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El baño ritual de Felismena en «La Diana» de Montemayor*
Felismena’s Ritual Bath in La Diana by Montemayor

Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 9, núm. 2,

Instituto de Estudios Auriseculares

Eduardo Torres Corominas

Universidad de Jaén ESPAÑA ecoromin@ujaen.es, España

Recibido: 13/03/2021

Aceptado: 02/06/2021

Resumen: El artículo analiza un pequeño motivo inserto en el libro IV de La Diana de Jorge de Montemayor: el baño ritual de Felismena que precede a su entrada en el templo. A partir del reconocimiento del espacio donde acontece la escena, un estanque de aguas cristalinas que se asemeja a un mikvé judío, el trabajo descifra el simbolismo religioso del fragmento y trata de vincularlo con el significado general de la obra.

Palabras clave: Montemayor, Diana , judaísmo, baño ritual, mikvé.

Abstract: This article analyses a small motif that forms part of book IV of La Diana written by Jorge de Montemayor: the ritual bath of Felismena before her entry into the temple. Starting from the exploration of the space where the scene takes place, consisting of a pool of crystalline waters that resembles a Jewish mikveh, this essay deciphers the religious symbolism of the fragment, and tries to link it with the general meaning of the work.

Keywords: Montemayor, Diana , Judaism, Ritual bath, Mikveh.

Situado en el centro geométrico y semántico de La Diana, el libro IV, que discurre casi íntegramente en el palacio de la sabia Felicia, constituye un punto de inflexión para la trayectoria sentimental de los pastores que pueblan sus páginas. En efecto, reunidos en una amistosa compañía antes de llegar a esta Corte, Sireno, Silvano, Selvagia, Felismena y Belisa padecen la enfermedad de amor como consecuencia de la indiferencia, el engaño, el abandono o la muerte que presiden sus desgraciadas experiencias. En busca de remedio acuden, pues, a este maravilloso lugar, donde se levanta el templo de Diana, conducidos por tres ninfas —Dórida, Cintia y Polidora— que, agradecidas, contribuyen a su causa tras ser liberadas de los salvajes. Allí, gracias al magisterio de Felicia, a su magia y a la tutela de la diosa cazadora, símbolo del amor casto y virtuoso, cambiará el curso de sus vidas, de manera que, paulatinamente, la mayor parte de los casos alcanzarán un feliz desenlace una vez abandonado el palacio y disgregado el grupo en la segunda mitad del relato. El libro IV, por consiguiente, representa una cesura brusca, una acusada frontera entre un antes y un después en que se cifran, respectivamente, la pérdida de la paz y la armonía (libros I, II y III) y su posterior restauración (libros V, VI y VII) en el ámbito amoroso, asunto sobre el que gravita la composición en su conjunto 1 .

Frente a los pasajes que acontecen en el campo, los motivos que se suceden en el interior del palacio —verdadera clave de la estructura— configuran un intrincado sistema de signos de extraordinaria densidad que nos introduce en un universo simbólico de difícil interpretación 2 . Esto es así, entre otras razones, no solo porque hayamos olvidado con el paso del tiempo el significado profundo de una palabra, de un gesto, de una prenda o de una acción, sino también —y sobre todo— porque ni siquiera contemplamos aquellos elementos culturales desde una perspectiva semejante a la que propició su origen, aquella por la que se erigieron, antes que nada, en mecanismos de significación simbólica —en tanto que signo de otra cosa— tras los que se escondía un riquísimo entramado de categorías y valores completamente ajeno a nuestra visión materialista (y reducida) del mundo, forjada al calor de cinco siglos de empirismo y racionalismo científicos 3 . Este simbolismo, sin embargo, era el modo de representación más frecuente en el romance medieval y renacentista, etiqueta bajo la que debe considerarse la narrativa caballeresca, sentimental o bizantina anterior a la novela moderna. Entre sus márgenes, lo sobrenatural, lo mágico o lo alegórico conservaban todavía plena vigencia e irrumpían con naturalidad en la ficción alentados por unas convenciones literarias y unas formas de pensamiento acusadamente idealistas, tendentes siempre a la abstracción, a las analogías y a las grandes construcciones conceptuales. No es de extrañar, por tanto, que Montemayor recurriese a procedimientos de esta índole a la hora de recrear el itinerario vital y pedagógico seguido por los pastores en palacio, entre cuyos muros el simbolismo aparejado al arte de la cortesanía, a los ritos religiosos o a los personajes mitológicos armonizaba a la perfección con las fórmulas narrativas típicas del romance 4 .

A partir de estas observaciones generales, lo que nos proponemos en el presente trabajo es estudiar de manera pormenorizada uno de aquellos motivos engastados en el libro IV de La Diana, bajo cuya sencilla apariencia y brevísima exposición Montemayor parece sugerir mucho más de lo que muestra. Se trata —digámoslo ya— del baño ritual de Felismena, que acontece en un estanque de aguas cristalinas situado en una sala baja del edificio a la que se desciende por unas escaleras. El pasaje se sitúa a la cabeza de una secuencia narrativa más amplia en la que se incluyen las diversas escenas que jalonan la estancia de Felismena en las cámaras privadas del palacio, a las que es conducida personalmente por Felicia. En dicha secuencia, en la que nuestra dama actúa siempre como sujeto paciente, se presentan también, a la zaga del baño, su cambio de vestimenta y el lucimiento de unas joyas prestadas que exaltan hasta el extremo —conforme a las modas cortesanas del momento— la belleza de Felismena. Todo ello, en cualquier caso, solo adquiere sentido de conjunto cuando se considera que aquellas acciones promovidas por Felicia y ejecutadas con diligencia por sus ninfas —verdaderas servidoras de su Casa— tienen como único propósito la preparación de Felismena para su ingreso en el templo de Diana, hecho que se producirá poco más adelante, una vez que nuestra heroína se reincorpore al grupo de pastores que la aguarda en el salón principal. Así describe, en fin, el autor portugués la escena que nos ocupa:

Felicia le dijo que los vestidos de pastora se quitase por entonces, hasta que fuese tiempo de volver a ellos, y, llamando a las tres ninfas que en su compañía habían venido, hizo que la vistiesen en su traje natural. No fueron las ninfas perezosas en hacello ni Felismena desobediente a lo que Felicia le mandó, y, tomándose de las manos, se entraron en una recámara, a una parte de la cual estaba una puerta, y, abriendo la hermosa Dórida, bajaron por una escalera de alabastro a una hermosa sala, que en medio de ella había un estanque de una clarísima agua, adonde todas aquellas ninfas se bañaban, y, desnudándose así ellas como Felismena, se bañaron, y peinaron después sus hermosos cabellos, y se subieron a la recámara de la sabia Felicia, adonde, después de haberse vestido las ninfas, vistieron ellas mismas a Felismena 5

Lo primero que advertimos tras la lectura del pasaje en su contexto narrativo es que el baño resulta completamente innecesario —al menos en apariencia— para el desarrollo del episodio y, más en concreto, para cumplir el mandato de Felicia: vestir a Felismena en su «traje natural». En efecto, no hay razones en el texto que justifiquen el descenso al estanque, ni tampoco parece que a la postre la inmersión en sus aguas aporte nada ni a la progresión del argumento ni a la configuración del personaje. Nada, a primera vista, si se juzga el fragmento desde una lógica discursiva que prescinda de su valor simbólico. Algo muy diferente ocurre, sin embargo, cuando abordamos el motivo considerando aquella posibilidad, pues entonces emerge ante nosotros un sistema de signos de gran complejidad que se configura mediante la armonización de tradiciones e influencias diversas y que, en última instancia, traba relación con otras partes del relato para contribuir activamente a la significación general de la obra.

El primer indicio que nos advierte de aquella circunstancia es la propia disposición arquitectónica de esa sala baja. A ella se accede «por una escalera de alabastro» que permite a los personajes descender casi hasta los cimientos de la fábrica y entrar en contacto con el solar sobre el que se levanta el edificio. Es en este singular emplazamiento donde se halla el «estanque de una clarísima agua» que, según parece por aquella descripción, ha sido excavado directamente sobre el terreno, pues ni por su morfología ni por sus dimensiones el texto parece aludir a una bañera o a cualquier otra clase de cubeta portátil. Se trata, pues, de un depósito permanente ubicado en una dependencia del palacio concebida expresamente para este uso, como demuestra el hecho de que, con frecuencia, sus moradoras la empleen con idéntico propósito en su vida cotidiana: «adonde todas aquellas ninfas se bañaban». Será en aquella estancia, en definitiva, donde se inicie el ritual preparatorio de Felismena, a quien Felicia y sus ninfas desean dignificar antes de su entrada en el templo. No es necesario ya mucho más para deducir que Montemayor está describiendo con notable precisión los rasgos esenciales del mikvé judío 6 , ese estanque o piscina de aguas claras que servía en la religión mosaica para cumplir con los diversos ritos de purificación y conversión recogidos en la Torah 7 .

Repasemos rápidamente los requisitos que había de reunir el mikvé para albergar los baños rituales del judaísmo. Estos se recogen en una rigurosa preceptiva que ha garantizado desde hace siglos la preservación de las connotaciones simbólicas del rito y el respeto escrupuloso a la tradición del pueblo elegido. El mikvé, en primer lugar, debe construirse directamente sobre el terreno o, en su defecto, formar parte integrante de una edificación anclada al suelo. No puede ser, por tanto, ni una bañera ni cualquier otro recipiente susceptible de ser movido o desmontado. Ha de llenarse solo con agua. Dichas aguas deben ser vivas y corrientes, de ahí que tantas veces el depósito se alimente de un manantial, de una fuente natural o de un río. El mikvé ha de permitir la inmersión completa de un individuo, si bien su tamaño suele ser suficiente como para facilitar el baño simultáneo de varias personas. Por último, el agua no puede ser canalizada hacia el vaso por acción del hombre, ni pasar a través de objetos y materiales impuros: metal, arcilla o madera 8 . A la vista de esta minuciosa reglamentación, en suma, es posible afirmar que el «estanque» dibujado por Montemayor reúne todas las características propias del mikvé. Es más, su somera descripción —a pesar de la parquedad del texto— coincide en lo esencial con los restos arqueológicos de los baños judíos conservados tanto en España como en el resto del mundo 9 , y que contrastan nítidamente con los del hammām o baño árabe 10 . Baste señalar a este respecto, como rasgo distintivo, esa escalera descendente tan característica —idéntica a la que se esboza en el libro IV de La Diana— que resultaría perfectamente reconocible para quienes se hallasen familiarizados con las prácticas del mundo hebreo 11 . De inmediato se activaría para ellos un ámbito de significación cuya clave sería —no cabe duda— el simbolismo religioso que el relato sugiere a partir del reconocimiento de aquella sala baja. En él habremos de penetrar, pues, si queremos descifrar el sentido profundo del pasaje con objeto de comprender, en última instancia, qué función desempeña y qué motivaciones alentaron su presencia en este punto concreto de la obra.

