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La deontología profesional del abogado en la temprana Edad Moderna
Professional Deontology of the Lawyer in Early Modern Age

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 9, núm. 2,

Instituto de Estudios Auriseculares

Emilio Blanco

Universidad Complutense de Madrid, España

Recibido: 09/02/2021

Aceptado: 09/04/2021

Resumen: La figura del abogado forma parte de la triada por excelencia de la literatura satírica, junto con el médico y el mercader. Quizá por ello resulta difícil encontrar un tratamiento ecuánime y desapasionado en los textos literarios, que oscilan entre la alabanza y el vituperio (con predominio de este último). El recurso a los manuales de confesores ayuda a paliar esa carencia: en el tribunal de la penitencia, el sacerdote no busca el enaltecimiento de la profesión (como los redactores de elogios de las profesiones en el ámbito humanista) ni su escarnio (como los autores satíricos), sino establecer los pecados del abogado. A través del estudio de esos pecados es posible reconstruir de forma más ecuánime las malas prácticas profesionales de los abogados en la Edad Moderna.

Palabras clave: Abogados, deontología, Derecho, manuales de confesores, Renacimiento.

Abstract: The figure of the lawyer is part of the quintessential triad of satirical literature, along with the doctor and the merchant. Perhaps that is why it is difficult to find an unbiased and dispassionate treatment in literary texts, which oscillate between praise and vituperation (being the latter the predominant one). The use of confessors’ manuals will help to alleviate this lack: in the court of penance, the priest does not seek the praise of the profession (like the writers of acclaims of professions in the humanist sphere) nor its derision (like satirical authors), but to establish the sins of the lawyers. Through the study of these sins, it is possible to reconstruct in a more equitable way the bad professional practices of lawyers in the Modern Age.

Keywords: Lawyers, Deonthology, Law, Confessor’s Manuals, Renaissance.

«Al médico, confesor y letrado, hablarle claro». El viejo refrán castellano, que se presenta en variantes a lo largo de los años como tantos otros géneros de tradición oral, sirve bien de punto de partida para estas reflexiones acerca de la visión del abogado en los manuales de confesores. En efecto, la sabiduría popular insiste en la necesidad de abandonar los engaños y mentiras (otra variante explica de forma clara en la segunda parte: «Al médico, confesor y letrado, no le tengas engañado») cuando se trata de ciertos ámbitos de actuación. En el caso del médico y del confesor, presta poco engañarlos, pues la salud (del cuerpo o del alma) dependerá de una relación franca con ellos. Cuando se trata del abogado, será el éxito en el litigio el que puede depender de la franqueza o falsedad empleada al negociar con él. Pero, con ser importante, no interesa tanto ahora ese detalle como el hecho de la reunión en el mismo refrán de las tres profesiones, que se pueden distribuir a su vez en parejas: señalada ya la asociación con distintos bienestares del sujeto en los dos primeros oficios, existe también una relación entre médicos y abogados en el campo literario del Renacimiento, pues una y otra profesión suelen presentarse desde posiciones extremas, tendentes en unos casos al enaltecimiento y en otros a la sátira y la burla. En el caso de los médicos, el interés por ensalzarlos a los comienzos de la Edad Moderna es tan evidente como lo será el deseo de ridiculizarlos tiempo más tarde 1 . Si tratamos de los jurisconsultos predomina, me temo, la intención ridiculizadora 2 , aunque ambos forman parte —junto con los mercaderes— de la triada sagrada de la sátira literaria desde fines de la Edad Media, que llegará hasta el Crotalón, Quevedo o Gracián.

La consecuencia más clara de toda la situación señalada es que resulta difícil trazar un panorama ecuánime, no interesado en uno u otro sentido, cuando el crítico se acerca a este tipo de figuras desde textos estrictamente literarios. Como señaló Lía Schwartz respecto de Quevedo y los abogados, estos retratos no reflejan fielmente individuos reales, sino que son más bien el trasunto del rechazo de un sector social conservador que no veía con buenos ojos el surgimiento de una nueva burocracia estatal, requerida por la nueva economía moderna 3 . Creo que, como veremos a continuación, el recurso a los manuales de confesores podría contribuir a dibujar un esquema más ajustado a la realidad que el presentado desde otros géneros por quienes buscaban ensalzar la profesión (humanistas) o denigrarla (satíricos).

UTILIDAD DE LOS MANUALES DE CONFESORES PARA EL ASUNTO

La utilidad de los manuales de confesores para el asunto que nos ocupa es evidente 4 : aunque la finalidad general de este tipo de libros es bien otra, lo cierto es que la evolución del género termina por convertirlos en —entre otras cosas— catálogos de malas prácticas profesionales. Recordemos que, en un principio, se trató de breves textos que buscaban ayudar al sacerdote a administrar el sacramento de la confesión; que más tarde el objetivo se amplió y se ofrecieron también al penitente para que hiciese examen de conciencia previo a la entrada al confesionario; y que finalmente, como todo tipo de literatura administrativa (pues en parte lo fueron), tendieron al hipercrecimiento, tanto en número como en tamaño y orientación 5 . Así, los recorridos iniciales y esquemáticos de la lista de los diez mandamientos que el confesor debe repasar para confesar al penitente van creciendo por adición: las demandas primeras van abandonando con el paso del tiempo el carácter general para incidir cada vez más en los casos particulares. En esos casos se descubre ya toda una censura de ciertas prácticas legales en la temprana modernidad, y más abajo veremos ejemplos de ello en las Summae de fray Alonso de Vega o Emanuel Rodríguez Lusitano. Pero, antes de abordar la casuística concreta, verdadero objeto de este estudio al ser la piedra de toque que permitirá evaluar la auténtica práctica legal del abogado en la época, entiendo que convienen algunas reflexiones generales sobre cómo la citada marcha de la serie genérica permite valorar la utilidad de este género religioso como testigo de toda una época.

