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Comentarios de José Lezama Lima a la poesía barroca de Hernando Domínguez Camargo (1606-1659)
Comments by José Lezama Lima to the Baroque Poetry of Hernando Domínguez Camargo (1606-1659)

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 9, núm. 1,

Instituto de Estudios Auriseculares

Hugo Hernán Ramírez

Universidad de los Andes. COLOMBIA, Colombia

Recibido: 10/11/2020

Aceptado: 15/12/2020

Resumen: Este artículo presenta el contexto de las consideraciones que José Lezama Lima hace a propósito de la poesía del colombiano Hernando Domínguez Camargo. Se ofrecen primero algunos argumentos a propósito de dos fragmentos de los ensayos «La curiosidad barroca» e «Imagen de América Latina» en donde Lezama Lima se ocupa parcialmente de la obra del poeta neogranadino. En un segundo momento, se exponen algunos rasgos de la poética que Lezama plantea en la novela Paradiso y la relación de esa poética con la poesía de Domínguez Camargo.

Palabras clave: Siglo de Oro, Barroco hispanoamericano, poesía, literatura colombiana.

Abstract: This article presents the context of the considerations that Lezama Lima makes about the poetry of the Colombian Hernando Domínguez Camargo. First, some arguments are presented regarding two fragments of the essays «The baroque curiosity», and «Image of Latin America» where Lezama Lima deals partially about the work of the poet from New Granada. In a second moment, some features of the poetics that Lezama raises in the novel Paradiso and the relationship of that poetics with the poetry of Domínguez Camargo are exposed.

Keywords: Golden Age, Spanish-American Baroque, Poetry, Colombian literatura.

En 1937 el joven poeta cubano José Lezama Lima publicó Muerte de Narciso y muy pronto ese poema fue calificado por Ángel Gaztelu como «el más alto y atrevido intento de llevar la poesía a su desligamiento y región sustantiva y absoluta en virtud y gracia de esa esencial y mágica deidad de la metáfora» 1 .



Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo,
envolviendo los labios que pasaban
entre labios y vuelos desligados.
La mano o el labio o el pájaro nevaban.
Era el círculo en nieve que se abría.
Mano era sin sangre la seda que borraba
la perfección que muere de rodillas
y en su celo se esconde y se divierte (Lezama Lima, OC, 1, p. 653 2 ).

Fuente:

El poema de Lezama y el juicio crítico de Gaztelu plantean el retorno de la poesía cubana a la estética de Luis de Góngora, retorno iniciado en España por los poetas de la generación del 27. En el caso de Lezama, la presencia de la estética gongorina supera las sencillas nociones de influencia, derivación, revalorización y se constituye en un barroquismo incorporador, no solo de Góngora, sino de los maestros del periodo áureo incluidos los poetas hispanoamericanos. Entre los gongorinos hispanoamericanos, Lezama leyó al neogranadino don Hernando Domínguez Camargo (Bogotá 1606-Tunja 1659) 3 , a quien conoció, quizá, a través de la lectura de la Antología poética en honor de Góngora preparada por Gerardo Diego y publicada en 1927. A la poesía de Domínguez, en especial a su extenso Poema heroico a san Ignacio de Loyola (1666) Lezama dedicó largos pasajes en al menos dos de sus ensayos y además lo citó ―sin referirlo― en el capítulo XIV de Paradiso.

La vuelta a Góngora será analizada por Lezama en sus ensayos «Las imágenes posibles» y «Sierpe de don Luis de Góngora» del libro Analecta del Reloj de 1953 (OC, 2, pp. 152-182 y pp. 183-213) y será llevada a una feliz manifestación en las conferencias de 1957 que luego constituirán el volumen La expresión americana (OC, 2, pp. 279-390). Esa vuelta a la poesía de Góngora fue también, de alguna manera, consecuencia de la presencia en Cuba en 1936 de Juan Ramón Jiménez. Con Juan Ramón, la poesía cubana de los años 30 y 40 adquiere un nuevo impulso que será testificado por Lezama no solo en su «Coloquio con Juan Ramón Jiménez» escrito en junio de 1937 (OC, 2, pp. 44-64), sino también treinta años después al recordar con alegría el «Momento cubano de Juan Ramón»:

La visita, tal vez diríamos mejor la visitación, recordando las horas regladas, formaba parte del secreto de la espera. La amistad le salía al paso al espíritu del mal y de la precipitación. Pero entonces tuvimos una suerte, una dicha sin término. Oímos una voz, vimos un gesto, sentimos un misterio, conocimos de cerca un gran poeta. Juan Ramón se hizo amigo de todos nosotros […] Nuestra generación que no pudo oír en la emigración el verbo, la encarnación del idioma en Martí, ni caminar en la Habana vieja con Julián del Casal, podía ver en Juan Ramón Jiménez una dignidad irreprochable en una palabra que rezumaba una gran tradición penetrando en el porvenir […] ¡y qué arte, y qué fulguración en la conversación de Juan Ramón Jiménez para usar las pausas, los acentos, los perplejos, las miradas […] (Imagen y posibilidad, p. 67) 4 .

En 1937, Lezama, abogado recién graduado, participaba del opaco mundo de la burocracia, cuando comienza a mostrar, con la casi simultánea publicación de su Muerte de Narciso y de su «Coloquio», de qué manera es necesario asumir la tradición literaria de un modo activo, de tal suerte que se entienda la asimilación de la tradición como un saber crítico.

