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Escrituras periféricas y expatriadas de las mujeres peninsulares en tierras americanas (siglos XVI y XVII)
Outsiders’ Voices: The Writings of Spanish Women in the Americas (16th and 17th centuries)

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 9, núm. 2,

Instituto de Estudios Auriseculares

Mercedes Serna

Universidad de Barcelona, España

Recibido: 09/12/2020

Aceptado: 19/01/2021

Resumen: Dado que el material que ofrecen las crónicas de Indias sobre acciones o hechos realizados por mujeres peninsulares no es relevante, partimos de la idea de que, si se traza la cartografía de la producción escritural de las Indias occidentales durante el proceso de conquista y colonización, podemos comprobar que es en los ámbitos menos oficiales, en los archivos periféricos, donde se generan las expresiones más nuevas, los escritos más personales y más reales y a su vez los que nos empujan a una lectura alejada de los clichés con los que se ha conformado el panorama colonial. En esta producción en los márgenes, y tratando el tema del confinamiento o de la reclusión o expatriación de las mujeres peninsulares en suelo americano, trabajamos en este ensayo con los memoriales y las cartas privadas, especialmente, de mujeres emigrantes a Indias. Estas se conforman como relatos de súplica que nos invitan a matizar ciertos tópicos sobre la vida en las colonias americanas y sobre la conquista en general.

Palabras clave: Memoriales, cartas, cartografía, clichés, márgenes.

INTRODUCCIÓN

El material que ofrecen las crónicas de Indias sobre acciones o hechos realizados por mujeres peninsulares no es relevante. Una lectura de los textos de los primeros colonizadores, misioneros o cronistas de vista como Ramón Pané, Hernando Colón, Hernán Cortés, Gonzalo Fernández de Oviedo, «Motolinía», Bartolomé de las Casas, Cieza de León, Jerónimo de Mendieta, Bernardino de Sahagún o el Inca Garcilaso, corrobora el poco interés de estos autores por testimoniar la participación femenina española o europea, no solo en la conquista de América, sino en el asentamiento de la nueva sociedad americana. Particularmente, las crónicas de Gonzalo Fernández de Oviedo o de Bernal Díaz del Castillo nos documentan algo más que otras sobre el tema, pero tampoco nos ofrecen mucha información. En sus textos, es más frecuente encontrar anécdotas o hechos protagonizados por mujeres indígenas que por españolas y, cuando aparecen estas, no suele ser por el protagonismo que desempeñaron en expediciones o primeros asentamientos, sino por ser, como he dicho, consortes de capitanes famosos.

En la cronística indiana, en general, es la mujer indígena y no la europea la que mayormente aparece descrita en sus páginas, hecho lógico en un texto que entre muchos otros objetivos tiene como el principal dar a conocer el Nuevo Mundo, su sociedad, ritos, religión o costumbres.

En estos últimos años, ha habido un creciente interés sobre el tema de las mujeres españolas en las nuevas tierras. La minuciosa labor como archivera de María Antonia Colomar Albajar, así como los trabajos de Nancy O’Sullivan-Beare (1956), José de Jesús Vega y María Luisa Cárdenas de Vega (1989), Isabel Valcárcel (2005), Juan Francisco Maura (2005) o Mar Langa (2010) así lo confirman, aunque queda mucho por escudriñar en el Archivo de Indias. Todos estos estudiosos han ido escatando la vida y trabajos de algunas mujeres como Catalina de Erauso, Isabel de Guevara 1 , Inés Suárez, la Monja Alférez, Beatriz de la Cueva, María de Estrada o las del linaje de las Bobadilla.

Este interés creciente le ha llevado a José Ignacio Fernández Domingo a afirmar que en el descubrimiento y población de América, España ha entrado, decidida y firmemente, en la modernidad, «por más que alguno se empeñe en seguir manteniendo la idea —ciertamente absurda— de una conquista medieval de los territorios americanos» 2 .

Se ha afirmado que las primeras mujeres que pasaron a Indias, a petición de los Reyes Católicos, lo hicieron con Colón, en su tercer viaje, y fueron unas 30 3 . Pero, según la tesis doctoral de Montserrat León Guerrero 4 , ya en el segundo viaje de Colón pasaron una sevillana llamada María Fernández, criada del almirante, una tal María de Granada, de la que no hay ningún dato, una nodriza de Castilla denominada como «mujer de Castilla», Catalina Rodríguez, de Sanlúcar, comerciante, y Catalina Vázquez, también comerciante.

José Luis Hernández Garvi 5 calcula que a finales del siglo XVI habían llegado a América unas veinte mil mujeres españolas procedentes de todos los ámbitos sociales de la Península, desde esposas de virreyes, adelantados o gobernadores hasta damas de compañía de la nobleza colonial así como mujeres de origen humilde que acompañaban a sus esposos, criadas o sirvientas reales.

