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Notas sobre el motín francófobo de 1685 en Madrid*
Notes on the 1685 Francophobe Rebellion in Madrid

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 9, núm. 2,

Instituto de Estudios Auriseculares

Arturo Echavarren

Universidad Isabel I ESPAÑA arturo.echavarren@ui1.es, España

Recibido: 07/01/2021

Aceptado: 12/05/2021

Resumen: Este artículo examina el motín francófobo que estalló en Madrid en 1685. Con el apoyo de numerosas fuentes documentales inéditas, principalmente extraídas de la documentación diplomática de cónsules extranjeros en la corte, se concreta por primera vez el desarrollo y la cronología de este episodio histórico y se apuran numerosos detalles inéditos del mismo.

Palabras clave: Motín francófobo, reinado de Carlos II, María Luisa de Orleans, Nicole Quentin «la Cantina».

Abstract: This paper sheds light on the Francophobe rebellion, which took place at Madrid in 1685. Relying upon several unedited contemporary sources, mainly the diplomatic correspondence of foreign consuls at the Spanish capital, the development and chronology of this historical event is finally established. Many unknown details about this case are also exposed.

Keywords: Francophobe rebellion, reign of King Charles II of Spain, Marie Louise of Orléans, Nicole Quentin «la Cantina».

INTRODUCCIÓN

La colonia francesa en Madrid constituía la minoría extranjera más numerosa en el siglo XVII. Estaba fundamentalmente integrada por gentes modestas, mano de obra no especializada que por lo común se contrataba como peones, labradores, menestrales o aguadores 1 . Había también, en menor número, pequeños y medianos comerciantes. Muchos de los primeros eran buhoneros (los famosos «cajeros»), que comerciaban con quincallería, lencería y mercería. Los medianos comerciantes eran figuras polivalentes, muchos de ellos vinculados al gremio de la especiería, y en ocasiones ejercían funciones de arrendadores y asentistas. Los grandes comerciantes, no como los genoveses o flamencos, preferían actuar desde Francia, confiando su género a intermediarios 2 .

Según los momentos y las circunstancias, los sentimientos del pueblo madrileño hacia los franceses oscilaban entre la simpatía, la indiferencia y la aversión, aunque muchos de estos se desposaron con mujeres españolas y avanzaron notablemente en el proceso de integración social. La firma del Tratado de los Pirineos en 1659 entre la corona francesa y la española se tradujo en un dinamismo financiero y comercial que reactivó los negocios galos en la Península en este periodo.

No obstante, el apacible comercio de los franceses afincados en Madrid se vio gravemente perjudicado por la política agresiva de Luis XIV —el Mars Christianissimus de Leibniz— contra los Países Bajos, que se inició en 1667 en el marco de la Guerra de Devolución y que de manera intermitente vino a truncar el proceso de paz entre las dos naciones. Los cañones volverían a rugir en 1674 y callarían con el Tratado de Nimega, por el cual Francia conservaba parte de Hainault, el Franco Condado —solar de los Habsburgo—, parte de la costa de Flandes y el Artois. El enlace de Carlos II y la sobrina del rey de Francia, María Luisa de Orleans, fue recibido con entusiasmo por el pueblo español y por la facción francófila en la corte madrileña 3 , pero la debilidad militar de la corona en Flandes dio pábulo a la política de reuniones ―delicioso eufemismo― de Luis XIV, en la que Francia ocupaba por la fuerza territorios pertenecientes a España:

Ha establecido una supuesta cámara de reunión en Metz, adonde se ha hecho adjudicar con pretextos insubsistentes al condado de Chiny y otras tierras de Su Majestad y para sustentar a estas intrepresas, con violencias jamás practicadas en tiempo de paz, ha movido diferentes cuerpos de ejércitos, hecho correrías y saqueado los estados de Su Majestad, llevádose prisioneros y obligádolos a rescatarse, ocupado casi todo el territorio del ducado de Luxemburg con muchos lugares de provincias de Henao, Namur y otras, ablocado la ciudad de Luxemburg y hecho padecer en todas partes a los súbditos de Su Majestad los efectos de la más cruel guerra 4 .

La corona española hubo de tolerar ignominiosamente estas incursiones en un primer momento, como se lamentaba con amargura el gobernador de Flandes en sus despachos a Madrid 5 . Una sátira contemporánea sintetizó magníficamente la política exterior española en cinco palabras: «el arte de fingir salud» 6 . Cuando tan dudoso arte no pudo sostenerse por más tiempo, se declaró la guerra a Francia en diciembre de 1683. Después de que el ejército francés tomara Camprodón, pusiera cerco a Gerona y bombardease Génova, la corona hispana, abandonada por Holanda y sin ayuda previsible del emperador Leopoldo, entretenido en el Este por la ofensiva turca contra Viena, se vio obligada a aceptar la paz de Ratisbona, que constituía «el cenit de la política exterior de Luis XIV, el pleno desarrollo del “sistema francés” de expansión hacia su frontera oriental» 7 ; el tratado, firmado entre Francia y España el 15 de agosto de 1684, asumía el orden derivado de la política de reuniones, que entregaba Luxemburgo al Cristianísimo y ratificaba más cesiones de plazas fuertes de Hainault, con la consiguiente pérdida de los últimos eslabones del famoso «pasillo de los españoles» 8 . En el periodo inmediatamente posterior, la monarquía española vivió apegada a los requerimientos de un contexto político condicionado por los dictámenes de Francia.

La desolación y amargura producida por la tregua, entendida como una claudicación indecorosa, alentaba el espectro de la galofobia, que ya había producido severas represalias contra los comerciantes franceses en el pasado 9 .

En este clima turbulento de malestar social se produjo en el verano madrileño de 1685 una de las revueltas francófobas más violentas de la segunda mitad del siglo XVII. Curiosamente, el incidente apenas ha llamado la atención de los estudiosos, que por lo común se limitan a beber de la escueta crónica recogida por el duque de Maura a principios del siglo XX y que contiene errores de bulto y numerosas lagunas 10 . Por todo ello, se hace necesaria una revisión minuciosa del episodio histórico a partir del examen de los documentos contemporáneos, especialmente la correspondencia de los agentes diplomáticos Sebastiano Foscarini (1649-1711), embajador de Venecia en Madrid de 1682 a 1686, y Coenraad van Heemskerk (1646-1702), embajador de Holanda en la corte de Carlos II desde 1680 a 1686, que dan cumplida cuenta de los hitos más relevantes del conflicto.

«HUI DE LA LLAMA Y DI EN LA BRASA»: DE MEDINACELI A OROPESA

A resultas de los mencionados empujes expansionistas de Luis XIV, la corte madrileña respiraba galofobia ya en la figura de Carlos II, que pagaba con María Luisa los fracasos de la Corona en Flandes. En esta línea, la notable francofilia de don Juan José de Austria, que entendía que el entendimiento con Francia era imperativo para la integridad y defensa del reino, dio paso a la política genuinamente opuesta del duque de Medinaceli, primer ministro desde 1680, que procedió a asfixiar el partido francés con la expulsión primero del industrioso embajador galo, el marqués de Villars, y con la defenestración en 1683 del más beligerante campeón de la facción de la reina, el fogoso duque de Osuna, al que el embajador genovés describía como «huomo assai stravagante, capriccioso ed anzi che no violento» 11 . Las posiciones del partido francés resultaron minadas también por el hecho de que la reina ni quedaba embarazada —«Si no parís, a París» resonaba en los mentideros de Madrid— ni lograba atraerse el favor del pueblo 12 y las posesiones ultrapirenaicas no dejaban de menguar.

Aunque Medinaceli concluyó posteriormente que el único modo de sostenerse en el gobierno de la monarquía era establecer una alianza de intereses con María Luisa de Orleans 13 , ya era tarde; su precaria salud, la lacerante crisis económica, el fracaso de la política exterior, la presión insostenible de las facciones opositoras, que reclamaban un nuevo modus gubernandi 14 , alarmadas por la concentración de todo el poder del reino en las manos del ministro y el paulatino secuestro de la voluntad de Carlos II, y las desavenencias con la reina madre y, sobre todo, con la reina reinante favorecieron el despliegue de estrategias cortesanas encaminadas a la estrangulación política de Medinaceli, que presentó su dimisión en abril de 1685.

Con esto parecía alumbrarse un nuevo amanecer para el partido francés, que veía eliminado a su más enconado opositor. Así lo entendía también el propio Luis XIV, que se congratuló de la salida del primer ministro. Ya en 1683, a resultas de un ataque de hemiplejia que estuvo a pique de fulminar a Medinaceli 15 , había solicitado a su embajador en Madrid que consignase un listado con los posibles candidatos al ministeriado que resultasen menos lesivos para los intereses de Francia. Sobre María Luisa de Orleans, que temía que quien ocupase el lugar de Medinaceli fuese un adversario todavía más peligroso, recaería la delicada tarea de orientar al rey hacia su nombramiento. Se señaló por encima de todos el nombre del conde de Monterrey, aunque la reina advertía que quienes contaban con más apoyo eran el marqués de Mancera y el conde de Oropesa 16 .

No erró la reina reinante en esta reflexión, pues el oscurecimiento de la estrella de Medinaceli significó la refulgencia de Oropesa, perteneciente a la ilustre Casa de Braganza, presidente de Castilla desde junio de 1684, que según el embajador veneciano Foscarini había urdido un ambicioso plan para hacerse con el poder y ostentarlo sin contratiempos 17 . Así, en junio de 1685 Oropesa asumió el rumbo de la monarquía de facto, aunque rehusó admitir el título de primer ministro, guardando celosamente el de presidente de Castilla, para preservar al rey de los escrúpulos de la privanza y salvaguardar su persona política con el equívoco de su proceder, teniendo muy en cuenta que una de las principales causas de la caída de Medinaceli había sido la demasiado ostensible acumulación de poder en su persona 18 .

Oropesa estableció el iberismo como proyecto político, con aplicación precisa de una política veladamente antiaustriaca y una orientación ostensiblemente antifrancesa 19 , como tuvo ocasión de presenciar la corte madrileña en la crisis del verano de 1685.