Si bien la relación de Lezama con Góngora ha sido ampliamente estudiada 5 , un asunto menos estudiado es la relación de Lezama con poetas hispanoamericanos que ya la Generación del 27 6 había calificado como epígonos de Góngora, entre los que contamos al colombiano Hernando Domínguez Camargo a quien Lezama leyó, estudió y celebró en varios momentos.

En este artículo se mostrará el ambiente intelectual en medio del cual se generan las consideraciones que Lezama Lima hace a propósito de la poesía “gongorina” del colombiano Hernando Domínguez Camargo. Se presentan primero algunos argumentos a propósito de dos fragmentos de dos ensayos en donde Lezama Lima se ocupa parcialmente de la poesía de Domínguez Camargo, esto es: «La curiosidad barroca» (OC, 2, pp. 302-325) e «Imagen de América Latina» (en César Fernández Moreno, América Latina en su Literatura, pp. 462-468). En un segundo momento, se exponen algunos rasgos de la poética que Lezama plantea en la novela Paradiso y la relación de esa poética con la poesía del neogranadino.

1. DOMÍNGUEZ CAMARGO EN «LA CURIOSIDAD BARROCA» Y LA «IMAGEN DE AMÉRICA LATINA»

Con las conferencias de José Lezama Lima, dictadas en el Centro de Altos Estudios del Instituto Nacional de La Habana en 1957, el pensamiento americanista estaba cristalizado. Con ellas Lezama cerraba un ciclo de reflexión sobre el papel cultural que cumpliría el continente americano y sobre sus diferencias con otras latitudes 7 .

En efecto, las respuestas dadas hasta el momento de aparición de La expresión americana, habían oscilado en concordancia con las crisis históricas, las presiones políticas y las influencias ideológicas. De haberse dejado llevar por esas contingencias políticas y sociales, el trabajo de Lezama tendría que ser leído a la sombra de la dictadura de Fulgencio Batista y habría que tenerse en cuenta que en el «batistato», Cuba era usada por los Estados Unidos como un caricaturesco modelo de democracia.

Frente a los resquemores que la dictadura generaba por sí misma y por su relación con los norteamericanos, la propuesta de Lezama se independiza de manera tal, que hace que parte de su originalidad radique en que su noción de americanidad es amplia. De la americanidad lezamiana no solo participa el sector geográfico que fue conquistado y colonizado por España, sino también el territorio portugués y llega a su mejor expresión al involucrar a los territorios de los Estados Unidos que habían sido conquistados y colonizados por ingleses. La inclusión de la cultura norteamericana se constituía en un escándalo si atendemos tanto al hecho de que se está en las vísperas del triunfo de la revolución, como si tenemos en cuenta que se vivía en un ambiente de efervescencia espiritual latinoamericanista, en el que se consideraba lo «americano» como lo venido del norte con intereses colonialistas, colmado de espíritu pragmático, imperialista y sin sensibilidad.

En este contexto aparece La expresión americana y el capítulo que me interesa, «La curiosidad Barroca». Allí se muestra de qué manera la identidad de América nace de la asimilación que ésta hace de los estilos europeos, a la vez que afirma: «Vemos así que el señor barroco americano, a quien hemos llamado auténtico primer instalado en lo nuestro, participa, vigila y cuida, las dos grandes síntesis que están en la raíz del barroco americano, la hispano incaica y la hispano negroide» (OC, 2, pp. 324-355).

Así, los comentarios a propósito de Domínguez Camargo no solo se dan en el marco del maduro pensamiento americanista de Lezama, sino que dan cuenta de un diálogo entre pares, de una relación entre iguales: el barroco europeo y el barroco americano, la cornucopia y el paisaje, Góngora y Domínguez Camargo. Dado la complejidad del verbo lezamiano cito extensamente los dos pasajes a fin de no traicionar el espíritu de ninguno:

Es en la América, donde sus intenciones [las de Luis de Góngora] de vida y poesía, de crepitación formal, de un contenido plutónico que va contra las formas como contra un paredón reaparecen en el colombiano Don Hernando Domínguez Camargo. El mismo frenesí, la misma intención desatada, el mismo desprecio por lo que los vulgares consideran mal gusto. «Lo que hay de embriagador en el mal gusto -nos dice Baudelairees el placer aristocrático de desagradar». Su «lugarteniente del pezón materno», tan reído por los pseudo humanistas peninsulares, está a la misma altura del «relámpago de risas carmesíes», y del Baco en cama de viento está dormido. Sus banquetes de estrellas y de frutos nuevos, su pelota ignaciana, elogio de la pelota vasca jugada por hombres que aspiran a la bienaventuranza, el juego de billar entre un doctor de la Sorbona y San Ignacio, a treinta soles, para no decir tantos:



Al tiempo pues en que el aro aprieta
su marfil el doctor, con mano activa
sin violarlo Loyola, una falqueta
del trofeo al marfil opuesto priva,
y calándole al aro la viñeta,
su bola por el truco fugitiva,
tan lince penetró, tan encañada
que en el bolsillo se quedó clavada.

Fuente:

Más que una voluptuosidad, un disfrute de los dijes cordobeses y de la encristalada frutería granadina, en Domínguez Camargo el gongorismo, signo muy americano, aparece como una apetencia de frenesí innovador, de rebelión desafiante, de orgullo desatado, que lo lleva a excesos luciferinos, por lograr dentro del canon gongorino, un exceso aún más excesivo que los de Don Luis, por destruir el contorno con que al mismo tiempo intenta domesticar una naturaleza verbal de suyo feraz y temeraria (OC, 2, p. 307) 8 .