Como decía, el esquema inicial arranca del catálogo de los mandamientos, pero desde bien pronto algunos autores comienzan a innovar con adiciones que afectan a la estructura, tanto de la obra en general como de cada uno de los mandamientos en particular. En ese camino hacia la complicación estructural, algunos autores empiezan a interesarse por el pecador no como un hijo de Dios abstracto e igualitario, sino como perteneciente a ciertos colectivos concretos, entendiendo así que contemplar la inclusión social del pecador ayudaría al sacerdote a guiarle en la confesión. Es el caso de Martín Carrillo, quien en su Manual de confesores, a finales del siglo XVI, dedica un cuarto tratado a los estados particulares, entendiendo estos no como profesiones, sino en función de ciertas consideraciones sociales, como cuando opone señores o superiores frente a súbditos y criados, maridos y mujeres, padres e hijos, ricos y pobres, mozos y viejos…, e incluso le queda algo de tiempo para destinar epígrafes a viudas, doncellas, enfermos, etc. Carrillo, pues, se sirvió de la distribución por parejas antes del estructuralismo moderno, y su aproximación será útil sobre todo cuando se trate de indagar en los pecados característicos de cada uno de los tipos sociales citados. Aun así, la estructura diseñada por Carrillo es muy original, y por ello poco habitual en estos tratados.

El diseño que triunfará a partir de mediados del siglo XVI es aquel en el que el autor introduce capítulos o apartados específicos sobre determinadas profesiones. En fecha tan temprana como 1540, el franciscano Alejandro de Ariosto (y la adscripción a la Orden no es irrelevante), en un volumen redactado originariamente en latín, ya se detiene en los profesionales de la justicia, a quienes dedica dos grandes apartados, uno a jueces y otro a abogados y procuradores 6 . Pocos años después, en 1552, el libro de Ariosto ya se ha vertido al castellano, y Arias Castillo amplía en su manual el catálogo de profesiones legales a jueces, escribanos, tabeliones (i. e., escribanos) y notarios. Inmediatamente después, en 1555, Juan de Segura ofrece también amplia información en el suyo sobre las profesiones relacionadas con la administración de justicia.

Con todo, el modelo más productivo en este sentido, sin duda, no será el que se detenga circunstancialmente en ciertos estados vitales como los señalados. Tampoco el de aquellos autores que se centran en profesiones que se consideran importantes (el rey, el juez, y en otros ámbitos, el privado y el noble) por influjo de la tradición política de fines de la Edad Media: todos esos libros parecen reflejar un mundo periclitado, y la materia que ofrecen consiste generalmente en textos e ideas extraídos de viejos centones medievales, como atestiguan las citas de autoridad. Por ejemplo, ya entrado el siglo XVII, Nicolás de Ávila, tratando del segundo mandamiento, redacta un capítulo que sabe a ranciedad medieval, pues señala que los jueces seglares deben buscar y castigar a los blasfemos y perjuros, sobre todo porque, como ocurre con el rey a otros efectos, los oidores «no ejercitan juicio de hombres, sino de Dios», con referencias legales del tiempo de los Reyes Católicos y con el San Agustín de los frailes del yermo como autoridad doctrinal 7 . Se diría que ha habido una vuelta a un siglo y medio antes, pues el tono no parece diferir en exceso de los capítulos dedicados a los jueces por Rodrigo Sánchez de Arévalo en su Suma de la política a mediados del siglo XV: salvadas las cuestiones estrictamente religiosas, la administración de la justicia preocupa poco a Nicolás de Ávila.

El modelo que se impondrá a partir de cierto momento es aquel que, tras haber repasado las cuestiones generales en la parte inicial dedicada a los mandamientos, abre una segunda sección destinada al examen de los pecados específicamente profesionales. Es decir, las preguntas que el confesor debe plantear a aquellos penitentes que se individualizan ante él como pertenecientes a un gremio o profesión determinada. Es el caso, de nuevo, de otro franciscano, fray Francisco de Alcocer, quien en 1572, en su Confesionario breve y muy provechoso para los penitentes, que hace honor al título, encuentra tiempo y espacio para añadir un capítulo al final, el XXV, que trata «De algunas doctrinas acerca de los particulares estados, oficios y artes» 8 . Allí examina los pecados (malas prácticas profesionales, para nosotros) de la triada más general —jueces, abogados y procuradores—, pero también de los restantes implicados en el proceso: relatores, escribanos, testigos, actores, acusadores e incluso el reo. Esta es la estructura que se impondrá a partir de cierto momento, con una distribución clarísima en el caso de la justicia: habitualmente, un capítulo dedicado a los jueces y otro a los abogados (con una tercera posibilidad consistente en agregar otro más sobre los procuradores). Bartolomé de Medina, en 1587, se acoge igualmente a esa estructura binaria.