Antes de pasar adelante, en todo caso, es preciso apuntar que, aunque los ritos de purificación han sido moneda común en casi todas las religiones, solo algunos muy señalados —de entre aquellos que emplean el agua como agente— pudieron ser conocidos por nuestro autor dadas sus coordenadas biográficas. En efecto, a la luz de su vida y de su literatura, resulta evidente que su mundo espiritual tuvo como centro de gravedad (y casi único referente) la tradición judeocristiana, la cual constituía, en rigor, antes incluso que el humanismo y el clasicismo renacentista, la raíz más profunda de su pensamiento (y aun de su imaginario). En ese terreno, el lusitano manifestó siempre una acusada preferencia por los asuntos bíblicos, que tanto en prosa como en verso jalonaron desde un principio gran parte de su obra devota. En ella exhibió un amplio conocimiento de las Sagradas Escrituras, que concebía como un relato unitario donde Antiguo y Nuevo Testamento convivían armónicamente —desde la caída de Adán a la pasión redentora de Cristo— en el curso de la historia de la Salvación 12 . El autor portugués se hallaba, por tanto, muy familiarizado con el legado del pueblo hebreo, los usos del judaísmo y las estructuras compositivas del texto bíblico gracias a su formación intelectual y —todo hay que decirlo— quizás también a sus más que probables orígenes conversos 13 . En consecuencia, parece natural que recurriese al valor simbólico del mikvé a la hora de elaborar un pasaje preñado de connotaciones religiosas, y que sea preciso descartar otras posibles influencias que, por razones cronológicas o geográficas, jamás pudieron formar parte de su horizonte cultural 14 . Aclarada esta circunstancia, en fin, es posible avanzar en la argumentación y adentrarse ya con paso firme en los aspectos más específicos del fragmento.

Que nos hallamos ante un rito de purificación parece fuera de toda duda cuando comprobamos que el baño por inmersión de Felismena se conforma también, en ciertos detalles y a pequeña escala, con la tradición judía. Estos elementos secundarios refuerzan la interpretación simbólica del motivo pues, vistos a nueva luz, no parecen ser fruto de la casualidad, sino parte integrante de un sistema de signos perfectamente pensado y articulado. Así, la dama se introduce desnuda en el estanque y sumerge por completo su cuerpo en las aguas, tal y como exigía el ritual para ser efectivo. Al baño sucede el cambio de vestimenta: ropa de gala, sí, pero ropa limpia, al fin y al cabo, como indicaba la Torah para quienes salían del mikvé. Una vez efectuado el baño, solo llegada la tarde de aquel día el fiel recuperaba la pureza y se hallaba en disposición de acceder al templo: exactamente lo mismo ocurre con Felismena, quien solo ingresa en el recinto sagrado a la conclusión de aquel retiro vespertino. Por todas estas razones, en definitiva, puede afirmarse que el descenso a aquella singular estancia tuvo como objeto la escenificación —más o menos velada— de un baño ritual por inmersión que evocaba los usos del judaísmo —la tevilá, en concreto— para dar cuenta de la renovación espiritual experimentada por Felismena en el corazón del libro IV 15 . Trazada esta relación, por tanto, nos corresponde indagar ahora acerca del significado simbólico que dicho rito adquiría en la religión hebrea, así como los tiempos y modos en que se practicaba, de manera que, de regreso al texto de Montemayor, podamos entender cabalmente cómo el lusitano se sirvió en su relato de aquel legado cultural una vez adaptado al universo ficcional de La Diana.

Partamos de lo más sencillo. El agua ha sido empleada comúnmente en la vida cotidiana como agente de purificación tanto de personas como de objetos necesitados de alguna limpieza. Por ello es lógico que el agua se utilice también como agente en el baño ritual, donde la purificación espiritual acontece gracias a la singularidad del mikvé, construido específicamente para acoger y validar aquellos ritos 16 . No obstante, es preciso matizar que, en rigor, la inmersión en sus aguas no quita la suciedad, sino que cambia el status del individuo, de tameh (impuro) a tahor (puro). Se trata, por tanto, más de un cambio de estado que de una purificación en toda regla, tal y como se observa en el rito de conversión al judaísmo. Desde que el fiel sale del estanque es ya judío a todos los efectos: ha cambiado su status 17 . Por otra parte, la transformación operada en la persona como consecuencia del baño ritual adquiere numerosas connotaciones simbólicas que enriquecen su significado. La primera es la de re-nacimiento: cuando el individuo se sumerge en el mikvé escenifica el regreso al útero materno, de modo que cuando sale de sus aguas es como si volviese a nacer, completamente puro. El segundo matiz se relaciona con la re-creación, pues el baño remite al principio de los tiempos, cuando la vida fue generada por Dios en el seno de los mares, conforme al relato del Génesis 18 . La inmersión supone en este caso el abandono en Dios para resurgir a la existencia como nueva criatura. Finalmente, desde un enfoque puramente físico, quien se sumerge en el estanque deja de respirar por unos segundos —quien no respira está muerto, dice la Torah— así que cuando emerge y toma aire adquiere el carácter de re-nacido. El mikvé es para él entonces como un sepulcro. En definitiva, entendido como útero, como mar primigenio o como tumba, el mikvé se identifica con estos puntos críticos del ciclo del nacimiento y de la muerte, pues cuando una persona atraviesa cualquiera de esos nudos —análogos al baño ritual— alcanza un estado totalmente nuevo. La inmersión en el mikvé representa, pues, renovación, recreación y renacimiento 19 .

A partir de estas coordenadas fundamentales, es posible comprender bien los distintos usos que el mikvé ha recibido en el judaísmo. Para nuestro propósito es cuestión de gran relevancia, pues más adelante habremos de identificar cuál de estas modalidades sirvió como fuente de inspiración a Montemayor a la hora de integrar el motivo (con un determinado significado) en el curso de La Diana. El primero de dichos usos tiene relación con el estado de niddah o apartamiento que padecen las mujeres tras la menstruación o el parto, pues la pérdida de sangre provoca en ellas impureza (tameh). En ese estado no pueden acercarse al marido o mantener relaciones sexuales, de modo que para recuperar su pureza (tahor) han de esperar siete días tras el cese del flujo y realizar entonces un baño ritual por inmersión en el mikvé. El segundo uso consiste en el rito de conversión al judaísmo —antes citado— por el que han de pasar tanto los hombres (siempre tras la circuncisión) como las mujeres. Con el baño queda confirmada en ellos la adopción del judaísmo, pues por este medio se actualiza y repite (en cada caso particular) el juramento y la alianza sellados entre Dios y el pueblo elegido a los pies del Sinaí. Finalmente, un tercer uso del mikvé —al margen de su empleo con objetos y cacharros de origen impuro— se identifica con el acto de penitencia que algunos fieles practican, como gesto de autorrenovación y de renacimiento, antes de ciertas festividades señaladas, como el Año Nuevo judío o el Yom Kippur («gran día de la expiación») 20 . Incluso ciertos judíos, como los hassidim, siguen la tradición de sumergirse en el mikvé antes del Sabat como preparación para el día sagrado. En todos estos casos, en fin, el baño ritual por inmersión constituye un medio para la purificación espiritual del individuo que, a grandes rasgos, se corresponde bien con el sentido general del pasaje que nos ocupa 21 .