Quince años después, Lezama afirma en el ensayo «Imagen de América Latina»:

Sus bodas de serranas [las de Góngora en Las Soledades] están iluminadas por la aparición del dios Pan por los valles sicilianos. Su perspectiva poética está enmarcada por la tradición grecolatina y el esplendor de la cornucopia barroca de peces y cetreras. Es sólo un espacio iluminado por el fanal de unas bodas, una fulguración que nos hace entrever el frenesí de las danzas de los cabreros y los pastores. La cabra de Amaltea, de rancia tradición, anima con sus saltos astrales esas danzas. Pero ni el relato ni esas descripciones tiene que ver nada con una forma novelable, ni hay la menor posibilidad de que esas vistas, pudiéramos decir, abandonen la irradiación metálica de cada una de sus metáforas. Pero en contraste veamos el Poema heroico, en honor de San Ignacio de Loyola, del colombiano Domínguez Camargo. Con la extensión más de novela que de poema, Domínguez sigue todas las vicisitudes del santo, desde su nacimiento y bautizo, hasta encaminarse a Roma para obtener el reconocimiento de la orden. Es Domínguez Camargo uno de los más importantes discípulos de Góngora, es un epígono, pero ofrece radicales diferenciaciones con su maestro. Allí donde Góngora intenta una fulguración, una luz para observar las danzas del instante, Domínguez fragua un relato, el contorno de una vida. Yo diría que a la metáfora gongorina, Domínguez opone una imagen de espacio y desarrollo muy americana. Vossler observa que en la obra de Góngora no hay paisaje, pero en el poema de Domínguez Camargo la decoración de la cornucopia barroca está remplazada por el bosque y las montañas que rodean la preciosa iglesita de Tunja, al paso que los pastores y las cabras de Góngora saltan en el historiado valle siciliano, siguiendo el compás previo de Homero y de Virgilio, de Teócrito y de Longo («Imagen de América Latina», p. 465).

Lo primero que podemos evidenciar en los comentarios de Lezama es la exigencia de equiparar a Góngora con Domínguez Camargo, por cuanto llama a Domínguez un «epígono», un seguidor de las huellas del maestro cordobés. Esa exigencia no se constituye en un impedimento para ver en el comentario lezamiano una exaltación de la figura del poeta neogranadino. De hecho, dicha exaltación se da gracias a que el fruto de la equiparación favorece a Domínguez, no en detrimento de Góngora, sino en favor de la poesía.

Del contraste que le permite encontrar puntos de semejanza y distancias poéticas, Lezama en el ensayo «Las imágenes posibles» de 1948, se vale para discurrir teóricamente hasta llegar a insinuar la noción aristotélica de «imitación». «Pero siempre en la imitación o semejanza habrá la raíz de una progresión imposible, pues en la semejanza se sabe que ni siquiera podemos parejar dos objetos análogos» (OC, 2, p. 156). Lezama es consciente de que para que la «imitación» se dé, es menester que ésta se encuentre mediada por el tiempo, pero sobre todo se encuentre mediada por un modelo que debe ser congelado en el espacio en que se realizó y que en el acto mismo de la congelación ha sido liberado del devenir y de sus contingencias. De esta manera, gracias a, y a pesar de, la congelación del modelo, lo que el poeta logra corporizar en el poema no son más que fragmentos de lo que es el poema del autor que está siendo imitado, pero sobre todo fragmentos de la poesía. En el poema «Los fragmentos de la noche» Lezama Lima lo cantó con una imagen: «Era un combate sin término, / entre lo que yo quería quitar a la noche / y lo que la noche me regalaba» (Fragmentos a su imán, p. 71).

La «imitación» como concepto clave en la poética lezamiana, hace que su reflexión teórica esté marcada por la permanente ostentación de conocimientos sin retraerse nunca de ellos. Lezama se apropia del conocimiento y manifiesta esa apropiación en la permanente adulteración y adopción para fines lúdicos o poéticos. Desde esta perspectiva, descubrimos que cuando Lezama se “equivoca” ―por ejemplo, cuando habla de Hernández Camargo―, y no se “enmienda” es quizá porque se sabe creador de manera que el error y el contrasentido son integrados para ampliar y mejorar juegos o procesos metafóricos.

Al afirmar que Lezama ofrece en sus ensayos sus intuiciones, su lenguaje, no queremos manifestar que estos ensayos pierdan la solidez argumentativa que debe caracterizar al ensayo como género, sino que el ensayo lezamiano es fruto de la valoración poética de una realidad que, sabemos, en todos los casos es escurridiza. Dice Lezama iniciando el ensayo Las imágenes posibles:

El hecho mismo de su aproximación indisoluble, en los textos, de imagen y semejanza, marca su poder díscolo y cómo quedará siempre como la pregunta del inicio y de la despedida; pues cuanto más nos acercamos a un objeto, o a los recursos intocables del aire, derivaremos con más grotesca precisión que es un imposible, una ruptura sin nemósine de lo anterior (OC, 2, p. 152).