A medida que nos acercamos al final del siglo XVI, parece imponerse una división en dos secciones: una primera de carácter general sobre el proceso judicial y la justicia desde planteamientos de tipo teórico, a la que sigue como segunda parte la estructura binaria ya señalada de dos capítulos destinados a los pecados del juez y del abogado, respectivamente. Este es el arquetipo común, a partir del cual hay innovaciones, por supuesto, en función del interés del redactor y del grado de profundidad del libro. Basta echar un vistazo al capítulo XVII del famoso Compendio de Azpilcueta para encontrar cinco tipos de personas relacionadas con la justicia (los tres oficios clásicos —juez, abogado y procurador— a los que se añade aquí el notario y, en un apartado final, el testigo, que —sin ser oficio de la justicia, claro— es parte importante del proceso). Casos como el del jesuita Francisco de Toledo, que se para poco en abogados, aunque bastante en jueces, procuradores (y también en el reo) 9 , son extraños, porque lo normal es que, ya en el siglo XVII, cada vez se detengan y profundicen más en cada uno de los actores en el drama judicial, bien mediante el procedimiento de la Suma de casos (donde se hace necesario recurrir al índice final del libro para encontrar los asuntos relacionados con cada una de las profesiones ya citadas y reconstruir la práctica legal de la época), bien mediante la estructura convencional del tratado dividido en capítulos, centrado cada uno de ellos ya sea en la profesión desde un punto de vista genérico (médicos, abogados, impresores, maestros, sastres), ya con una especialización que llega a adjudicar un título a cada subgrupo dentro de cada categoría general. Así, por ejemplo, en 1633 otro jesuita, Francisco Fernández de Córdoba, divide en cinco apartados su aproximación a los pecados de tipo legal, estribando en que los cometan jueces (capítulo VII), abogados (XII), relatores (XIII), secretarios judiciales (XVI) o receptores (XVII).

Como puede verse, la cuestión es compleja y requeriría una monografía más extensa que tuviese en cuenta todas estas consideraciones particulares. No obstante, creo en la utilidad básica del cuadro genérico ya aportado, al que agregaré a continuación las observaciones específicas sobre el abogado ante el tribunal de la penitencia, dejando para otra ocasión las malas prácticas del resto de actores implicados en el proceso legal.

REQUISITOS PREVIOS PARA EJERCER LA ABOGACÍA: TITULACIÓN Y CONOCIMIENTOS

Hay un primer requisito en el que suelen coincidir quienes abordan el asunto, que suele arrancar con la formación y la titulación requerida para ejercer la abogacía. Casi todos los autores insisten en ello, y quienes no lo hacen lo dan por sentado al tratar otros supuestos. Así, se exige en primer lugar la titulación, y luego se demanda al abogado que conozca la legislación vigente. A partir de ahí, se dispara la casuística. Juan de Segura, por ejemplo, señala como uno de los fallos habituales el esconder el título o haberlo logrado de forma ilegal: «Procuré ser graduado siendo insuficiente» 10 . Esta cuestión, la de la obtención de títulos de manera más o menos fraudulenta, aparece con frecuencia: fray Alonso de Vega, por citar un caso diferente, discute con detenimiento las distintas opciones. Por ejemplo, qué debe hacer un estudiante que logra el título sin tener la edad oficial necesaria para ello, y se da cuenta después de haberse graduado. Esta cuestión preocupaba en tiempos entre los doctores salmantinos, al menos en la época de fray Luis López, quien lo refiere en su Instructorium negotiantium, y señala que hay dos formas de entenderla: según rigor y según equidad. Según rigor, si el abogado no ha cumplido los veinticinco años, tendrá que resignar el oficio conforme a la ley. Según equidad, hay varias posibilidades, que pueden resolverse de forma positiva o negativa en función de, por ejemplo, si se ha comprado el grado 11 . A la hora de obtener la graduación, no todos son iguales de aptos, y en consecuencia no todos pueden lograrla. Fernández de Córdoba, por ejemplo, demanda al abogado penitente que indique en confesión «si no sabe las leyes, estatutos y ordenanzas que debe guardar» 12 , y Azpilcueta señala la conducta desviada de quienes abogan sin estudiar derecho, sobre todo si han aprendido en libros escritos en romance, salvo cuando no queda otra opción 13 . En este apartado se discrimina hasta por órdenes religiosas, porque Rodríguez Lusitano dedica un amplio texto a discutir si los clérigos menores pueden recibir el título y si, una vez en posesión de él, pueden ejercer, y en qué ámbitos 14 . Ni que decir tiene que el abogado descomulgado debe permanecer al margen del ejercicio de la abogacía, y que todos ellos están sujetos a la obligación de guardar las ordenanzas, como recuerda Juan de Segura.