Con el tiempo, cada vez más mujeres españolas fueron llegando a las colonias. Según el estudio The Women of Colonial Latin America, de Susan Migden (2015), para el año 1530 las mujeres españolas figuraban regularmente en las listas de inmigrantes que iban al Nuevo Mundo. Diez años después, se podían encontrar mujeres europeas en la mayoría de las ciudades hispanoamericanas, desde México hasta Asunción, y para 1550 tenían una presencia sustancial en todas las colonias. La llegada de las mujeres españolas alcanzó un punto alto, del orden del 28 al 40 por ciento de todos los inmigrantes a finales de siglo, disminuyendo ligeramente en el siglo XVII.

A tenor de estos datos, cuesta entender que, como señala Juan Francisco Maura, los historiadores hayan incurrido y perpetuado en el error de creer que los conquistadores españoles no fueron acompañados de mujeres al Nuevo Mundo. El estudioso cree que esta falsa opinión ha sido debida tanto a la secular marginación de la mujer en la historia, siempre escrita por hombres, como a la leyenda negra. Dice así:

El querer presentar a los españoles como un puñado de zealots, hombres cuyo último fin era el de saquear a los indígenas de todas sus riquezas, especialmente oro, para marcharse una vez destruidas las culturas conquistadas, no dejaba cabida a la imagen de la mujer 6 Tal error pudo deberse, asimismo, a que la fuente histórica más importante sobre la conquista y el posterior asentamiento colonial de la que partían los estudios, la historiografía indiana, ofrece muy poca información al respecto. De hecho, la historiografía indiana estaba sometida a unos patrones temáticos muy marcados por la oficialidad 7 . En los últimos años, el historiador, antropólogo o filólogo sabe que si quiere escudriñar en el tema debe ir a los archivos periféricos: reales cédulas, memoriales de soldados, cartas, censos, juicios de residencias, etc. Hay que indagar en las muestras variadas, heterodoxas y perdidas que se ubican en los bordes del archivo para rescatar, recuperar o descubrir todo este objeto de cultura que conforma el mapa de la literatura y la sociedad coloniales.

Solo teniendo en cuenta estos archivos periféricos, podremos acercarnos al papel que la mujer peninsular tuvo en la época de formación virreinal y saber cómo vivió y cuáles fueron sus circunstancias en el Nuevo Mundo. Nuestro interés es sacar a la luz tanto sus historias personales, domésticas o privadas como estudiar la posible repercusión que hayan podido tener en el canon, aún a pesar de su ausencia manifiesta en la producción escritural central 8 . Lo que está claro es que mujeres hubo y algunas tuvieron un lugar importante en la difusión de la cultura, en el desarrollo del comercio y en el devenir general de la sociedad.

Si se traza la cartografía de la producción escritural de las Indias occidentales, durante el proceso de conquista y colonización, podemos comprobar, asimismo, que es en los ámbitos menos oficiales, en los archivos periféricos, donde se generan las expresiones más nuevas, los escritos más personales y más reales y a su vez los que nos empujan a una lectura alejada de los clichés con los que se ha conformado el panorama colonial. En esta producción en los márgenes, y ciñéndonos al tema del confinamiento o de la reclusión o expatriación de las mujeres peninsulares en suelo americano, vamos a trabajar en esta ocasión con los memoriales, el Catálogo de pasajeros y, sobre todo, las cartas privadas.

Por otro lado, es tal la cantidad de documentación administrativa y privada que produjo la conquista y asentamiento, que algunos libros de historia han calificado el imperio español como una estructura (política) atada al papel. En este sentido, el número de epistolarios generados durante la época de la conquista y colonización americanas es inmenso.

CONFINAMIENTO Y SOLEDAD EN TIERRA AMERICANA

Ya desde los inicios de la colonización, en algunos documentos oficiales 9 consta que se precisaba de mujeres peninsulares en las colonias para apaciguar y ordenar la sociedad. Es altamente significativa, al respecto, la «Carta del Almirante don Cristóbal Colón al ama que había sido del príncipe don Juan», escrita en 1500, en donde el descubridor se lamenta de la situación de alboroto en la que halló a la Española cuando llegó el 5 de septiembre de 1498, y en donde explica que, con Alonso de Hojeda enviado por sus Altezas con promesas de dádivas y franquezas y paga, llegó una gran cuadrilla, «que en toda la Española muy pocos hay, salvo vagabundos y ninguno con mujer e fijos» 10 .