En los ensayos históricos de Lezama también se presenta esa característica; en ellos la posición que asume el autor frente a la tradición evidencia el papel del lenguaje que actúa como límite y acicate de la creación ensayística. En ellos, Lezama asume una posición ante la historia con la que quiere cuestionar la situación del hombre en el mundo. El poeta cubano pretende dejar sentado qué nos legó realmente una época y no cuánto distan las prácticas vitales, de las aspiraciones teóricas, cuanto dista la vida de la utopía; el poeta de la calle Trocadero busca la grandeza de una época traducida en piedra o en madera, con el objeto de reflexionar sobre el papel del arte y la literatura en la historia de la cultura americana y el papel de la historia americana en el desarrollo de procesos culturales. Según Roberto Méndez Martínez:

El poeta se resiste a explicar la historia como una rígida serie de cadenas causales, para observarla se sitúa en una especie de lejanía poética en la que seda gran valor a «lo incondicionado» que es esencialmente la intervención del Pneuma o logos en el hecho. Conocedor de los estudios de Spengler, Curtius, Toynbee, logra una síntesis propia: «las eras imaginarias». Ellas son como la poética viva, la imagen que explica toda la sensibilidad de un período; valiéndose de textos filosóficos, obras de arte, anécdotas, frases más o menos célebres, busca secretas concordancias y nos ofrece sus intuiciones con gran esplendor verbal. Desecha lo evidente para apresar el instante que refleja el espíritu de una etapa con lo que este tiene de eterno, une así una poética y una espiritualidad, pues para él, católico sincero, lo importante es aquello que el hombre tiene de «ser para la resurrección», la impronta duradera, fecundante a lo largo del tiempo 9 .

En los textos en que Lezama se ocupa de Domínguez, vemos que la interpretación que se hace del pasado supone un avivamiento del pasado mediante el lenguaje, en busca de nuevos matices otorgados más por el lenguaje y por la imagen que por unas «realidades» históricas que no le interesan al autor. Con la soledad que insinúan «el bosque y las montañas que rodean la preciosa iglesita de Tunja» Lezama, por ejemplo, nos muestra a un Domínguez Camargo solo en el intento de domesticar una naturaleza verbal «de suyo feraz y temeraria», solo en la lucha, aislado de sí y de los demás, pero con una soledad que es como una marca de la aristocracia por cuanto frente a la soledad, a la insuficiencia del poema, el poeta se presenta como «mariposa sedienta de esplendores / morirá en su mejor arrojamiento» (Libro 1, canto 1, estrofa V).

No solo vemos el mundo a través del lenguaje, sino que, además, lo vemos como lenguaje. Un lenguaje que, en Lezama, es el de la memoria o como la memoria. Dice Guillermo Sucre:

La memoria, ciertamente, para Lezama, no es una simple posesión sino la única posesión. Sólo poseemos ―y conocemos, según Platón, advierte Lezama― lo que recordamos. La memoria en tal sentido, es la resistencia contra el flujo del tiempo; su función, por tanto, es equivalente a la de la imagen en el poema: la imagen, según Lezama, es también la resistencia final en que toman cuerpo las sucesivas metáforas […] Pero ni como resistencia frente al tiempo, ni como floración de éste, la memoria en Lezama no es simplemente un resto, lo que queda de algo. Es, por el contrario, una continua creación; es en sí misma, una dimensión metafórica 10 .

En el centro de la poética lezamiana está la concepción de la imagen como puente entre lo visible y lo invisible, entre lo existente y lo inexistente. Así, en el ensayo lezamiano, la cultura, la tradición y la historia se transforman en imagen, en sucesión de metáforas. La imagen no es únicamente una manera de ver la realidad, es una manera de modificarla, de sustituirla. Y es cierto que «una imagen ondula y se desvanece sino se dirige», dice Lezama, o «al menos logra reconstruir un cuerpo o un ente». Reconstruir alude aquí a restitución de la naturaleza perdida y se restituye creando.

Los textos sobre Domínguez permanentemente plantean de fondo el contraste entre naturaleza y naturaleza restituida. Frente a las condiciones agrestes se levanta el monumento barroco escrito por Domínguez Camargo; frente a dificultades vitales, el esplendor de la poesía y la decoración barroca nace y se hace; frente al reto que plantea la naturaleza, se impone la gallardía del hombre que la domina; frente a la cornucopia, el paisaje; frente a la conquista, el barroco americano es, en palabras de Lezama, «arte de la contraconquista» (OC, 2, p. 303).

Así, para Lezama la cultura americana se funde en una noción de paisaje que supera la llana categoría geográfica y se torna en geografía humanizada. El espacio americano, ancho y abigarrado, es evocado, no tanto por su desmesura y exuberancia, como por la fuerza primigenia con que se hace sentir, por la fuerza con que mueve a los hombres.

La peculiaridad del enfoque lezamiano, unido a un tratamiento del tema en el que se da un permanente despliegue de erudición, que revela una constante avidez de cultura y una asimilación de la tradición de un modo activo, es lo que hace afirmar a Cintio Vitier:

[…] con Lezama resurge la potencia cubana de creación intelectual, con un rescate de la mejor tradición patrística que estaba detrás de Caballero, Varela y Luz, una recepción personal de las líneas maestras del pensamiento martiano, un valiente enfrentamiento con la filosofía de Nietzsche, una lectura creadora de Descartes, Pascal, Montaigne, Spinoza, una abierta discrepancia con el existencialismo heidegeriano y un significativo silencio acerca del existencialismo sartreano y el pragmatismo anglosajón, sin contar, aunque mucho cuenta, su vuelta a las raíces egipcias, griegas, chinas, hindúes, persas, hebreas, indígenas americanas, del pensamiento y de la sabiduría universales. De todo ello resulta una concepción poético filosófica del mundo comparable a la de los poetas filósofos estudiados por Jorge Santayana, como Lucrecio y Dante, pero entre los paréntesis de una anticausalismo cultural y de una insondable ironía que le da el sello de su mayor originalidad criolla 11 .

Aquí Vitier no solo pone a Lezama al lado de las más representativas figuras de la tradición literaria de la isla, sino que pone de manifiesto algunos de los nombres que hacen parte del bagaje teórico, del fundamento filosófico lezamiano, lo que le permite ubicar a Lezama entre los poetas filósofos como Dante y Lucrecio. Cabe advertir que debemos tener cuidado con el exaltado tono empleado por Vitier, por cuanto podríamos fácilmente pensar que o bien sus palabras no son más que vacía palabrería; o bien la amplitud y profundidad de los conocimientos atribuidos a Lezama hacen de él un desorientado incapaz de centrarse en una sola actividad.