1. ACTUACIÓN DEL ABOGADO: ANTES DEL JUICIO

Una vez en posesión del título como condición habilitante, comienza a discutirse la conducta del abogado, tanto durante el proceso como en su actuación profesional en conjunto. Antes de comenzar el juicio, al abogado se le plantean, a través de las preguntas del sacramento de la penitencia, toda una serie de cuestiones previas, que son las siguientes:

1. 1. El carácter justo de la naturaleza del pleito

La cuestión más importante parece tener que ver, por una parte, con la selección del cliente, pero sobre todo con la naturaleza del pleito que se ha de aceptar. En ese sentido, ya Juan de Segura indicaba como una posible declaración habitual del abogado penitente: «Defiendo a los que claramente son delincuentes, o que lo sé yo, con trampas, mentiras o cautelas» 15 . Pero la preocupación más común y la más citada tiene que ver sin duda con la posibilidad de acometer o no la defensa de un pleito injusto. Suele ser un comienzo habitual de los pecados del abogado, como empieza señalando Alcocer: «Ayudar en alguna causa que saben, o tienen razón de saber, ser injusta» 16 . Esta es la doctrina general, que incumbe a todos los agentes del proceso (no solo al abogado, sino también a procuradores o jueces, según Ortiz Lucio) 17 y que comienza a perfilarse inmediatamente después, ya que la situación varía en caso de saber ab ovo de la injusticia de la parte a conocerla circunstancialmente durante el proceso. Si la percepción de injusticia se adquiere durante el procedimiento, y si la parte defendida es sabedora de ello, el abogado solo se ve obligado a restituir a la parte contraria, y eso si la parte defendida no puede o no quiere encargarse de la restitución: el abogado solo está obligado a restituir en ese caso cuando su defendido es partícipe de la injusticia 18 . Si la causa es dudosa, o es opinable por ambas partes, el abogado puede ejercer limpiamente por cualquiera de ellas 19 . La casuística también aquí es extensa, y no sirve aceptar un pleito injusto so capa de dilatar la causa o para intentar concertar a las dos partes 20 , ni tampoco se excusa si abogando o procurando en causa injusta, el letrado prosigue o defiende algún capítulo justo, «para por esta vía impedir o diferir o pervertir la causa principal», pues no se deben confundir los fines con los medios 21 . Los ejemplos se pueden estirar, porque si el abogado defiende causa injusta por ignorancia de culpa leve o levísima, no está obligado a restituir el daño, «salvo si fue por culpa lata, es a saber, si manifiestamente fue negligente de ver el processo y no poniendo por obra lo que suelen hacer los buenos abogados y examinen si la causa es justa primero que la favorezca» 22 . En realidad, las tres grandes posibilidades aquí existentes se plantean de forma clara desde bien pronto, como hace Juan de Segura con las tres propuestas para el abogado que se va a confesar, que debe reflexionar sobre si ha incurrido en alguno de los siguientes supuestos:

—He abogado en negocio que había duda en la justicia de él, sin advertir al negociante como debía.

—He abogado en negocio que era contra justicia.

—He abogado en negocio que al principio me pareció justo por no estudiarlo o entenderlo, y cuando lo entendí no desistí de ello ni lo consejé a la parte como debía 23 .

A partir de esta doctrina general, se abren infinitas posibilidades: Rodríguez Lusitano y fray Alonso de Vega, uno en la forma sistemática del tratado, el otro conforme al esquema de casos distintos, abordan en sus obras diferentes supuestos de pleitos injustos y cómo se deben afrontar por parte del abogado.

1. 2. Capacidad del letrado para asumir los pleitos

Son legión los confesores que insisten en que el practicante de la abogacía no debe asumir más pleitos de aquellos que sea capaz de tratar y llevar a carta cabal. A la altura de 1555 la cuestión ya debía ser candente, porque Juan de Segura pone en boca del penitente la siguiente acusación: «Tengo tantos pleitos que apenas puedo dar recado en ellos» 24 y así hasta Fernández de Córdoba en 1633 25 , quien explica las razones de censurar el exceso de trabajo: los retrasos obligan a detenerse a las partes, que gastan más dinero y terminan perdiendo los pleitos porque el abogado no da abasto para prepararlos y estudiarlos. Estas dos cuestiones —aceptar el caso, por un lado, y estudiarlo, por otro— suelen ir unidas, ya se aluda a ellas como descuido del letrado o bien se identifique directamente con la falta de estudio o con no haberse detenido previamente a examinar los casos que van a juicio. Y es que hay algunos profesionales que aceptan todos los encargos sin excepción y sin estudiarlos antes, como testimonia Bartolomé de Medina en los pecados tres y séptimo del capítulo dedicado a la materia: «El tercero es no examinar primero que reciba la causa si es justa o injusta; antes sin diferencia recibirlas todas»; «El séptimo es no estudiar para defender la causa de que se ha encargado, por lo cual si por su negligencia o poco estudio su parte perdió la causa, pecó mortalmente» 26 .

1. 3. Aceptar los casos de los pobres

Una variante de este pecado es la que tiene que ver con aceptar llevar casos de pobres en distinto grado. Aquí el tratamiento va desde la sencillez con que lo despacha Juan de Segura («He desechado algún pobre porque no me había de dar dinero») 27 hasta quienes van hilando cada vez más fino. Bartolomé de Medina señala, por ejemplo, que la piedra de toque está en no tener el pobre quien le defienda, por un lado, sin que se encuentre en la situación absoluta de extrema necesidad y pobreza. Basta con que no le llegue su haber para que el abogado se vea obligado moralmente a seguir la causa 28 . De nuevo aquí quien resulta ser más explícito es fray Alonso de Vega, en los casos 60 y 61 del libro I de su Summa, donde aclara morosamente por medio del sistema de preguntas y respuestas la cuestión: el abogado debe trabajar gratis si el cliente está en situación de extrema necesidad; si no es así, no tiene más obligación que la que hay con cualquier otra de las obras de misericordia 29 . El caso siguiente añade qué tiempo puede dedicar a socorrer a estos pobres el letrado: no todo, sino aquel que se etiqueta como superfluo 30 , es decir, el tiempo que les sobra. Si la familia necesita de este tiempo para que el penitente se ocupe de ella y la gobierne, el abogado no está obligado a defender a los pobres; pero si no es así, deberá atenderlos gratis. Eso sí, sin buscarlos él, pues no hay obligación de procurar pleiteantes pobres para defenderlos 31 .