Si dirigimos una mirada más profunda sobre el baño ritual veremos que, en el fondo, se trata de un camino para regresar al Edén tras la caída y la expulsión del Paraíso propiciada por el pecado de Adán. Conforme al metarrelato sobre el que se asienta la religión judía, Dios, desde tiempos de Abraham, escogió al pueblo de Israel para recrear el estado edénico y conducir después —a través del mismo— a toda la humanidad por esta senda. Para ello dotó al hombre de libertad para escoger entre el bien y el mal y le entregó la Torah, el instrumento definitivo para el retorno del hombre a su estado de perfección en el «mundo que vendrá», pues tras la caída el hombre no está ya en disposición de alcanzar el bien ni a Dios por sí mismo. En ese marco, Dios mandó a su pueblo que le construyese un lugar, un santuario, que más adelante, una vez asentado Israel en la tierra prometida, se convirtió en el templo de Jerusalén 22 . Este recinto sagrado era necesario porque el mundo entero estaba invadido por el mal a causa del pecado de Adán. El santuario de Dios, en consecuencia, debería estar preservado de ese mal y habría de constituir un pequeño jardín del Edén en miniatura, reservado al servicio de Dios. Todo lo relacionado con el estado caído del hombre —la muerte, el ciclo reproductivo, etc.— tendría que permanecer fuera de aquel recinto sagrado. Esto explica el concepto de tameh o impureza ritual, una suerte de contaminación espiritual que impide terminantemente a quien la sufre el acceso al templo santo 23 .

De ahí que surgiese la necesidad de limpiar esta impureza por medio del mikvé 24 . Aquí el agua ejerce una función determinante, pues sirve como elemento de conexión simbólica con el Edén, de cuyo río nacen (como fuente espiritual) todas las aguas de la tierra 25 . Por eso, aunque al hombre no le esté permitido regresar a aquel jardín, mediante el baño ritual busca el restablecimiento de su estado primigenio (anterior a la caída), de aquel vínculo con el Paraíso perdido que ahora —entre sus muros— representa el santuario de Dios. En consecuencia, quien recupera ese estado de pureza ritual por medio del mikvé recobra la potestad de ingresar en el templo 26 . Esto explica por qué el estanque debe estar conectado con el agua en su estado natural: es al fin y al cabo la única forma de preservar el nexo con el río del Edén, condición que se pierde cuando el agua discurre por canalizaciones artificiales o entra en contacto con objetos impuros 27 . Basten estas observaciones para concluir que nos hallamos ante una secuencia lógica de orden religioso muy semejante a la que protagoniza Felismena mediado el libro IV de La Diana, quien es conducida a una sala baja con objeto de restaurar su estado de pureza a través de un baño por inmersión en un estanque que reúne todos los rasgos propios del mikvé judío. Solo después de cumplir con aquel rito de purificación, por consiguiente, nuestra dama está ya en disposición de pisar el templo de Diana, tal y como realiza poco tiempo después, una vez concluido aquel aparte en las estancias privadas de palacio.

Resuelta esta cuestión, surge de inmediato una pregunta decisiva: ¿a qué se debe la impureza de Felismena? Para responder a este interrogante hemos de remontarnos a su nacimiento —o mejor, al tiempo en que todavía permanecía en el vientre materno—, cuando Felismena, al igual que su madre y su hermano mellizo, fue víctima de la maldición de Venus. En efecto, la diosa del amor pasional y concupiscente dirigió su ira contra Delia y sus hijos porque esta, aficionada a las historias antiguas, manifestó su preferencia por Palas —en el famoso juicio de Paris sobre la manzana de la discordia— al debatir el caso con su marido en una noche de insomnio. Como consecuencia de esta terrible sentencia, la madre de Felismena murió de parto poco tiempo después, mientras que sus hijos quedaron condenados a penar por amor hasta el fin de sus días 28 . Este fue el pecado original que recayó, desde su nacimiento, sobre los hombros de Felismena, quien a pesar de su virtud y buenas obras nunca logró desprenderse por sí misma de esta mácula, de este rasgo de impureza que le impedía alcanzar la comunión con sus amantes. Ahora, sin embargo, en el interior de aquel palacio al que abrazaban (significativamente) «dos caudalosos ríos» 29 , nuestra heroína se hallaba a las puertas del templo de Diana, diosa cazadora de la castidad bajo cuya advocación —y siempre al amparo de la sabia Felicia— aspiraba a reconciliarse con el amor y a recobrar la armonía perdida. Para ello necesitaba renacer, renovar su espíritu, ser creada de nuevo libre de aquella carga. Ese es el sentido del baño ritual que acontece en la cámara baja del palacio, tras el que Felismena podrá presentarse ya, limpia y purificada, en el recinto sagrado.