La amplitud y profundidad de los conocimientos que son atribuidos a Lezama, lo ubican a él mismo entre el listado de los sabios barrocos que se caracterizaron por el «diletantismo intuitivo». Lezama no es entonces para nosotros un teórico que especula respecto del barroco, sino un barroco que discurre a propósito de su experiencia creadora. En el poeta de la calle Trocadero 162 se manifiesta una afirmación hecha por él mismo según la cual la humanidad, desde la antigüedad, «Mientras se revuelve en las rocas del Cáucaso, no obstante la incomodidad de su postura y de su hígado, nos entrega la noticia de que algo le fue regalado y que el hombre puede alcanzar por el conocimiento poético un conocimiento absoluto» (OC, 2, pp. 154-155). Como dijera Reinaldo Arenas, estamos ante un hombre que ha hecho de la literatura su propia vida, una persona muy culta, pero que no hacía de la cultura un medio de ostentación sino, sencillamente, algo a lo cual aferrase para no morirse; algo vital que lo iluminaba y que a su vez iluminaba a todo el que estuviera a su lado 12 .

La identificación con el barroco que leemos en Lezama no le era exclusiva por cuanto, estamos en capacidad de subrayar que, buena parte de los autores latinoamericanos contemporáneos de Lezama se identifican con los valores estéticos del barroco, en parte porque consideran, como Lezama, que «El primer americano que va surgiendo dominador de sus caudales es nuestro señor barroco» (OC, 2, p. 303).

2. LA POÉTICA DE LEZAMA Y SU RELACIÓN CON DOMÍNGUEZ CAMARGO

Si consideramos que Paradiso se constituye en la manifestación última del sistema poético que Lezama propuso en ensayos y poemas, y que este sistema tiene como centro una concepción según la cual solo a través de la imagen es posible acceder al mundo, a la historia y a la poesía, podemos reconocer en ese aprovechamiento una clara manifestación de madurez de la narrativa latinoamericana, al menos si admitimos esa madurez como una puesta en práctica de concepciones y apreciaciones teóricas propias.

En esta parte me interesa poner de manifiesto el sentido en el que una creación poética encuentra su origen en la «puesta en forma» 13 de una poética que la antecede. Quiero examinar el sentido en el cual Lezama construye su poética, al menos parcialmente, con base en una poética barroca, una poética que Lezama descubre, entre otros muchos, también en Domínguez Camargo.

En Paradiso se presenta la historia de la formación de un poeta; el marco de un relato casi costumbrista sirve para trazar la crónica de la educación poética y sentimental de José Cemí desde el origen de su familia en los primeros capítulos, hasta la disolución del personaje en el lenguaje de los últimos capítulos de la novela. Para acentuar la disolución del personaje en el lenguaje, la novela se constituye en parodia del lenguaje mismo y de la tradición poética que había sido presentada a través del personaje de Oppiano Licario. Así, lo que sostiene la novela no es la narración, sino el lenguaje y la relación que éste establece consigo mismo.

José Cemí, protagonista y alter ego de Lezama, entra al mundo del lenguaje y de la poesía a través de las sentencias de refranero que el tío Alberto inventa después de cada jugada que le es favorable en el ajedrez, así como a través de la carta que el tío Alberto dirige al tío abuelo Demetrio y que no tiene reparo en mentir asegurando que se firma en Tokio, cuando todos sabían que se encontraba en la Isla de Pinos. Esa carta es anunciada por Demetrio a José Cemí diciéndole:

[…] acércate más para que puedas oír bien la carta de tu tío Alberto, para que le conozcas más y le adivines la alegría que tiene. Por primera vez vas a oír el idioma hecho naturaleza, con todo su artificio de alusiones y cariñosas pedanterías ( Paradiso, p. 309).

Con el ingreso al mundo de la imagen por medio de las sentencias de refranero y de la carta del tío Alberto, Paradiso plantea una forma de regreso a las fuentes primeras de la literatura que encontraríamos bien en las tradiciones orales o bien «en los extraídos peces verbales que se retorcían en la carta» y que ponían de manifiesto «un retorcimiento de alegría jubilar, al formar un nuevo coro», que evoca el retorcimiento característico del barroco. Tanto los refranes como la carta son ejemplos de la manera en que Lezama evade o evita el carácter denotativo del lenguaje, deja de lado el lenguaje como un simple intermediario de significantes y opta por una expresión que tiene razón de ser en sí misma. Esta manera de proceder con el lenguaje entraña el mismo rasgo que Lezama atribuye al poeta bogotano en su relación con don Luis de Góngora: «en Hernández [sic] Camargo el gongorismo, signo muy americano, aparece como una apetencia de frenesí innovador, de rebelión desafiante, de orgullo desatado, que lo lleva a excesos luciferinos, por lograr dentro del canon gongorino un exceso aun más excesivo que los de don Luis» (OC, 2, p. 307).

Paradiso reconstruye en la escritura todo aquello que en la vida parecía irremediablemente perdido, la novela obliga a releer la vida y el mundo. El mundo no es recreado mediante la imagen poética, sino que es transfigurado mediante la imagen en creación definitiva. Los objetos del mundo (la flora y la fauna de la carta, por ejemplo) son dotados de vida, en tanto que se nos va creando la impresión de que los personajes (Alberto, Demetrio, Cemí) van perdiendo el ánima.