La Corona propició y fomentó los matrimonios entre parejas procedentes de España porque era consciente de la necesidad de la presencia femenina en los nuevos territorios. De esta manera, surgieron distintas cédulas o disposiciones que alentaban y animaban a las mujeres a ir a las nuevas tierras. El 24 de abril de 1497, los Reyes Católicos firmaron en Burgos una Real Cédula que concedía 65.000 maravedíes para la manutención de las treinta mujeres que debían figurar entre las primeras 300 personas que iban a partir a América. En 1515, otra orden de la Corona obligó a que todos los cargos y empleados públicos se embarcaran con sus esposas. Al parecer, según Hernández Garvi, en las primeras décadas de presencia hispana en La Española, los hombres casados tenían preferencia a la hora de ocupar cargos públicos (36). Una carta de un tal Juan Tello, desde Guatemala, dirigida a su mujer Inés de Llanos, con residencia en Jerez de la Frontera, fechada el 10 de octubre de 1581, pone de manifiesto la presión que la Corona ejercía sobre los colonizadores para que cohabitaran con sus mujeres. En la siguiente misiva, el marido le ruega a su mujer que viaje a América para reencontrarse con él y que, de no querer hacerlo, le dé licencia para quedarse unos años más:

El señor don Juan de Villacreces envía por la señora doña Teresa sin poner en ello excusa. […] que, si la señora doña Teresa no quisiera venir, porque vos vengáis con ella, no valga, y si ella no viene, ha de enviar licencia al señor don Juan, para que pueda estar por acá otros cuatro años. Por vuestra vida, que en todo caso me enviéis a mí otra, por otros cuatro años, porque a los que saben que son casados les hacen tantas molestias, porque se vayan, que los destruyen, y si a mí por ahora, no viniendo vos, me premiasen a que me fuese, será destruirme, porque tengo repartida y fiada casi toda mi hacienda, y voy ahora comenzando a aprovecharme, y, yéndome, será vivir toda nuestra vida pobres 11 .

Esta carta demuestra el interés de la Corona por preservar el orden social, y, sobre todo, la moral y los valores cristianos.

Pero como nos indican las cartas de emigrantes, ni a pesar de los ruegos o querencias, las mujeres no se decidieron a viajar, pues la vida que les esperaba allí no era nada halagüeña, sin contar con el miedo a cruzar el Atlántico.

A este respecto, Francisco A. de Icaza dejó noticia, en el Diccionario de Conquistadores —compilación de memoriales realizada a partir de documentos recogidos del Archivo de Simancas y de la Biblioteca de El Escorial— de las mujeres que fueron a la Nueva España durante el primer cuarto del siglo XVI. Este índice biográfico es un documento muy representativo del estado en que vivieron en general las mujeres que emigraron a América. En él se confirma cómo, en su mayoría, pasaron al nuevo territorio por ser esposas de un conquistador español, quedando confinadas y sin poder volver a la patria tras la frecuente muerte de la pareja; otras fueron en busca del marido que se hallaba en tierras americanas y, si no daban con él, quedaban abandonadas al albur; algunas eran hijas, doncellas y mujeres que acompañaban a damas de alcurnia o que habían sido convencidas para ir a vivir al otro lado del Atlántico con las promesas de una mejor vida. Las viudas, hasta por dos y tres veces consecutivas, como leemos en estos memoriales, quedaron en un estado penoso, sin oficio ni beneficio, sin renta, cargadas de hijos o mal vistas por su condición de mujeres solas. En otros casos, aunque no fueran viudas, al perder sus maridos la encomienda o poblado que les había sido concedido por la Corona, quedaron en la suma pobreza, encerradas y confinadas en un territorio adverso, sin posibilidad de volver a su país.

Un ejemplo es el de Marina Vélez de Ortega, que declara lo siguiente:

Que es vecina de la ciudad de los Ángeles, y natural de Guadalcanal, e hija legítima de Antón Ruiz de Ortega y de Catalina Martín; y que es mujer de Cristóbal Martín Camacho, natural de Moguer, el cual pasó a esta Nueva España con Garay, y sirvió a su Majestad en algunas conquistas de ella, y no declara en cuáles; y que es una de las primeras vecinas de la dicha ciudad de los Ángeles, donde siempre ha tenido su casa poblada con cinco doncellas huérfanas, criándolas e industriándolas desde niñas, a su costa, entre las cuales tiene una hija legítima de Juan Gómez de Peñaparda, conquistador de esta Nueva España, y padece necesidad 12 .

Hubo mujeres enfermeras que pasaron con la flota de Pánfilo de Narváez 13 , como es el caso de Beatriz González, nombrada por Francisco A. de Icaza como una de las mujeres que se halló en la toma de la ciudad de México y que «sirvió de curar los heridos, y después sirvió de lo mismo en la provincia de Pánuco, y por ser los indios que el dicho su marido tiene en encomienda muy pocos, y pobres, y de poco provecho, están adecuados y padecen necesidad»; en su memorial, la susodicha «pide ser remunerada, pues se halló en la guerra» 14 ; o el caso más conocido es el de Juana Mansilla, mujer de Alonso Valiente, que, según Carlos Pereyra, estuvo en Tenochtitlan y, probablemente, regresó a España en 1528. Su esposo era pariente de Juan Jaramillo, quien se casó al final de la guerra con Doña Marina 15 . Bernal Díaz del Castillo nombra en distintas ocasiones a Juana de Mansilla, pero por otro asunto bien distinto.