2. DURANTE EL PROCESO

2. 1. Malas prácticas procesales

Una vez que se ha iniciado el proceso judicial, tanto las preguntas que se han de plantear al penitente como las declaraciones y estipulaciones de los confesores permiten reconstruir otra parte del código de malas prácticas en el mundo de la abogacía. Todas son bien conocidas y se repiten en los distintos manuales. Y casi todas ellas tienen que ver con el procedimiento, ya sea desde un punto de vista conceptual o bien en su desarrollo más práctico: una de las más comunes es alargar el proceso, según señalan Segura o Alcocer 32 , aunque es Fernández de Córdoba quien se demora más en esta trampa: es reprobable multiplicar peticiones sin necesidad, intentar repetir el juicio o arbitrar nuevas diligencias con el juez para ganar más dinero 33 . También es objeto de reprobación «poner posiciones cavilosas», esto es, recurrir a discursos maliciosos, con cautelas, chismes, enredos o engaños, según la definición del Diccionario de Autoridades 34 .

Conforme a lo señalado más arriba, y aunque acelere el proceso, es igual de fraudulento llegar al juicio y emitir un dictamen sobre las relaciones sin haberlas visto 35 o ponerse de acuerdo con el relator sin haberlas examinado previamente: «y el relator suele excusarse con que el abogado las ve, y el abogado se excusa con que el relator las ve, y uno por otro las dejan de ver y se vienen a fiar del escribiente» 36 .

Sucede lo mismo con el recurso a instrumentos falsos durante el juicio, ya se trate de alegar algún texto jurídico de forma equivocada o torticera, o bien de recurrir a cualquier otro instrumento legal adulterado 37 . Todo este tipo de procederes (tanto si se trata de instrumentos como de testigos, o si se falsea el derecho) suele llevar aparejada la pena de restitución 38 , aunque en esto no todos están de acuerdo: «Si el abogado pide justicia por malos medios y testigos falsos, peca, pero no está obligado a restituir, y no se encargue de causa injusta para diferirla» 39 . Juan de Segura, mediado el siglo XVI, ya censuraba el recurso a la mentira («Allego mentiras en cosas que son claras y manifiestas, diciendo que no es parte, y cosas semejantes, por molestar y alargar tiempo») 40 y lo repiten casi todos, dando cuenta de estas prácticas.

2. 2. El todo y las partes

En su relación con las dos partes intervinientes en el proceso, la suya propia y la contraria, se juega el letrado su honra profesional, de tejas abajo, y su alma, de tejas arriba. En el trato con esas partes, el profesional del derecho debe ser exquisito, porque el hilo de la legalidad se quiebra con frecuencia debido a la actitud incorrecta del abogado. Los confesores tipifican toda una serie de conductas pecaminosas en la relación de este con las distintas partes de un proceso:

2. 2. 1. Con la parte propia

—Engañar a una parte (e incluso en algunas ocasiones a las dos). Esta conducta tiene dos versiones: en positivo, si el abogado engaña a sus clientes, diciéndoles que tienen razón y justicia cuando es cosa dudosa y opinable, lo que les lleva a iniciar y a proseguir el juicio, de lo que se sigue grave daño cuando finalmente lo pierden 41 . La otra variante de esta práctica, la negativa, es el silencio o el circunloquio: ocultar de alguna manera a la parte que no tiene justicia para que afronte el proceso, lo que tiene al fin los mismos efectos desastrosos que la anterior 42 .

—Aconsejar conductas malas a la parte. Por ejemplo, que niegue la verdad, que esconda alguna escritura que debe manifestar, que pida término (es decir, que solicite un aumento del plazo temporal concedido, conforme al uso extendido de la voz en el ámbito jurídico 43 )… sabiendo que no hay nada que probar y con la finalidad de dilatar el proceso 44 .

—Otra actuación típica de los abogados consiste en concertarse con la parte a distintos efectos: recibir un porcentaje de lo ganado o percibir una comisión (para decirlo en términos modernos), además de ser pecado, está penado por el Derecho. Así lo indican casi todos los tratadistas, desde Juan de Segura en el siglo XVI hasta Fernández de Córdoba ya en el XVII 45 . Alcocer señala que es pecado mortal «concertarse con la parte que le dé la mitad, o la tercia, o cuarta parte, u otra cosa de lo que sentenciaren en su favor» 46 , y Bartolomé de Medina explicita la causa de la interdicción: porque el abogado que obra así tiene gran ocasión de trabajar mediante medios lícitos o ilícitos para vencer la causa como sea 47 . Frente a la reprobación general, algunos confesores recogen ciertas cautelas sobre esta práctica: es el caso de Juan de Segura, quien tras censurarla introduce una nota, marcada con una cruz para llamar la atención: «Bien puede haber caso en que sea esto lícito como en una cosa perdida y que su dueño no lo seguirá, etc. Aunque los letrados pocas veces pueden hacer esto con buena conciencia» 48 . Fray Alonso de Vega también se muestra escrupuloso ante este tipo de conciertos que pactan un porcentaje del botín para el abogado, pero —agrega— «bien podrá sacar por condición alguna cosa cierta o cantidad, siquiera salga o no salga con él, y recibir también entonces alguna cosilla más que se le prometió de presentar si salía o no con él» 49 . Finalmente, Ortiz Lucio indica lo pecaminoso del concierto que se busca con el contrario cuando el abogado y su cliente toman conciencia de que no tienen justicia 50 .