Tanto la disolución del protagonista en el lenguaje del texto, como la pérdida del ánima podemos leerlas también en el Poema Heroico de Domínguez Camargo; aquí san Ignacio se disuelve en el lenguaje cuando su figura desaparece al describir un banquete, cuando se narra lo que sucede a quienes se encuentran con él, cuando se da cuenta de su lugar en la historia en un determinado momento.

La disolución y la pérdida del ánima implican que la metáfora metamorfosea, reconfigura lo humano. En Lezama y en Domínguez Camargo vemos cómo «los excesos luciferinos» del lenguaje con el que se construye la obra literaria tienden a «destruir el contorno» en busca de la domesticación de «una naturaleza verbal, de suyo feraz y temeraria» (OC, 2, p. 307). Tanto la prosa de Lezama como la poesía de Domínguez son, básicamente, de acumulación. Tienen su razón de ser en el comentario, la ampliación y la glosa; pero estos comentarios no recaen sobre asuntos fundamentales como en Góngora, sino que recaen sobre aspectos periféricos como las circunstancias, las motivaciones o las consecuencias de algo que se presenta en la historia de Cemí o en la vida de San Ignacio. Lezama afirma, a propósito de Domínguez: «Allí donde Góngora intenta una fulguración, una luz para observar las danzas del instante, Domínguez Camargo fragua un relato, el contorno de una vida» («Imagen de América Latina», p. 465).

En los dos autores cualquier elemento, personaje o acontecimiento es morosamente descrito, sin importar lo intranscendente o insignificante que éste sea en el conjunto de lo relatado. Esa morosidad hace que la escritura sea casi circular y se extienda a lo largo de varias páginas en las que se encuentran anécdotas, se señalan orígenes, se definen intereses o se predicen hechos. De manera tal que por pequeña que sea una entidad, ella pocas veces tendrá razón de ser en la medida en que está al servicio de una idea central, sino que será un ente con temperamento y forma definida, que tiene carácter en sí mismo y que, por lo tanto, exige todos los giros metafóricos y léxicos que sean necesarios para evidenciar su fuerza. Los ejemplos en ambos autores son fáciles de ubicar: en Domínguez Camargo cualquiera de los banquetes «de estrellas y de frutos nuevos» (el del bautismo, el ofrecido por los pescadores, el de la cueva de Manresa), en Lezama cualquiera de los relatos intercalados que dan cuerpo a la novela (el de Juan Izquierdo, los de las familias Cemí y Olaya, el de los pacientes imaginarios). El banquete del bautismo, por ejemplo, es el primer banquete que aparece en el Poema Heroico de Domínguez Camargo (libro 1, canto 1, estrofas LII-LXVII), es transcrito integralmente por Gerardo Diego en su Antología poética en honor de Góngora y contiene los cuatro versos de Domínguez que Lezama evoca en Paradiso y que tanto en el poema como en la novela sirven (aunque sea difícil notarlo) para anunciar la partida de un invitado:



Hijas del soplo, nietas de la hierba,
las tazas débilmente cristalinas,
y las que el chino fabricó y conserva
en las que pudre el sol conchas marinas,
por las que antigua sucesión reserva,
partos de Ofir en sus primeras minas,
dora el antiguo Baco, aún más precioso
que el cristal puro y oro luminoso.

Fuente:



Fatigada la mesa largas horas,
los huéspedes la alivian, siempre urbanos,
y en sudor de azahar, seis ninfas Floras
derrotan ojos, cuando inundan manos:
asaltó luego tempestad de auroras
en tropas de instrumentos soberanos,
que al infante pidieron que urna elija,
en que note este día blanca guija 14 .

Fuente:

Tanto en Paradiso como en el Poema Heroico, la morosa descripción y el permanente descubrimiento de nuevos matices se constituyen en algo que podríamos calificar como un exceso de luz que actúa como máscara en la narración. Esa máscara de luz, que termina siendo metáfora de metáforas, puede llevarnos a pensar que las obras son obscuras o confusas por cuanto, buscando la nitidez, confundimos la nitidez con la imagen completa. Esa máscara de luz ha sido calificada como hermetismo, tanto para el caso de la poesía barroca de Domínguez, como para el caso de la novela lezamiana. Ese hermetismo no es un simple juego de sustituciones en el que, al ser hallados los objetos por alcanzar, se pierde todo interés. De ser así, la poesía sería un simple juego de equivalencias en el que dada una cadena de referentes, la lectura se limitaría a un asunto por descifrar.

El hermetismo de la poesía de Domínguez y la novela de Lezama radica en que ellas revelan el mundo, pero velado en la imagen. Dicha velación no depende dela compleja sintaxis, ni del oscuro material verbal, sino de que el poema o la novela son racionalización de algo que es fundado en lo irreal, lo que tiene como consecuencia que aunque pasajes del poema o la novela parezcan incomprensibles, son razonables. Lezama afirma en Las imágenes posibles: «Las asociaciones posibles han creado una mentira que es la poética verdad realizada y aprovecha un potencial verificable que se libera de la verificación. Y no se falsean esas posibilidades que engendran otras asociaciones, que en nada destruyen las que se pueden crear después» (OC, 2, p. 162). Esto podría implicar que la razón de Lezama tiene su origen en el oráculo, que propone un mundo, pero que no dispone de un mundo ya dado. Esta no disposición de un mundo no implica que la obra sea abstracta, ya que sus imágenes son visibles, toda ella está penetrada por materia viva, por tradición cultural.