El Catálogo de pasajeros también es una fuente primaria sobre el tema que nos ocupa. Como sabemos, se trataba de un sistema de control, por parte de Castilla, de las personas que viajaban al Nuevo Mundo, pues, aunque se eludía con frecuencia, la Corona tenía especial empeño en que solo pasaran a América cristianos viejos y de todas las regiones españolas. José Ignacio Fernández Domingo, estudioso del catálogo, advierte de que en dicho control había una elección personal de los propios apellidos 16 . En el censo solo aparecen varones y excepcionalmente mujeres si son viudas que invocan los servicios de su cónyuge difunto. El catalogador encuentra tres entre los primeros vecinos de México: Catalina Guillén 17 , Ana López y María de Pineda. Estas dos últimas eran sevillanas, la procedencia más común, a decir de Lourdes Díaz-Trechuelo 18 . Fernández Domingo constata que el 43% de los andaluces que se establecieron en el Nuevo Mundo, entre 1521 y 1547, eligieron la Nueva España como lugar de residencia 19 .

Ana López (1500-1570), que aparece también incluida en el Diccionario de conquistadores, es una de las muchas mujeres andaluzas que viajaron a Indias para reunirse con su marido. Cuando llegó a México supo que su esposo, Francisco Martín Román, había fallecido en el virreinato de Castilla. Ella misma declara que «es la primera mujer que industrió y mostró a labrar (coser, bordar) a las indias, y ha vivido siempre del trabajo de sus manos, con el aguja, honradamente» 20 . Tuvo en su casa siete huérfanas, a las que crio habiendo «casado a dos de ellas». José Ignacio Fernández Domingo aventura que estas jóvenes serían oficialas de un taller de costura que Ana López tenía montado. Cuando ésta presentó su información llevaba veintidós años en la Nueva España, a donde debió de llegar hacia 1525, y por ser vieja, ya no podía trabajar, quedando confinada y sin poder volver a la patria.

María de Pineda, sevillana como Ana López, era viuda del burgalés García de Lerena, que había llegado a la Nueva España poco después de la conquista de la ciudad de México y que participó en todas las entradas posteriores. Heredó un obraje de paño pero, en la epidemia de cocolitztle que duró desde 1543 hasta 1548, se le murieron todos los esclavos negros que tenía para su industria. Señala en su memorial que «tiene cinco hijos legítimos y padece necesidad» 21 .

Otra fuente de consulta son las cartas privadas. De las distintas recopilaciones que se han efectuado a lo largo de estos últimos treinta años, es la publicación de Otte, Cartas privadas de emigrantes a indias, 1540-1616 (1988), la que más hemos manejado por ser el más idóneo a nuestro objetivo. Se trata de un compendio de 650 misivas escritas por expatriados españoles en Indias; en concreto escriben 529 personas, de las que 51 son mujeres, y entre las cuales se encuentran nueve damas nobles. Las cartas de estos pobladores españoles se redactaron, sobre todo, entre 1575 y 1600, años de asentamiento y pacificación y el tono, principalmente, es de llamada, por lo que nos centraremos especialmente en dichos testimonios, dado el tema que nos ocupa.

Cabe señalar que el creciente interés que ha ido habiendo sobre este tipo de textos ha hecho que hayan salido a la luz, a lo largo de estos años, muchas otras colecciones o antologías de textos privados de la primera etapa de la presencia española en el continente. Como señalan Sánchez y Testón, «los archivos están repletos de cartas de relación de conquistadores, cartas de gobernantes, de cabildos, de audiencias, de miembros de las órdenes religiosas y otras esferas de la administración colonial» pero también «de cartas privadas» 22 .

Obligado es citar otras recopilaciones 23 como el repertorio Desde la otra orilla. Cartas de Indias en el archivo de la Real Chancillería de Valladolid (siglo XVI-XVIII), editado por María del Carmen Martínez Martínez (2007). En esta magnífica y cuidada edición se recogen cartas ya no «de llamada» 24 sino que la principal intención es la comunicación con familiares o allegados. Como señala la estudiosa en la introducción, predominan en ellas la variedad de asuntos, así como la diversa finalidad; «en ellas caben todo tipo de situaciones por su carácter esencialmente libre y personal: las emociones y narraciones en primera persona sin negar la alusión a circunstancias públicas que incluyen a otros protagonistas, las felicitaciones, condolencias, recomendaciones, reflexiones, órdenes, avisos, curiosidades, inquietudes, peticiones, recriminaciones» 25 etc.

Atendemos en este trabajo a las recopilaciones 26 que incluyen misivas que tratan del tema y sobre el periodo que nos ocupa, esto es, cartas, mayoritariamente, de mujeres que se sintieron confinadas o expatriadas, escritas durante los dos primeros siglos de colonización 27 . En este sentido, no nos centramos en cartas que se redactaron como pruebas de pleitos, para abrir litigios o formular alegaciones, relacionadas con la justicia civil, eclesiástica, inquisitorial y de órdenes, ni tampoco en las «correspondencias compactas» 28 , sino en las de asunto personal, íntimas y a ser posibles autógrafas (se desconoce cuáles se redactaron personalmente o a través de un escribano).