2.2.2. Con la parte contraria: el secreto profesional

Aquí los problemas que se plantean son de dos tipos. Por un lado, cuando el abogado se da cuenta de que su parte no tiene justicia, o muy poca, y que las posibilidades de vencer el pleito son escasas, y le induce entonces a llegar a un concierto con el contrario. La conducta correcta en este caso sería avisar a su cliente de que tiene pocas opciones de éxito al no tener razón jurídica 51 . Solo existe una posibilidad honesta de concierto aquí: cuando es el propio contrario quien lo pide sin haber sido engañado o coaccionado previamente: «Y si sabe que el pleiteante no tiene justicia, no le puede aconsejar que se concierte, salvo si el contrario lo pide sin hacerle fuerza ni engaño» 52 . Es Rodríguez Lusitano quien explica con detenimiento la causa de esta concesión: si no hay daño de la parte contraria y esta no ha sido coaccionada ni engañada, resultan beneficiadas ambas partes y se logra el bien superior de la concordia, por lo que se puede actuar así 53 .

Otras conductas del abogado con respecto a la parte contraria tienen que ver con facilitarle información. Desde los textos más tempranos se censura este tipo de actos 54 , pues el secreto profesional garantiza en no pocas ocasiones el éxito del proceso: «El octavo, si descubrió los secretos importantes de su parte al adversario, porque en tal caso es prevaricación y falsedad; y así prevaricador y falsario» 55 . Y no solo cuando hay una voluntad cierta del abogado en filtrar esa información al adversario; si el secreto llega a conocimiento del contrario por descuido del letrado, también es censurable: se equipara a la prevaricación si el abogado «deja las informaciones de derecho a mal recaudo, y las fía de persona no segura, de modo que se las puedan hurtar, trasladar y darlas a la parte contraria» 56 .

El secreto profesional, en definitiva, equipara el abogado con el confesor y el médico, y no puede desvelarse nunca según la mayoría de los tratadistas. Sin embargo, Rodríguez Lusitano introduce serias dudas acerca de la posibilidad de romper el secreto profesional en el caso del abogado: si la causa es injusta, y hay peligro de muerte, o de que se corte un miembro, o de gran deshonra, entonces no solo puede, sino que está obligado a declarar el secreto al juez. Esto lo manda el derecho natural, pero para hacerlo conforme a la ley de Dios deben cumplirse además algunas otras condiciones: a saber, que tenga seguridad absoluta de que la justicia está del lado de la parte contraria, que la revelación del secreto no provoque escándalo, y que intente primero corregir fraternalmente a su pleiteante, y que revele su secreto solo si no hay más remedio y el cliente no da el brazo a torcer 57 .

Si facilitar información reservada es motivo de prevaricación, ayudar a la causa contraria directamente también lo es, sea de forma pública o secreta 58 . Sucede lo mismo con algunos abogados que defienden de forma simultánea a las dos partes, como denuncia Fernández de Córdoba: «Si ha prevaricado, defendiendo a ambas partes contrarias, en público o secreto, o descubriendo el secreto de su parte a la contraria» 59 . Con todo, esto no está tan claro como pudiera parecer a priori, porque fray Alonso de Vega discrimina con cierta nitidez cuándo se puede jugar a dos barajas, o clientes, al plantear la pregunta en su libro IV. La prohibición está clara cuando procurador o abogado conocen la justicia o injusticia de la causa. Ahora bien, cuando esta última está en duda, se puede intervenir en nombre de ambas partes tanto como a favor de una de ellas solo. Con una limitación, impuesta por Silvestre, que impide la simultaneidad en los mismos artículos e instancias: «mas en la misma instancia, aunque sea estando en duda, no se puede abogar». Explica las razones del siguiente modo: «lo uno porque muy pocas veces se puede hacer sin escándalo y sin detrimento de la fama, y lo otro porque parece imposible que, vista la causa, a una y otra parte se tenga buena fe», pero sobre todo porque debería alegar cosas contrarias de forma simultánea, con lo que perdería la credibilidad 60 .