EL EMBAJADOR PRECITO

En la esfera diplomática francesa, le tocó en suerte enfrentarse a este turbulento episodio a Isaac de Pas (1618-1688), marqués de Feuquières y embajador de Luis XIV en España tras haberlo sido en Suecia, un hombre diametralmente opuesto a los dos anteriores embajadores galos en Madrid.

El primero de ellos, el ya mencionado marqués de Villars, se había hecho acreedor del aborrecimiento de Carlos II por sus continuas injerencias en la política interior del reino, valiéndose del ascendiente de su esposa en la cámara de la reina 20 . Tras su destitución en 1681, el Cristianísimo envió a Madrid a André de Bétoulat de la Petitière, sujeto de la baja nobleza que logró medrar gracias a su galanura y corteses maneras, alcanzando un título condal mediante su casamiento con la condesa de La Vauguyon. Individuo seductor, perspicaz, astuto e intrigante, logró atraerse la simpatía del rey de España y ocupó el puesto de Villars como confidente de la reina. No obstante, tras la declaración de guerra con Francia a finales de aquel mismo año, el conde de La Vauguyon recibió orden de partir hacia el Bidasoa, donde fue canjeado por el embajador español en París, el marqués de la Fuente.

Una vez establecida la paz con la Tregua de Ratisbona, la embajada francesa en Madrid permaneció sin delegado durante medio año más. Finalmente, el 26 de marzo de 1685 llegó a Madrid el sucesor del conde de La Vauguyon, el marqués de Feuquières, enviado con urgencia para tratar el espinoso asunto del matrimonio entre el elector de Baviera y la archiduquesa María Antonia de Austria, cuya dote incluía los estados de Flandes 21 .

Feuquières, un añoso general adusto y flemático, tenía órdenes de celebrar cuantas entrevistas pudiera con la reina María Luisa sin despertar sospechas de que hubiese alguna connivencia, lo que años atrás había originado la expulsión del marqués de Villars. El embajador debía recordar a la reina que le convenía conservar el favor de su tío, darle una serie de directrices para que hiciera sentir su autoridad ante los miembros del Consejo de Estado y pedirle que influyera en su esposo regio para favorecer los intereses de Francia 22 . Feuquières también gustaba de prodigar a la reina consejos desinteresadamente paternalistas y moralmente irreprochables, deformados por su particular visión de la realidad española 23 .

Acostumbrado a entenderse con sus enemigos más bien en el campo de batalla, su impericia en astucias cortesanas hizo de Feuquières un pésimo rival para el industrioso embajador del emperador Leopoldo, el conde de Mansfeldt, que desde 1682 hasta 1692 se dedicó a urdir en la corte española una compleja red de maniobras en interés de Austria y en perjuicio de Francia 24 . En el conde, en fin, encontró el partido austracista de la corte madrileña, arracimado en torno a Mariana de Austria, el más hábil oponente contra los avances del partido francés.

EL SON DE LA CANTINA

La chispa que produjo el incendio popular fue originada por una dama francesa llamada Nicole Quentin, viuda de un cirujano del duque de Orleans, conocida en España como Nicolasa Cantín o la Cantina, antigua nodriza de María Luisa de Orleans. Cuando esta princesa, sobrina de Luis XIV, emprendió el viaje a España tras casarse por poderes con Carlos II en 1678, introdujo a Cantín en su nutrido séquito como azafata y dueña de retrete 25 . Una vez en Madrid, la Cantina desplegó su bulliciosa ambición, amparada en el cariño que le profesaba la reina María Luisa. Contaba, además, con la complicidad de una dama española de buena posición en la corte, Mariana de Aguirre —pariente lejana de la marquesa de Saint-Chaumont—, a la que favorecía el todopoderoso duque de Medinaceli 26 .

En poco tiempo, la corte toda contempló con estupor los continuos trasiegos del tándem formado por Nicolasa Cantín y Mariana de Aguirre, que conseguía mercedes y gajes de todo tipo para deudos y amigos y se lucraba con el tráfico de cédulas reales 27 . El propio embajador Villars censuró con severidad la conducta de la Cantina, a la que tachaba de falsa, ambiciosa y carente de todo escrúpulo 28 . Su poder en la cámara regia era tal que nadie, ni siquiera los embajadores del Cristianísimo, llegaba a María Luisa de Orleans si no pasaba antes por ella. La camarera mayor, la duquesa de Alburquerque, que oficialmente detentaba el control sobre la casa de la reina, hacía oídos sordos a todo aquello, por temor a acabar como la anterior camarera mayor, la duquesa de Terranova, que en agosto de 1680 fue expulsada de palacio con gran escándalo por contrariar a la reina. La Cantina se cubría las espaldas simulando un halo de humildad, repitiendo a diestro y siniestro que ella nunca se entrometía en los asuntos de la reina y que quien realmente gozaba de la amistad de esta era su confesor, el padre Ayrault 29 . La maniobra, no obstante, no resultaba fructuosa y la impopularidad de la antigua nodriza crecía por momentos.

Pronto vino a sumarse una nueva fuente de escándalos en la figura del normando Juan de Viremont, antiguo capitán de granaderos del regimiento de Anjou, que había sido desterrado de Francia tras haber dado muerte a un caballero con el que se batió en duelo durante el asedio de Limburgo en 1675, tras lo cual pasóa España 30 . Cuatro años después, en 1679, lo encontramos en Madrid al servicio del marqués de Villars, oficialmente en calidad de escudero 31 , pero sus funciones dejan entrever su probable condición de agente en la sombra de la embajada francesa 32 . Con la expulsión de Villars en 1681, Viremont vio su fortuna malograda, pues no podía retornar a Francia a causa de la orden de destierro. No obstante, el astuto embajador galo logró en sus últimos días en España una memorable hazaña de ingeniería diplomática, consistente en introducir a Viremont en la casa de la reina, para lo cual empleó los servicios de Nicolasa Cantín. Esta consiguió de María Luisa de Orleans la merced de conceder a Viremont un puesto en sus caballerizas, al cuidado de sus corceles ingleses e irlandeses. Para ello la reina hubo de afanarse en deshacer los naturales recelos de Carlos II, que finalmente se avino a aceptar al antiguo capitán normando a condición de que «no tuviese correspondencia con el de Vilar [sic 33 . Una vez acomodado en las caballerizas, Viremont pronto conquistó la voluntad de la reina y la aprobación de Carlos II. Al estrechar lazos con la Cantina, convirtió en trinomio el binomio formado por esta y Mariana de Aguirre, gozando de los gajes del patrocinio y arrinconando a posibles competidores. El propio conde de La Vauguyon, al asumir el cargo de embajador de Luis XIV en Madrid en sustitución de Villars, asistía perplejo a las maniobras que urdía Viremont para desacreditarlo en palacio y apartarlo así de la reina 34 .

El indisimulable galanteo del normando a la Cantina, que, según las fuentes contemporáneas, no era ni joven ni hermosa, suscitó en un primer momento las burlas socarronas de los cortesanos. Estas dieron paso a la indignación cuando se corrió la voz de que Viremont cortejaba a la Cantina en las propias dependencias de la reina y que en más de una ocasión había pasado la noche allí, quebrantando de modo flagrante el rígido protocolo de los Austrias. La indignación palaciega alcanzó su cénit cuando se descubrió que la azafata estaba embarazada. En un marco de severas murmuraciones públicas, Nicolasa Cantín fue conducida fuera de palacioy alojada prestamente en la casa de su amiga Mariana de Aguirre, donde dio a luz un niño en la primavera de 1685.

Poco después del alumbramiento, el domingo 8 de abril de 1685, Nicolasa Cantín se casó con Juan de Viremont. Si la desaprobación popular creció al circular la noticia de que la casa de la reina había sufragado la dote de la Cantina, que ascendía a siete mil doblones 35 , el siguiente lance del episodio suscitó un escándalo aún mayor. Cuatro días después de la boda, el 12 de abril, María Luisa de Orleans decidió incorporar de nuevo al servicio a su antigua nodriza, a pesar de que la rígida etiqueta establecía que, una vez casadas, las damas y camaristas no podían permanecer en la cámara de la reina. La sobrina del Cristianísimo, con el fin de maquillar en lo posible la severa infracción del protocolo, ordenó que su azafata acudiese a palacio por la mañana y que, al caer la noche, regresase a casa con su marido. Tomando en consideración que este nuevo escándalo se produjo el día 12 de abril, no parece descabellado admitir la posibilidad de que constituyera la última gota que colmó el vaso de Medinaceli, que presentó su dimisión al día siguiente 36 . Sin un primer ministro que reprobase sus desacatos, Nicolasa Cantín ocasionó una nueva batahola al acudir a la jornada de Aranjuez montada en un carruaje de la casa real.

El encumbramiento de Viremont en la caballeriza de la reina vino a suscitar una tensa rivalidad con un compatriota suyo llamado Pedro Levillane. Este también había logrado medrar en las caballerizas reales, gracias al valimiento de su mujer, la clavecinista Margarita Lautier, en la cámara de María Luisa de Orleans. El único obstáculo que Levillane encontraba para su progreso en la caballeriza era precisamente Juan de Viremont, que se veía amparado en la influencia de la Cantina sobre la reina de España. Levillane y su mujer se propusieron entonces conducir a la ruina a los recién casados. Mientras Levillane esparcía el rumor de que Viremont era un avieso espía a las órdenes de Luis XIV, Margarita Lautier acusaba a la Cantina de suministrar abortivos a María Luisa de Orleans. A pesar de su celo, ninguna de las dos acusaciones prosperó. Viremont y su esposa tuvieron mejor fortuna cuando acusaron a Pedro Levillane de robo, por lo que este fue inmediatamente expulsado de las caballerizas reales, probablemente en junio de 1685 37 . A finales de ese mismo mes, Mariana de Aguirre hizo saber a Levillane que era del gusto de la reina María Luisa que tanto él como su esposa partieran a Francia y no regresasen nunca a España.