Las cartas publicadas por Otte fueron —y son— muy valiosas no tan solo porque permitieron conocer la situación real en la que vivían los emigrantes sino porque rompían con algunos tópicos con respecto a la sociedad y la vida en las colonias españolas. En primer lugar, una lectura atenta de este epistolario nos lleva a alejarnos del estereotipo o imagen de hombre conquistador, español, bruto y sito en un paraíso de felicidad. Contrariamente, estas cartas dan voz a unos hombres que se lanzaron a la aventura americana con el fin de alcanzar una vida menos miserable que la habida en España. Una vez establecidos en la sociedad colonial, expatriados y tocados por el aguijón de la soledad, de la incomunicación y del desarraigo familiar 29 , escribieron cartas que son en muchos casos terapéuticas o requerimientos desesperados a sus mujeres, radicadas en la Península, para que se reunieran con ellos. Como he señalado, en la mayoría de casos, esas mujeres, aun recibiendo la carta suplicatoria del cónyuge, no se decidieron a viajar. América no era un destino amable ni envidiable y la mayoría de las féminas que se atrevieron a cruzar el Atlántico sufrieron grandes padecimientos, ya desde su inicio, en un viaje siempre peligroso y lleno de calamidades, en condiciones insalubres, con posibles ataques de indios o de piratas, con naufragios, epidemias y enfermedades.

Era frecuente que durante el trayecto que hacían ellas para reunirse con sus maridos, éstos fallecieran y, si lograban llegar a destino, a la mayoría les esperaba una vida en un clima extremadamente violento. De ahí la insistencia de algunos de estos hombres para convencerlas a viajar. Es el caso de Beatriz de Carvallar que describe su terrible aventura por mar, en una carta dirigida a su padre Lorenzo Martínez de Carvallar del 10 de marzo de 1574, en donde menciona sus terribles enfermedades de las que, dice, volvió a la vida como San Lázaro, «porque ya traje por la mar las más crueles enfermedades que en cuerpo de persona vieron, no esperaran todos los que venían en la nao cuando me había de echar a la mar, y unos padres teatinos, que venían en la nao, me confesaron muchas veces…» 30 . Y, en respuesta a una carta previa del padre que quería ir a esa tierra, la hija en la mencionada misiva le responde que se padece «tanto por la mar que no me he atrevido enviarlo a llamar, y también no hay flota que no dé pestilencia, que en la flota que nosotros venimos se diezmó tanto la gente, que no quedó la cuarta parte, y así fue en ésta, con ser Valdelomar baquiano en la tierra, le dio tal mal que no entendí que quedaba con la vida él y sus hijos, que hasta hoy no están sanos» 31 .

En otra carta, con fecha del 31 de marzo de 1577, María Díaz relata a su hija Inés, de Sevilla, las penurias de su viaje a México:

Hija mía, lo que por ésta se ofrece será avisaros los grandes trabajos y peligros en que nos hemos visto en la mar yo y vuestro padre, que cierto, si entendiere los grandes peligros y tormentas de la mar en que nos hemos visto, no digo yo venir más, pasarme por el pensamiento lo tuviera por grande peligro, porque demás de las tormentas que nos han sucedido en la mar, sobre todas fue una que nos tuvo dos días y dos noches […] que fue Dios servido de dar a vuestro padre una cámaras juntamente con unas calenturas, […] y luego que llegamos, a cabo de quince días tornó a recaer de la propia enfermedad […]. Y cierto que fuera para mí, si Dios fuera servido, harto más contento que juntamente con él aquel día me enterraran, para no verme viuda y desamparada tan lejos de mi natural, y en tierra adonde no me conocen […] 32 La carta es un ruego para que vaya su yerno a por ella, aunque el camino sea largo y peligroso: «y no permitáis que yo esté en esta tierra sola y desamparada, sino llevarme a tierra adonde yo muera entre los míos, porque después de la salvación ninguna otra cosa más deseo» 33 .

Otro testimonio de los peligros del mar, más allá del tópico náutico clásico, se halla en la carta que un tal Hernán Sánchez, residente en San Martín, escribe a su hermano Diego Ramos, sito en Aranzueque, animándole a que vaya, no sin advertirle «que es viaje de muchos trabajos, por ser negocio de la mar, y que hay peligro y riesgo en él, aunque, gloria a Dios, a muchos días que no ha habido desgracia en las flotas» 34 .

En la recopilación de María del Carmen Martínez Martínez, citada más arriba, de las únicas cinco cartas que se recogen escritas por mujeres, hay una, la de María Ana de Vértiz, que trata también del miedo al mar. Describe la carta una situación bien singular, pues es la mujer quien reside en América en tanto su marido, Juan Carrillo, vive en España. Este había sido fiscal en la Audiencia de Santo Domingo y alcalde del crimen de la Audiencia de México y había regresado a España en 1742. María Ana de Vértiz escribe a su cuñado dando cuenta de su situación en México, tras conocer el fallecimiento de su marido. En dicha misiva, relata la profunda aflicción que siente por no haber «tenido el valor para navegar» lo que «no me dio lugar a manifestar lo mucho que lo estimaba» 35 .