Una vez aclarado el sentido general del fragmento, es preciso añadir todavía algunos comentarios acerca de esos otros elementos que, junto a los de orden religioso, participan en la configuración del motivo y apuntalan su significación. Nos referimos, claro es, tanto al valor de las figuras mitológicas que se integran en el cuadro como a las virtudes cortesanas aparejadas al aseo y aliño de la persona. Estos dos nuevos campos de referencia se despliegan sobre la escena en absoluta armonía con el simbolismo religioso, toda vez que no aportan información contradictoria, sino complementaria, que da lugar a una suerte de sincretismo cultural de gran originalidad. En lo que respecta a las ninfas que acompañan a Felismena en el baño, lo primero que debe recordarse —aunque parezca obvio— es que encarnan la doncellez y la castidad —son «libres de amor» conforme a los esquemas sentimentales de la novela 30 —, atributos en los que se cifra una pulcritud muy acorde con el significado del mikvé. De hecho, esta pureza es renovada frecuentemente con su inmersión en el estanque de la sala baja, —tal y como recuerda la obra—, imagen que evoca numerosos antecedentes literarios 31 y pictóricos 32 en los que las ninfas son representadas en torno a un curso de agua —un río o un arroyo— que constituye su hábitat natural. Los personajes mitológicos, por tanto, contribuyen también, desde un punto de vista estético, al embellecimiento de la tabla añadiendo a la estampa un matiz de erotismo y sugerencia muy propios del clasicismo renacentista. Más allá de estas consideraciones, sin embargo, resulta crucial constatar cómo se establece, entre los motivos religiosos y la mitología, una precisa correlación por la que ambas esferas quedan perfectamente trabadas. Si el pecado original de Felismena estuvo propiciado por la ira de Venus, ahora el baño de purificación vendrá auspiciado por las ninfas, quienes promueven, como la propia Diana (a quien sirven como deidades menores), una forma de amar diametralmente opuesta a la carnalidad de la primera. Llegados al final del proceso, el ingreso en el templo —el lugar reservado para el encuentro con Dios— permitirá muy pronto a Felismena rendir culto a la diosa cazadora, bajo cuya benigna influencia quedará cerrado el ciclo religioso (caída, purificación y reconciliación) que articula su trayectoria y en el que participan activamente —en perfecto paralelismo— Venus, las ninfas y Diana.

Para finalizar, es preciso dar cuenta de los valores cortesanos que incidieron también, junto a los anteriores, en la conformación de la secuencia. En ese terreno, hemos de precisar que el cuidado de la persona, su aseo corporal y su elegancia en el vestir eran rasgos de civilización propios y distintivos de la moderna gentildonna —tal y como recordaba Castiglione 33 —, atributos que Giovanni Pontano situaba en el ámbito del esplendor, es decir, de la liberalidad en el orden doméstico 34 . En general, esa pulcritud y limpieza eran signo de status y marca visible de una forma de vida honesta y hermosa practicada y ponderada en el interior del palacio, donde los visitantes completan a lo largo de aquella jornada un itinerario formativo en el arte de la cortesanía que armonizaba bien con el propósito de mejora que alentaba el baño de purificación. La higiene personal y el lucimiento de unos magníficos ropajes —cortados a la moda de los tiempos— no representan, en definitiva, sino un ejemplo más de ese camino de perfección que, por distinta vía, recorren los personajes de La Diana en la pequeña Corte de Felicia 35 . Ritualismo religioso, legado mitológico y lenguaje cortesano, en conclusión, definen a las claras en este pasaje el entramado profundo sobre el que se levanta el libro IV de La Diana, un complejo sistema de signos donde se entrecruzan influencias y tradiciones para configurar entre sus límites una narración eminentemente simbólica.

Una vez descrito e interpretado el baño ritual de Felismena se hace posible levantar la mirada y analizar conjuntamente las distintas escenas que se suceden durante la estancia de nuestra dama en los aposentos de Felicia. Todas ellas —como ya se ha dicho— tienen como agente (directo o indirecto) a esta gran señora de palacio, cuyo propósito es la preparación de Felismena para su entrada en el templo. La lectura del pasaje, por tanto, habrá de realizarse a la luz de aquello que aguarda en el interior del recinto sagrado, pues determina el sentido de las acciones emprendidas en este tramo. Pasemos a repasarlas. El fragmento en cuestión, perfectamente acotado por el espacio en que se desarrolla, lo componen cuatro motivos: la conversación privada entre Felicia y Felismena, el baño ritual de purificación, el cambio de vestimenta de la heroína y su exaltación por medio de las joyas.

La conversación, en primera instancia, sirve a Felicia para alimentar las esperanzas de la doliente amante y para animarla a seguir por la senda de la virtud —ad astra per aspera— hasta la consecución de sus amores. Ese será precisamente el camino que se proponga a los visitantes en el templo de Diana a través de los numerosos ejemplos extraídos de la historia que se ofrecen —a modo de itinerario iconográfico— a lo largo de sus tres salas, un verdadero templo de la Fama jalonado de esculturas y relieves de grandes personajes dignos de ser imitados 36 . El segundo motivo, el baño ritual, resulta imprescindible para la purificación de Felismena, pues era preciso borrar aquel pecado original que la mantenía apartada del amor y de la armonía antes de pisar suelo sagrado. Necesitaba renacer, ser creada de nuevo para someterse después a la tutela de la diosa Diana y proseguir con fuerzas renovadas, bajo su advocación, por esa angosta senda que le anuncia Felicia. El cambio de vestimenta, la recuperación de su «traje natural», por su parte, además de dignificar y ensalzar a la dama para la ocasión, la equipara (a diferencia de las otras pastoras) con aquellas mujeres ilustres —tan heroicas y nobles como la propia Felismena— que desde los muros del santuario la invitan, con elocuencia muda, a seguir sus pasos 37 . Por último, el rico elenco de joyas y piedras preciosas con que las ninfas exaltan la hermosura de Felismena adquiere un valor plenamente simbólico a la luz de la vieja tradición lapidaria y del lenguaje iconológico, tal y como ha demostrado con solvencia la crítica 38 . En conjunto, dan cuenta de su persona y cifran tanto su trayectoria vital como la decisiva encrucijada en que se halla. Así, los pendientes en forma de navecillas esculpidos con verdes esmeraldas indican la esperanza de su ánimo; el zafiro, debido a su color azul, se identifica con algunas de las virtudes de la bóveda celeste, como la fijeza o la inmutabilidad, que son correlato fiel de la lealtad amorosa exhibida por Felismena; las perlas, finalmente —por no abundar más en ello—, denotan pureza e inocencia, valores estrechamente ligados al rito de purificación que precede a esta escena de tocador. Los cuatro motivos, en suma, configuran un sistema de signos de gran complejidad que, a pesar de la diversidad de sus elementos constitutivos, queda sólidamente cohesionado —como el propio libro IV de La Diana— gracias a la armonía del simbolismo que despliegan todos y cada uno de sus componentes. A la luz de este hecho, en fin, quizás estemos también en disposición de interpretar con mayor hondura la famosa sanación de los pastores —Sireno, Silvano y Selvagia— mediante el agua mágica de Felicia, que, de manera fehaciente, supone para ellos —en sentido estricto— un cambio de estado.