El 23 de junio de 1685 Margarita Lautier y su esposo tomaron resignados el camino de Valencia. No obstante, una vez en Cuenca, Pedro Levillane quiso cobrar venganza con una nueva acusación. Dado que no se había logrado atraer la atención de los altos poderes cuando se acusó a la Cantina de administrar sustancias abortivas a la reina, Levillane fabuló una acusación mucho más grave. Así, redactó un memorial 38 en el que acusaba a Nicolasa Cantín y a Juan de Viremont de tener trazado envenenar a Carlos II y lo remitió a Mariana de Austria y al conde de Oropesa, el cual, como mencionamos anteriormente, había asumido de facto las funciones de primer ministro tras la caída de Medinaceli en abril de ese año. Tanto la reina madre como Oropesa desestimaron la denuncia, al intuir que todo ello no era más que fruto del despecho. Levillane envió entonces el memorial al conde de Mansfeldt, que, siempre dispuesto a dar quebraderos de cabeza a Luis XIV, acogió gustoso la denuncia de Levillane. En una de aquellas medidas astutas y audaces que caracterizaban su proceder, el embajador austríaco esparció a los cuatro vientos el rumor de que la vida de Carlos II pendía de un hilo, pues el Cristianísimo había logrado introducir unos agentes en la propia casa de la reina. Poco después, las murmuraciones se extendieron por todas las calles, plazuelas y mentideros de Madrid y más allá, inflamando la indignación popular 39 . En algunos rincones de la geografía española llegó a propalarse incluso el bulo de que Carlos II había sido envenenado 40 . La creciente impopularidad de María Luisa de Orleans, debida principalmente a los trasiegos de la Cantina y su camarilla y a la persistente falta de un heredero a la corona, promovió además el rumor de que aquel supuesto complot contaba con la complicidad de la propia reina 41 .

Las facciones francófobas de la corte aprovecharon esta situación para hostigar a la reina, acusándola de traición, pero Carlos II no dudó en sostener la inocencia de su esposa 42 . Sin embargo, dada su secular desconfianza hacia todos los súbditos de la nación francesa, Carlos II ordenó la inmediata intervención del conde de Oropesa, el cual encargó la instrucción del sumario al licenciado Francisco Bravo de Sobremonte y Pérez, alcalde de casa y corte y caballero de la Orden de Santiago, que había sido nombrado juez conservador de los franceses de Madrid el 20 de octubre de 1680. Esta judicatura confiaba a Bravo de Sobremonte la jurisdicción criminal de los súbditos galos, que debían dirigirse a él en todos sus procesos, ya fuese como acusados o en calidad de acusadores 43 . El rey ordenó, además, que se creara una Junta extraordinaria presidida por el conde de Oropesa, a la que se reservaba el examen del caso 44 .

Margarita Lautier y Pedro Levillane fueron inmediatamente detenidos en Cuenca y conducidos a Madrid para ser interrogados en lo tocante a sus acusaciones contra la Cantina. El proceso judicial acaparó durante las semanas siguientes las hablillas de la ciudadanía, que dependía únicamente de vagos rumores e imaginativas especulaciones, debido a que el celo con que se llevaron a cabo las diligencias fue tan riguroso que apenas se dieron filtraciones 45 . No obstante, el propio hecho de que se hubiera incoado un proceso hacía sospechar incluso a los más escépticos que la acusación contra la antigua nodriza de la reina tenía algo de verdad. La indignación dio entonces paso a la ira.

LA REVUELTA

El primer hito de la revuelta francófoba sucedió a principios de julio de 1685.El episodio se encuentra recogido en una carta anónima, escrita poco después del 30 de julio de 1685 y dirigida a un personaje innominado, que se conserva manuscrita en la Biblioteca Nacional. Según se cuenta allí, tres individuos de mala catadura llegaron un día a palacio y preguntaron a unos mozos cuál era la silla de manos de Nicolasa Cantín. Una vez que les fue señalada, se despidieron y se marcharon. Aquello despertó las sospechas de uno de los mozos, que acudió a dar noticia de lo sucedido a la Cantina. Esta, que intuía alguna asechanza, obtuvo de María Luisa de Orleans licencia para pernoctar en palacio, contraviniendo el rígido protocolo palaciego. Al llegar el ocaso, la Cantina dio orden a los mozos de que llevasen la silla a su casa. Cuando los criados emprendieron el recorrido, fueron asaltados por los tres hombres referidos, que, según se relata en la carta anónima, «llegaron y abrieron las cortinas y, viendo no iba, de rabia la hicieron pedazos y descalabraron a un mozo» 46 . Aquel atentado fallido puso en aviso a Nicolasa Cantín de la gravedad de la situación.

Poco después, llegó a oídos de la dama francesa que una multitud acudiría a prender fuego a su casa la noche del 14 de julio. Juan de Viremont convocó de inmediato a dos amigos franceses para que le ayudaran a defender su hogar, en el caso de que se produjera el asalto. La noche transcurrió con completa normalidad y, pasadas las once, los amigos del caballerizo normando abandonaron el lugar. Poco después, llamaron a la puerta. Para sorpresa de Viremont, no se trataba de una turba enfurecida, sino de una docena de ministros de justicia que, al mando del juez conservador de los franceses, acudía a prenderlo a él y a su esposa en nombre del rey. Así cuenta los pormenores de la detención Francisco Bravo de Sobremonte en el auto del proceso contra la Cantina, conservado en la Biblioteca Nacional:

Habiendo pasado de ronda yo, el alcalde don Francisco Bravo, por la posada de el excelentísimo señor conde de Oropesa, presidente de el Consejo, a las once de la noche, asistido de los ministros Francisco de Salas, Nicolás de Uruñuela, Ignacio Montalvo, Alonso Plaza, Gabriel Reguilero, Diego Ramírez, alguaciles de esta corte, Roque de Brizuela y Diego de Iranzu, oficiales de la sala, Su Excelencia me mandó entregar el orden suyo que pongo en estos autos, su fecha del mismo día, en que en conformidad de el de su majestad, que Dios guarde, me manda prenda y asegure las personas de don Juan Virmonte [sic] y doña Francisca Nicola Cantín, su mujer, y los ponga en la parte que para este fin estaba prevenida de orden de su excelencia. Y en su ejecución y cumplimiento, habiendo primero dado el orden conveniente a don Luis Ferreira, teniente de maestre de campo general, y a don Luis de Soto, caballerizo del señor marqués de los Vélez, que, asimismo con otros tres alféreces reformados que venían con dicho don Luis Ferreira, tenían orden de asistirme, y según lo conferido con su excelencia nos encaminamos vía recta hacia el paraje de las caballerizas de los caballos de la reina nuestra señora, que es la casa y morada de los dichos don Juan Virmont y doña Francisca Nicola Cantín y, adelantándose don Luis de Soto, don Luis Ferreira y el alguacil Ignacio de Montalvo, se quedó a la vista de ellos Nicolás de Uruñuela con los suyos, encubiertos unos y otros, y habiendo llamado a la casa don Luis de Soto de allí a un rato le abrieron y entró con los dos que le acompañaban y tras de ellos Nicolás de Uruñuela y al mismo tiempo casi entré yo y dicho señor don Antonio Argüelles con la gente que nos asistía y a un tiempo en la primera pieza junto a la escalera hallé a dicho don Juan Virmonte desnudo y con una bata encima y sus chinelas, una pistola corta de las prohibidas en la mano, que parece estar cargada y cebada, yel espadín debajo de el brazo. Y habiéndole yo, dicho alcalde, asido de la mano y dicho se diese a prisión de orden de su majestad, dijo estar prompto y me entregó el espadín y pistola […]. Al tiempo que le encontré, salía de las piezas de adentro doña Nicola Cantín, su mujer, muy alborotada, al parecer, del ruido, y hablando francés, a quien asimismo intimé el orden de su majestad y se dio por presa 47 .

Una vez prendido el matrimonio, fue puesto a buen recaudo en las bóvedas de la casa de Francisco de Rozas, caballero de la Orden de Alcántara, que se encontraba enfrente de la escalera de San Basilio, en la calle de Valverde. La noticia de la detención de los franceses, que, según Bravo de Sobremonte, había sido presenciada por una muchedumbre de curiosos, pronto resonó en todos los mentideros de la villa. La conspiración francesa contra la corona española que había sido divulgada por el conde de Mansfeldt parecía, a ojos del pueblo, más real que nunca.

Detenida la Cantina, la turba enfurecida hizo entonces objeto de sus iras al marqués de Feuquières. Probablemente desde mediados del mes de julio, el anciano embajador no podía pisar la calle sin que una muchedumbre enfurecida le enderezara insultos y denuestos. Feuquières, desconcertado ante la creciente virulencia de aquellos incidentes, envió varios memoriales a su comisario en la corte, don Pedro de Aragón, en los que solicitaba que la justicia actuase de inmediato. La respuesta que recibió, sin embargo, fue muy tibia:

El Rey, mi señor, en vista de los papeles que Vuestra Excelencia me escribió en 18 y 19 del corriente y lo que últimamente me expresó Vuestra Excelencia en voz ayer sobre los insultos que de algunos días a esta parte dice Vuestra Excelencia le hacen por estas calles, se ha servido de resolver responda a Vuestra Excelencia que se han mandado hacer diligencias sobre lo que Vuestra Excelencia refiere y encargado a la justicia evite cualquiera desorden, como es justo, y aun sin que haya novedad en nada se observa en todo, sin que tenga fundamento alguno la indignación que hace Vuestra Excelencia de la ida de su Majestad a San Lorenzo, de que avisó a Vuestra Excelencia 48 .