La soledad y la añoranza de los hombres residentes en las nuevas tierras les llevaba a implorar a sus mujeres que cruzaran el Atlántico para reunirse con ellos pero el terror al mar en muchos casos pudo más 36 .

Muchas de las misivas escritas por mujeres residentes en tierra americana podrían resumirse en una misma petición de socorro. Las situaciones de estas mujeres eran de grandes tribulaciones pues quedaban, al enviudar, desvalidas. Es el caso de doña María de Esquivel y Castañeda que desde México escribe a su nieta doña Juana Osorio, de Sevilla, y que habiendo quedado viuda de un hombre que dejó muchas deudas y «como soy sola y vieja y enferma, y no tengo quién me ayude, todos me quitan un pedazo, y muchos días ha que hubiera enviado por vos» 37 . O el caso de otra viuda que ha quedado al cargo de sus hijas y que desea regresar a España pero no se atreve a viajar sola con ellas. Solicita, en la epístola de tono profundamente religioso, que vayan a buscarla.

El trato de profundo respeto es otro rasgo característico de estas cartas. Así ocurre con Ana López 38 , quien se dirige a su madre dándole cuenta de que se ha casado, siguiendo su mandato. En la misma misiva, le advierte de que, en el caso de que quiera enviar a sus hermanos a México, aprendan primero a leer y escribir para saberse gobernar. La carta denota el profundo respeto que se guardaba entre los miembros de la familia.

La superstición, el temor al castigo divino, o el tópico de la vida como valle de lágrimas aparecen continuamente en el pensamiento de estas mujeres. Así, una tal Juana escribe en 1572 desde México a su hermana, afincada en Sevilla, de quien esperaba su llegada a tierra americana para saber qué ha sido de ella y su marido o «si por mis pecados les haya acontecido algo por mar»; le hace saber, de paso, que murió «su hijito», de veinte y cinco o veinte y seis años. En la misma misiva, da gracias a Dios de no haber gozado de ventura alguna 39 .

La misma Juana escribirá a su hermana dos años más tarde para reprobarle que malbaraten y gasten ella y sobre todo su marido, «amigo de traer galas y poco trabajar», el dinero que les envía. Porque «en esta tierra no ganan dineros sino quien lo trabaja muy trabajado, cuanto más allá, que tan delgadas están las cosas en esta tierra como en esa» 40 .

Ciertamente, estas cartas son un retablo magnífico y muy valioso de la vida en las colonias y enseñan cómo los valores religiosos, sociales y culturales hispanos pasaron al territorio americano. Sí es verdad que no fue la suerte igual para todos. Así, en algunas se dice que la vida allí es próspera, en tanto en otras se arguye lo contrario, esto es, que no hay recursos para medrar y que es mejor ir «a la China», el lugar «más próspero del mundo» 41 . Las misivas describen una sociedad regida por la religiosidad, el respeto a los padres y la familia en general, la honra y el honor. Destaca especialmente el lenguaje o el tono de ternura y cariño que, aunque pareciera natural por tratarse de cartas privadas dirigidas a los seres más amados, se usaba también en los textos legales y jurídicos de la época.

Es evidente que, en la historiografía indiana, la perspectiva masculina del conquistador representada en las crónicas de Indias domina el discurso colonial. Eso hará que en el siglo XX se ponga en duda la voz única y se rompa con la limitada proyección de las crónicas de Indias. Esa voz única no contemplaba que las mujeres pudieran ser tratadas ni histórica, ni literariamente; ese enfoque único obligaba al cronista a hablar solo de ellas en algunos casos excepcionales, como cuando eran mujeres de alcurnia o linaje. Es por ello, que como he dicho al inicio, el investigador debe acudir a los archivos periféricos y documentos o escritos menos oficiales para conformar el mapa de la literatura y la sociedad coloniales.

CONCLUSIONES

Entre los papeles del archivo periférico americano, nos hemos acercado en este ensayo a los documentos personales, del yo o ego documentos 42 . Atendemos, especialmente, a las cartas de mujeres peninsulares afincadas en tierra americana durante los siglos XVI y XVII para conocer de primera mano la situación anímica en la que se hallaban. No ignoramos que estas cartas, muy homogéneas en su contenido, pudieran haber seguido un patrón o hubieran sido escritas según las convenciones de la época, la posición social y la tipología de carta. Algunas de ellas fueron exhibidas en la Casa de Contratación, por lo que tendrían una finalidad concreta, puede que ante un posible tribunal. Rafael Cano Aguilar indica que estas cartas, de «semi analfabetos», proceden de un grupo sociocultural apenas presente en las habituales historias del idioma, no tienen voluntad de estilo ni de permanencia más allá de sus objetivos prácticos, aunque algunas o muchas de ellas «serían escritas por intermediarios, escribanos, conocedores a medias de las fórmulas y procedimientos retóricos de la literatura epistolar, que en ocasiones quedan fosilizados en clichés estilísticos» 43 . Son misivas, las que aquí hemos traído a colación, escritas, en general, por mujeres de condición social humilde o marginada en ese momento, que escriben textos suplicatorios dado su estado de confinamiento o expatriación.