Valgan estos apuntes, en conclusión, para poner de manifiesto la importancia de descifrar los mecanismos de significación simbólica propios del romance medieval y renacentista a la hora de comprender —desde su perspectiva de escritura— el significado profundo (y aun la presencia) de numerosos motivos que fueron elaborados a partir del ritualismo religioso, el legado mitológico o la semiótica cortesana. En este caso, como hemos tratado de demostrar, Jorge de Montemayor se inspiró en el baño ritual por inmersión practicado en el judaísmo para evocar, a través del mikvé, el rito de purificación por el que Felismena renacería a la existencia tras emerger de aquel mar primigenio, de aquel útero, de aquel sepulcro que representaba el estanque de la sala baja.

Erigida ya en nueva criatura, pronto visitaría el templo de Diana para partir después sin tardanza a la conquista del amor, una vez recobrada la pureza y abierto el camino —por medio de las aguas— de regreso al Edén.

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Notas

* Este trabajo se adscribe a la Estructura de Investigación EI_HUM16_2021 y al Grupo de Investigación «Seminario de Estudios Literarios y Culturales» (HUM-1064), ambos de la Universidad de Jaén. Agradezco a Sonia Ortega Sandeo gracias su colaboración y generoso magisterio en el estudio de las Sagradas Escrituras.

1. Una descripción general de la estructura de La Diana se ofrece en Avalle-Arce, 1975, pp. 70-79; Rallo, 1991, pp. 81-91; y Montero, 1996, pp. LIV-LXI.

2. Para la interpretación del libro IV en su conjunto pueden consultarse los trabajos de Correa, 1961; Subirats, 1968; Canosa Hermida, 2000; y Torres Corominas, 2021.

3. Véase «La decadencia del simbolismo», en Huizinga, 1978, pp. 286-303.

4. Acerca de los procedimientos narrativos típicos del romance, de su evolución en la década de 1550 y de la relación existente entre sus más inmediatos precedentes y La Diana ha reflexionado Rallo, 1999.

5. Montemayor, La Diana, pp. 176-177.

6. Una precisa definición del mikvé (o «mikvah») y de sus funciones, así como de las evidencias arqueológicas y literarias que dan cuenta de su uso desde la Antigüedad, se halla en Snyder, 2012, quien ofrece además una selecta bibliografía sobre el concepto.

7. El único lugar donde la Torah menciona específicamente el mikvé es en el verso que advierte: «Solo las fuentes y las cisternas en las que se recogen las aguas seguirán siendo puras» (Levítico, 11, 36). Allí no se define lo que es el mikvé, sino que se habla de su uso. Por el contrario, el lugar donde se enumeran todas las leyes y reglas vinculadas al mikvé es en la Torah oral, que durante 1500 años fue transmitida fielmente de maestro a discípulo. En última instancia, la Torah oral pasaría a la transmisión escrita a través de la Misná, elaborada por Rabbi Yejudá el Príncipe a comienzos del siglo iii. Entre sus páginas encontramos, pues, el tratado sobre los «Baños rituales de inmersión» o «Miqwaot» ( Misná, pp. 1245-1265), donde se recoge toda la preceptiva sobre el particular (Kaplan, 1992, pp. 67-68).

8. Las condiciones que ha de reunir el mikvé para acoger y validar los baños rituales del judaísmo quedan resumidas en Kaplan, 1992, pp. 69-70; Lawrence, 2006, pp. 158-168; y Monterreal, 2018, pp. 423-426. Reich, 2013 ofrece un amplísimo repertorio de ejemplos a partir de sus trabajos arqueológicos en Israel.

9. Al margen de los numerosos testimonios arqueológicos hallados en el resto del mundo —Montpellier, Londres o Siracusa, además de Jerusalén y la antigua Judea (Reich, 2013)—, en España se conservan restos de antiguos baños judíos en Besalú (Girona) (Oliva, 1969), Zamora (García Casar, 1992) y Úbeda (Jaén) (Lorite Cruz, 2011).

10. Los baños árabes tuvieron su origen en las termas y balnearios grecorromanos de la Antigüedad. Eran, por tanto, de uso público, y desempeñaban tanto funciones religiosas (servían para las abluciones rituales del Islam) como civiles, pues constituían un espacio propicio para la higiene personal y la sociabilización de los miembros de la comunidad. Su arquitectura, siguiendo los modelos clásicos, debía albergar, junto al vestuario, diversas salas preparadas para el baño a distinta temperatura, ya que el agua caliente y el vapor eran imprescindibles en el interior del recinto. Nada semejante se observa, pues, en la sala baja descrita en La Diana, cuyo referente cultural se aparta de esta tipología. Al respecto, véase Fournier, 2016, donde se estudian de manera exhaustiva los baños árabes de Al-Ándalus, así como los diversos trabajos recogidos en el número monográfico de Al-Mulk, 2019, dedicado a «Los baños árabes de Córdoba». Sobre los escasos paralelismos entre el mikvé judío y el baño grecorromano, véase Reich, 1988 y 1995.