El hermetismo camargueño y lezamiano acude a mecanismos como la comparación para poder desarrollarse. Con ella se pretende recalcar algún rasgo, cubrir algo con nuevos términos comúnmente usados o descubrir nuevos matices en determinadas proposiciones. Algunas veces, en el desarrollo de esas elaboraciones verbales, el tópico que sirve para hacer la comparación adquiere una independencia tal que se separa del objeto aquel que en su complejidad había dado origen ala nueva comparación; es decir, al revés de lo habitual, aquí la comparación sirve para aclarar la imagen del segundo objeto sirviéndose del primero a propósito del cual se habló. Esto se da, por ejemplo, en determinadas comparaciones que introducen términos tan extraños al contexto, que logran sacarnos del marco de referencia en que se estaban trabajando las imágenes. Dice Lezama en Las imágenes posibles:

Se acercan, con nebulosos cabeceos, palabras sin reclamación y exigencia de la parte contraria; mármol, cristal, clara de huevo, claroscuro. Nítidas, a cada una de esas palabras, voluntariamente, le rebanamos los ecos y le borramos toda adherencia. Cada palabra rinde sus reflejos al secuestrarla de la coordinada de irradiaciones. Las cuatro van a ser atravesadas por el venablo de un sentido que es su sucesión. De pronto, descubrimos que su sentido está en sucesión y que es precisamente la sucesión la que les presta su marcha y su creación. Su sucesión habitual las hacía antipoéticas, y si ahora percibimos que exhalan otra sucesión, que pueden ser atravesadas de nuevo, cobrando otra modulación, como con un sentido impracticable, pero rigurosamente preciso, pudiéramos ir enhebrándolas con tacto ciego, pero donde otro sentido destella. Mármol, sentimos la carencia de ondas y es un mar prehistórico (OC, 2, pp. 175-176).

La metáfora es otro de los mecanismos a los que acudieron Lezama y Domínguez para gobernar en sus respectivos reinos de la imagen. En ella se transporta la significación propia de una palabra a otra significación que no le conviene más que en virtud de la comparación mental. Hay metáforas en las que los dos términos se encuentran unidos por un elemento identificador de uno de ellos. Una forma más compleja de metáfora puede estar marcada porque el segundo término es seguido de un desarrollo metafórico que amplía y precisa la imagen. Respecto de la metáfora y su papel en la poesía, afirma Lezama:

[…] en el poema la imagen mantiene el fuego de proporciones, y en la poesía, la metáfora, no en el sentido griego de verdad como develamiento, sino en lo poético de oscuridad audible, adquiere su sentido de metamorfosis que justifica sus fragmentos (OC, 2, p. 178).

Las metáforas, desarrolladas o no, necesitan una interpretación que permita avanzar o progresar en la construcción de sentido. Algunas veces no basta con la interpretación, sino que son necesarios verdaderos ejercicios de investigación literaria o filológica, de tradición literaria, mitológica, histórica, geográfica o incluso conocimientos de química, botánica o biología para llegar a comprender el sentido. Esta característica de la metáfora barroca hace que una lectura corrida y desprevenida de las obras de Lezama o Domínguez, sea permanentemente frustrada. Tanto en Domínguez como en Lezama se impone siempre una segunda o incluso una tercera lectura, se impone siempre la imagen con que se cierra la novela Paradiso:

«Comenzó a golpear con la cucharilla en el vaso, agitando lentamente su contenido. Impulsado por el tintineo, Cemí corporizó de nuevo a Oppiano Licario. Las sílabas que oía eran ahora más lentas, pero también más claras y evidentes. Era la misma voz, pero modulada en otro registro. Volvía a oír de nuevo: ritmo hesicástico, podemos empezar» ( Paradiso, p. 653).

Con todo y sus dificultades, a nuestra manera de ver, Paradiso propone un modelo de lector para Paradiso mismo, para la poesía barroca de Domínguez Camargo y para toda la literatura barroca. Ese modelo es, sin duda, Oppiano Licario. El personaje de Lezama da sentido a sus conocimientos gracias a su poder de asociación y a sus relaciones cotidianas con los conocimientos poéticos que heredó de la tradición. Si leemos Paradiso desde esta perspectiva, la escritura será la mediadora entre el sujeto (Oppiano) y el objeto de conocimiento (la poesía) y el producto de esa mediación será la imagen autónoma. Como la obra se mantiene en ese plano, genera, implícitamente, una constante dificultad, esto es: la pregunta por los puntos en los que las intertextualidades tienen un mayor o menor grado de notoriedad.

La noción de intertextualidad en Lezama remite a emisores y campos semánticos y no solo a una simple relación de influencia―efecto. En la intertextualidad de Paradiso encontramos homenajes al culteranismo de Góngora y a los cultistas hispanoamericanos y es en ese ámbito en que se mueven tanto la alusión a Quevedo al hablar en «La curiosidad barroca» de Domínguez, como la alusión a una estrofa del Poema Heroíco hecha por Oppiano cuando en Paradiso le ofrecen una taza de café.



[…] las tazas débilmente cristalinas,
y las que el chino fabricó y conserva
en las que pudre al sol conchas marinas,
con las que antigua sucesión reserva ( Paradiso, p. 611)

Fuente:

La respuesta a algo cotidiano (el ofrecimiento de una taza de café) dada por Oppiano, revela en Paradiso el interés por la metaforización de lo cotidiano a través del hecho de que los diálogos más triviales atesoren un sofisticado acento literario, en el que la tradición que hay detrás de las palabras es más importante que el mensaje que se espera transmitan las palabras mismas. Esa metaforización de lo cotidiano que leemos en Lezama es descubierta también en Domínguez cuando la sencilla comida ofrecida por unos serranos o unos pescadores se convierte en un espléndido banquete ofrendado a un santo y que terminan ocupando buena parte de pasajes fundamentales de la vida del santo, pasajes que un hagiógrafo seguramente habría evitado porque lo distraen de su relación de una vida digna de imitar como la de Iñigo de Loyola.