Las peticiones de mujeres solas, confinadas, forman parte de la historia de la colonización y, si bien hay que pensar que no hay elementos fingidos en ellas, sí que configuran y moldean una narración, la «forja de la narración» 44 . En este sentido, a través de estas cartas, y en función del papel que desempeñan quienes las escriben, conocemos mejor la vida en aquellos territorios y la percepción que tuvieron tales actores desde el otro lado del Atlántico. Son relatos de súplica que nos invitan a matizar ciertos tópicos o a abrir el abanico cuando hablamos de la vida en las colonias americanas y de la conquista en general. Asimismo, estos pequeños relatos de identidad nos permiten conocer el espíritu de la época, una sociedad muy religiosa y temerosa, regida por los valores de la familia, el respeto y la honra. Los rasgos de estilo se reflejan en una escritura cuyas fórmulas epistolares, utilizadas en el saludo, la petición, y la conclusión y despedida, recogen muchos diminutivos afectuosos, toques de humildad y palabras de respeto, con un lenguaje a veces traumático por la situación de abandono, soledad o desamparo en la que se encontraban las remitentes de dichas cartas.

En las cartas de emigrantes hay pareceres distintos sobre las posibilidades que ofrecían las nuevas tierras y se confirma que establecerse en el Nuevo Mundo no siempre presuponía medrar; ahora bien, en las escritas por hombres no aparece como un rasgo característico el sentimiento de confinamiento, cosa que sí ocurre en las firmadas por mujeres.

En este sentido, si Cabeza de Vaca fue uno de los primeros cautivos en escribir, cabe decir que muchas mujeres peninsulares le antecedieron, y que si el regreso a la Península solo se contemplaba cuando uno ya había obtenido los beneficios deseados, en el caso de las mujeres no existió ni tan siquiera tal intención, por razones obvias. El viaje de retorno de los hombres, además, solía estar motivado por el deseo de morir en la tierra natal o por recuperar el patrimonio de allí; en las mujeres, como hemos visto, la soledad y la desprotección fueron las causas principales, al quedar muchas viudas y confinadas.

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Notas

1. La carta de Isabel de Guevara, como señala Marrero-Fente, presenta un personaje femenino colectivo que comparte los trabajos y peligros con los hombres. Señala Guevara ante el hambre habida y la debilidad de los hombre cómo «todos los trabajos cargaban de las pobres mujeres, así en lavarles las como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, limpiarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas» y «cuando algunas veces los indios les venían a dar guerra, hasta cometer a poner luego en los versos, y a levantar los soldados…Bien creerá V. A. que fue tanta la solicitud que tuvieron, que si no fuera por ellas, todos fueran acabados» (Marrero-Fente, 2003, pp. 13-15).

2. Fernández Domingo, 2017, p. 167.

3. Al parecer, no obstante, fueron cuatro las que se embarcaron en 1498, entre las cuales se sabe que había dos gitanas condenadas por asesinato e indultadas con la condición de que pasaran a América. Boxer, 1975, p. 35.

4. León Guerrero, 2000, p. 26.

5. Hernández Garvi, 2014, p. 259.

6. Maura, 2005, p. 29.

7. Brendecke estudia cómo los cronistas tenían un interés enorme en ser tomados en cuenta por la cronística oficial porque eso ofrecía la posibilidad de inscribir el mérito personal en la memoria oficial y autorizada por el rey. La función de la historiografía indiana, por lo tanto, era regular las pretensiones de mercedes, de gloria familiar, y por ende de progreso social, de forma que tales historias se convirtieron en un objeto sumamente político (Brendecke, 2012, pp. 82 y ss.).

8. Véase al respecto el estudio de Díaz y Quispe-Agnoli, 2017.

9. Brendecke ha trabajado sobre la correspondencia oficial y las relaciones entre imperio e información en Imperio e información: funciones del saber en el dominio colonial español. Véase Brendecke, 2012.

10. Relaciones y cartas de Cristóbal Colón, 1982, tomo CLXIV, pp. 312-313.

11. Otte, 1988, p. 223.

12. Otte, 1988, p. 188.

13. Al parecer, con la flota de Pánfilo de Narváez debieron de pasar unas 14 mujeres, de las cuales cinco murieron en Tustepeque, después de la sangrienta noche triste, del 30 de junio de 1520. Las nueve restantes se unieron a Cortés.

14. Icaza, 1923, tomo 2, p. 219.

15. Pereyra, 1971, pp. 165-166.

16. El estudioso detecta la falta de correspondencia entre los apellidos de los progenitores y el que ostentan o con el que se inscriben los pasajeros embarcados. Véase Fernández Domingo, 2017.