11. Como recuerda Monterreal, 2018, p. 424, «La capacidad mínima del mikvé era de unos 600 litros y su estructura ideal contaba con vestuario, escalera y pileta», disposición que se corresponde puntualmente con el pasaje de La Diana, donde aparece un vestuario (la «recámara» en que las ninfas vistena Felismena), las susodichas escaleras y la pileta o «estanque» de la sala baja. Por si fuera poco, el mikvé «solía estar asociado a una sinagoga, en su subsuelo, aunque no necesariamente; en todo caso, contaba con entrada independiente» (Monterreal, 2018, p. 424), lo mismo que sucede aquí con esta dependencia aneja al templo de Diana.

12. Tal y como el propio Montemayor confiesa en el prólogo al lector de su Diálogo espiritual, desde su juventud gustaba de la Sagrada Escritura, a la que, a pesar de no ser religioso ni teólogo, «desde mi niñez he sido aficionado», pues en ella encontraba «hazañas y hechos señalados de reyes», «hechos notables de caballeros», «amores excelentísimos» o «palabras graves y de excelentísima sentencia» (Montemayor, Diálogo espiritual, pp. 99-101). Sobre los conocimientos bíblicos de Montemayor, véanse las reflexiones de Esteva de Llobet, 2009, pp. 255-264.

13. Sobre los posibles orígenes conversos de Montemayor, véanse las reflexiones de Bataillon, 1964; y Creel, 1981, pp. 45-46.

14. El universo de referencia al que debemos remitirnos para la interpretación del motivo es, en consecuencia, el de los ritos de purificación mediante el agua practicados en la tradición judeocristiana. A su estudio se han dedicado, desde una perspectiva general, Collins, 1989; Wright, 1992; Kselman, 1996; y Lichtenberger, 2000; mientras que la relación existente entre el baño de purificación judío y el bautismo cristiano ha sido motivo específico de análisis para Brooks, 1987; LaSor, 1987; y Larere, 1993. Más allá de esto, Ratzinger, 2007, pp. 283-293, indagó sobre el valor simbólico del agua en el cristianismo a partir de sus comentarios sobre el evangelio de san Juan.

15. Juan Montero ya anotó en su edición que aquello se trataba de un «baño purificador» inserto en un «complejo ceremonial» del que también formaban parte «el cambio de traje y el adorno de su persona con joyas de neto valor simbólico» (Montemayor, La Diana, p. 177, nota 62).

16. La capacidad transformadora del agua para la creación de un hombre nuevo queda ya explicitada en el libro de Ezequiel: «Os recogeré de entre las naciones, os reuniré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra. Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne» (Ezequiel, 36, 24-26). Con el paso de los siglos, este empleo del agua ha sido una constante en la tradición judeocristiana, tal y como acredita, por ejemplo, el sacramento del bautismo.

17. Para el concepto de «cambio de estado», véase Kaplan, 1992, pp. 21-22.

18. «Dijo Dios: “Bullan las aguas de seres vivientes, y vuelen los pájaros sobre la tierra frente al firmamento del cielo”. Y creó Dios los grandes cetáceos y los seres vivientes que se deslizan y que las aguas fueron produciendo según sus especies, y las aves aladas según sus especies. Y vio Dios que era bueno» (Génesis, 1, 20-21).

19. Los diversos valores simbólicos del baño ritual han sido descritos por Kaplan, 1992, pp. 22-25.

20. El establecimiento del Yom Kippur o «gran día de la expiación» se recoge en Levítico 16. Allí se relata cómo, tras la muerte de los hijos de Aarón por acercarse al Señor (la ‘impurezaʼ provoca la destrucción de quien la porta en contacto con la ‘purezaʼ divina), Dios indicó a Moisés el modo y el tiempo en que el sacerdote (Aarón) podría ponerse en su presencia sin morir. Para ello debía cumplir un estricto ritual que incluía el baño de purificación, la vestimenta de ropas sagradas, el empleo de un novillo para el sacrificio expiatorio y de un carnero para el holocausto. «Acabada la expiación tanto del Santuario como de la Tienda del Encuentro y del altar, Aarón presentará el macho cabrío vivo. Con las dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, confesará sobre él las iniquidades y delitos de los hijos de Israel, todos sus pecados; se los echará encima de la cabeza al macho cabrío, y después, con el hombre designado para ello, lo mandará al desierto. Así el macho cabrío se lleva consigo, a región desierta, todas sus iniquidades» (Levítico, 16, 20-22).

21. Acerca de las distintas funciones del mikvé, véase Kaplan, 1992, pp. 27-40. Lawrence, 2006 rastreó la presencia del baño ritual de purificación en la Biblia hebrea (pp. 23-42), la literatura del Segundo Templo (pp. 43-80) y los rollos del mar Muerto (pp. 81-154).

22. Sobre el tabernáculo en que descansó el Arca de la Alianza antes de la construcción del templo de Salomón, véase Friedman, 1992.

23. Sobre los conceptos de contaminación, purificación y purgación en la tradición hebrea ha trabajado Frymer-Kensky, 1983. Klawans, 2000, pp. 22-31, por su parte, ofrece una distinción categorial entre la pureza ritual, que se pierde a causa de circunstancias naturales como el nacimiento, la muerte o la menstruación (las cuales contaminan el templo), y la pureza moral, contra la que atentan pecados como el asesinato, el incesto o la idolatría (que contaminant la tierra). Si en el primer caso la pureza ritual se recupera mediante el lavado y el sacrificio, en el segundo la impureza moral conduce inexorablemente al exilio. De ahí que los ritos de purificación que acontecen en el mikvé sirvan específicamente para restaurar la pureza ritual del individuo.