3. MINUTAS DE ABOGADO

Ya hemos visto que en algún caso la normativa impuesta por los confesores recomendaba trabajar de balde, como en el caso de la pobreza extrema, circunstancia en la que el letrado debe donar de forma gratuita su ayuda al necesitado. En esto coinciden casi todos, con las condiciones señaladas. Hecha esta salvedad, la mayor parte de los confesores acepta que la práctica de la justicia, como cualquier otra labor social, debe ser un trabajo remunerado, y se reflexiona en los tratados con frecuencia sobre ello para evitar los abusos y desmanes. Aun así, hay quien plantea la cuestión desde la misma base, y se pregunta si es lícito que médicos, abogados y procuradores reciban dinero a cambio de su labor. Fray Alonso de Vega acepta el salario, descontando los casos de los pobres, y siempre sin excederse, porque de otra manera pecarían y estarían obligados a restituirlo 61 . En otro lugar, el franciscano reflexiona sobre la cuantía justa de los emolumentos del letrado, y asegura que «no deben recibir inmoderado precio, sino lo que es justo y razonable, considerando las condiciones o las personas y los negocios y trabajos que toman, y según la costumbre razonable, no tiránica, porque de otra suerte estarán obligados a restitución» 62 . Solo hay un caso en que el abogado no puede cobrar, según explica fray Alonso de Vega:

Nota que el abogado que está asalariado de lo común y público, que no puede recibir ninguna cosa de los pleiteantes; ansí como tampoco el médico de los enfermos, si también lo está, aunque bien lo podrá recibir de los sanos, según Panor. [fol. 273r] cap. I de postul parel. per Innocen. porque tales salarios son constreñidos por los pleiteantes y enfermos 63 .

Los desmanes debían estar a la orden del día, tal y como señala Fernández de Córdoba, al referir que hay abogados que, aun estando bien pagados, obligan a la parte a satisfacer al escribiente una cantidad mayor de la acostumbrada, o bien encargan más copias al escribiente, con lo que se termina pagando el doble de lo ajustado 64 . Tal vez por ello muchos de los autores se preguntan con frecuencia si el abogado llevó más por abogar de lo que podía según las leyes y aranceles del reino, o según la costumbre aprobada cuando no hubiere aranceles, y el confesor debe hacer restituir al abogado todo el exceso, sin admitirle las excusas falsas 65 . Lo cierto es que desde el principio se censura que el letrado cobre más de lo que merece 66 , con toda la generalidad de la acotación. Lo que queda claro, siempre, es que los distintos reinos hispánicos solían regular mediante aranceles la minuta del abogado, acudiendo a la costumbre en los casos en que así no fuese. La cuestión debía preocupar, porque hay quien la refiere a todos los participantes en el juicio: Fernández de Córdoba habla de las minutas de los abogados, relatores, procuradores y receptores 67 . La reflexión más completa en este asunto aparece en el manual de Rodríguez Lusitano, quien dedica el capítulo IV a los salarios de los abogados, con seis conclusiones, relativas a cobrar de más (1), pactar un porcentaje con la parte a cambio de la victoria (2), o si el abogado puede cobrar su salario cuando la parte que le ha contratado desiste (que sí puede, 3), así como a la prohibición de recibir estrenas o albricias (i. e., sobornos en este contexto, 4), o si se puede cobrar de una y otra parte (5), al igual que la ya citada posibilidad de trabajar gratis para los pobres (6) 68 .

En conclusión, el análisis de los manuales de confesores ilumina de forma clara la labor del letrado en el mundo hispánico de la Edad Moderna a través de las preguntas que el confesor ha de plantear al abogado penitente, desde los aspectos más generales y determinantes (titulación, preparación) hasta la adecuación de las minutas presentadas, sin dejar de señalar todos los problemas que se pueden plantear durante el juicio, desde las fases previas hasta su celebración efectiva, tanto en lo que afecta a la propia labor del defensor como a las relaciones que este debe mantener con las distintas partes implicadas en el proceso.

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Notas

1. Sobre el asunto en general existen distintas aproximaciones: Sánchez-Granjel, 1967 y 1971, DavidPeyre, 1971. Para el caso concreto de Quevedo, Goyanes Cadpevila, 1934 y Querillac, 1986.

2. Así lo señala para el caso de la sátira quevedesca Schwartz, 1985, p. 28: «No parece exagerado afirmar que el género condiciona en gran medida la selección de la información». Sobre la cuestión, véanse también los trabajos clásicos de Pelorson, 1980, Gactó Fernández, 1982 y Márquez Villanueva, 1985, así como el reciente Martín Rosado, 2013.

3. Schwartz, 1986, p. 46.

4. Solo conozco al efecto el trabajo de Galván Rodríguez, 1997, centrado en el régimen señorial.

5. No es el momento de trazar un panorama completo del género. El lector interesado podrá profundizar en los trabajos serios sobre la materia (Egido, 2009, González Polvillo, 2010a y 2010b).

6. Ariosto, Enchiridion Confessorum, fols. 113-118.

7. Ávila, Suma de los mandamientos y maremagnum del segundo, discurso II, cap. XVI, pp. 333-334.

8. Alcocer, Confesionario breve, fols. 82-84.

9. Toledo, Instrucción de sacerdotes y suma de casos de conciencia, V, 58, núm. 9.

10. Segura, Confesionario, división XII, fols. CLXXXVI y ss.; pero muy parecido en Medina, Breve instructión de cómo se ha de administrar el sacramento de la penitencia, fol. 174r, y Azpilcueta, Compendio del manual de confesores y penitentes, fol. 169v.

11. Vega, Summa llamada Silva y práctica del foro interior, libro 3, caso 287, fol. 163r.

12. Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, XII, núm. 12, p. 230; posiciones semejantes en Segura, Confesionario.

13. Azpilcueta, Compendio del manual de confesores y penitentes, fol. 169v, salvedad por cierto que no afecta a los procuradores, «porque no es menester que el procurador sepa cuanto el abogado», según señala el mismo autor.