17. Según su memorial, Catalina Guillén era viuda de un extremeño, Francisco de Carvajal, cacereño que vivió en la ciudad de México catorce años y diecisiete en la Nueva España, y la dejó pobre y con deudas, con un hijo legítimo y una hija natural casadera (AGI, México, 1064).

18. Díaz-Trechuelo, 1992, p. 477.

19. Fernández Domingo, 2017, p. 477.

20. Maura, 2005, p. 61.

21. Maura, 2005, pp. 67-68. El obraje de paños fue una industria importantísima en la Nueva España y como señala Jan Bazant, España, lejos de frenar y mucho menos prohibir al principio la industria novohispana, la fomentó. Ninguna industria más adecuada para la Nueva España, rica en metales preciosos, que la fabricación de sedas. A este respecto Cristóbal de Benavente escribía, en un informe al rey sobre el estado de la Nueva España de1544, lo siguiente: «hay gran disposición y aparejo para los que tienen indios y los indios con ellos, de criarse en esta tierra más seda que en Castilla ni en Calabria ni en Italia ni Venecia, y las tintas y colores muchas y muy finas especialmente para labrar carmesíes y tafetanes y tornasoles porque se hacen en extremo buenos» (Bazant, 1964, pp. 482-492).

22. Sánchez Rubio y Testón Núñez, 2017, p. 81.

23. Véase la recopilación de Rocío Sánchez Rubio e Isabel Testón Núñez, 1999, que tiende a relaciones familiares; también se han recopilado cartas de emigrantes de determinados lugares de España, como navarros, vascos, guipuzcoanos, etc. a Indias: véase Usunáriz, 1992, o Zaballa Beascoechea, 1999. Vergara Quiroz publicó cartas de mujeres en Chile (Vergara, 1987) y María del Carmen Pareja Ortiz, cartas de la vida cotidiana de la mujer en las Indias (Pareja Ortiz, 1994).

24. Así se denominan a este tipo de cartas personales que sobrevivieron porque la administración necesitó conservarlas para corroborar testimonios, acumular pruebas, etc. Véase, Sánchez y Testón, 2017, p. 82.

25. En esta compilación solo se recogen cinco cartas escritas por mujeres.

26. Martínez Martínez, 2007, p. 14.

27. María José de la Pascua Sánchez, en su estudio Mujeres solas. Historias de amor y de abandono en el mundo hispánico, trata, mayoritariamente, del caso inverso al que presentamos aquí, esto es, de mujeres que quedaron solas o abandonadas en España tras la marcha de sus maridos a Indias (de la Pascua Sánchez, 1998, pp. 220 y ss.).

28. Colecciones que aglutinan numerosas cartas familiares guardadas en muchos casos por razones utilitarias (Sánchez y Testón, 2017, p. 83).

29. Castillo Gómez, 2002 señala cómo fue el desarraigo familiar el motor de la actividad epistolar. La carta privada deviene el mayor lazo de unión entre los emigrantes y sus familiares de la Península.

30. Otte, 1988, p. 84.

31. Otte, 1988, p. 85.

32. Otte, 1988, p. 97.

33. Otte, 1988, p. 97.

34. Otte, 1988, p. 218.

35. Martínez Martínez, 2007, p. 473.

36. No siempre fue así. María del Carmen Pareja Ortiz recoge una serie de cartas de mujeres onubenses que se decidieron a viajar a América para reunirse con sus familiares. La carta de María González, que tras once años puedo reunirse con su hijo, es de honda ternura. En la mayoría de estas misivas, la súplica del que vive en los territorios americanos a una hija, a su esposa o madre para que realice el viaje es el objetivo del escrito. Pareja Ortiz, 1993, p. 371.

37. Otte, 1988, p. 120.

38. Otte, 1988, p. 64.

39. Otte, 1988, p. 66.

40. Otte, 1988, pp. 67-68.

41. Otte, 1988, p. 89.

42. Schulze, 2005.

43. De dicho estudio, Cano Aguilar deduce que no puede decirse que el estilo de estas cartas sea natural. Es decir que sobre los autores operaban las pautas retóricas de la escritura elaborada por los escritores (Cano Aguilar, 1996, p. 380). Se han estudiado, como género literario, las fórmulas utilizadas en el saludo, las epistolares de cortesía, las expresiones más frecuentes, etc. Véase Pontón, 2002.

44. Marta Fernández Alcaide analiza este tipo de cartas y concluye que «todos los recursos que hemos visto utilizar en las cartas con fines persuasivos, más o menos primitivos, pero siempre efectivos, son idénticos a los que encontramos hoy en la publicidad, en el lenguaje periodístico, en el lenguaje político o en la conversación cotidiana, siendo ésta a la que más se parecen estos textos» así como que «la dimensión argumentativa, la persuasión y la manipulación que podemos realizar ahora con la lengua, se daba también en aquella época» (Fernández Alcaide, 2003, pp. 113-139).

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