24. Sobre el papel que ejercía la tevilá o baño por inmersión en el sistema de pureza ritual del judaísmo, véanse Milgrom, 1991; Neusner, 1995; y Wright, 1997.

25. «En Edén nacía un río que regaba el jardín, y allí se dividía en cuatro brazos: el primero se llama Pisón; rodea toda la tierra de Javilá, donde hay oro. El oro de este país es bueno; allí hay también bedelio y lapislázuli. El segundo río se llama Guijón; rodea toda la tierra de Cus. El tercero se llama Tigris y corre al este de Asiria. El cuarto es el Éufrates» (Génesis, 2, 10-14).

26. El significado simbólico del templo santo, la necesidad de hallarse en estado de pureza ritual para ingresar en él y la función purificadora y restauradora del mikvé quedan explicadas en Kaplan, 1992, pp. 46-48.

27. Sobre el modo en que se puede conducir agua a la piscina sin hacerla inválida, véanse los caps. IV-V del tratado «Miqwaot» ( Misná, pp. 1253-1256).

28. En el libro II de La Diana, la diosa Venus, hablando en sueños a la madre de Felismena, pronuncia su condena en estos términos, muy semejantes en su tono al castigo de Adán recogido en el Génesis: «Delia, no sé quién te ha movido ser tan contraria de quien jamás lo ha sido tuya. Si memoria tuvieses del tiempo que del amor de Andronio, tu marido, fuiste presa, no me pagarías tan mal lo mucho que me debes; pero no quedarás sin galardón, que yo te hago saber que parirás un hijo y una hija, cuyo parto no te costará menos que la vida y a ellos costará el contentamiento lo que en mi daño has hablado; porque te certifico que serán los más desdichados en amores que hasta su tiempo se hayan visto» (Montemayor, La Diana, p. 101).

29. Tal y como se describe a comienzos del libro IV, el palacio de la sabia Felicia se levanta en un claro del bosque, «sobre un muy grande y espacioso llano, en medio de dos caudalosos ríos, ambos cercados de muy alta y verde arboleda» (Montemayor, La Diana, p. 167).

30. Frente a los pastores presos de amor, las ninfas se declaran libres de amor en la disputa poética que se celebra en palacio a la finalización del primer banquete (Montemayor, La Diana, pp. 172-175).

31. Por mencionar solo un par de ejemplos —sin duda bien conocidos por Montemayor— que pudieran haber inspirado la escena, citaremos el caso de «Acteón» (Ovidio, Metamorfosis, libro III, pp. 327-334), donde Diana es sorprendida desnuda por Acteón mientras se baña junto a sus ninfas en un manantial de aguas cristalinas; o el más cercano de la Égloga III de Garcilaso, que presenta en sus primeras estrofas (vv. 57-104) la estampa de unas hermosas ninfas recreándose en el Tajo para aliviar el calor del estío.

32. Valga como ejemplo el cuadro de Tiziano «Diana y Calisto», perteneciente a la serie de lienzos inspirados en las Metamorfosis de Ovidio que fueron elaborados en la década de 1550. En ellos se recreaba con delectación el desnudo femenino a través de escenas mitológicas de profundo erotismo. En este caso, la obra rememora el baño de Diana junto a sus ninfas en el momento preciso en que queda al descubierto el embarazo de Calisto.

33. Julián el Magnífico, en el libro III de El cortesano de Castiglione, señala el modo en que las damas de palacio pueden ayudar a su hermosura natural con el arte: «Mas porque a las mujeres es permitido y debido que tengan más cuidado de la hermosura que los hombres, y en la hermosura hay muchas diversidades, debe tener esta dama buen juicio en escoger la manera del vestido que la haga parecer mejor, y la que sea más conforme a lo que ella entiende de hacer el día que se viste, y conociendo en sí una hermosura lozana y alegre, débele ayudar con los ademanes, con las palabras y con los vestidos, que todos tiren a lo alegre. Y también si se conoce ser de un arte mansa y grave, debe seguilla acudiéndole con las cosas conformes a ella por acrecentar aquel don de naturaleza que Dios le dio. Asimismo, siendo un poco más gorda o flaca de lo que conviene o siendo blanca o algo baza, es bien que se ayude con saberse vestir como mejor le estuviere; mas esto halo de hacer tan disimuladamente que cuanto más cuidado pusiese en curar su rostro y en traer su persona aderezada, tanto mayor descuido muestre en ello» (Castiglione, El cortesano, libro III, pp. 354-355).

34. Sobre el esplendor y las demás virtudes vinculadas a la liberalidad puede consultarse «Pontano y las modernas virtudes del dispendio honorable» (Quondam, 2013, pp. 79-121).

35. La experiencia vital y pedagógica de los pastores en el interior del palacio de la sabia Felicia ha sido analizada, desde los estudios sobre la Corte, en Torres Corominas, 2021.

36. La disposición del recinto sagrado como un templo de la Fama fue explicada por Correa, 1961, pp. 68-72. Recientemente, Bognolo, 2020, ha incidido sobre la historia y significación del motivo inserto en La Diana en relación con la tradición caballeresca.

37. El ejemplo de numerosas mujeres ilustres —encarnación de una castidad y una lealtad heroicas— es ofrecido al visitante a través de las esculturas y relieves (descritos por medio de la écfrasis) que adornan las estancias del recinto sagrado. Por esta vía, La Diana sigue la senda profeminista que ya recorrieron algunas obras inmediatamente precedentes como la Cárcel de amor de Diego de San Pedro o El cortesano de Castiglione.

38. Sobre el valor simbólico de las joyas de Felismena, véanse Márquez Villanueva, 1978; Seoane Dovigo, 1998; y Damiani, 2012.

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