3. CIERRE

Sí discutimos el carácter estrictamente gongorino de Lezama, lo hacemos por cuanto creemos que éste hace una relectura crítica de los valores poéticos del cordobés y en ese ejercicio crítico inaugura una nueva poética barroca marcada no por el seguimiento ciego, sino por la aspiración a constituir una nueva poética. En la constitución de esa nueva poética, Lezama descubre a los seguidores del cordobés en América y se une a ellos, no solo por el común respeto a Góngora y su poética, sino por el substancial hecho del ser americano, del compartir el paisaje y la necesidad de identificación con los valores del «señor barroco, auténtico primer instalado en lo nuestro».

Domínguez Camargo es uno de esos seguidores de Góngora que Lezama descubre, quizá, a través del influjo que en Cuba tuvo la generación del 27. No quiero afirmar que el poeta neogranadino haya sido pieza fundamental en la cimentación de la poética lezamiana, pero sí que entre la poética del cubano y la poesía del colombiano se descubren afinidades innegables respecto de las cuales el cubano dejó muchas pruebas.

Con todo, estoy seguro de que el papel cumplido por Domínguez en la configuración de la poética lezamiana se diluyó en medio de la riqueza poética del cubano y, de alguna manera, sucedió con Domínguez Camargo lo que al peregrino en las Soledades de Góngora, esto es, que se pierde en medio de la permanente sucesión de escenas pastoriles y que lo único que queda de él es la certeza de que su desventura amorosa, aunque oculta, es central en la comprensión de ese poema que es la obra de Lezama.

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Notas

1. Gaztelu, 1937, p. 52.

2. Las referencias de la obra de José Lezama Lima siguen la edición de Obras completas preparada por Cintio Vitier, 1975. Las citaremos como OC, tomo y página. Cuando no sea así se señala expresamente.

3. Las referencias a la poesía de Domínguez Camargo siguen la edición de Obras, 1960. Sobre la recepción del neogranadino pueden verse, entre otros, Gimbernat de González (1982), Fajardo Valenzuela (1992), Ramírez (1998, 2009, 2010, 2011, 2013a, 2013b), Arellano (2014, 2016).

4. Sobre este ensayo publicado por José Lezama Lima puede verse, por ejemplo, los trabajos de Gema Areta Marigó (2008) o Juan Manuel Tabío (2017).

5. Sobre la relación entre Lezama y Góngora pueden verse, por ejemplo, los trabajos de González Echavarría (1975 y 2001).

6. Sobre la relación entre la Generación del 27 y la poesía de Domínguez Camargo pueden verse los trabajos de Gerardo Diego (1979 y 1984).

7. En Cuba ese pensamiento americanista había estado orientado por figuras señeras de la reflexión cultural como José Martí y en el resto de América la misma reflexión se había fortalecido gracias a los aportes que hicieran Pedro Henríquez Ureña en la República Dominicana, José Carlos Mariátegui en Perú, Ezequiel Martínez Estrada en la Argentina, Mariano Picón Salas en Venezuela y Alfonso Reyes en México. Es con Pedro Henríquez Ureña con quien más se puede identificar el pensamiento de Lezama en lo que respecta a una historia de la cultura americana, por cuanto los dos la conciben como fábula, como utopía. Cabe advertir, sin embargo, que la concepción de la historia cultural de América elaborada por el dominicano, no solo se genera en el marco del pensamiento americanista de la primera mitad del siglo XX, sino también en el marco de un proyecto político y social, que tiene antecedentes en Martí y Mariátegui, de creación de una autoconciencia cultural. Aunque Lezama parece no participar de ese proyecto político y social, lo que sí es claro es que sus ensayos sobre la tradición cultural se constituyen en una novedosa respuesta a la pregunta por la identidad latinoamericana.

8. Sobre los comentarios americanistas de Lezama a la obra de Domínguez Camargo pueden verse, por ejemplo, los trabajos de Gimbernat de González (1982) y Fajardo Valenzuela (1992). En la edición de La expresión americana que preparó Irlemar Chiampi (México 1993) hay una amplia introducción y anotación del texto que permite poner el contexto del pasaje en el poema de Domínguez y según ella las citas vienen de la Antología de Gerardo Diego ya referida. La cita de Domínguez que introduce Lezama podemos viene del Poema heroico libro IV, estrofa CLXII, pero tiene erratas en los versos 1 («que en el aro» por «en que en el aro»), 4 («viñeta» por «niñeta») y 8 («bolsillo» por «bolillo»).

9. Méndez Martínez, 2011, p. 50.

10. Sucre, 1975, p. 506.

11. Vitier, 1996, p. 61. Aunque la afirmación de Vitier merece ser leída atendiendo a que este es un “vocero” de la revolución y esa “vocería” lo hace afirmar que Lezama se silenció ante el “pragmatismo anglosajón”, sus palabras no pierden peso en lo que respecta al papel jugado por Lezama en la reflexión cultural cubana y latinoamericana.

12. Arenas, Antes que anochezca, p. 109.

13. Concepto tomado de Pierre Bourdieu (1995) y que se asocia con la toma de posición en el campo cultural.

14. Sobre el tema de los banquetes en la poesía de Domínguez remito a Diego (1979 y 1984) y Ramírez (2011 y 2013).

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