Las medidas que se tomaron, si es que llegaron a emprenderse, no pusieron en modo alguno fin a los alborotos. Los indignados, reunidos en bandas, comenzaron a saquear los comercios regentados por franceses y arrojaban piedras contra todo aquel que, por su vestimenta «a la chamberga», pudiera parecer de aquella nación 49 . También, como recoge el marqués de Feuquières en una de sus cartas a Luis XIV, la turba hacía pronunciar las palabras «ajo» y «cebolla» a los transeuntes. Si el interrogado no lograba cuajar al dedillo la articulación de las consonantes palatal e interdental, se le tenía por francés y era vapuleado 50 . La chiquillería, que hostigaba a los extranjeros con piedras y palos, se reunía en grandes tropas al grito de: «¡Viva el rey! ¡Mueran los franceses!» 51 . Ante esta situación alarmante, el embajador veneciano expresaba en su correspondencia a la Serenísima los peores pronósticos:

Per la miseria di questo popolo, per l’animosità naturale contro li Ministri della Giusticia et per la nota debolezza del Goberno poteva passare ad’una rivolutione generale 52 .

Los atropellos continuaron también el sábado 21 de julio. Aquel día por la mañana, cuando el mayordomo del marqués de Feuquières y uno de sus criados cruzaban una plaza de la villa, fueron recibidos con una terrible lluvia de piedras, de la que apenas pudieron escapar con vida. Aquella misma mañana, también fue apedreado el intendente italiano del cardenal Millini, nuncio de Inocencio XI en Madrid, por el mero hecho de que iba vestido a la francesa. Estos nuevos abusos empujaron al marqués de Feuquières a convocar con urgencia ese mismo día en su mansión a todos los embajadores y ministros de príncipes residentes en Madrid, para tomar medidas comunes tocantes a la seguridad del cuerpo diplomático extranjero. Acudieron a su llamada, entre otros, el cardenal Millini, el embajador de Venecia y el embajador de Holanda. Por razones obvias, no asistió el conde de Mansfeldt, que disculpó su ausencia alegando una enfermedad. Tampoco acudieron, según revela la correspondencia de Feuquières, el enviado del gran duque de Toscana y el embajador del príncipe elector de Hannover. Una vez reunidos los diplomáticos que aceptaron la invitación del embajador francés, redactaron en común un memorial en el que solicitaba al Rey Católico se tomasen medios para la defensa de sus personas, criados y posadas, se promulgaran bandos para poner fin a las algaradas callejeras y se castigase con severidad a los agresores. Concluida la reunión, Feuquières solicitó audiencia con Carlos II en los siguientes términos:

Viendo que en lugar de cesar los insultos contra franceses se augmentan más y más, hasta haberse cometido muchas muertes, y que las memorias que sobre esta materia di a don Pedro de Aragón no hacen hasta agora efecto alguno, he juzgado es mi obligación, conforme al intento y órdenes que tengo de desviar todas las ocasiones que puedan alterar la buena inteligencia y con la confianza que asimismo me asiste de merecer el agrado de Vuestra Majestad por la buena unión de las dos coronas, representar a Vuestra Majestad que el riesgo a que aquí están expuestos los franceses llega ya a mis domésticos, a mi casa y a la dignidad de mi carácter. Esto me ha hecho, Señor, desear conseguir la honra de presentarme ante Vuestra Majestad y pedirle en nombre del rey, mi señor, se sirva hacer cesar cuanto antes estos insultos, poniendo término a esta licencia por medio de un ejemplar castigo ejecutado en algunos culpados y entretanto que Vuestra Majestad mande usar de las precauciones necesarias para mi seguridad, por la gloria de Vuestra Majestad y la satisfacción del rey, mi señor, lo que recibiré por lo que a mí toca, señor, por una gracia muy particular 53 .

El soberano tuvo a bien recibir al marqués ese mismo día. En previsión de posibles altercados con el populacho, se le proporcionó una carroza y una escolta de seis o siete alcaldes de corte, algunos alguaciles y veinte arqueros 54 . Cuando Feuquières llegó al alcázar real a las seis y cuarto de la tarde, una gran multitud de cortesanos se había arracimado allí para conocer de primera mano la reacción del enviado de Luis XIV al levantamiento francófobo. El embajador galo, con la sobria mesura que lo distinguía, se limitó a entregar al rey con mucha flema el memorial que había redactado el cuerpo diplomático. El monarca, a su vez, le correspondió con una respuesta cortés, breve y vaga, que no comprometía a nada 55 . Cuando, una vez concluida la audiencia, el embajador francés regresaba del alcázar real, se registraron disturbios, como se recoge en un documento del Consejo de Estado que traduce un billete de Feuquières:

Habiendo ido acompañado con alcaldes y alguaciles, muchas personas no dejaron de perder el respeto, echando maldiciones en alta voz a la Francia, aunque es verdad que un alcalde prendió a uno, que no era muchacho, y que yo espero que el castigo de éste, acompañado de una orden y demostración pública de las intenciones de su majestad, podrá servir para contener la insolencia del pueblo 56 .

Según consta en un auto de la Sala de alcaldes de casa y corte conservado en el Archivo Histórico Nacional, el ofensor prendido, que respondía al nombre de Juan Domínguez, fue conducido con presteza a la cárcel de corte y, dos días después, fue enviado a cumplir condena en uno de los presidios de África 57 .

Al día siguiente, 22 de julio, se temía que, por ser domingo, la desocupación de los ciudadanos produjese altercados más severos y con mayor afluencia de alborotadores. Por ello, se emplazaron guardias en las bocacalles que conducían a la residencia del embajador francés, situada en la calle de la Reina 58 . Si gracias a aquella protección Feuquières pudo mantenerse a salvo durante las algaradas, quienes no contaron con la asistencia real sufrieron numerosos atropellos aquel domingo de julio. Así, el capellán de Sebastiano Foscarini, natural de la Campania, que llevaba una pequeña coleta a la moda francesa, fue apedreado y cubierto de fango. El propio Carlos II tuvo también un desagradable encuentro con la muchedumbre airada. Cuando el soberano salía de palacio en su carroza, fue rodeado por una multitud de chiquillos que, fuera de sí, gritaba: «¡Viva el rey! ¡Muerte a los franceses!». El soberano, amedrentado por los alaridos de la chiquillería, hizo llamar a su cochero mayor, que cabalgaba delante del carruaje, y le dio orden de que, con la mayor delicadeza, rogase a los niños que volvieran a sus casas. Estos obedecieron a regañadientes, pero, antes de irse, dijeron en altas voces que ellos se ocuparían de lo que, a su juicio, deberían estar haciendo todos los hombres de armas que escoltaban al rey 59 . Y así fue. Aquel domingo, a orillas del Manzanares, la chiquillería madrileña degolló a un joven español al que tomaron por francés porque vestía corbata y llevaba coleta. Siete desertores alemanes que venían de Flandes fueron también acorralados y acuchillados por la multitud 60 . Cuando el eco de los disturbios llegó a oídos del marqués de Feuquières ese mismo día, este envió con presteza un memorial en el que clamaba justicia:

Y yo no acabara este papel tan presto si tuviese de referir a vuestra merced todos los eccesos de que tengo noticia, habiendo yo mismo visto venir en tropas los heridos a mi casa. También hay hartas cosas que tocan a mi persona, de las cuales escuso hablar a Vuestra Excelencia y solo deseo que se tome presto en todo la forma que conviene al reposo de la cristiandad y besando a vuestra excelencia las manos […]. Añado estos renglones de mi mano para advertir a vuestra excelencia que, yendo esta mañana mis criados a la plaza, fueron apedreados a vista de todos los mercaderes, que pueden ser testigos de ello, y mis criados mostrarán la parte donde sucedió y no habrá cosa más conveniente que hacer justicia como lo espero, mediante la interposición de Vuestra Excelencia 61 .

Aquella misma tarde de domingo Pedro de Aragón recibió la comisón de visitar a Feuquières en su mansión, con el fin de apaciguarlo en la medida de lo posible. El comisario encontró la mansión rodeada por la turba, a la que no intimidaban en demasía los arqueros desplegados para proteger la embajada y que, al decir de Feuquières, quería impedir la llegada de suministros a la embajada a modo de asedio. Así cuenta lo sucedido Pedro de Aragón en su informe al Consejo de Estado:

Fui por la tarde a visitarle y estando con él vinieron a participarle que habían muerto a dos hombres, uno francés y otro alemán, por entender que era francés, repitiéndome en voz lo mismo con que concluye su papel, en orden a sitiarle por hambre, y añadiendo que si en estos dos o tres días no se ven atajados estos y los demás inconvenientes que resultan de la desorden de la gente del pueblo contra los de su nación le será preciso solicitar pasaporte para despacharlo a su rey 62 .

El mismo 22 de julio, el embajador Koenraad van Heemskerk mantuvo una entrevista con el conde de Oropesa, en la que el diplomático holandés puso a prueba la apacible flema y mesurada entereza que lo distinguía 63 . En la conversación resultó evidente la galofobia que ya desde sus inicios caracterizó el gobierno de este prócer 64 . Tras las acostumbradas cortesías, Heemskerk representó a Oropesa el peligro que corría el cuerpo diplomático extranjero y le advirtió de que aquel motín amenazaba con reducir la ciudad a cenizas si no se emprendían medidas de urgencia. Le subrayó también que no era prudente dar motivos al Cristianísimo para intervenir en defensa de sus súbditos y su embajador, habida cuenta de que desde mayo de aquel año de 1685 Luis XIV había dado en acumular un gran número de tropas en la frontera con España 65 . Para sorpresa del embajador holandés, Oropesa restó importancia a los altercados, asegurando que estaba persuadido de que lo peor había pasado ya. Añadió que aquel levantamiento no había tenido origen en un odio particular contra los franceses, sino que había nacido espontáneamente del intenso amor que el pueblo español sentía por su rey. Por ello, a juicio de Oropesa, no convenía adoptar medidas demasiado rigurosas, ya que, de hacerlo, podría sobrevenir una revuelta de proporciones mucho mayores 66 .

Ese mismo domingo, la Junta presidida por Oropesa ordenó el traslado de la Cantina a la cárcel de la corte, donde fue torturada. La firmeza en el potro de la que fuera nodriza de la reina María Luisa, que permaneció inconfesa a pesar de la severidad de los tormentos, persuadió a Francisco Bravo de Sobremonte y a través de este a Oropesa de que Madame Quentin era inocente de los cargos que se le habían formado. Como era de esperar, esta información no se filtró a la población madrileña 67 .

