en lo nuestro. Gracián trabajó en lo suyo y en lo de todos. Era un clásico en la medida universal. Ya digo que el clásico individual es más bien un romántico» 43 . En su aproximación final a Gracián, Umbral se aleja de las tesis iniciales, tal vez porque el jesuita ya no era, como en los años de la dictadura franquista, un autor oficial del régimen, sino que a zaga de su redescubrimiento por la academia internacional, especialmente en Estados Unidos y después en toda Europa, la nueva intelectualidad española lo había puesto de moda desde una perspectiva postmoderna. Tal vez por ello, Umbral le otorga al fin lo que antes le negaba o le concedía a regañadientes: la categoría de clásico, permitiendo así al jesuita saltar el límite del Romanticismo en donde el escritor ponía el terminus a quo de su parnaso particular. Con Heráclito y Quevedo, el viejo jesuita sale del infierno libresco umbraliano para elevarse al Olimpo cultural. Por su estilo y por su modernidad.

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Umbral, Francisco, Memorias eróticas. Los cuerpos gloriosos, Barcelona, Temas de Hoy, 1992.

Umbral, Francisco, Diccionario de Literatura. España 1941-1995: de la posguerra a la modernidad, Barcelona, Planeta, 1995.

Umbral, Francisco, Valle-Inclán. Los botines blancos de Piqué, Barcelona, Planeta, 1997.

Umbral, Francisco, Diario político y sentimental, Barcelona, Planeta, 1999.

Umbral, Francisco, Madrid, tribu urbana, Barcelona, Planeta, 2000.

Umbral, Francisco, Los alucinados, Madrid, La Esfera de los Libros, 2001a.

Umbral, Francisco, Un ser de lejanías, Barcelona, Planeta, 2001b.

Umbral, Francisco, Cela: un cadáver exquisito, Barcelona, Planeta, 2002.

Umbral, Francisco, Carta abierta a una chica progre, Madrid, Ediciones Irreverentes, 2003.

Umbral, Francisco, Días felices en Argüelles. Memorias, Barcelona, Planeta, 2005.

Umbral, Francisco, Amado siglo XX, Barcelona, Planeta, 2007.

Ynduráin, Francisco, «Gracián, un estilo», en Homenaje a Gracián, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1958, pp. 163-188.

Notas

1. Umbral, 2003, s. p.

2. Con boutade incluida, como sucede con cierta frecuencia en las reflexiones literarias que desliza Umbral en su prosa. No obstante, conviene tener en cuenta que debajo de la gracieta suele haber verdad y vida: la teoría literaria siempre es algo vivo en Umbral.

3. Umbral, 1979, p. 264: «Yo soy supuestamente barroco, pero el contacto con el barroquismo me devuelve siempre a una necesidad ascética, unilineal, que creo que es mi refugio».

4. Umbral, 1992, p. 170.

5. Umbral, 1977, p. 100.

6. Ver también el siguiente pasaje: «Heráclito el Oscuro nos fascinaba en el fondo de las pensiones con plato único, porque en la claridad excesiva de Grecia era el que había puesto un poco de sombra, de misterio. El aire de Grecia se quedaba quieto, era un pedernal de luz gracias a la filosofía de aquellos hombres desnudos, pero nosotros no creíamos ya en la inmanencia y la inmutabilidad, porque también leíamos a Sartre a la escasa luz de la pensión, y solo Heráclito, en sus sentencias metafóricas, nos daba una sensación de movimiento, de agotamiento, de fuego» (Umbral, 1973, p. 105). En otro momento lo etiqueta de «pensador muy lírico, casi un poeta», frente a Sócrates (en Martínez Rico, 2001, p. 289).

7. Umbral, 1982, pp. 12-13.

8. Umbral, 1982, p. 70.

9. Thion Soriano-Mollá, 2012.

10. Umbral, 2001a, p. 175.

11. Umbral, 1970.

12. Umbral, 2000, p. 163.

13. Recogido en Umbral, 1991, pp. 421-428.

14. Umbral, 2001b, pp. 25-27. Ver ahora d’Ors, 2002.

15. Umbral, 1995, p. 258.

16. Umbral, 1995, p. 258.

17. Ynduráin, 1958.

18. Para la relación de Umbral con la Universidad española, ver Blanco, 2012.

19. Sobre este personaje, una de las figuras culturales de los años 40 y 50, sobre todo como charlista y prologuista más que autor literario, cfr. Rodríguez Puértolas, 2008, pp. 389-390, así como la entrada que dedica la RAE a su biografía.

20. Umbral, 1971, p. 60.

21. Así lo explica Egido en Gracián, El Discreto, p. 277, nota.

22. Umbral, 1971, p. 62.

23. Umbral, 1977, p. 101.

24. Umbral, 1977, p. 103.

25. Umbral, 1979, p. 125.

26. Umbral, 1982, p. 147.

27. Umbral, 1986, p. 123.

28. Umbral, 1991, p. 222.

29. Umbral, 1981, p. 43.

30. Umbral, 1995, p. 138.

31. Umbral, 1995, p. 227.

32. Umbral, 1995, p. 229.

33. Umbral, 1999, p. 422.

34. Umbral, 1997, p. 15.

35. Umbral, 1997, p. 15.

36. Umbral, 1997, p. 16.

37. Umbral, 2002, p. 148.

38. Umbral, 2005, p. 117.

39. Umbral, 2005, p. 119.

40. Moraleja, 1995.

41. Aranguren en Moraleja, 1995, pp. 5-6.

42. Umbral, 2007, p. 249.

43. Umbral, 2007, p. 250.

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