14. Rodríguez Lusitano, Summa de casos de consciencia.

15. Segura, Confesionario, división XII, fol. CLXXXVI.

16. Alcocer, Confesionario breve, fol. 86v; pero también Medina, Breve instructión de cómo se ha de administrar el sacramento de la penitencia, libro I, cap. XVI, parágrafo IV, fols. 228-229; Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, XII, núm. 2, p. 227.

17. Ortiz Lucio, De summas, de avisos y de amonestaciones generales, fol. 220v.

18. Alcocer, Confesionario breve, fol. 86v.

19. Alcocer, Confesionario breve, fol. 86v.

20. Medina, Breve instructión de cómo se ha de administrar el sacramento de la penitencia, fols. 228-229.

21. Medina, Breve instructión de cómo se ha de administrar el sacramento de la penitencia, fols. 228-229.

22. Ortiz Lucio, De summas, de avisos y de amonestaciones generales, 220v.

23. Segura, Confesionario, fol. LXXXVIIr.

24. Segura, Confesionario, fol. LXXXVIIr.

25. Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, XII, núm. 4, p. 228.

26. Medina, Breve instructión de cómo se ha de administrar el sacramento de la penitencia, fol. 174r

27. Segura, Confesionario, fol. LXXXVIIr.

28. Medina, Breve instructión de cómo se ha de administrar el sacramento de la penitencia, fol. 230v; también Azpilcueta, Compendio del manual de confesores y penitentes, fol. 169v. Y Ortiz Lucio, De summas, de avisos y de amonestaciones generales, fol. 30v: «o no ayuda al frayle o al pobre de valde, teniendo grandíssima necessidad, que lo ha de pedir en limosna para pagarle: todo esto trae obligación a restituyr».

29. Vega, Summa llamada Silva y práctica del foro interior, vol. I, caso 60, fol. 9r.

30. Con el sentido latino de ‘sobrante’.

31. Vega, Summa llamada Silva y práctica del foro interior, vol. I, caso 61, fol. 9r.

32. Véase, por ejemplo, Alcocer, Confesionario breve, fol. 86v, quien habla de «pedir dilaciones superfluas».

33. Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, XII, núm. 14, p. 231.

34. Alcocer, Confesionario breve.

35. Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, XII, núm. 14, p. 231.

36. Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, XIII, núm. 3, p. 233.

37. Ambos en Alcocer, Confesionario breve, fol. 86v.

38. Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, XII, núm. 17, p. 231.

39. Ortiz Lucio, De summas, de avisos y de amonestaciones generales, fol. 194v.

40. Segura, Confesionario, fol. LXXXVIv

41. Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, XII, núm. 1, p. 226.

42. Medina, Breve instructión de cómo se ha de administrar el sacramento de la penitencia, fol. 229v.

43. Aut., s. v.

44. Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, XII, núm. 8, p. 229.

45. Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, XII, núm. 9, p 230.

46. Alcocer, Confesionario breve, fol. 87r.

47. Medina, Breve instructión de cómo se ha de administrar el sacramento de la penitencia, fol. 174v.

48. Segura, Confesionario, fol. LXXXVIIr.

49. Vega, Summa llamada Silva y práctica del foro interior, II, caso 285, fol. 84r.

50. Ortiz Lucio, De summas, de avisos y de amonestaciones generales, fol. 194v.

51. Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, xii, núm. 3, p. 227.

52. Ortiz Lucio, De summas, de avisos y de amonestaciones generales, fol. 194v.

53. Rodríguez Lusitano, Summa de casos de consciencia, I, ii, núm. 4, p. 2.

54. Alcocer, Confesionario breve, fols. 86v-87r.

55. Medina, Breve instructión de cómo se ha de administrar el sacramento de la penitencia, fol. 174v; pero cfr. igualmente Azpilcueta, Compendio del manual de confesores y penitentes, fol. 169v.

56. Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, XII, núm. 6, pp. 228-229.

57. Rodríguez Lusitano, Summa de casos de consciencia, cap. III, pp. 4-5.

58. Azpilcueta, Compendio del manual de confesores y penitentes, fol. 169v.

59. Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, XII, núm. 18, p. 232.

60. Vega, Summa llamada Silva y práctica del foro interior, IV, caso 161, fol. 231r-v.

61. Vega, Summa llamada Silva y práctica del foro interior, IV, caso 162.

62. Vega, Summa llamada Silva y práctica del foro interior, V, caso 137, fol. 272v-273r. Muy parecido, aunque mucho más breve, en Ortiz Lucio, De summas, de avisos y de amonestaciones generales, notable 5, fol. 194v, y también muy semejante en Azpilcueta, Compendio del manual de confesores y penitentes, fol. 169v.

63. Vega, Summa llamada Silva y práctica del foro interior, V, 137, fol. 272r.

64. Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, XII, núm. 5, p. 228.

65. Medina, Breve instructión de cómo se ha de administrar el sacramento de la penitencia, fol. 174v.

66. Véanse, por ejemplo, Segura, Confesionario, cap. XII, fol. LXXXVIIr, o Alcocer, Confesionario breve, fol. 78r.

67. Fernández de Córdoba, Instrucción de confesores, II, XII, núm. 7, p. 229; núm. 9, p. 237; núm. 6, p. 252, respectivamente.

68. Puede verse por menudo en Rodríguez Lusitano, Summa de casos de consciencia, IIII, pp. 5 y 6.

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