Así, el lunes 23 de julio los alborotos siguieron su rumbo de violencia. Unos ciudadanos ingleses, al ser atacados a pedradas, no se lo pensaron dos veces, desnudaron sus espadas y entablaron combate con los agresores. En la pendencia fue apuñalado en el corazón el secretario de William Godolphin, antiguo embajador del rey de Inglaterra, que seguía residiendo en Madrid. El asesino resultó ser un criado del duque de Alburquerque, miembro del Consejo de Estado de Carlos II. El revuelo ocasionado fue mayúsculo. Según cuenta el embajador veneciano, el agresor fue perseguido por la justicia con mayor celo del acostumbrado, aunque no señala si llegó a ser capturado 68 .

La gravedad de los altercados de aquellos días estivales en la correspondencia de los embajadores extranjeros contrasta con la situación de aparente normalidad que se desprende de la lectura de la documentación española. Así, en un despacho del mismo día 23, que el consejero Crispín Botello remite a Manuel de Lira, recién nombrado secretario del despacho universal, se refiere lo siguiente:

Su majestad, que Dios guarde, en vista de las representaciones del embajador de Francia quejándose de los insultos que supone haberse hecho contra los de su nación por la gente popular de esta corte, ponderando haber habido algunas muertes de sujetos franceses, ha sido servido resolver entre otras cosas a consulta del 23 del corriente que al embajador se le responda en toda buena forma haciéndole ver por testimonios judiciales que no consta que haya habido muertos y que es incierto lo que supone, para cuyo fin supondrá Vuestra Excelencia se pidan adonde toca estos instrumentos para que remitiéndolos pueda yo pasarlos a manos del señor don Pedro de Aragón con el papel de aviso sobre el oficio que se ha de parar con el ministro del Rey Cristianísimo en conformidad de lo que Su Majestad manda 69 .

Al día siguiente, martes 24 de julio, los miembros de la Junta extraordinaria que juzgaba el supuesto complot palaciego procedieron a examinar el auto del proceso judicial contra la Cantina. El secretismo que distinguió el proceso en todo su recorrido nos impide conocer el resultado de esta deliberación, aunque se rumoreaba que sus miembros, aconsejados por el propio conde de Oropesa, habían resuelto condenar a muerte a la azafata de la reina 70 . Una vez concluida la sesión, se procedió a consultar al rey. Este, tras sopesar las implicaciones domésticas y políticas del caso, no siguió adelante con la idea de la ejecución. Por un lado, temía incurrir en la temible cólera de María Luisa de Orleans, a la que, como es bien sabido, era muy vulnerable, habida cuenta de que la Cantina parecía inocente de los cargos de envenenamiento que se le imputaban. Por otro lado, en el marco de la frágil Tregua de Ratisbona, le inquietaba sobremanera la acumulación de tropas francesas en la frontera con Navarra y Cataluña 71 . Finalmente, el soberano resolvió desterrar a Nicole Quentin y sus secuaces, así como a todos los siervos franceses que habían sido empleados en palacio en los últimos años. En esta sentencia, como apuntaba en su correspondencia Sebastiano Foscarini, prevaleció el «consiglio politico» sobre el «decretto giuridico» 72 .

El fin del proceso judicial coincidió con la publicación, casi una semana después del inicio de la revuelta, de un bando que prohibía el maltrato a extranjeros en los siguientes términos:

En la villa de Madrid, a 24 días del mes de julio de 1685, el ilustrísimo señor don Antonio Ronquillo, del Consejo y Cámara de Su Majestad y Alcaldes de su Casa y Corte, estando haciendo audiencia en la cárcel real de ella en conformidad de esta real resolución de Su Majestad, que Dios guarde, a consulta del Consejo de veinte y tres de este mes mandaron que se publique en esta corte que de hoy en adelante ninguna persona, hombres ni muchachos se junten ni formen compañías burlescas ni separadamente para vocear y seguir la gente extranjera que anda en esta corte y con traje de tal ni los apedreen ni hagan molestia alguna, con apercibimiento que serán gravemente castigados los que lo contrario hicieren. Y los padres, amos y maestros a cuyo cargo estuvieren la educación de dichos muchachos los corrijan y recojan en sus casas, sin dejarlos salir de ella para este efecto. Y los vecinos y moradores de esta villa impidan cualesquiera hostilidades que se intentaren hacer contra dichos extranjeros para que no los maltraten y lo cumplan y los unos y los otros debajo del mismo apercibimiento 73 .

Finalmente, el lunes 30 de julio de 1685 se promulgó el real decreto por el que se expulsaba a Juan de Viremont y Nicolasa Cantín, junto con toda la servidumbre francesa de palacio 74 . Según cuenta Sebastiano Foscarini, en cuanto el marqués de Feuquières tuvo noticia del decreto, aplaudió en privado el destierro de la Cantina y su camarilla, pues se veía por fin libre de embarazos para ejecutar adecuadamente las tareas de su misión diplomática, aconsejando, guiando y asistiendo a la sobrina de Luis XIV. No obstante, públicamente dio grandes muestras de indignación al entender injusta la resolución del caso, en el que se habían dado por ciertas las animosas denuncias de Pedro Levillane en perjuicio del buen nombre de la reina 75 . Así, el lunes 30 de julio, el embajador Feuquiéres envió el siguiente pliego a su comisario, don Pedro de Aragón:

Excelentísimo señor,

sé que los criados domésticos franceses de la reina católica se han mandado inviar a Francia, de que no es menester más razón que la voluntad del rey, su esposo, pero como ha habido contra ellos acusaciones de veneno y malos partos, sin respecto de los nombres más sagrados, y que estas han causado en Madrid una moción popular contra la nación, de que habla ya todo el mundo, es necesario que yo haya la honra de informar con alguna certidumbre al rey mi señor de los motivos de las sentencias, sean de absolución, sean de condenación, que son intervenidos. Y por esto suplico a Vuestra Excelencia se me manden copias, siendo justo también que se sepa en Francia en qué estimación se debe tener esta gente de calumniadores, criminales o inocentes, porque en este postrer caso algunos de entre ellos pudieran volver a entrar en servicio de la casa real como estaban antes de venir a España. Esto es todo lo que tengo que decir a Vuestra Excelencia por ahora sobre esta materia 76 .

El 2 de agosto, un día después de que comenzara el proceso de expulsión de los ciudadanos franceses de la corte de acuerdo con el decreto real, don Pedro de Aragón despachó una sobria respuesta a Feuquières, que se resolvía en los siguientes términos 77 :

Habiendo visto el rey, mi señor, el papel que Vuestra Excelencia me ha escrito el 30 del pasado de que con motivo de inviarse a Francia los criados de la reina, nuestra señora, dice Vuestra Excelencia que respecto de las acusaciones que ha habido entre ellos y han causado en Madrid la comoción popular que se sabe, deseando Vuestra Excelencia informar con certidumbre al rey, su amo, de los motivos de lo resuelto, sea hacia absolverlos o condenarlos, pide se le brinden copias de las sentencias para que en Francia se sepa si están culpados o inocentes en la calumnia, pues en este segundo caso supone Vuestra Excelencia que pudieran volver a entrar algunos de ellos en el servicio de aquella real casa como estaban antes de venir a España, ha resuelto el rey mi señor responda a Vuestra Excelencia que la deliberación de inviar a unos y despedir a otros ha sido motivada de los inconvenientes que entre ellos mismos han nacido y que de los que se encaminan a la frontera solo don Juan de Videmont [sic] y su mujer Francisca Cantín han merecido el real desagrado de Su Majestad, de que informará al rey Cristianísimo el Barón del Val, su enviado, sobre el presupuesto de que los criados de la reina, nuestra señora, ha querido Su Majestad se traten con más atención de la que merecían algunos y que no se publique la resolución de Su Majestad en esta parte como sentencias en justicia, sino como deliberaciones en gobierno, de que participo a Vuestra Excelencia 78 .

El marqués de Feuquières no insistió en sus demandas. A partir de entonces, los disturbios menguaron de manera significativa, por lo que se retiraron los guardas que custodiaban la residencia del embajador 79 . En efecto, la expulsión de la servidumbre francesa de la corte había aplacado la ira de los amotinados, pero no disolvió su indignación. La población madrileña entendía que las penas aplicadas a los acusados franceses eran demasiado blandas. Según apuntaba el embajador Heemskerk, en todos los mentideros de la villa se comentaba que había llegado el momento de dejar de hostigar a los ciudadanos extranjeros y lapidar en su lugar a jueces y cortesanos 80 . El odio de la multitud contra María Luisa de Orleans, a la que muchos tenían por colaboradora en los planes de la Cantina, seguía siendo implacable. La propia reina da cuenta de ello en una carta del 8 de agosto de 1685, en la que suplica amparo a la corona de Francia:

No puedo ocultar a Vuestra Majestad que mi vida está en riesgo, porque mis enemigos me la arrebatarán si fracasan en sus perversos designios. Confío únicamente en Dios y en Vuestra Majestad que espero se apiade de mí en estas circunstancias, haciendo saber a estas gentes y al Rey Católico que Vuestra Majestad se interesa por mi conservación y que hará suyas las desconsideraciones de que yo sea objeto 81 .

En este estado de cosas, que daba escaso margen a la esperanza, sucedió lo inesperado. Así lo cuenta a finales del mes de agosto de 1685 el duque de Montalto en un despacho a su amigo Pedro Ronquillo, embajador español en Londres:

La reina parece se halla más aconohortada de la falta de sus franceses y tengo por cierto que sin ellos ha de vivir con más sosiego y gusto, pues esta peste de gente no creo que trabajaba en otra cosa que en la de desconfiarla de los españoles. Ha muchos días y se pueden contar meses que no sale fuera a ninguna función ni paseo y cualquiera que se lo aconseja obra con prudencia, particularmente los días de la bulla de las prisiones de aquella gente, porque el populacho, que no conoce de respetos, pudiera haberle perdido con voces descompuestas. También es verdad que quieren decir tiene algunas sospechas de preñada, pero de esto no se hace mucha finca, porque en diferentes ocasiones ha tenido faltas de dos meses y más y se ha desengañado y reconocido ser retención de ellos 82 .

Como bien recelaba Montalto, la reina María Luisa de Orleans no llegó a producir un heredero en aquella ocasión —ni en ninguna otra, debido a la esterilidad del último de los Habsburgo—, pero la noticia le devolvió, siquiera durante unos meses, una porción de su perdida popularidad 83 . Ignoramos si el embarazo fue fruto de un fingimiento del que se podían extraer numerosos beneficios o si la supuesta gravidez respondía a los habituales desarreglos menstruales de la reina, pero el hecho es que el feliz rumor de que el ansiado heredero de la corona española estaba ya próximo recorrió España de punta a punta. No hizo falta nada más. Como un torrente de agua, esta noticia apagó de una vez por todas las ascuas de la revuelta francófoba más violenta que conociera la corte de Carlos II.

Las consecuencias del tumulto son múltiples y comienzan con el robustecimiento del poder de Oropesa en el umbral mismo de su gobierno, que supo iniciarlo derribando en buena medida el partido profrancés, en el mismo sendero que había desbrozado un lustro antes Medinaceli con la expulsión de Villars y el extrañamiento de Osuna. En segundo lugar, se produjo un avance extraordinario en la movilización de la opinión pública como instrumento de la lucha política, ya generosamente aprovechado a finales de la década anterior por don Juan José de Austria contra Nithard y Valenzuela; el encauzamiento político de la rebelión alcanzará su desarrollo culminante en 1699 con el «motín de los gatos», que supondrá —ironías de la Historia— la caída de Oropesa. Por último, el episodio supuso el estrangulamiento del partido francófilo en la corte madrileña, que sería herido de muerte cuatro años más tarde con el fallecimiento de María Luisa de Orléans y el triunfo del frente austracista que supuso el matrimonio de Carlos II con Mariana de Neoburgo. Habrá que esperar a finales de la centuria para que la facción profrancesa rebrote en torno al sinuoso cardenal Portocarrero, que supo canalizar la defenestración de Oropesa y el descabezamiento de los próceres austracistas para lograr, en fin, el «sometimiento incondicional del rey a sus programas, que eran programas de Francia» 84 . Prueba definitiva del triunfo de esta facción fue el testamento del último de los Austrias a favor de Felipe de Anjou.

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Notas

* Abreviaturas: AE = Affaires Étrangères; AGS = Archivo General de Simancas; AHN = Archivo Histórico Nacional; AHPM = Archivo Histórico de Protocolos de Madrid; AMAE = Archives du Ministère des Affaires Étrangères de France; AN = Archives nationales; ASVE = Archivio di Stato di Venezia; BNE = Biblioteca Nacional de España; BUS = Biblioteca Universitaria de Salamanca; CP = Correspondance Politique.

1. Muy ilustrativo es el testimonio del marqués de Villars, embajador francés en España de 1679 a 1681: «On peut encore ajouter que tous les ans, il y a plus de soixante et dix mille Français qui tirent de l’argent d’Espagne. C’est une quantité de misérables répandus dans toutes les provinces pour cultiver la terre, couper les blés, porter de l’eau, faire la brique et la tuile, la chaux, le charbon et tout ce que les Espagnols, para paresse ou faute de monde, ne peuvent ou ne veulent point faire» (Villars, Mémoires de la cour d’Espagne, p. 6).

2. Numerosos son los estudios que acometen un análisis sociohistórico de la colonia francesa en Madrid. Aunque sigue siendo necesario acudir al estudio clásico de Alcouffe, 1966, en los últimos años se han producido artículos que vienen a remozar el curso de la investigación sobre este asunto, como los compuestos por Ramos Medina, 2001a y 2001b. Por último, se puede ver una semblanza general de la presencia francesa en la corona española en Amalric y Chastagnaret, 1990.

3. Usunáriz, 2006, p. 497.

4. Lira, Idea y proceder de Francia, fol. 39r.

5. Espigo dos pasajes del amplio epistolario del marqués de Grana, imprescindible para conocer el estado de Flandes en la época: «Si hubiéramos tenido un ejército mediano aquí, no se hubieran atrevido franceses a nada, pero con las plazas abiertas, cortísimas y no pagadas las guarniciones, con la caballería a pie, sin un tren de artillería, sin almacenes para los auxiliares, sin dinero para los Luneburgueses o suecos, que eran los únicos que nos podían asistir, era cosa de no ponerse a pensar ni en hacer la guerra ni en disputar nada a Francia ni en conservar estos países o lo demás de la monarquía» (BNE, Ms. 9888, fol. 258r-v, 19 de septiembre de 1683); «Manifiesta Vuestra Majestad que se digna fiar de mi celo y actividad el que dispondré no esté tan a arbitrio de franceses en adelante este país como lo ha estado hasta aquí, fundando en la relación que remití del número de las tropas de Vuestra Majestad y de las que Holanda tiene aquí, y han traído de nuevo el que se pueda hacer alguna defensa y, rindiendo a Vuestra Majestad en primer lugar humildes gracias de tan estimable confianza, debo decir a Vuestra Majestad que las tropas de holandeses no son nuestras y las de Vuestra Majestad por la mayor parte no son tropas, sino un compuesto de niños, viejos y mujeres» (BNE, Ms. 9888, fol. 362r-v, 31 de mayo de 1684).

6. BNE, Ms. 9981, fol. 72v.

7. Usunáriz, 2006, p. 459.

8. Puede consultarse un resumen de urgencia de los enfrentamientos bélicos hispanos con Francia en esta época y sus consecuencias en Suárez, 1991, pp. 554-557. Muy revelador es a este respecto el citado texto Idea y proceder de Francia, desde las paces de Nimega hasta la primavera del año MDCLXXXIV, atribuido a Manuel de Lira, que subraya la debilidad de la corona española frente a los ejércitos de Luis XIV. Es conveniente también la consulta de Espino, 1999, Rodríguez Hernández, 2016, y Ribot, 2019.

9. En efecto, se conocen acciones contra los inmigrantes franceses en 1625, 1635, 1667, 1673 y 1683 (Kamen, 1981, p. 283; Girard, 2006, pp. 254-255). Incluso en los intervalos de paz entre las dos coronas, la galofobia tuvo su reflejo en varias medidas represivas, como la promulgación de un decreto en 1680, durante el periodo de paz que siguió al tratado de Nimega, por el que se prohibía la buhonería. Esta medida estaba especialmente diseñada para perjudicar los intereses del pequeño comerciante francés (Domínguez Ortiz, 1996, p. 81).

10. Maura, s. a. [c. 1943], pp. 143-144.

11. Spinola, Relazione, p. 19. Para la sonada defenestración del duque de Osuna, que dio pie a una fecunda guerra de libelos, ver Echavarren, 2014.

12. Giovanni Cornaro, embajador veneciano de 1681 a 1682, resumía así la popularidad de la esposa de Carlos II, que no lograba adaptarse a la rigurosa etiqueta palatina española: «Ed apertamente abborrisce, senza saperlo dissimular o nascondere, tutto l’opposto che le convien sofferire e sostenere in Spagna. Quindi avviene che non ama, e resta tanto poco amata. Non si è guadagnato l’affetto universale de’ sudditti e prova contrario anco il particolare di Medina» (Cornaro, Relazione, p. 481).

13. El duque de Montalto reflexionaba así sobre este proceder: «El primer Ministro hace grandes diligencias para tener gustosa a la reina, de cuyas aldabas se ha asido para su conservación, y cueste lo que costare, que, como no sale de patrimonio propio, siempre le parecerá barato» (carta a Pedro Ronquillo, Madrid, 15 de marzo de 1685, en Montalto, Cartas, p. 306).

14. Carrasco Martínez, 2009.

15. Sobre este episodio, que tuvo en vilo a la corte española durante varios meses, ver AMAE, CP, Espagne, t. LXVIII, fol. 412r, carta del conde de la Vauguyon a Luis XIV, Madrid, 8 de julio de 1683. Según la correspondencia del embajador francés, Medinaceli ya había sufrido dos ataques previos, el último en febrero de 1682, que le produjo vértigos y dos nuevas fontanelas. El violento ictus de 1683 le había dejado torcida la boca.

16. AMAE, CP, Espagne, t. LXVIII, fols. 402r-403v y 412v-413r, cartas del conde de La Vauguyon a Luis XIV, Madrid, 24 de junio y 8 de julio de 1683. Sobre la debatible actuación de la reina María Luisa como instrumento político del Cristianísimo, «más preocupada por sobrevivir a las críticas de una corte descontenta con sus costumbres», ver Oliván, 2008, pp. 58-59, y Sánchez González, 2005. Para una semblanza de la joven reina, ver Lobato, 2007.

17. Foscarini resaltaba, además, que Oropesa profesaba independencia de todo partido, jactándose de no reconocer a nadie como promotor de su fortuna, y concluía que pocos eran los confidentes del conde y que tenía más enemigos que aliados (Foscarini, Relazione, pp. 517-520).

18. Así comentaba el caso el duque de Montalto: «Y si bien pudiéramos pensar que la ocupación del primer ministerio podría recaer en el conde de Oropesa, no me persuado de ello, porque lo tengo por tan advertido que no lo arrostraría mayormente cuando está en el conocimiento de que el rey aborrece cuanto es aplicación a negocios y a cuantos le hablan en ellos, que, en mi entender, este mismo conocimiento más que todo ha obligado á Medina á su resolución. El Conde no deja de tenerle sobradamente y en esta inteligencia se debe tener por acto prudencialísimo en no echarse en sus hombros negocios que le han de producir desvío de la gracia» (carta a Pedro Ronquillo, Madrid, 25 de abril de 1685, en Montalto, Cartas, p. 312).

19. Bernardo Ares, 2002.

20. Maura, 1990, p. 286.

21. Montalto, en su correspondencia al embajador español en Londres, comentaba con evidente fatalismo este episodio: «El motivo principalísimo que ha mantenido al marqués de Grana en su gobierno ha sido haber promovido por medio de la reina madre los tratados de casamiento del duque de Baviera con la señora archiduquesa, los cuales llegaron a complemento, dándola por dote los Países Bajos, sobre que se formó aquí Junta de Estado y convinieron en ello, pero habiéndolo entendido el rey de Francia envió aquí su embajador y vino por la posta y dio el papel […], de que resultó haber habido el domingo pasado Consejo de Estado en presencia del rey y concurrieron cuantos se hallan en esta corte […]. La resolución que se ha tomado hasta ahora no se sabe fundamentalmente, pero no habrá que dudar que habrá de ser cediendo a lo que el Cristianísimo quisiere» (carta a Pedro Ronquillo, Madrid, 12 de abril de 1685, en Montalto, Cartas, p. 309).

22. Álvarez López, 2007, p. 200.

23. Según refiere Maura (1990, pp. 314-315), el marqués de Feuquières trabó contacto con confidentes españoles de ánimo falaz, interesados en dramatizar los sucesos y vender al embajador galo la clave de fantásticas conjuras. El flemático embajador francés no llegó a despertar simpatías en el pueblo español; se conserva una sátira de 1686 dirigida contra su persona, uno de cuyos versos dice: «El pueblo te abomina por precito» (BNE, Ms. 3921, fol. 285r).

24. Pfandl, 1967, p. 240.

25. En la corte de los Austrias, la reina es atendida en su cámara por un gran número de mujeres que se constituyen en tantas categorías como oficios y están sujetas a una reglada compartimentación de tareas. En la cúspide de esta amplia comunidad femenina se encuentran las dueñas y las damas de honor, que prestan servicios similares a los que dispensan al rey el sumiller, los gentilhombres o los ayudas de cámara (López-Cordón, 2003). Sobre la vida de estas mujeres, que circulaba en los límites estrechos de una férrea etiqueta, ver Simón Palmer, 1997.

26. Lobato, 2007, p. 21.

27. Ver un detallado estudio de este episodio cortesano en Echavarren, 2015. Entre los sujetos que medraron en el citado clima de oportunismo se puede mencionar, por ejemplo, al banquero Jean-Baptiste Forne, natural de París y establecido en Madrid, que a través de la Cantina logró atraerse el favor de la reina, de quien llegó a ser estrecho confidente y principal prestamista. La soberana lo recibía en largas audiencias en el Alcázar y le escribía cartas casi a diario. Forne pronto se hizo odioso a la corte española. En agosto de 1686 llegó a solicitar al primer ministro que propusiera al rey la creación de una compañía comercial en Cádiz —de la que Forne sería presidente— y que tendría el monopolio de la exportación de lienzos de lino a las Indias, a cambio de un pago a la corona de dos millones de reales. Dado que no se atendió en modo alguno tan extravagante petición, que por cierto suponía la ruina de los numerosos mercaderes franceses que comerciaban con lino, Forne acudió entonces a María Luisa de Orleans y le rogó que intercediese por él ante el rey. Cuando la reina intimó la propuesta de Forne a Carlos II, el soberano, que albergaba una antigua ojeriza contra el comerciante galo, montó en cólera y ordenó que este abandonase Madrid en un plazo de veinticuatro horas. Forne acudió entonces a refugiarse en la embajada francesa y Feuquières no tuvo más remedio que cobijarlo, por ser un protegido de la reina (AN, AE/B/I/767, fols. 244r-245v). Forne, por cierto, es mencionado en varias ocasiones en el proceso judicial contra la antigua nodriza de la reina como uno de «los amigotes del marido de la Cantina» (BNE, Ms. 18755/19, fol. 2Br).

28. Villars, Mémoires de la cour d’Espagne, p. 238.

29. AMAE, CP, Espagne, t. LXVIII, fol. 395r, carta del conde de la Vauguyon a Luis XIV, Madrid, 10 de junio de 1683.

30. Dangeau, Mémoires, t. I, p. 134.

31. AMAE, CP, Espagne, t. LXVIII, fol. 352r, carta del conde de La Vauguyon a Luis XIV, Madrid, 15 de abril de 1683.

32. Sabemos, por ejemplo, que poco después de la llegada de la reina María Luisa a la corte española, Viremont «pasó a Inglaterra con un pliego del enviado de Portugal por mano de su amo, que le envió» (BNE, Ms. 18755/19, f. 6Bv).

33. BNE, Ms. 18755/19, fol. 7Ar.

34. AMAE, CP, Espagne, t. LXVIII, fol. 351v, carta del conde de La Vauguyon a Luis XIV, Madrid, 15 de abril de 1683.

35. BNE, Ms. 3921, fol. 256r; ASVE, Senato, Dispacci degli ambasciatori, Spagna, C.ª 121, s. f., carta de Sebastiano Foscarini al Senado, Madrid, 12 de julio de 1685.

36. Así lo entendía el duque de Montalto: «Ningún motivo ha tenido el duque de Medina que más le haya hecho apartarse del Rey que este de que hablo, porque no siendo culpa suya, como se la achacaban, con otras cosas, y siéndolo de Su Majestad el Rey, que pudiera haberlo remediado, no ha querido permanecer a recibir más golpes de los que hasta ahora ha padecido» (carta a Pedro Ronquillo, Madrid, 25 de abril de 1685, en Montalto, Cartas, p. 313).

37. Villars, Mémoires de la cour d’Espagne, p. 318.

38. BNE, Ms. 11017, fol. 221r.

39. En una carta de agosto de 1685, el cónsul francés en Cádiz, Pierre de Catalan, da cuenta de desórdenes en toda la provincia y denuncia la muerte de algunos ciudadanos galos en Sevilla. El cónsul añade que la publicación en esta ciudad de un bando «portant peine de la vie», pone fin a los altercados. También recoge la noticia de asesinatos a franceses en la ciudad de Jerez. Desde el consulado, Catalan aconsejó prudencia a los ciudadanos galos en Cádiz y les recomendó no salir de sus casas (AN, AE/B/I/212, fols. 289r-292v, carta de Pierre de Catalan a Luis XIV, Cádiz, 5 de agosto de 1685). Esta es la única carta de Catalan en la que menciona un episodio de algaradas relacionado con los sucesos de Madrid.

40. Echavarren, 2016.

41. BNE, Ms. 18755/19, fols. 17Av-Br.

42. Ver Sourches, Mémoires secrets, t. I, p. 257; ASVE, Senato, Dispacci degli ambasciatori, Spagna, C.ª 121, s. f., carta de Sebastiano Foscarini al Senado, Madrid, 26 de julio de 1685.

43. Girard, 2006, p. 167.

44. Según puntualiza en su correspondencia el embajador veneciano, la Junta estaba formada «delli piu accreditati soggetti del Consiglio Reale giudicará con l’autorità di tutto il Consiglio per speciale decretto di S.M.» (ASVE, Senato, Dispacci degli ambasciatori, Spagna, C.ª 121, s. f., carta de Sebastiano Foscarini al Senado, Madrid, 26 de julio de 1685).

45. El embajador de la Serenísima afirmaba que el proceso contra la Cantina fue «l’unico negotio che da gran tempo sia si trattato in Spagna con impenetrabilità di segretto» (ASVE, Senato, Dispacci degli ambasciatori, Spagna, C.ª 123, s. f., carta de Sebastiano Foscarini al Senado, Madrid, 9 de agosto de 1685).

46. BNE, Ms. 11017, fol. 222r.

47. Ms. 18755/19, fol. 4Br.

48. ASVE, Senato, Dispacci degli ambasciatori, Spagna, C.ª 121, s. f., carta de Sebastiano Foscarini al Senado, Madrid, 26 de julio de 1685.

49. Los vestidos «a la chamberga», también llamados «a la moda», que procedentes de Francia comenzaron a introducirse en España en la década de los años 70 del siglo XVII, impulsados por el hermanastro del rey, Juan José de Austria, consistían en corbata, casaca, chupa y calzones. Este atuendo, que solía llevarse con colores vivos, contrastaba con la indumentaria negra típicamente española, compuesta por golilla, jubón, ropilla y calzones. Incluso en tiempos de Felipe V, llevar la casaca se entendía como un rasgo de galofilia (Descalzo, 1997). Para un examen detenido de la indumentaria habitual en la corte de Carlos II, acúdase a Descalzo, 2013.

50. AMAE, CP, Espagne, t. LXIX, fol. 346v, carta del marqués de Feuquières a Luis XIV, Madrid, 20 de julio de 1685. Sobre este recurso lingüístico para reconocer al extranjero, denominado «shiboleth», que ya fue aplicado durante las guerras de las Alpujarras con los mismos sustantivos, ver el artículo de Portolés, 2006. El «shiboleth» seguía en boga un siglo más tarde a los acontecimientos que aquí describo, a juzgar por un comentario del conde de Floridablanca en una carta fechada en la primavera de 1777, en la que apunta que ningún hombre puede medrar en la corte de España si no «puede pronunciar bien “cuerno”, “cebolla” y “ajo”» (Floridablanca, Obras originales, p. XXVIII).

51. AMAE, CP, Espagne, t. LXIX, fol. 235r-v, carta de Koenraad van Heemskerk a los Estados Generales, Madrid, 2 de agosto de 1685.

52. ASVE, Senato, Dispacci degli ambasciatori, Spagna, C.ª 121, s. f., carta de Sebastiano Foscarini al Senado, Madrid, 26 de julio de 1685.

53. AGS, Estado, K 1652, D. 71, carta del marqués de Feuquières a Pedro de Aragón, Madrid, 21 de julio de 1685.

54. AMAE, CP, Espagne, t. LXIX, fol. 237v, carta de Koenraad van Heemskerk a los Estados Generales, Madrid, 2 de agosto de 1685.

55. ASVE, Senato, Dispacci degli ambasciatori, Spagna, C.ª 121, s. f., carta de Sebastiano Foscarinial Senado, Madrid, 26 de julio de 1685.

56. AGS, Estado, K 1652, D. 71, 22 de julio de 1685.

57. El documento dice así: «José Domínguez, preso en la cárcel real de esta corte, sobre haberse descompuesto con la familia del embajador de Francia volviendo de palacio el sábado 21 del corriente, se le lleve luego a la casa de Toledo para que desde allí se le remita a uno de los presidios cerrados de África» (AHN, Sala de alcaldes de casa y corte, Año 1685, fol. 130r).

58. ASVE, Senato, Dispacci degli ambasciatori, Spagna, C.ª 121, s. f., carta de Sebastiano Foscarini al Senado, Madrid, 26 de julio de 1685. El marqués de Sourches registra en su obra «une garde de trois cents alguazils pour la sûreté de sa personne» (Sourches, Mémoires secrets, p. 265). Graciasa un expediente conservado en el Archivo Histórico de Protocolos de Madrid, sabemos que Feuquières vivía en una lujosa mansión que contaba con un amplio y magnífico jardín y que previamente había sido residencia de Manuel de Lira, nombrado secretario del Despacho Universal en verano de 1685. Por tratarse de un documento inédito de indudable valor para la reconstrucción de la estadía del marqués de Feuquières en Madrid, espigo a continuación un pasaje que describe la mansión que este alquila a María de Calatayud, viuda de Gregorio Altamirano Portocarrero, que fue miembro del Consejo de Castilla: «Una casa principal con su jardín, estanque, noria y agua de pie y está en esta villa en la calle de la Reina y pasa a la de San Miguel donde tiene su cuarto y una cochera enfrente de la puerta principal de dicha casa, en que caben dos coches con la caballeriza que le corresponde, que tiene quince plazas y su pila de piedra y pozo y dos aposentos encima de dicha cochera con toda la vivienda de los cuartos altos y bajos de dicha casa principal» (APHM, Exp. 10049, fol. 593v). Señálese, por último, que la mansión que había habitado el anterior embajador francés fue ocupada, tras su partida en diciembre de 1683, por el enviado de Venecia, Sebastiano Foscarini (AMAE, CP, Espagne, t. LXVIII, fol. 535r, carta del conde de La Vauguyon a Luis XIV, Bayona, 16 de febrero de 1684), razón por la que Feuquières hubo de procurarse una nueva residencia cuando llegó a Madrid.

59. AMAE, CP, Espagne, t. LXIX, fol. 239r, carta de Koenraad van Heemskerk a los Estados Generales, Madrid, 2 de agosto de 1685. El citado cónsul francés en Cádiz también se hace eco en su correspondencia de este incidente que hizo palidecer a Carlos II (AN, AE/B/I/212, fols. 289r-292v, carta de Pierre de Catalan a Luis XIV, Cádiz, 5 de agosto de 1685).

60. Según cuenta el embajador holandés, a partir de entonces todos los ciudadanos que vestían a la francesa resolvieron no pisar la calle hasta que cesaran los alborotos (AMAE, CP, Espagne, t. LXIX, fol. 239r, carta de Koenraad van Heemskerk a los Estados Generales, Madrid, 2 de agosto de 1685). El afamado erudito francés de la orden de San Benito, Michel Germain, a la sazón en viaje por Italia, recoge en una de sus cartas a su colega Placide Porcheron, fechada el 21 de agosto de 1685, el ataque contra los mencionados sujetos llegados de Flandes, señal inequívoca del eco internacional que tuvieron los acontecimientos en Madrid: «Dans ce mouvements quelques Flamands ou Espagnols venus de Flandre depuis peu parurent vêtus à la française. Le peuple les alla aussitôt charger à coups de pierres, les appellant Gavachos. Eux mirent l’épée à la main; il y en eut de tués de part et d’autre, et beacoup plus de blessés» (Germain, Lettres d’Italie, p. 47).

61. AGS, Estado, K 1652, D. 71, carta del marqués de Feuquières a Pedro de Aragón, Madrid, 22 de julio de 1685. El embajador Heemskerk, no obstante, fecha el incidente de los criados de Feuquières el día 21 por la mañana.

62. AGS, Estado, K 1652, D. 71, 23 de julio de 1685.

63. Carta al emperador Leopoldo I, Madrid, 15 de octubre de 1666, en Pötting, Diario, vol. I, pp. 193-194.

64. En su correspondencia diplomática, el marqués de Feuquières subraya la anidmaversión que tanto Oropesa como su mano derecha, el secretario Manuel de Lira, albergan contra el pueblo francés. Añade que ambos sujetos «ne son pas déterminés à la paix» (AN, AE/B/I/767, fols. 155r-159v, carta del marqués de Feuquières a Luis XIV, Madrid, 19 de julio 1685).

65. Sobre la concentración de las tropas francesas en la frontera, ver ASVE, Senato, Dispacci degli ambasciatori, Spagna, C.ª 121, s. f., cartas de Sebastiano Foscarini al Senado, Madrid, 12 de julio de 1685 y 9 de agosto de 1685. El duque de Montalto escribe al respecto: «Estase con recelos de que las tropas del Cristianísimo invadan el reino de Navarra, para donde se han enviado algunos reformados y se hacen levas en esta corte y comienzan ya a marchar algunas compañías» (carta a Pedro Ronquillo, Madrid, 10 de mayo de 1685, en Montalto, Cartas, p. 315). En una carta escrita tres meses más tarde, el mismo aristócrata dice: «Todo es venir correos de Navarra y Vizcaya, dando cuenta de las grandes prevenciones de guerra que va avecindando el Cristianísimo a aquellas fronteras, pareciendo imposible, según son, que deje de emplear sus numerosas tropas en daño nuestro y con mucho menos de lo que tiene puede hacer lo que se le antoje, respecto de estar Navarra y Vizcaya indefensas totalmente y, si Dios no lo remedia, temo la última ruina» (carta a Pedro Ronquillo, Madrid, 1 de agosto de 1685, en Montalto, Cartas, p. 324).

66. AMAE, CP, Espagne, t. LXIX, fols. 239r-240r, carta de Koenraad van Heemskerk a los Estados Generales, Madrid, 2 de agosto de 1685.

67. Echavarren, 2015, p. 146.

68. BNE, Ms. 18755/19, fol. 240r; ASVE, Senato, Dispacci degli ambasciatori, Spagna, C.ª 121, s. f., carta de Sebastián Foscarini al Senado, Madrid, 26 de julio de 1685.

69. AGS, Estado, K 1652, D. 71, carta de Crispín Botello a Manuel de Lira, Madrid, 23 de julio de 1685.

70. ASVE, Senato, Dispacci degli ambasciatori, Spagna, C.ª 123, s. f., carta de Sebastiano Foscarinial Senado, Madrid, 9 agosto de 1685.

71. La preocupación del rey la compartían muchos españoles residentes en el extranjero, como la numerosa colonia hispana en Roma, al decir del benedictino Michel Germain: «Les espagnols qui sont dans cette ville ont grand peur que la fin des outrages faits à la reine, à Cantine et à toute la nation française n’apportent une guerre terrible dans leur pays» (carta a Placide Porcheron, 11 de septiembre de 1685, en Germain, Lettres d’Italie, p. 65).

72. ASVE, Senato, Dispacci degli ambasciatori, Spagna, C.ª 123, s. f., carta de Sebastiano Foscarini al Senado, Madrid, 9 de agosto de 1685.

73. AHN, Sala de alcaldes de casa y corte, Año 1685, fol. 130r. El bando se pregonó en la Plaza Mayor, la Puerta de Guadalajara, la Plazuela de Santo Domingo, la Puerta del Sol y la Plaza de San Martín y se fijó una copia del mismo en los tres últimos lugares.

74. BNE, Ms. 11017, fol. 222r-v. Entre todos los súbditos franceses, alcanzaron de Carlos II la merced de permanecer en palacio el confesor de la reina (el padre Ayrault, de la Compañía de Jesús), el boticario de la reina, un cocinero y la camarista Susana Duperroy, sobrina de la Cantina, pese a las protestas del conde de Oropesa, que exigía la expulsión de todos los franceses.

75. ASVE, Senato, Dispacci degli ambasciatori, Spagna, C.ª 123, s. f., carta de Sebastiano Foscarinial Senado, Madrid, 9 de agosto de 1685.

76. Biblioteca Universitaria de Salamanca, Ms. 429, fol. 44r, carta del marqués de Feuquières a Pedro de Aragón, Madrid, 2 de agosto de 1685.

77. Los primeros trabajadores franceses en la corte que abandonaron Madrid lo hicieron, en efecto, el día 1 de agosto al caer la noche, para evitar posibles altercados en las calles de Madrid. La segunda partida dejó la villa durante la noche del 2 de agosto (AMAE, CP, Espagne, t. LXIX, fols. 241v y 244r, carta de Koenraad van Heemskerk a los Estados Generales, Madrid, 2 de agosto de 1685). Debido a las heridas que se le infligieron en el tormento, Nicolasa Cantín, acompañada de su marido, hubo de partir algunos días más tarde y, en todo caso, antes del 8 de agosto (AHN, Nobleza, Osuna, CT. 47, D. 10). Según apunta el marqués de Dangeau, la pareja finalmente llegó a Bayona el sábado 18 de agosto de 1685 (Dangeau, Mémoires, t. I, p. 136). AMAE, CP, Espagne, t. LXIX, fol. 242r, carta de Koenraad van Heemskerk a los Estados Generales, Madrid, 2 de agosto de 1685.

78. BNE, Ms. 12953/43.

79. AMAE, CP, Espagne, t. LXIX, fol. 240v, carta de Koenraad van Heemskerk a los Estados Generales, Madrid, 2 de agosto de 1685.

80. AMAE, CP, Espagne, t. LXIX, fol. 242r, carta de Koenraad van Heemskerk a los Estados Generales, Madrid, 2 de agosto de 1685.

81. Maura, 1990, p. 316.

82. Carta a Pedro Ronquillo, Madrid, 30 de agosto de 1685, en Montalto, Cartas, p. 326.

83. Todavía en octubre de 1685 se creía que la reina estaba encinta, según apunta Michel Germain en su correspondencia (Germain, carta a Placide Porcheron, 2 de octubre de 1685, en Lettres d’Italie, p. 81).

84. Egido, 1980, p. 278.

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